Índice del libro El utilitarismo de John Stuart MillCapítulo anteriorBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO V

Sobre la relación que existe entre la justicia y la utilidad

En todas las edades de la especulación, uno de los más fuertes obstáculos a la admisión de la doctrina de la utilidad o felicidad como criterio del bien y del mal, se ha extraído de la idea de justicia. El poderoso sentimiento y la noción, aparentemente clara, que esta palabra evoca con rapidez y seguridad, que la asemejan a un instinto, ha parecido a la mayoría de los pensadores la señal de una cualidad inherente a las cosas. Ha parecido mostrar que la justicia existe en la naturaleza como algo absoluto, genéricamente distinto de cualquier variedad de la conveniencia, y que es una idea opuesta a ésta, aunque (como suele reconocerse), al fin y al cabo, siempre va unida de hecho a ella.

En este caso, lo mismo que cuando se trata de los otros sentimientos morales, no hay ninguna conexión necesaria entre la cuestión de sus orígenes y la de su fuerza obligatoria. El que un sentimiento nos sea conferido por la Naturaleza, no legitima necesariamente todas sus inspiraciones. El sentimiento de la justicia podrá ser un instinto peculiar, y, sin embargo, podría exigir como todos los demás instintos el control y la luz de una razón superior. Si tenemos instintos intelectuales que dirigen nuestros juicios en un sentido determinado, lo mismo que tenemos instintos animales que nos incitan a obrar en un sentido particular, no hay ninguna necesidad de que los primeros sean en su esfera más infalibles que los segundos en la suya. Bien puede ocurrir que los primeros nos sugieran a veces juicios equivocados, y los segundos acciones malas. Pues, aunque una cosa sea creer que tenemos un sentimiento natural de la justicia, y otra reconocerlo como criterio último, de hecho esas dos cuestiones están estrechamente relacionadas. La humanidad siempre está predispuesta a creer que todo sentimiento subjetivo que no tenga otra expllcaclón determinada, es la revelación de alguna realidad objetiva. Nuestra tarea aquí es determinar si la realidad a que corresponde el sentimiento de la justicia necesita, tal revelación especial; si la justicia o la injusticia de un acto es una cosa intrínsecamente peculiar y distinta de todas las demás cualidades, o sólo la combinación de algunas de ellas presentadas bajo un aspecto particular. Para el objeto de esta investigación, tiene importancia práctica determinar si el sentimiento mismo de justicia o injusticia es un sentimiento sui generis, como las sensaciones de color o gusto, o un sentimiento derivado, formado por la combinación de otros. Y es tanto más importante examinar esto, cuanto que la gente en general se inclina a reconocer que los dictados de justicia coinciden objetivamente con parte del campo de la conveniencia general. Pero, como el sentimiento moral subjetivo de la justicia es diferente del que comunmente se le atribuye a la simple conveniencia y, excepto en los casos extremados de esta última, es mucho más imperativo en sus demandas, la gente encuentra difícil ver en la justicia sólo una clase o rama particular de la utilidad general. Piensan que la superioridad de su fuerza obligatoria requiere un origen totalmente diferente.

Para arrojar luz sobre esta cuestión, es necesario tratar de averiguar cuál es el carácter distintivo de la justicia o la injusticia, cuál es la cualidad, si la hay, que se atribuye a todos los modos de conducta designados como injustos (porque la justicia, como otros muchos atributos morales, se define mejor por su contrario) y que los distingue de los modos de conducta que, siendo desaprobados no son objeto de esa clase especial de desaprobación. Si en todo lo que los hombres acostumbran a caracterizar como justo o injusto está siempre presente algún atributo o conjunto de atributos comunes, podemos juzgar si ese particular atributo o combinación de atributos es capaz de cristallzar a su alrededor un sentimiento con ese carácter e intensidad peculiares, en virtud de las leyes generales de nuestra constitución emotiva, o si ese sentimiento es inexplicable y debe considerarse como un don especial de la Naturaleza. Si encontramos que lo primero es cierto, al resolver esta cuestión habremos resuelto también el problema principal. Si es cierto lo segundo, tendremos que buscar algún otro método de investigación.

Para encontrar los atributos comunes a una variedad de objetos, es necesario empezar observando los objetos mismos bajo su forma concreta. Por consiguiente, consideremos sucesivamente los varios modos de acción y la variedad de disposiciones de los asuntos humanos que, según la opinión más extendida, se clasifican como justos o injustos. Son muy conocidas las cosas que excitan los sentimientos asociados a esos epítetos. Poseen un carácter muy diverso, y les pasaré revista rápidamente, sin estudiar sus particularidades.

En primer lugar, se considera muy injusto privar a cualquiera de su libertad personal, su propiedad, o cualquier otra cosa que le pertenezca por la ley. Aquí, por tanto, tenemos un ejemplo de la aplicación de los términos justo o injusto, con un sentido perfectamente definido: que es justo respetar e injusto violar los derechos legales de cualquiera. Pero este juicio admite varias excepciones, que provienen de las otras formas bajo las cuales se presentan las nociones de justicia e injusticia. Por ejemplo, la persona que sufre esa privación puede (como dice la frase) haber sido exonerada de esos derechos; caso sobre el cual volveremos pronto.

En segundo lugar, los derechos legales de que es privada esa persona pueden ser derechos que no debían haberle pertenecido; con otras palabras, la ley que le confiere esos derechos puede ser una mala ley. Cuando es así (lo que para el caso es lo mismo) o cuando se supone que es así, serán distintas las opiniones sobre la justicia o injusticia de la infracción. Algunos sostienen que ninguna ley, por mala que sea, puede ser desobedecida por el ciudadano, que éste sólo puede mostrar su oposición a ella, si es que puede, intentando que sea alterada por la autoridad competente. Esta opinión la condenan los más ilustres bienhechores de la humanidad, y a menudo protegería las instituciones perniciosas de las únicas armas que en el estado actual de cosas tienen alguna posibilidad de éxito contra ellas. La defienden los que se apoyan en la conveniencia; principalmente por la importancia que tiene para el interés común de la humanidad la inviolabilidad del sentimiento de sumisión a la ley. Otras personas sostienen la opinión directamente contraria de que cualquier ley que se juzgue mala puede desobedecerse inocentemente, aunque no se considere injusta sino sólo no-conveniente. Otros, en cambio, limitan la libertad de desobediencia al caso de las leyes injustas. Pero entonces dicen algunos que todas las leyes que no son convenientes son injustas, ya que todas las leyes imponen a la humanidad cierta restricción de su libertad natural, que será injusta a menos que venga legitimada por su tendencia al bien general. En medio de esta diversidad de opiniones, parece admitirse universalmente que puede haber leyes injustas y que, en consecuencia, la ley no es el criterio último de justicia, sino que puede conceder un bien a una persona y un mal a otra, cosa que la justicia condena. Sin embargo, siempre que se juzgue injusta una ley, parece que se la considera injusta de la misma manera que lo es, es decir, como infracción de los derechos de alguien. Estos, por no poder considerarse, a su vez, derechos legales, reciben una denominación distinta, y se les llama derechos morales. Podemos decir, por tanto, que hay un segundo caso de injusticia consistente en quitar o negar a una persona aquello a que tiene un derecho moral.

En tercer lugar, se considera universalmente justo que cada persona reciba lo que merece (sea bueno o malo), e injusto que reciba un bien, o que se le haga sufrir un mal que no merece. Esta es, quizá, la más clara y enfática manera con que se concibe la idea de justicia. Como entraña la noción de mérito, surge la cuestión ¿qué es lo que constituye el mérito? Hablando de un modo corriente, se entiende que una persona merece el bien si obra bien, el mal si obra mal. En un sentido más particular, se dice que merece recibir el bien de aquellos con quienes ha obrado bien y el mal de aquellos con quienes ha obrado mal. El precepto de devolver bien por mal nunca se ha considerado como cumplimiento de la justicia, sino como un caso en que las exigencias de la justicia son eludidas por obediencia a otras consideraciones.

En cuarto lugar, se confiesa que es injusto faltar a la palabra dada; violar un compromiso explícito o implícito, o defraudar las esperanzas suscitadas por nuestra propia conducta, al menos, si hemos hecho concebir esas esperanzas consciente y voluntariamente. Como las otras obligaciones de justicia de que ya hemos hablado, esta última no se considera como absoluta, sino como capaz de ser anulada por una obligación de justicia más fuerte y opuesta a ella; o por una conducta tal, por parte de la persona interesada, que nos exima de nuestra obligación para con ella y constituya una pérdida del beneficio que hubiera podido esperar.

En quinto lugar, se admite universalmente que la parcialidad es incompatible con la justicia; lo mismo que mostrar a una persona favor o preferencias sobre otra, en materias en que el favor y la preferencia no se aplican con propiedad. Sin embargo, no parece que haya de considerarse la imparcialidad como un deber en sí, sino, más bien, como un instrumento para otro deber; porque se admite que el favor y la preferencia no son siempre censurables, y, en realidad, los casos en que se condenan constituyen una excepción más bien que una regla. Probablemente se condenaría, en vez de aplaudirla, a la persona que no diese a su familia o amigos la superioridad sobre los extraños, cuando pudiera hacerlo sin faltar a ningún otro deber; y nadie pensará que es injusto dirigirse con preferencia a una persona en calidad de amigo, pariente o compañero. La imparcialidad, cuando se trata del derecho, es naturalmente obligatoria, pero entonces está comprendida en la obligación más general de dar a cada uno lo suyo. Un tribunal, por ejemplo, debe ser imparcial, porque está destinado a adjudicar (sin tener en cuenta otras consideraciones) un objeto disputado a aquella de las partes que tenga derecho a poseerlo. Hay otros casos en que imparcialidad significa no dejarse influir más que por el mérito; es el caso de los que, en calidad de jueces, preceptores o padres, conceden premios y castigos en cuanto tales. También hay casos en que significa dejarse influir sólo por la consideración de interés público; como cuando se elige entre los candidatos a un empleo del gobierno. En resumen, se puede decir que la imparcialidad, en cuanto obligación de justicia; quiere decir: dejarse influir exclusivamente por las consideraciones que se suponen deben influir sobre el caso particular de que se trata, y resistir la solicitación de los motivos que inclinan a una conducta diferente de la que aquellas consideraciones dictarían.

Intimamente ligada a la idea de la imparcialidad, está la de igualdad. A menudo entra a formar parte de la concepción de la justicia y de su práctica, y, a los ojos de muchos, constituye su esencia. Pero aquí, más que en otros casos, la concepción de la justicia varía según las diferentes personas, y estas variaciones se adaptan siempre a su concepción de la utilidad. Toda persona sostiene que la igualdad es dictada por la justicia, excepto en los casos en que la utilidad requiere desigualdad. La justicia, que da igual protección a los derechos de todos, es sostenida por todos los que defienden las desigualdades más atroces en los derechos mismos. Incluso en los países en que existe la esclavitud, se admite teóricamente que los derechos del esclavo, sean cuales fueren, son tan sagrados como los del señor, y que un tribunal que no los apoya con el mismo rigor está falto de justicia. En cambio las instituciones que apenas dejan al esclavo derechos que respetar no son declaradas injustas, porque no se consideran inconvenientes. Los que piensan que la utilidad exige diferencias de rango, no consideran injusto que las riquezas y los privilegios sociales se repartan desigualmente; pero los que creen que esta desigualdad no es conveniente, consideran que aquello es injusto también. Todo el que piensa que el gobierno es necesario, no considera injusticia la desigualdad que constituye el dar a los magistrados poderes que no se conceden al pueblo. Incluso entre los que profesan doctrinas igualitarias, se dan tantas ideas de la justicia como diferencias de opinión sobre la utilidad. Algunos comunistas consideran injusto que el producto del trabajo de la comunidad sea compartido según otro principio que el de una exacta igualdad; otros consideran justo que reciban más aquellos cuya necesidad es mayor; otros, en cambio, consideran justo que quienes trabajan más, o quienes producen más, o quienes prestan servicios más valiosos a la comunidad, puedan reclamar justamente una participación mayor en el reparto del producto. Y se puede apelar plausiblemente al sentido de la justicia natural a favor de cada una de estas opiniones.

Entre tantas aplicaciones diversas del término justicia, que, sin embargo, no se considera ambiguo, resulta algo difícil aprehender el enlace ideal que las une, y del cual depende el sentimiento moral que se vincula a la palabra. Ante estos obstáculos, quizá pueda servir de ayuda la historia de la palabra, tal como la indica su etimología.

En casi todas, si no en todas, las lenguas la etimología de la palabra correspondiente a justo, señala claramente un origen vinculado a las ordenanzas de la ley. Justum es una forma de jussum, lo que ha sido ordenado. (Palabra en griego que nos resulta imposible reproducir, Chantal López y Omar Cortés) procede directamente de (vocablo griego que no podemos reproducir, Chantal López y Omar Cortés), solicitud legal. Recht, palabra que dió origen a right (justo, legítimo), y righteous (derecho, justo) es un sinónimo de ley. Los tribunales de la justicia, y la administración de la justicia son los tribunales y la administración de la ley. La justice, en francés, es el término empleado para indicar la judicatura. No estoy cometiendo la falacia, atribuída con visos de verdad a Horne Tooe, de suponer que una palabra debe seguir significando lo que originalmente significó. La etimología proporciona una escasa evidencia de lo que una palabra significa ahora, pero es la mayor evidencia de cómo se originó. Creo que no puede haber duda de que la idée mere, el elemento primitivo en la formación de la noción de justicia, fue la conformidad a la ley. Esto constituyó la idea entera de justicia entre los hebreos, hasta el nacimiento del cristianismo; cosa que era de esperar de un pueblo cuyas leyes trataban de abarcar todos los asuntos que requerían preceptos, y que creyó que aquellas leyes eran una emanación directa del Ser Supremo. Pero otras naciones, en particular los griegos y romanos, que sabían que sus leyes procedían originariamente de los hombres y seguían originándose así, no temieron admitir que aquellos hombres podían hacer leyes malas; podían hacer por la ley las mismas cosas que, hechas por los individuos con idénticos motívos, pero sin la sanción de la ley, se llamarían injustas. De aquí que el sentimiento de lo injusto llegara a vincularse no a todas las violaciones de la ley, sino solamente a las de aquellas leyes que debieran existir, incluyendo las que debieran existir, pero no existen, y las mismas leyes existentes de hecho, aun suponiendo que eran contrarias a lo que debe ser la ley. De esta manera, la idea de la ley y de sus mandatos todavía ha seguido predominando en la concepción de la justicia, aun cuando las leyes actualmente vigentes hayan dejado de aceptarse como modelo.

Es verdad que la humanidad considera la idea de la justicia y de sus obligaciones como aplicables a muchas cosas que ni son, ni se desea que sean reguladas por la ley. Nadie desea que las leyes intervengan en su vida privada; y, sin embargo, todos reconocen que, en su conducta diaria, una persona puede mostrarse y se muestra justa o injusta. Pero, incluso aquí, la idea de infracción de lo que debe ser la ley persiste bajo una forma modificada. Siempre nos causará placer y estará en armonía con nuestro sentimiento de lo adecuado el que se castiguen los actos que consideramos injustos, aunque no siempre creamos conveniente que esto lo hagan los tribunales. Pero renunciamos a ese placer si han de sobrevenir inconvenientes accidentales. Nos alegraríamos al ver recompensada la conducta justa y castigada la injusticia, incluso en los detalles ínfimos, si, con razón, no temiéramos dar a los magistrados un poder ilimitado sobre los individuos. Cuando pensamos que una persona tiene que hacer una cosa en justicia, resulta un modo corriente de hablar decir que debe ser obligada a hacerlo. Nos satisfaría ver que la obligación se ponía en vigor por alguien que tuviera poder para ello. Si vemos que la sanción de la ley a la ejecución del hecho presenta algún inconveniente, lamentamos la imposibilidad, consideramos como un mal la impunidad dada a la injusticia y procuramos remediarlo haciendo caer sobre el culpable todo el peso de nuestra desaprobación y la del público. Así, la idea del constreñimiento legal es todavía el origen de la noción de justicia, aunque haya sufrido varias transformaciones antes de llegar a ser una noción completa, tal como existe en un estado avanzado de la sociedad.

Creo que lo anterior es una explicación aproximada del origen y desarrollo progresivo de la idea de justicia. Pero debemos observar que, hasta aquí, no contiene nada que distinga la obligación moral de la obligación en general. Porque la verdad es que la idea de sanción penal, que constituye la esencia de la ley, no sólo entra en la concepción de la injusticia, sino en la de cualquier clase de perjuicio. No calificamos de injurioso un acto, a no ser que queramos indicar que la persona que lo realiza debe ser castigada de un modo o de otro, si no por la ley, por la opinión de sus semejantes; si no por la opinión, por los reproches de su propia conciencia. Esta parece ser la clave de la distinción entre moralidad y simple conveniencia: es una parte de la noción de deber, en cualquiera de sus formas, el que una persona pueda ser iegitimamente obligada a cumplirlo. El deber es cosa que puede exigirse a una persona lo mismo que se exige el pago de una deuda. No consideramos como deber de una persona más que lo que puede exigírsele. Por razones de prudencia, o por el interés de los demás, puede discutirse la exigencia efectiva del deber; pero la persona misma, se entiende claramente, no tiene derecho a quejarse. Por el contrario, hay otras cosas que desearíamos que se hicieran, que nos gustaría o atraería nuestra admiración el que se hicieran, que quizá nos desagradaría o suscitaría nuestro desprecio el que no se hicieran. Y, sin embargo, no creemos que otros tengan que hacerlas; no son casos de obligación moral, no los condenamos, esto es, no creemos que merezcan un castigo. Cómo llegamos a las ideas de castigo merecido o inmerecido, es cosa que quizá se vea después; pero creo que no cabe duda de que esta distinción yace en el fondo de las nociones de justicia e injusticia. Calificamos de injusta una conducta, o empleamos, en vez de ésa, otra palabra que indica aversión o desprecio, según consideremos que una persona debe o no ser castigada a causa de esa conducta. Decimos que seria justo obrar de esta o de la otra manera, según deseemos ver a la persona en cuestión obligada, o sólo persuadida y exhortada a obrar de esa manera (1).

Así pues, si ésta es la diferencia caracteística que separa no a la justicia, sino a la moral en general, de las restantes regiones de la conveniencia y el mérito, queda aún por averiguar qué es lo que distingue la justicia de las otras ramas de la moral. Ahora bien, se sabe que los moralístas dividen los deberes morales en dos clases, designadas con las desacertadas expresiones de deberes de obligación perfecta y deberes de obligación imperfecta. Estos últimos son aquellos que obligan a la realización del acto, pero dejan a nuestra elección la ocasión particular en que se ha de realizar. Es el caso de la caridad o beneficencia que estamos obligados a practicar pero no con una persona determinada ni en un tiempo prescripto. En el lenguaje más preciso de la filosofía del derecho, deberes de obligación perfecta son aquellos en virtud de los cuales reside un derecho correlativo en una o varias personas; deberes de obligación imperfecta son aquellas obligaciones morales que no dan lugar a ningún derecho. Creo que se encontrará que esta distinción coincide exactamente con la que existe entre la justicia y las otras obligaciones de la moral. En nuestro examen de las varias acepciones populares de la justicia, el término parece implicar generalmente la idea de un derecho personal; un título concedido a uno o más individuos, como el que da la ley cuando confiere una propiedad u otro derecho legal.

Si la injusticia consiste en privar de lo que posee a una persona o en faltar a la palabra dada, o en tratarla peor de lo que merece o peor que a cualquier otra que no tenga mejores derechos, en cada uno de estos casos se suponen dos cosas: un mal causado, y una persona determinada a la que se ha causado el mal. También puede cometerse una injusticia tratando a una persona mejor que a otra; pero el mal en este caso se hace a las otras personas, que son también determinadas personas. Me parece que esta particularidad de un caso dado -un derecho perteneciente a una persona y correlativo a una obligación moral- constituye la diferencia específica entre justicia y generosidad o beneficencia. La justicia implica algo que no sólo es de derecho hacer, y que es un mal no hacerlo, sino que nos puede ser exigido por una persona como derecho moral suyo. Nadie tiene derecho moral a nuestra generosidad o beneficencia, porque no estamos moralmente obligados a practicar esas virtudes con ningún individuo determinado. Y se encontrará lo mismo que se encuentra en toda definición correcta: que los ejemplos que parecen chocar con ella son los que más la confirman. Porque si un moralista, intenta, como han hecho algunos, probar que la humanidad en general, no un individuo determinado, tiene derecho a todo el bien que podamos hacer, con esa tesis incluye inmediatamente la generosidad y la beneficencia en la categoría de la justicia. Está obligado a decir que nuestros esfuerzos supremos son debidos al prójimo, asimilándolos así a una deuda, o que no podemos devolver menos, que eso a cambio de lo que la sociedad hace por nosotros, con lo que se clasifican así estos casos entre los de gratitud. Es decir, ambas alternativas entran en la que se reconoce como justicia. Dondequiera que se dé un derecho, se trata de un caso de justicia, y no de beneficencia. Quienquiera que ponga la distinción entre justicia y moral en general donde nosotros la hemos puesto, encontrará que no puede distinguirlas en absoluto; sino que reduce toda la moral a la justicia.

Habiendo intentado así determinar los elementos distintivos que entran en la composición de la idea de justicia, estamos preparados para entrar en la investigación de si el sentimiento que acompaña a dicha idea se vincula a ella por un don especial de la naturaleza, o si, por alguna ley conocida, ha podido originarse fuera de la idea misma y, en particular, si puede haberse originado por la consideración de la utilidad en general.

Yo pienso que el sentimiento mismo no procede de lo que se llama comúnmente, o correctamente, idea de la conveniencia; pero que si el sentimiento no procede de ella, lo que tiene de moral sí.

Hemos visto que los dos ingredientes esenciales del sentimiento de justicia son el deseo de castigar a las personas que han causado un mal y el conocimiento o la creencia de que hay uno o varios individuos determinados que han sufrido el mal.

Me parece, entonces, que el deseo de castigar a la persona que ha ocasionado un mal a algunos individuos es un producto espontáneo de dos sentimientos, ambos con una intensidad superior a la natural que son o parecen ser instintos: el impulso a la defensa propia, y la simpatía.

Es natural sentir, y repeler o vengar, todo daño o intento de daño realizado contra nosotros mismos o contra aquellos con quienes simpatizamos. No es necesario discutir aquí el origen de este sentimiento. Sea un instinto o el resultado de la inteligencia, sabemos que es común a toda la naturaleza animal; porque todo animal intenta dañar a aquel que le ha dañado, o al que piensa que le va a dañar, e incluso a sus crías. Los seres humanos se diferencian aquí de los animales en dos particularidades solamente. Primero, son capaces de simpatizar, no sólo con su prole o, como algunos de los animales más nobles, con otros animales buenos para ellos, sino con todos los seres humanos e, incluso, con todos los seres sensibles. Segunda, poseen una inteligencia más desarrollada, que da mayor amplitud a todos sus sentimientos, sean personales o de simpatía. En virtud de esta inteligencia superior, y aun prescindiendo de la superioridad de sus sentimientos de simpatía, el ser humano es capaz de concebir una comunidad de intereses con la sociedad de que forma parte, de tal modo que, cualquier conducta que amenaza la seguridad de la sociedad en general, está amenazando la suya propia y despierta su instinto (si es que se trata de un instinto) de defensa propia. La misma superioridad de inteligencia, unida a la facultad de simpatizar con la generalidad de los seres humanos, le capacita para adherirse a las ideas colectivas de tribu, nación o humanidad, de tal manera que cualquier perjuicio causado a ellas despierta su instinto de simpatía y le impulsa a la defensa.

El sentimiento de justicia, considerado bajo uno de sus elementos, que es el deseo de castigar, es, pues, según creo, el sentimiento natural de represalia o venganza aplicado por el intelecto y la simpatía a aquellos males que nos hieren y, a través de nosotros, hieren a la sociedad. Este sentimiento, en sí mismo, no tiene nada de moral; la moral es la subordinación exclusiva a las simpatías sociales, de forma que espere y obedezca su llamada. Porque este sentimiento natural tendería a que nos resintiéramos indistintamente por todo lo que nos resultara desagradable; pero cuando dicho sentimiento se convierte en moral por obra del sentimiento social, actúa sólo en un sentido conforme al bien general. Una persona justa siente el daño causado a la sociedad, aunque no sea un daño causado a ella misma, y no siente el daño causado a ella misma, aunque sea doloroso, a no ser que se trate de un daño cuya represión interesa también a la sociedad.

No es objeción contra esta teoría decir que, cuando nuestro sentimiento de la justicia se ve herido, no pensamos en la sociedad, ni en ningún interés colectivo, sino sólo en el caso individual. En efecto, es bastante común, aunque no sea digno de alabanza, sentir resentimiento únicamente porque hemos sufrido un daño. Pero una persona cuyo resentimiento constituye verdaderamente un sentimiento moral, es decir, una persona que, antes de permitirse a sí misma el resentirse por un acto, considera primero si es condenable, esa persona, aunque no pueda decirse que obra expresamente por el interés de la sociedad, siente ciertamente, que está observando una regla beneficiosa para los otros tanto como para ella misma. Si no siente esto, si está considerando el acto sólo en cuanto le afecta personalmente, no es conscientemente justa; no está interesada por la justicia de sus actos. Esto es admitido incluso por los moralistas antiutilitaristas. Cuando Kant (como antes señalamos) propone como principio fundamental de la moral: Obra de manera que tu regla de conducta pueda ser adoptada como ley por todos los seres racionales, reconoce virtualmente que el interés de la humanidad como colectividad, o al menos el de la humanidad considerada indistintamente, debe estar presente en la mente de la gente cuando decide conscientemente sobre la moralidad de un acto. De no ser asi, usaría palabras sin significado: porque el que una regla, incluso del más exacerbado egoísmo, no pueda ser adoptada por todos los seres racionales -el que en la naturaleza de las cosas haya algún obstáculo insuperable a su adopción- no es cosa que pueda sostenerse plausiblemente. Para dar algún significado al principio de Kant, su sentido tendría que ser que debemos conformar nuestra conducta a una regla que todos los seres racionales podrían adoptar con beneficio para sus intereses colectivos.

Para recapitular: la idea de justicia supone dos cosas: una regla de conducta y un sentimiento que sanciona la regla. Lo primero debe suponerse que es algo común a toda la humanidad y encaminado a su bien. Lo otro (el sentimiento) es el deseo de que sufran un castigo los que infringen la regla. Aquí está implicitamente añadida la idea de que alguna persona determinada sufre por la infracción y sus derechos (para usar la expresión apropiada al caso) son violados con ello. El sentimiento de justicia me parece ser el deseo animal de repeler o vengar una injuria o daño causado a uno mismo o a aquellos con quienes uno simpatiza, deseo que se extiende a todas las personas a causa de la capacidad humana para extender la simpatía, y de concepción humana del egoismo inteligente. La moralidad del sentimiento deriva de estos últimos elementos; de los primeros, su peculiar impresionabilidad y la energía para afirmarse a sí mismo.

He tratado de paso la idea de un derecho que reside en la persona injuriada y es violado por la injuria, no como un elemento separado en la composición de la idea y el sentimiento, sino como una de las formas bajo las cuales se ocultan los otros dos elementos. Estos elementos son: por un lado el daño causado a una o varias personas determinadas; por otro, la exigencia del castigo. Un examen de nuestra propia conciencia mostrará, según creo, que estas dos cosas incluyen todo lo que queremos indicar cuando hablamos de la violación de un derecho. Cuando decimos que una cosa constituye el derecho de una persona, queremos decir que tiene una pretensión válida a que la sociedad le proteja en su propiedad, sea por la fuerza de la ley, sea por la de la educación y la opinión. Si tiene lo que por cualquier causa consideramos títulos suficientes para que la sociedad le garantice la posesión de algo, decimos que tiene derecho a ello. Si deseamos probar que algo no le pertenece de derecho, pensamos que esto estará realizado en cuanto se admita que la sociedad no debe tomar medidas para asegurárselo, sino que debe abandonarla a su suerte o a sus propias fuerzas. Así, decimos que una persona tiene derecho a lo que puede ganar limpiamente en competición profesional, porque la sociedad no debe permitir a otra persona que estorbe sus esfuerzos por ganar de esa manera todo lo que pueda. Pero esa persona no tiene derecho a ganar trescientas libras al año, aunque pueda ocurrir que las gane, porque la sociedad no está llamada a procurar que gane esa suma. Por el contrario, si posee diez mil libras colocadas al tres por ciento, tiene derecho a trescientas libras anuales porque la sociedad ha contraído la obligación de proporcionarle un rédito de esa suma.

Tener derecho, pues, es tener algo cuya posesión debe garantizar la sociedad. Si cualquier objetante me pregunta por qué lo debe, no puedo darle otra razón que la de la utilidad general. Si esa expresión no parece indicar con intensidad suficiente la fuerza de la obligación, ni explicar la energía peculiar del sentimiento, es porque en la composición del sentimiento entra, no sólo un elemento racional, sino también un elemento animal, la sed de la represalia; y la intensidad de esta sed, lo mismo que la justificación moral, se derivan de la clase de utilidad extraordinariamente importante e impresionante a que se refieren. El interés que entrañan es el de la seguridad, interés que ante los sentimientos de cada uno, es el más importante de todos los humanos. Todos los otros bienes terrenos son necesitados por esa persona, pero no por la otra; muchos, si es necesario, pueden ser abandonados o sustituídos alegremente por otros; pero ningún ser humano puede obrar sin la seguridad. De ella depende toda nuestra inmunidad al mal y el valor total de todos y cada uno de los bienes cuando queremos que ese valor sea duradero. Nada tendría valor para nosotros, excepto el bien que dura un instante, si un momento después pudiéramos ser privados de todo por cualquiera que fuere, momentáneamente, más fuerte que nosotros. Ahora bien, esto que, después del alimento físico, es la más indispensable de las cosas necesarias, no puede existir a menos que la maquinaria encargada de producirlo se mantenga funcionando ininterrumpidamente. Por consiguiente, la idea del derecho que tenemos a asociarnos con el prójimo, para mantener seguros los cimientos de nuestra existencia, reúne a su alrededor unos sentimientos tanto más intensos que los conespondientes a cualquier otro caso de utilidad, cuanto su diferencia de grado (como ocurre a menudo en psicología) se convierte en una verdadera diferencia de especie. El derecho asume ese carácter absoluto, esa aparente infinitud e inconmensurabilidad respecto de las otras consideraciones, que constituye la diferencia existente entre el sentimiento de lo justo y lo injusto y entre lo que es ordinariamente conveniente y lo perjudicial. Los sentimientos correspondientes son tan poderosos, y contamos tan positivamente con encontrar sentimientos iguales en los demás (en todos los que están igualmente interesados) que el debieran y el podrían se convierte en el deben, y este reconocimiento de lo que es indispensable llega a ser una necesidad moral análoga a la física y, frecuentemente, no inferior a ella en cuanto a fuerza obligatoria.

Si el análisis precedente, o alguno semejante, no son la exposición correcta de la noción de justicia; si la justicia es totalmente independiente de la utilidad, y constituye un criterio per se, que el espíritu puede reconocer por simple introspección, resulta difícil entender por qué es tan ambiguo ese oráculo interior, y por qué tantas cosas se muestran alternativamente como justas o injustas, según la luz con que se las mira.

Se nos dice continuamente que la utilidad es un criterio incierto, que cada persona lo interpreta de un modo distinto, y que no hay seguridad a no ser en los dictados inmutables, imborrables e incontestables de la justicia que llevan su evidencia en sí mismos, y son independientes de las fluctuaciones de la opinión. Uno supondría, a causa de esto, que no puede haber lugar a controversia en cuestiones de justicia; que si la adoptáramos como regla, sus aplicaciones a un caso dado suscitarían tan pocas dudas como una demostración matemática. Pero esto se encuentra tan lejos de ser cierto, que hay tantas diferencias de opinión, y tantas discusiones en torno de lo que sea justo, como en torno de lo que sea útil para la sociedad. No sólo hay diferentes nociones individuales y nacionales de la justicia, sino que en la mente del mismo individuo, la justicia no constituye una regla, principio o máxima únicos, sino muchos, que no siempre coinciden en sus dictámenes y que, al escoger entre ellas, el individuo se guía por algún criterio extraño o por sus propias predilecciones personales.

Por ejemplo, hay algunos que dicen que es injusto castigar a nadie con el fin de dar ejemplo a los otros; que el castigo es justo sólo cuando se hace por el bien del mismo que sufre. Otros sostienen el extremo contrario, afirmando que castigar por su bien a personas que ya tienen años para discernir, es despotismo e injusticia, ya que, si se trata de su bien, nadie tiene derecho a controlar el juicio con que ellos mismos han decidido la cuestión. En cambio, es justo castigar para prevenir el mal que se puede ocasionar a los demás y éste es el ejercicio del derecho legítimo a la propia defensa. Mr. Owen afirma, además, que es injusto castigar en absoluto, porque el criminal no se ha dado a sí mismo su carácter. Su educación y las circunstancias que le rodean le han hecho criminal, y él no es responsable de ella. Todas estas opiniones son muy plausibles; y mientras esta cuestión siga discutiéndose, solamente en cuanto cuestión de justicia, sin descender hasta los principios que subyacen a la justicia y constituyen la fuente de su autoridad, no veo cómo podrá refutarse ninguno de esos razonamientos. Porque, en realidad, cada uno de los tres descansa sobre reglas de justicia reconocidas como verdaderas. El primero señala la injusticia que hay en aislar a un individuo y hacerle sacrificarse, sin su consentimiento, por bien de los demás. El segundo se basa en la reconocida justicia de la propia defensa, y en que se admite como injusticia el forzar a una persona a adaptarse a las nociones que tienen otros sobre qué constituye el bien. Los partidarios de Mr. Owen invocan el principio de que es injusto castigar a alguien por lo que no puede evitar.

Todas estas opiniones triunfan mientras no se las obliga a tomar en consideración cualquier máxima de justicia distinta de la que han escogido; pero tan pronto como las varias máximas son comparadas entre sí, cada una de las opiniones en disputa parece tener que defenderse tanto como las otras. Ninguna de ellas puede llevar adelante su correspondiente noción de la justicia sin atropellar otra noción igualmente obligatoria. Estas son las dificultades; siempre se las ha considerado como tales; y se han inventado muchos expedientes para soslayarlas más que para vencerlas. Como refugio a la última de las tres dificultades, imaginaron los hombres lo que se llamó libertad de la voluntad. Pensaron que no era posible justificar el castigar a un hombre cuya voluntad se encontrara en un estado totalmente aborrecible, a no ser suponiendo que había llegado a ese estado sin ninguna influencia de circunstancias anteriores. Para escapar a las otras dificultades, la invención favorita ha sido la de un contrato por el cual, en un período desconocido, todos los miembros de la sociedad se habrían comprometido a obedecer las leyes, consintiendo en ser castigados por cualquier desobediencia. Con ello habrían dado a sus legisladores el derecho a castigarlos por su propio bien o por el de la sociedad, derecho que se suponía no hubieran recibido en otro caso. Se consideró que esta feliz idea deshacía toda la dificultad y legitimaba la inflicción del castigo en virtud de otra máxima de justicia ya aceptada: Volenti non fit injuria, lo que se hace con el consentimiento de la persona que se supone perjudicada no es injusto. Apenas necesito señalar que, aun cuando el consentimiento no fuese una mera ficción, esta máxima no tendría una autoridad superior a la de las otras que trata de substituir. Por el contrario, es un ejemplo instructivo de la manera vaga e irregular como se originan los supuestos principios de justicia. Este principio particular se introdujo para responder a las groseras exigencias de los tribunales de justicia, que a menudo se ven obligados a contentarse con suposiciones inciertas, a fin de evitar los males mayores, males que acarrearía cualquier intento, por su parte, de emitir un dictamen más exacto. Pero incluso los tribunales de justicia se ven imposibilitados para adherirse sólidamente a esa máxima, ya que admiten que los compromisos voluntarios pueden anularse sobre la base del fraude y, a veces, del mero error o falsa información.

Una vez más, cuando se admite la legitimidad del castigo; ¡cuántas nociones contrarias de la justicia surgen a la luz en el momento de discutir la proporción de castigo apropiada a la ofensa! Ninguna ley solicita el sentimiento espontáneo de justicia con tanta fuerza como la Lex talionis, ojo por ojo, diente por diente. Aunque este principio de las leyes judía y mahometana haya sido generalmente abandonado en Europa como máxima práctica, supongo que muchos espíritus sienten por él una secreta preferencia. Cuando el castigo a una ofensa se realiza casualmente, según ese criterio, la sensación general de satisfacción que se sigue, da testimonio de lo natural que es el deseo del pago en especie. Para muchos, la prueba de que un castigo es justo reside en que el castigo sea proporcionado a la ofensa; la cual significa que debe medirse exactamente por la culpabilidad moral del acusado (cualquiera que sea el criterio para medir la culpabilidad moral). Estiman esas personas que la apreciación de la cantidad de castigo necesaria para prevenir la ofensa no tiene nada que ver con la justicia. Otros, en cambio, sostienen que esa apreciación lo es todo, y que es injusto, al menos entre hombres, infligir al projimo, cualquiera que sea la ofensa, una cantidad de sufrimientos mayor de la que basta para impedirle recaer e impedir que los demás imiten su mala conducta.

Tenemos otro ejemplo de un asunto al cual nos hemos referido ya. En una cooperativa industrial, ¿es justo o no que el talento y la habilidad den derecho a una remuneración superior? La respuesta negativa se apoya en que quien hace todo lo que puede, tiene los mismos méritos que los otros y, en justicia, no debe ser colocado en una posición inferior si no ha cometido ninguna falta; que la capacidad superior tiene ya ventajas más que suficientes por la admiración que suscita, la influencia personal que ejerce y la fuente de satisfacción íntima que constituye, sin añadirle una participación superior en los bienes del mundo y que, para ser justa, la sociedad debe compensar a los menos favorecidos, en vez de afligirlos por esta desigualdad inmerecida en las ventajas. La opinión contraria sostiene que la sociedad recibe más del trabajador más eficiente; que, siendo más útiles sus servicios, la sociedad le debe pagar más; que su trabajo representa, de hecho, una parte mayor en el resultado total, y no reconocerle sus derechos es una especie de robo; que si sólo ha de recibir lo mismo que los otros, sólo se le puede exigir lo mismo que a ellos, debiendo aportar una cantidad menor de tiempo y esfuerzos, en proporción a la superioridad de su eficiencia. ¿Quién decidirá entre estos dos principios de justicia opuestos? La justicia presenta en este caso dos lados; es imposible armonizarlos, y los dos adversarios escogen lados opuestos. El uno sólo vé lo que es justo que reciba el individuo; el otro, lo que es justo que dé la comunidad. Cada uno, desde su punto de vista, es invencible; y toda elección entre los dos, si se hace en el terreno de la justicia, ha de ser perfectamente arbitraria. Sólo la utilidad social puede decidir la preferencia.

Una vez más, ¡cuántos y cuán irreconciliables son los criterios de justicia a que se hace referencia al discutir la repartición de los impuestos! Una opinión es que el pago al Estado debiera hacerse en proporción a los medios pecuniarios. Otros creen que la justicia dicta lo que llaman impuesto proporcional, por el cual se exige un porcentaje mayor a aquellos que tienen más para gastar. Desde el punto de vista de la justicia natural, podrían encontrarse sólidas razones para desatender los medios económicos y pedir a todos la misma suma absoluta (siempre que sea posible), lo mismo que todos los subscriptores de una comida, o de un club, pagan la misma suma por los mismos privilegios, estén o no igualmente capacitados para sufragar los gastos.

Puesto que (como podría decirse) la protección de la ley y del gobierno se da para todos, y todos la exigen, no hay ninguna injusticia en hacer que todos la paguen al mismo precio. Se considera una justicia, no una injusticia, el que un comerciante cobre a todos los clientes el mismo precio por un mismo artículo, y no un precio distinto, de acuerdo con los distintos medios de pago. Esta doctrina, aplicada a la regulación de los impuestos, no encuentra abogados porque choca fuertemente con los sentimientos humanitarios y las ideas sobre la conveniencia social; pero el principio de justicia que invoca es tan verdadero y tan obligatorio como los otros que podrían oponérsele. Por ello ejerce una influencia tácita en la línea de defensa que se emplea para otros modos de tasación. Hay gente que, como justificación a que el rico pague más impuestos, se cree obligada a argumentar que el Estado hace más por el rico que por el pobre; sin embargo, esto no es verdad, porque los ricos podrían protegerse a sí mismos mejor que los pobres en la ausencia de ley o gobierno. Probablemente conseguirían convertir en esclavos a los pobres. Otros difieren tanto de esa concepción de la justicia, que sostienen que todo el mundo debería pagar la misma tasa por cabeza a cambio de la protección de su persona (por ser ésta del mismo valor para todos), y una tasa distinta a cambio de la protecciòn de su propiedad, que es de distinto valor. A esto replican otros que las dos cosas reunidas tienen para una persona tanto valor como para otro. Para desenredar estas confusiones, no hay otro método que el utilitarismo.

¿Es, pues, la diferencia establecida entre lo justo y lo conveniente una distinción meramente imaginaria? ¿Está la humanidad bajo el efecto de una ilusión al pensar que la justicia es una cosa más sagrada que la política y que no se debería escuchar a la segunda hasta que no se hubiera satisfecho la primera? De ningún modo. La exposición que hemos hecho de la naturaleza y origen de ese sentimiento, reconoce que hay una distinción real; y ninguno de los que profesan el más sublime desprecio por las consecuencias de las acciones consideradas como elemento moral, atribuye más importancia que yo a esta distinción. Mientras discuto las pretensiones de cualquier teoría que establezca un criterio imaginario de justicia no fundamentado en la utilidad, considero que la justicia se base en la utilidad como parte más importante y mucho más inviolablemente obligatoria que ninguna otra de la moral. Justicia es el nombre que se da a la clase de reglas morales que más íntimamente conciernen a lo esencial del bienestar humano y, por lo tanto, obligan de un modo más absoluto que todas las otras reglas de conducta de la vida. La noción que hemos encontrado ser la esencia de la idea de justicia, la de un derecho que reside en un individuo, implica y atestigua esta fuerza superior de obligación.

Las reglas morales que prohiben a los hombres dañarse unos a otros (en lo cual no debemos olvidar incluir la interferencia injusta con la libertad de los demás) son más vitales para el bienestar humano que cualquiera otras máximas que, por importantes que sean, sólo señalan el mejor modo de dirigir alguna clase de asuntos humanos. Poseen también la particularidad de que son el elemento más importante en la determinación del conjunto de los elementos sociales de la humanidad. Su observación es lo único que mantiene en paz a los seres humanos. Si la obediericia a ellas no fuese la regla; y su desobediencia la excepción, cada uno vería en su prójimo un enemigo con el cual debería estar continuamente en guardia. Lo que es apenas menos importante, éstos son los preceptos que más fuertes y directos motivos tienen los hombres para imponer a todos. Limitándose a dar exhortaciones o instrucciones de prudencia, no ganan o no creen ganar nada. Tienen un interés indudable en inculcar a cada uno el deber de la beneficencia positiva, pero este interés es mucho más pequeño: una persona puede no necesitar los beneficios de los otros, pero siempre necesita que no le causen daño. Así, la moral que protege a cada individuo de los daños que pueden causarle los demás, ya directamente, ya coartando su libertad de buscar el propio bien, es la moral que con más fuerza alberga su corazón, y la que más interés tiene en consolidar y hacer pública por medio de la palabra y de la acción. La aptitud de una persona para vivir en sociedad se prueba y decide por la observación de esta moral; pues de ella depende que la juzguen perjudicial o no aquellos con quienes está en contacto. Ahora bien, son estas reglas de moral las que constituyen primariamente las obligaciones de la justicia. Los casos más destacados de injusticia y los que dan el tono de repugnancia que caracteriza al sentimiento, son actos de agresión injustificada o de abuso del poder que se tiene sobre alguien; a continuación vienen los actos en que se retiene injustificadamente la que se debe a alguien; en ambos casos se inflige a la persona un mal positivo bajo la forma de sufrimiento directo o de privación de algún bien físico o social con el cual tiene un derecho razonable a contar.

Los mismos motivos poderosos que ordenan la observación de estas reglas morales primarias, prescriben el castigo de los que las violan; y, como los impulsos de defensa propia o defensa de los demás, y de venganza, brotan contra esas personas, la retribución, la devolución del mal por el mal, se une íntimamente al sentimiento de la justicia y se incluye universalmente en su idea. El devolver bien por bien es también uno de los dictados de la justicia. Esto, aunque tenga una utilidad social evidente, y aunque responda a un sentimiento humano natural, no tiene, a primera vista, esa conexión tan obvia con el mal o injuria que existe en los casos más elementales de justicia e injustícia, y que constituyen el origen de la intensidad característica del sentimiento. Pero esa conexión, aunque sea menos obvia, no es menos real. El que acepta un beneficio y se niega a devolverlo cuando lo necesitan inflige un daño real al defraudar una de las esperanzas más naturales y razonables que él debe haber hecho concebir, al menos tácitamente, pues de otra manera dificilmente se le hubiera conferido el beneficio. El importante lugar que entre los daños e injurias humanas ocupa el defraudar las esperanzas, se demuestra por el hecho de que constituye lo más criminal que hay en actos tan inmorales como romper una amistad o faltar a una promesa. Pocos de los daños que puede sufrir el hombre son mayores; y nada duele más que perder a la hora de la necesidad aquello en que se ha confiado habitualmente y con plena seguridad. Pocos daños son mayores que esta mera retención del bien. Ninguno suscita más resentimiento por parte de la persona que lo sufre o por parte del espectador simpatizante. Por consiguiente, el principio de dar a cada uno lo que se merece, esto es, devolver bien por bien y mal por mal, no sólo está incluido en la idea de justicia, tal como la hemos definido, sino que es el objeto propio de esa intensidad del sentimiento, que, ante la estimación humana, coloca a la justicia por encima de la simple conveniencia.

La mayoría de las máximas de justicia corrientes en el mundo, y a las cuales se apela en sus transacciones, son simplemente instrumentos para llevar a cabo los principios de justlcla de que acabamos de hablar. Que una persona sola es responsable de lo que ha hecho voluntariamente, o de lo que podría haber evitado voluntariamente; que es injusto condenar a una persona sin escucharla; que el castigo debe ser proporcionado a la ofensa; estas máximas y otras semejantes, tratan de prevenir que el principio justo de devolver mal por mal, se pervierta convirtiéndose en el de infligir el mal sin justificación. La mayor parte de estas máximas comunes deben su uso a la práctica de los tribunales de justicia, que se han visto llevados naturalmente a un reconocimiento y elaboración más completos de lo que era de esperar hicieran los no consagrados a estas tareas. Estas máximas les eran necesarias para cumplir con su doble función de castigar a quien lo mereciera y reconocer a cada persona su derecho.

La primera de las virtudes judiciales, la ímparcialidad, es una obligación de justicia, en parte por la razón mencionada últimamente, ya que constituye una condición necesaria para el cumplimiento de las otras obligaciones de la justicia. Pero no es ésta la única razón del elevado rango que entre las obligaciones humanas ocupan las máximas de igualdad e imparcialidad, las cuales, tanto ante la estimación del pueblo, como ante la de los más ilustrados, deben inclulrse entre los preceptos de la justicia. Desde un punto de vista, pueden considerarse como corolarios de los principios ya expuestos. Si es un deber obrar con cada uno según sus méritos, devolver bien por bien, lo mismo que reprimir el mal con mal, se sigue necesariamente que debemos tratar igualmente bien (cuando un deber superior no lo impide) a los que han contraído iguales méritos con nosotros, y que la sociedad debe tratar igualmente bien a los que han contraído iguales méritos con ella, esto es, a los que han merecido el bien igualmente y de una manera absoluta. Este es el principio abstracto más elevado de la justicia social y distributiva. Hacia él debe procurarse que converjan todas las instituciones y todos los esfuerzos de los ciudadanos virtuosos. Pero este gran deber moral descansa sobre un fundamento aún más profundo, en cuanto es una emanación directa del primer principio de la moral y no un mero corolario lógico de principios secundarios o doctrinas derivadas. Está implicado en la misma significación de la utilidad o principio de la mayor felicidad. Ese principio será un mero arreglo de palabras sin significado racional, a menos que la felicidad de una persona, que (con las salvedades propias de la utilidad) se supone ser de igual intensidad a la de otra, se tome tan en cuenta como la de ésta. Puesto que estas condiciones se enuncian en el dicho de Bentham cada uno debe contar por uno, nadie por más de uno, podría escribirse bajo el principio de utilidad como comentario explicativo (2) El derecho que todo el mundo tiene a la felicidad implica, según los moralistas y legisladores, un derecho igual a todos los medios para alcanzar la felicidad, a menos que las condiciones inevitables de la vida humana y el interés general, en el cual está comprendido el interés del individuo, pongan límites a esta máxima. Esos límites deben ser determinados estrictamente. Como todas las otras máximas de justicia, ésta no se aplica, o no se juzga aplicable universalmente; por el contrario, como ya he hecho notar, se pliega a las ideas de cada uno sobre lo que es conveniencia social. Pero entonces, como en todos los casos en que se la considera aplicable, se juzga que está dictada por la justicia. Se estima que todas las personas tienen derecho a un trato igual, excepto cuando alguna conveniencia social reconocida exige lo contrario. De aquí que todas las desigualdades sociales que han dejado de considerarse convenientes asuman los caracteres, no de la simple inutilidad, sino de la injusticia, por lo que parecen tan tiránicas que la gente llega a preguntarse cómo pudo haberlas tolerado. Olvidan así que quizá ellos mismos toleran otras desigualdades a causa de una noción de la conveniencia igualmente equivocada, y cuya corrección les haría considerarla tan completamente monstruosa como la que acaban de aprender a condenar. La historia entera del progreso social ha constituído una serie de transiciones por las cuales una costumbre, o institución, tras otra, han dejado de ser consideradas como una necesidad primaria de la existencia social, para pasar a la categoría de la injusticia y la tiranía universalmente estigmatizadas. Así ha ocurrido con las distinciones de esclavos y hombres libres; nobles y siervos, patricios y plebeyos; y lo mismo ocurrirá, y en parte ocurre ya, con las aristocracias de color, la raza y el sexo.

Parece, pues, por lo que se ha dicho, que la justicia es el nombre que se da a ciertas necesidades morales que, consideradas colectivamente, ocupan un rango más elevado en la escala de la utilidad social y, por tanto, poseen una obligatoriedad superior a la de las otras. Sin embargo, pueden darse casos particulares en que algún otro deber social sea tan importante como para predominar sobre cualquiera de las máximas generales de justicia. Así, salvar una vida puede ser; no sólo permisible, sino un deber y lo mismo robar o arrebatar por la fuerza la medicina o los alimentos necesarios, hurtar y obligar a un médico a ejercer su profesión. En tales casos, como no llamamos justicia a lo que no sea virtud, solemos decir, no que la justicia debe ceder el paso a algún otro principio moral, sino que lo que es justo en los casos ordinarios, no es justo en un caso particular por razón de ese otro principio. Por este útil acomodo del lenguaje, se salvaguarda el carácter de inviolabilidad atribuído a la justicia, y nos libramos de la necesidad de sostener que puede haber injusticias laudables.

Las consideraciones que acaban de aducirse resuelven, creo yo, la única dificultad real de la teoría utiliíaria de la moral. Siempre ha sido evidente que todos los casos de justicia son también casos de conveniencia; la diferencia está en el sentimiento peculiar que se une a la primera, contraponiéndola a la segunda. Si este sentimiento característico ha sido suficientemente explicado, no hay ninguna necesidad de asignarle un origen peculiar; si es simplemente el sentimiento natural de la venganza, moralizado por hacérsele extensivo a las exigencias del bien social; y si este sentimiento no sólo existe sino que debe existir en todas las clases de casos a que corresponda la idea de justicia, esa idea ya no se presenta más como la piedra de escándalo de la ética utilitaria (3). La justicia sigue siendo el nombre apropiado a ciertas utilidades sociales que son mucho más importantes y, por ende, más absolutas e imperativas que todas las otras de la misma clase (aun cuando las otras puedan serlo más en casos particulares). Por ello, estas necesidades deben ser defendidas, como lo son naturalmente, por un sentimiento no sólo diferente en grado, sino en especie. Deben distinguirse del sentimiento más moderado que va añejo a la mera idea de promoción del placer humano o conveniencia, ante todo por la naturaleza más definida de sus mandatos y, después por el carácter más severo de sus sanciones.




Notas

(1) Véase esta cuestión aclarada y confirmada por el profesor Bain en un admirable capítulo (titulado Las emociones éticas o el sentido moral) del segundo de los tratados que componen su profundo y elaborado estudio sobre El Espíritu.

(2) Idem, págs 121 y 125.

(3) Esta implicación del primer principio del sistema utilitarista, la imparcialidad perfecta entre las personas, es considerada por Mr. Herbert Spencer (en su Social Statics) como una refutación de las pretensiones de la utilidad a erigirse en guía suficiente del bien, ya que -dice- el principio de utilidad presupone el principio anterior de que todos tienen igual derecho a la felicidad. Se podría explicar más correctamente diciendo que supone que cantidades iguales de felicidad son igualmente deseables, sean alcanzadas por la misma o por distintas personas. Sin embargo, esto no es un presupuesto; no es una premisa necesaria para sostener al principio de utilidad, sino el principio mismo, porque ¿en qué consiste el principio de utilidad sino en que felicidad y deseable sean términos sinónimos? Si hubiera algún principio anterior implícito, no podría ser más que éste: que las verdades de la aritmética son aplicables a la valoración de la felicidad, lo mismo que a todas las otras cantidades susceptibles de medida.

(Mr. Herbert Spencer, en una comunicación privada relativa a la Nota precedente, pone objeciones a que se le considere contrario al utilitarismo; y declara que considera la felicidad como el último fin moral; pero estima que ese fin sólo se puede alcanzar parcialmente por medio de generalizaciones empíricas de los resultados de la observación de la conducta, y que no puede alcanzarse completamente más que deduciendo de las leyes de la vida y de las condiciones de la existencia qué clase de actos tienden, necesariamente, a producir felicidad y qué clase tiende a producir la desdicha. Con excepción de la palabra necesariamente, yo no tengo ninguna objeción que hacer a esta doctrina; y (omitiendo ésa palabra) no sé de ningún abogado moderno del utilitarismo que sea de diferente opinión. Ciertamente, Bentham, a quien Mr. Spencer se refiere particularmente en la Social Statics, está más dispuesto que ningún otro escritor a deducir, de las leyes de la naturaleza humana y de las condiciones universales de la vida, el efecto de las acciones sobre la felicidad. El cargo que comúnmente se le hace es que confía excesivamente en esas deducciones, y se niega en absoluto a limitarse a esas generalizaciones de la experiencia específica, en que generalmente se encierran los utilitaristas, según Mr. Spencer. Mi propia opinión (y, por lo que deduzco, la de Mr. Spencer), es que en ética, lo mismo que en todas las otras ramas de los estudios cientificos, la conciliación de los resultados de esos dos procedimientos, que se corroboran y verifican mutuamente, es necesaria para comunicar a las proposiciones generales la índole y el grado de evidencia que constituyen una prueba científica).


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