Índice de El único y su propiedad de Max StirnerCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

V

Se eleva el poder, como otras de mis propiedades (la humanidad, la majestad, etc.) al ser para sí (Fürsichseiend), de suerte que sigue existiendo aun cuando haya dejado de ser mi poder. Así, transformado en fantasma, el poder es el derecho. Ese poder inmortalizado no se extingue siquiera con mi muerte, es transmisible (hereditario). Así pues, en realidad las cosas pertenecen al derecho, no a Mí.

Todo eso no es más que una apariencia. El poder del individuo no se hace permanente ni se convierte en derecho, sino en cuanto a su poder se aúna el poder de otros individuos. La ilusión consiste en creer que ya no pueden retirar su poder a quienes lo han otorgado. Aquí reaparece el mismo fenómeno del divorcio del poder y del Yo; Yo no puedo recobrar del poseedor la parte del poder que le viene de Mí. Uno ha dado plenos poderes, se ha desprendido del poder, ha renunciado al poder de tomar mejor partido.

El propietario puede renunciar a su poder y a su derecho sobre una cosa haciendo son de ello, disipándola, etc. ¿Y nosotros no podríamos igualmente abandonar el poder que le hemos prestado?

El hombre legítimo, el hombre justo, no desea hacer suyo lo que no es de él de derecho, o aquello a lo que no tiene derecho; no reivindica más que su propiedad legítima. ¿Quién, pues, será juez y fijará los límites de su derecho? En última instancia, debe ser el Hombre, porque de él se tienen los derechos del hombre. Por consiguiente se puede decir con Terencio, pero en un sentido más amplio que humani nihil a me alienum puto, es decir, lo humano es mi propiedad. De cualquier manera que uno se arregle, en ese terreno se tendrá inevitablemente un juez, y en nuestro tiempo los diversos jueces que uno se había dado, han acabado por encarnarse en dos personas mortalmente enemigas: el Dios y el Hombre. Los unos se declaran por el derecho divino, los otros por el derecho humano o los derechos del hombre.

Pero está claro que en ambos casos el individuo mismo no crea su derecho.

¡Encontradme hoy una sola acción que no ofenda un derecho! A cada instante los derechos del hombre son pisoteados por los unos, en tanto que los otros no pueden abrir la boca sin blasfemar contra el derecho divino. Dad limosna y ultrajaréis un derecho del hombre, puesto que la relación de mendigo a bienhechor no es humana; expresad una duda, pecaréis contra un derecho divino. Comed vuestro pan seco con contento, vuestra resignación será una ofensa a los derechos del hombre; comedlo con descontento y vuestros murmullos serán un insulto al derecho divino. No hay uno de Vosotros que no cometa a cada instante un crimen; todos vuestros discursos son crímenes y toda traba a vuestra libertad de discurrir no es menos criminal. Todos Vosotros sois criminales. Sin embargo, no lo sois sino porque os mantenéis todos en el terreno del derecho, es decir, porque no sabéis que sois criminales, ni sabéis felicitaros por ello.

La propiedad inviolable o sagrada ha nacido en ese mismo terreno; es un concepto del derecho.

El perro que ve un hueso en poder de otro no renuncia a él más que si se siente demasiado débil. Pero el hombre respeta el derecho de otro a su hueso. Esto es considerado como humano, aquello como brutal o egoísta.

Y por todas partes, como en este caso, lo que es humano es ver en todo alguna cosa espiritual (aquí, el derecho), es decir, hacer de cualquier cosa un fantasma, que se puede, sí, arrojar, cuando se muestra, pero que no se puede matar. Humano es no considerar lo particular como particular, sino como algo general.

Yo no debo ya a la naturaleza, como tal, ningún respeto; sé que tengo en cuanto a ella todos los derechos. Pero estoy obligado a respetar en el árbol del jardín que está ahí su cualidad de objeto ajeno (desde un punto de vista más estricto se dice: respetar la propiedad), y no me es permitido tocarlo. Y eso no podrá cambiar sino cuando Yo no vea en el hecho de dejar ese árbol a otra persona, algo diferente al hecho de dejarle, por ejemplo, mi bastón, es decir, cuando Yo haya cesado de considerar ese árbol como algo ajeno a priori, sagrado. Yo, por el contrario, no considero un crimen el derribarlo si eso me place; continúa siendo mi propiedad por largo que sea el tiempo durante el cual lo he abandonado a otros: era y sigue siendo mío. Yo no veo la cualidad de objeto ajeno en la riqueza del banquero más que Napoleón en las provincias de los reyes. No tenemos ningún escrúpulo en intentar su conquista y procurarnos por todos los medios llegar a ella. Nosotros rechazamos el espíritu de lo ajeno ante el que nos habíamos espantado.

¡Pero es indispensable para eso que Yo no pretenda nada en calidad de Hombre, sino sólo en calidad de Yo, de ese Yo que soy! No pretenderé por consiguiente, nada humano, sino sólo lo que es mío, o en otros términos, nada de lo que me corresponde en cuanto hombre, sino lo que Yo quiero y porque Yo lo quiero. (...)

Hasta el presente, las relaciones se basaban en el amor, las consideraciones y los servicios recíprocos. Si uno debiera santificarse, es decir, entronizar en sí al Ser Supremo y hacer de él una verdad y una realidad, también debería ayudar a los demás a realizar su esencia y su destino; en ambos casos la esencia del hombre debería contribuir a su realización. Sólo que uno no debe hacerse nada de sí, ni de sí mismo, ni de los demás. No se debe nada ni a la propia esencia, ni a la de los demás. Todas las relaciones que reposan sobre una esencia son relaciones con un fantasma y no con una realidad. Mis relaciones con el Ser Supremo no son relaciones conmigo; y mis relaciones con la esencia del Hombre no son relaciones con los hombres.

Del amor, tal como es natural al hombre sentirlo, la civilización ha hecho un mandamiento. Pero en cuanto mandato, el amor pertenece al Hombre como a tal y no a Mí: es mi esencia, esa esencia que se tiene por tal esencia y no es mi propiedad. Es el Hombre, es decir, la humanidad, quien me lo impone; el amor es obligatorio, amar es mi deber. Así, en lugar de tener su fuente realmente en mí, la tiene en el hombre en general, del que es la propiedad, el atributo particular: El Hombre, es decir, cada hombre, debe amar: amar es el deber y la vocación de cada hombre, etc.

Preciso es, por consiguiente, que yo reivindique el amor para mí y lo sustraiga al poder del Hombre.

Se ha llegado a concederme como un feudo cuya propiedad pertenece al hombre lo que primitivamente era mío, pero sin tazón lógica, instintivamente. Amando he venido a ser un vasallo, me he convertido en el siervo de la Humanidad, un simple representante de esa especie; cuando Yo obro no como Yo, sino como Hombre, obro como un ejemplar de la especie humana, es decir, humanamente. Toda nuestra civilización es un sistema feudal en el que la propiedad pertenece al Hombre o a la Humanidad y en el que nada pertenece al Yo. Despojando al individuo de todo para atribuir todo al Hombre, se ha fundado una enorme feudalidad. El individuo no aparece ya, a fin de cuentas, más que, como radicalmente malo.

¿Acaso no he de interesarme activamente por la persona de otro? Lejos de eso yo puedo sacrificarle con alegría innumerables goces, puedo imponerme privaciones sin número para aumentar sus placeres, y puedo por él poner en peligro lo que sin él me sería muy querido: mi vida, mi prosperidad, mi libertad. En efecto, para Mí es un placer y una felicidad el espectáculo de su felicidad y de su placer. Pero no me sacrifico a él, permanezco egoísta y gozo de él. Sacrificándole todo lo que si no fuera por mi amor para él me reservaría, hago una cosa muy sencilla y hasta más común en la vida de lo que parece, que prueba únicamente que cierta pasión es más fuerte en Mí que todas las demás. El cristianismo también enseña a sacrificar todas las demás pasiones a aquélla. Pero sacrificar unas pasiones a otra no es sacrificarme Yo mismo, Yo no sacrifico nada a aquello por lo cual soy verdaderamente Yo; no sacrifico lo que, propiamente hablando, constituye mi valor, mi individualidad. Pudiera ser que esa enojosa eventualidad, se produjese; ocurre esto en el amor como en cualquier otra pasión, desde el momento en que la obedezco ciegamente; si el ambicioso, al que su pasión arrastra, es sordo a las advertencias que un instante de sangre fría despierta en él, es que ha dejado que esa pasión tome las proporciones de una tiranía a la que ha perdido el poder de sustraerse. Ha abdicado ante ella porque no sabe ya apartarse de ella y, por consiguiente, liberarse. Está poseído.

Yo también amo a los hombres, no sólo a algunos, sino a cada uno de ellos. Pero los amo con la conciencia de mi egoísmo; los amo porque el amor me hace dichoso; amo porque me es natural y agradable amar. No conozco obligación de amar. Tengo simpatía por todo ser sensible; lo que le aflige me aflige, y lo que le alivia me alivia; Yo podría matarlo, no puedo martirizarlo. Por el contrario, el noble y virtuoso filisteo, que es el príncipe Rodolfo de los Misterios de París, se ingenia para martirizar a los malvados, porque le exasperan. Mi simpatía prueba simplemente que el sentimiento de los que sienten es también el Mío, que es mi propiedad; en tanto que el proceder despiadado del hombre de bien (la manera, por ejemplo, como trata al notario Ferrand), recuerda la insensibilidad de aquel bandido que, según la medida de su cama, cortaba o extendía a la fuerza las piernas de sus prisioneros. La cama de Rodolfo, a cuya medida corta a los hombres, es la noción del bien. El sentimiento del derecho, de la virtud, etc., vuelve duro e intolerable. Rodolfo no siente como el notario, siente, por el contrario, que el malvado tiene lo que ha merecido. No es eso simpatía. Vosotros amáis al hombre y eso os sirve de razón para torturar al individuo, al egoísta; vuestro amor al Hombre os convierte en los verdugos de los hombres.

Cuando Yo veo sufrir a quien amo, sufro con él y no tengo reposo mientras no haya intentado todo para consolarlo y distraerlo. Cuando Yo le veo alegre, Yo me alegro de su alegría. No se sigue de ahí que sea el mismo objeto el que produce su pena o su alegría y el que despierte en Mí los mismos sentimientos; eso es, sobre todo, evidente cuando se trata del dolor corporal que yo no siento como él; su muela es lo que le hace daño, y lo que me hace daño a Mí es su sufrimiento.

Y porque Yo no puedo soportar ese pliegue doloroso sobre la frente amada, y, por consiguiente, en mi interés, es por lo que lo borro con un beso. Si yo no te amase, podrías fruncir el entrecejo tanto como quisieras, sin conmoverme; Yo no quiero disipar más que mi pesar.

¿Hay ahora alguien o alguna cosa que Yo no ame, y que tenga el derecho de ser amada por Mí? ¿Qué es primero, mi amor o su derecho? Los parientes, los amigos, el pueblo, la patria, la ciudad natal, etc., en fin, en general mis semejantes (mis hermanos), pretenden tener derecho a mi amor y lo reclaman imperiosamente. Lo consideran como su propiedad, y a Mí, si no respeto esa propiedad, me consideran como un ladrón que les quita lo que les pertenece. Yo debo amar. Pero si el amor es un mandamiento y una ley, preciso es que se me forme y se me instruya para él y que se me castigue si llego a infringirlo. Se ejercerá, pues, sobre mí para llevarme a amar la más enérgica influencia moral posible. Está fuera de duda que se puede excitar e inducir a los hombres al amor tan bien como a las demás pasiones, al odio, por ejemplo. El odio se transmite de generación en generación; cabe odiarse únicamente porque los antepasados de los unos eran güelfos y los de los otros gibelinos.

Pero el amor no es un mandato. Como todos mis demás sentimientos, es mi propiedad. Conseguid, es decir, comprad mi propiedad y Yo os la cederé. Yo no tengo que amar una religión, una patria, una familia, etc., que no saben conquistar mi amor; vendo mi ternura al precio que me place fijarla. ( ...)

Si he dicho, ciertamente, Yo amo al mundo, puedo con igual exactitud añadir ahora: Yo no lo amo, porque Yo lo aniquilo como me aniquilo; Yo lo liquido. No me limito a experimentar por los hombres más que un sólo e invariable sentimiento; doy libre curso a todos aquellos de que soy capaz.

¿Por qué no declararlo crudamente? ¡Sí, yo exploto al mundo y a los hombres! Puedo así quedar abierto a toda clase de impresiones, sin que ninguna de ellas me arranque a Mí mismo. Puedo amar, amar con toda mi alma, y dejar arder en mi corazón el fuego devorador de la pasión, sin tomar, sin embargo, al ser amado por otra cosa que por el alimento de mi pasión, un alimento que la aviva sin saciarla jamás. Todos los cuidados de que yo le rodeo, no se dirigen más que al objeto de mi amor, más que a aquel de quien mi amor tiene necesidad, al bien amado. ¡Cuán indiferente me sería, de no existir mi amor! Es mi amor el que mantengo con él, no me sirve más que para eso: Yo gozo de él indiscutiblemente.

Escojamos otro ejemplo muy actual: Yo veo a los hombres sumergidos en las tinieblas de la superstición, hostigados por un enjambre de fantasmas. Si procuro, en la medida de mis fuerzas, proyectar la luz del día sobre esas apariciones de la noche, ¿creéis que obedece a mi amor a los hombres? ¡Eh, no! Escribo porque quiero dar existencia en el mundo a ideas que son mis ideas. Si previese que esas ideas tenían que arrebataros la paz y el reposo, si en esas ideas que siembro viese los gérmenes de ideas sangrientas y una causa de ruina para muchas generaciones, no las esparciría menos. Haced de ellas lo que queráis, haced lo que podáis, eso es asunto Vuestro y por ello no me preocupo. Tal vez no os traerán más que el pesar, los combates, la muerte, y no serán más que para muy pocos de Vosotros un manantial de placer. Si yo tomase a pecho vuestro bienestar, imitaría a la Iglesia que prohíbe a los legos la lectura de la Biblia, o a los gobiernos cristianos, que hacen un deber sagrado de defender al hombre del pueblo contra los malos libros.

No sólo no es por amor a Vosotros por lo que expreso lo que pienso, sino que ni siquiera es por amor de la verdad. No:

Canto cual canta el ave

que en el follaje habita;

el canto mismo que mi voz produce

es mi salario, y es salario real.

¿Canto? ¡Canto porque soy un cantor! Si para eso me sirvo de Vosotros, es porque tengo necesidad de oídos.

Cuando me encuentro con el mundo (y lo encuentro siempre), Yo lo consumo para aplacar el hambre de mi egoísmo: Tú no eres para mí más que un alimento; de igual modo, Tú también me consumes y me haces servir para tu uso. No hay entre nosotros más que una relación: la de la utilidad, del provecho, del interés. No nos debemos nada uno al otro, porque lo que aparentemente pueda deberte, lo debo, cuando más, a Mí. Si para hacerte sonreír me acerco a Ti con cara alegre, es porque tengo interés en tu sonrisa y porque mi rostro está al servicio de mi deseo. A otras mil personas a quienes Yo no deseo hacerles sonreír, no les sonreiré. (...)


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