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CAPÍTULO IV

De qué clase de prueba es susceptible el principio de utilidad

Ya se ha hecho notar que las cuestiones relativas a los últimos fines, no admiten pruebas, en la acepción ordinaria de la palabra. El no ser susceptibles de prueba por medio del razonamiento es común a todos los primeros principios, tanto cuando son primeras premisas del conocimiento, como cuando lo son de la conducta. Mas los primeros, como son cuestiones de hecho, pueden ser objeto de recurso a las facultades que juzgan los hechos: es decir, los sentidos y la conciencia interna. ¿Puede apelarse a las mismas facultades, cuando la cuestión que se plantea es la de los fines prácticos? O ¿con qué otra facultad puede adquirirse un conocimiento de ellos?

Con otras paiabras, preguntarse por los fines es preguntarse qué cosas son deseables. La doctrina utilitarista establece que la felicidad es deseable, y que es la única cosa deseable como fin; todas las otras cosas son deseables sólo como medios para ese fin. ¿Qué debería exigirse a esta doctrina -con qué requisitos debería cumplir- para justificar su pretensión de ser creída?

La única prueba posible de que un objeto es visible, es que la gente lo vea efectivamente. La única prueba de que un sonido es audible, es que la gente lo oiga. Y Io mismo ocurre con las otras fuentes de la experiencia. De la misma manera, supongo yo, la única evidencia que puede alegarse para mostrar que una cosa es deseable, es que la gente la desee de hecho. Si el fin que la doctrina utilitarista se propone no fuese reconocido como un fin, teórica y prácticamente, nada podría convencer de ello a una persona. No puede darse ninguna razón de que la felicidad es deseable, a no ser que cada persona desee su propia felicidad en lo que ésta tenga de alcanzable, según ella. Ahora bien, siendo esto un hecho, no sólo tenemos la prueba adecuada de que la felicidad es un bien, sino todo lo que es posible exigirle: que la felicidad de cada persona es un bien para esa persona, y que, por tanto, la felicidad es un bien para el conjunto de todas las personas. La felicidad ha demostrado su pretensión de ser uno de los fines de conducta y, por consiguiente, uno de los criterios de la moral.

Pero con esto todavía no se ha probado que sea el único criterio. Para ello, parece necesario, según la norma anterior, mostrar que la gente no sólo desea la felicidad, sino que nunca desea otra cosa. Ahora bien, es evidente que la gente desea cosas que, según el lenguaje ordinario, son decididamente distintas de la felicidad. Desean, por ejemplo, la virtud, y la ausencia de vicio, no menos realmente que el placer y la ausencia de dolor. El deseo de la virtud no es un hecho tan universal, pero sí tan auténtico como el deseo de la felicidad. De aquí infieren los adversarios del utilitarismo su derecho a juzgar que hay otros fines para la acción humana distintos de la felicidad, y que la felicidad no es el criterio de aprobación o desaprobación.

Pero el utilitarismo, ¿niega que la gente desee la virtud?; o ¿sostiene que la virtud no es una cosa deseable? Todo lo contrario. No sólo sostiene que la virtud ha de ser deseada, sino que ha de ser deseada desinteresadamente, por sí misma. No importa cuál sea la opinión de los moralistas utilitaristas sobre las condiciones originales que hacen que la virtud sea virtud; pueden creer (y así lo hacen) que las acciones y disposiciones son virtuosas sólo porque promueven otro fin que la virtud; sin embargo, habiendo supuesto esto, y habiendo decidido, por consideraciones de esta clase, qué es virtud, no sólo colocan la virtud a la cabeza de las cosas buenas como medios pata llegar al último fin, sino que reconocen también como un hecho psicológico la posibilidad de que sea para el individuo un fin en sí mismo, sin consideración de ningún fin ulterior. Sostienen también que el estado del espíritu no es recto, ni puede subordinarse a la utilidad, ni conduce a la felicidad general, a no ser que se ame a la virtud de esta manera -como una cosa deseable en sí misma-, aun cuando en el caso individual no produzca las demás consecuencias deseables que tiende a producir, y por las cuales se conoce que es virtud. Esta opinión no se separa lo más mínimo del principio de la felicidad. Los ingredientes de la felicidad son varios; cada uno de ellos es deseable por sí mismo, y no solamente cuando se le considera unido al todo. El principio de utilidad no pretende que un placer dado -como, por ejemplo, la música-, o que la exención de un dolor dado -como, por ejemplo, la salud-, hayan de considerarse como medios para algo colectivo que se llama felicidad, y hayan de ser deseados sólo por eso. Son deseados y deseables por sí mismos; además de ser medios, forman parte del fin. La virtud, según la doctrina utilitaria, no es natural y originariamente una parte del fin: pero puede llegar a serIo. Así ocurre con aquellos que la aman desinteresadamente. La desean y la quieren, no como un medio para la felicidad, sino como una parte de la felicidad.

Para aclarar esto último, podemos recordar que la virtud no es la única cosa que, siendo originalmente un medio, sería y seguiría siendo indiferente, si no se asociara como medio a otra cosa, pero que, asociada como medio a ella, llega a ser deseada por sí misma y, además, con la más extremada intensidad. ¿Qué diremos, por ejemplo, del amoral dinero? Originariamente, no hay en el dinero más que un montón de guijas brillantes. No tiene otro valor que el de las cosas que se compran con él; no se le desea por sí mismo, sino por las otras cosas que permite adquirir. Sin embargo, el amor al dinero es no sólo una de las más poderosas fuerzas motrices de la vida humana, sino que en muchos casos se desea por sí mismo; el deseo de poseerlo es a menudo tan fuerte como el deseo de usarlo, y sigue en aumento a medida que mueren todos los deseos que apuntan a fines situados más allá del dinero, pero son conseguidos con él. Puede, entonces, decirse con razón que el dinero no se desea para conseguir un fin, sino como parte del fin. De ser un fin para la felicidad, se ha convertido en el principal ingrediente de alguna concepción individual de la felicidad. Lo mismo puede decirse de la mayoría de los grandes objetivos de la vida humana -el poder, por ejemplo, o la fama-; sólo que cada uno de éstos lleva anexa cierta cantidad de placer inmediato, que al menos tiene la apariencia de serle naturalmente inherente; cosa que no puede decirse del dinero. Más aún, el más fuerte atractivo natural del poder y de la fama consiste en la inmensa ayuda que prestan al logro de nuestros demás deseos. La fuerte asociación así engendrada, entre todos nuestros objetos de deseo y los del poder y la fama, es lo que da a éstos esa intensidad que a menudo revisten y que en algunos temperamentos sobrepasa a la de todos los otros deseos. En estos casos, los medios se han convertido en una parte del fin y en una parte más importante que la constituída por cualquiera de las otras cosas para las cuales son medios. Lo que una vez se deseó como instrumento para el logro de la felicidad, ha llegado a desearse por sí mismo. Pero, al ser deseado por sí mismo, se desea como parte de la felicidad. La persona es, o cree que sería feliz por su mera posesión; y es desgraciada si no lo consigue. Este deseo no es más distinto del deseo de la felicidad que el amor a la música o el deseo de la salud. Todos ellos están incluidos en la felicidad. Son algunos de los elementos que integran el deseo de la felicidad. La felicidad no es una idea abstracta, sino un todo concreto; y ésas son algunas de sus partes. Y el criterio utilitario lo sanciona y aprueba. La vida sería poca cosa, estaría mál provista de fuentes de felicidad, si la naturaleza no proporcionara estas cosas que, siendo originalmente indiferentes, conducen o se asocian a la satisfacción de nuestros deseos primitivos, llegando a ser en sí mismas fuentes de placer más valiosas que los placeres primitivos; y esto tanto por su intensidad como por la permanencia que pueden alcanzar en el transcurso de la existencia humana.

La virtud, según la concepción utilitaria, es un bien de esta clase. Nunca hubo un motivo o deseo original de ella, a no ser su propiedad de conducir al placer y, especialmente, a la prevención del dolor. Pero, a causa de la asociación así formada, se la puede considerar como un bien en sí mismo, deseándola como tal con mayor intensidad que cualquier otro bien; y con esta diferencia respecto del amor al poder, al dinero o a la fama: que todos éstos pueden hacer, y a menudo hacen, que el individuo perjudique a los otros miembros de la sociedad a que pertenece, mientras que no hay nada en el individuo tan beneficioso para sus semejantes como el cultivo del amor desinteresado a la virtud. En consecuencia, la doctrina utilitaria tolera y aprueba esos otros deseos adquiridos hasta el momento en que, en vez de promover la felicidad general, resultan contrarios a ella. Pero, al mismo tiempo, ordena y exige el mayor cultivo posible del amor a la virtud, por cuanto está por encima de todas las cosas que son importantes para la felicidad general.

Resulta, de las consideraciones precedentes que, en realidad, no se desea nada más que la felicidad. Todo lo que no se desea como medio para un fin distinto, se desea como parte de la felicidad, y no se desea por sí mismo hasta que haya llegado a serIo. Los que desean la virtud por sí misma, o la desean porque tienen conciencia de que es un placer, o porque tienen conciencia de que está exenta de dolor o por ambos motivos reunidos. Como en realidad el placer y el dolor rara vez existen separados, sino juntos casi siempre, la misma persona siente placer por haber alcanzado cierto grado de virtud, y siente dolor por no haberlo alcanzado en mayor grado. Si uno de esos sentimientos no le causara ningún placer, y el otro ningún dolor, no amaría ni desearía la virtud, o la amaría solamente por los otros beneficios que pudiera proporcionarle a ella misma o a las personas a quIenes estlmara.

Así, pues, podemos responder ahora a la cuestión de la clase de prueba de que es susceptible el principio de utilidad. Si la opinión que he establecido es verdadera -si la naturaleza humana está constituída de forma que no desea nada que no sea una parte de la felicidad, o un medio para llegar a ella-, no tenemos ni necesitamos más prueba que el hecho de que estas cosas son deseables. Si es así, la felicidad es el único fin de los actos humanos y su promoción es la única prueba por la cual se juzga la conducta humana; de donde se sigue necesariamente que éste debe ser el criterio de la moral, puesto que la parte está incluida en el todo.

Y ahora, al tener que decidir si es así realmente -si la humanidad no desea nada por sí misma, excepto lo que constituye un placer o lo que consiste en la ausencia de dolor-, hemos llegado, evidentemente, a una cuestión de hecho y de experiencia que, como todas las cuestiones semejantes, depende de la evidencia. Esto sólo se puede determinar por la propia conciencia y observación, asistida por la observación de los otros. Creo que estas fuentes de evidencia, consultadas imparcialmente, declararán que el desear una cosa y encontrarla agradable, o el sentir aversión hacia ella como dolorosa, son fenómenos enteramente inseparables, o más bien dos partes del mismo fenómeno; hablando estrictamente, son dos modos diferentes de nombrar un mismo hecho psicológico: que pensar en un objeto como deseable (a no ser que se desee por sus consecuencias), y pensar en él como agradable, son una y la misma cosa; y que desear algo sin que el deseo sea proporcionado a la idea de que es agradable, constituye una imposibilidad física y metafísica.

Tan obvio me parece esto, que espero que apenas sea discutido. No se me objetará que el deseo puede dirigirse últimamente hacia algo distinto del placer y de la exención del dolor, sino que la voluntad es cosa distinta del deseo; que una persona de virtud confirmada, o cualquier otra persona cuyos propósitos sean firmes, lleva adelante sus propósitos sin pensar en el placer que experimenta contemplándolos, o que espera obtener de su cumplimiento; y persistirá en obrar así, aun cuando estos placeres disminuyan mucho por transformaciones de su carácter, por decaimiento de sus afecciones pasivas o por el aumento de dolor que la prosecución de esos propósitos pueda ocasionarle. Admito todo esto, y lo he declarado en otro lugar, tan positiva y enérgicamente como cualquiera. La voluntad, fenómeno activo, es diferente del deseo, estado de sensibilidad pasiva; y, aunque originariamente sea un vástago, con el tiempo puede separarse del tronco y arraigar separadamente; tanto que, en el caso de una intención habitual, en vez de querer una cosa porque la deseamos, a menudo la deseamos sólo porque la queremos. Sin embargo, esto constituye un ejemplo más de ese hecho tan general que es el poder del hábito y que no se limita, en modo alguno, al caso de las acciones virtuosas. Muchas cosas indiferentes, que al principio se hicieron por un motivo determinado, continúan haciéndose por hábito. Algunas veces esto se hace inconscientemente; la conciencia llega después de la acción. Otras veces se hace con volición consciente, pero con uno volición que ha llegado a ser habituai y se pone en acción por la fuerza del hábito, pudiendo oponerse a la preferencia deliberada, como a menudo ocurre con aquellos que han contraído hábitos de indulgencia viciosa o perjudicial. En tercero y último lugar, viene el caso en que el acto habitual de la voluntad, en un momento determinado, no está en contradicción con la intención general que ha prevalecido otras veces, sino que la cumple: es el caso de la persona de virtud confirmada y de todos los que persiguen deliberada y constantemente un fin determinado. La distinción entre voluntad y deseo, así entendida, es un hecho psicológico de gran importancia. Pero el hecho consiste solamente en esto: que la voluntad, como todas las otras facultades con que estamos constituídos, puede convertirse en hábito, y que nosotros podemos querer por hábito lo que no deseamos por sí mismo, o lo que deseamos sólo porque lo queremos. No es menos verdadero que, al comienzo, la voluntad es producida enteramente por el deseo; incluyendo en esa palabra la influencia repelente del dolor tanto como la atracción del placer. Dejemos a un lado la persona que tiene la firme voluntad de obrar bien, y consideremos a aquel cuya voluntad virtuosa todavía es débil, dominable por la tentación y no merecedora de una confianza total: ¿por qué medios se la puede fortalecer? ¿Cómo puede ser virtuosa una voluntad allí donde no existe con fuerza suficiente para ser implantada o despertada? Sólo haciendo que la persona desee la virtud; haciéndole pensar en ella como cosa agradable o exenta de dolor. Asociando el obrar bien con el placer o el obrar mal con el dolor, o atrayendo, impresionando o llevando a la persona a la experiencia de que el placer va naturalmente unido a la una o el dolor es inherente a la otra, y de que es posible hacer nacer la voluntad de ser virtuosos, voluntad que al robustecerse obra sin ninguna consideración del placer o del dolor. La voluntad es hija del deseo y sólo deja el dominio de su padre para pasar al del hábito. El que una cosa sea resultado del hábito, no presupone que sea intrínsecamente buena; y no habría ninguna razón para desear que el objeto de la virtud se independizara del placer y del dolor, si la influencia de las asociaciones agradables y dolorosas que excitan a la virtud fuese insuficiente para dar una constancia infalible a la acción, hasta que hubiera adquirido el apoyo del hábito. El hábito es la única cosa que da certidumbre a la conducta y a los sentimientos. Para los demás tiene gran importancia el poder confiar absolutamente en los sentimientos y en la conducta de uno, y para uno la tiene el poder confiar en si mismo. Por esto, únicamente debiera cultivarse esta independencia habitual de la voluntad de obrar bien. Con otras palabras, ese estado de la voluntad es un medio para un bien, pero no es intrínsecamente un bien. Y ello no contradice la doctrina de que para los hombres nada es bueno, excepto en cuanto sea en sí mismo agradable, o constituya un medio de alcanzar el placer o evitar el dolor.

Pero si esta doctrina es verdadera, el principio de utilidad está probado. Si es así, o no, debemos dejarlo ahora a la consideración del lector reflexivo.


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