Índice de El único y su propiedad de Max StirnerCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

IV

Sin embargo, estos últimos, inspirados primero por la doctrina socialista, más tarde, sin duda, también por un sentimiento egoísta, se atreven a preguntar: ¿Qué es, pues, lo que hace la seguridad de vuestra propiedad, señores privilegiados? y responden ellos mismos: ¡Vuestra propiedad está segura, porque nos abstenemos de atacarla! ¿Y qué nos dáis en recompensa? No tenéis para la gente menuda más que desprecio y puntapiés, la vigilancia de la policía y un catecismo con un principio fundamental: ¡Respeta lo que no es tuyo, lo que pertenece a Otro! ¡Respeta a los demás, y en particular a tus superiores! A eso respondemos: ¿queréis nuestro respeto? Sea, comprádnoslo, he aquí el precio que pedimos por él. Queremos, sí, dejaros vuestra propiedad, pero mediante una compensación suficiente. ¿Qué compensación recibimos de vosotros por comer patatas, mirándoos tranquilamente sorber vuestras ostras? Compradnos tan sólo estas ostras al precio que nosotros tenemos que compraros las patatas, y podréis continuar comiéndolas en paz. ¿Os imagináis quizá que las ostras no son tan Nuestras como Vuestras? Clamaríais por la violencia si nos viérais llenar nuestro plato con ellas y ponernos a consumirlas por Vosotros, y tendríais razón. Sin violencia, no las tendremos, del mismo modo que Vosotros sólo las tenéis porque hacéis violencia sobre Nosotros.

Pero pasemos a una propiedad que nos toca más de cerca, al trabajo.

Nosotros padecemos doce horas al día con el sudor en nuestra frente y nos dais por eso algunas piezas de bronce. ¡Pues bien! Haceos pagar vuestro trabajo al mismo precio. ¡Eso no os resulta! ¿Os imagináis acaso que nuestro trabajo está regiamente pagado, en tanto que el vuestro vale un sueldo de veinte mil pesos? Pero si no tasarais el vuestro a tan alto precio, y si no dejáseis sacar mejor partido del nuestro, ¿quién os dice que no seríamos capaces de producir cosas más importantes que todo lo que habéis hecho hasta aquí con vuestros millares de pesos? Si no recibiérais más que un salario como el nuestro, os volveríais pronto más asiduos para ganar más. Por nuestra parte, proyectamos también trabajos que nos pagaréis mejor que con nuestro salario habitual. De acuerdo con tal que se entienda que nadie haga ni reciba regalos.

Y hasta podemos sostener con nuestro propio pecunio a los achacosos, los enfermos y los ancianos, para que la miseria no nos los arrebate. Si queremos que vivan, debemos comprar la satisfacción de ese deseo. Digo bien: que la compramos; no pienso de ningún modo en una miserable limosna. Su vida es también su propiedad, incluso para quienes no pueden trabajar; y si queremos (no importa por qué razón) que no nos priven de esa vida que les pertenece, no hay otro medio de obtener ese resultado que comprándolo. ¡Sólo que nada de regalos! Guardad los Vuestros y no los esperéis ya de Nosotros. Hace siglos que os damos limosna con una buena voluntad estúpida; hace siglos que derrochamos el óbolo del pobre y damos al señor lo que no es del señor. Se acabó: desatad los cordones de vuestra bolsa, porque desde ahora el precio de nuestra mercancía está en un alza enorme. No os tomaremos nada, absolutamente nada, pero pagaréis mejor lo que queráis tener.

Tú, ¿cuál es tu fortuna? -Tengo una hacienda de mil fanegas-. Pues bien, Yo soy tu criado de labranza, y de ahora en adelante no labraré ya tu campo más que al precio de cien pesos por día. -Entonces tomaré otro. -No lo encontrarás, porque nosotros los trabajadores del campo no trabajamos ya más que con esas condiciones, y si se presenta uno que pida menos, ¡qué tenga cuidado!

Aquí está la criada que pide otro tanto, y no la encontrarás ya por bajo de este precio. -¡Pero entonces estoy arruinado! -¡Poco a poco! Te quedará siempre tanto como a nosotros; si fuera de otro modo, nosotros rebajaríamos lo suficiente para que pudieses vivir como nosotros. -¡Pero yo estoy acostumbrado a vivir mejor! -Procura reducir tus gastos. ¿Hemos de ajustarnos nosotros con rebaja para que tú puedas vivir bien?

El rico dirige siempre al pobre estas palabras: -¿Tengo algo que ver con tu miseria? Procura salir del paso como puedas: es asunto Tuyo y no Mío. -Sea; velaremos por ello y no dejaremos ya a los ricos acaparar en su provecho los medios de los que de nosotros mismos tenemos que sacar partido. -Sin embargo, Vosotros, gentes sin instrucción, no tenéis tantas necesidades como nosotros. -No importa eso; tomaremos alguna cosa más para ponernos en condiciones de procurarnos la instrucción que podamos necesitar. -Y si abatís así a los ricos, ¿quién sostendrá todavía las artes y las ciencias? -¡Pues al público toca hacerlo! Escotaremos, así se reúnen bonitas sumas. Por otra parte, sabemos cómo vosotros, ricos, alentáis las artes; no compráis más que libros insípidos o santas vírgenes de la más lamentable vulgaridad, cuando no es el par de pantorrillas de una bailarina.-¡Ah, maldita igualdad! -No, mi buen señor, no se trata aquí de igualdad. Queremos sencillamente que se nos cuente por lo que valemos; si valéis más que nosotros, eso no importa, se os contará por más. Lo que queremos es tener un valor, y deseamos mostrarnos dignos del precio que paguéis.

¿Es capaz el Estado de despertar en el asalariado tan animosa confianza y un sentimiento tan vivo de su Yo? ¿Puede hacer el Estado que el hombre tenga conciencia de su valor? ¿Osaría proponerse tal objeto? ¿Puede querer que el individuo conozca su valor y obtenga de él el mejor partido? La cuestión es doble. Veamos lo que el Estado es capaz de realizar en ese sentido. Ya que se necesitaría la unanimidad de los criados de labranza, sólo influiría esta unanimidad y una ley del Estado sería eliminada por la competencia secretamente. Pero ¿puede tolerarlo el Estado? Al Estado le es imposible tolerar que las gentes sufran otra coerción que la suya; no puede, pues, admitirse que los obreros coligados se hagan justicia contra los que quieran ajustarse a un precio demasiado bajo. Supongamos, sin embargo, que el Estado haya dictado una ley con la que los obreros estén perfectamente de acuerdo; ¿podría consentirlo el Estado en tal caso?

En ese caso aislado, sí; pero ese caso aislado es más que eso, es un caso de principio; de lo que se trata aquí es de la valoración del Yo por sí mismo y, por consiguiente, de su afirmación contra el Estado. Hasta ahí, los comunistas estaban de acuerdo con nosotros. Pero la valoración del Yo por sí mismo está necesariamente en contraposición, no sólo con el Estado, sino también con la sociedad: ella está por encima de la comuna y del comunismo, por egoísmo.

El comunismo convierte el principio de la burguesía de que todo hombre es poseedor (propietario), en una verdad indiscutible, una realidad que pone fin a la preocupación de adquirir, haciendo que cada cual tenga aquello que necesita. Es la potencia de trabajo de cada cual lo que forma su riqueza, y si no hace uso de ella, la culpa es suya. Ninguna competencia subsiste ya como estéril (lo que ocurría demasiado a menudo hasta hoy ), puesto que todo esfuerzo de trabajo tiene por efecto procurarle lo necesario a quien lo efectúa. Cada uno es poseedor de modo seguro y sin preocupaciones. Y lo es precisamente porque no busca ya su riqueza en una mercancía, sino en su potencia de trabajo.

Por el trabajo, puedo llegar por ejemplo, a desempeñar funciones de presidente o de ministro; esos empleos no exigen más que la instrucción media, es decir, accesible a todo el mundo, o una habilidad de que todo el mundo es capaz. Pero si es verdad que esas funciones pueden ser ejercidas por todo hombre, cualquiera que sea, no es, sin embargo, más que la fuerza única del individuo, propia exclusivamente del individuo, la que les da en cierto modo una vida y una significación. Si no cumple sus funciones como un hombre ordinario, sino que gasta en ellas todo el tesoro de su unicidad, no queda pagado por el hecho de percibir el sueldo propio del empleado o del ministro. Si os ha satisfecho plenamente y queréis continuar beneficiándoos, no sólo de su trabajo de funcionario sino, además, de su precioso poder individual, no le pagaréis sólo como un hombre que no hace más que la tarea humana, sino, además, como un productor único. Haced pagar igual a vuestro propio trabajo.

No se puede aplicar a la obra de mi unicidad una tasa general como a lo que yo hago en cuanto hombre. Sólo respecto a esta última cualidad puede determinarse una tasa.

Fijad, pues, una tasa general para los trabajos humanos, pero, para ganarla, no sacrifiquéis vuestra unicidad.

Tus necesidades humanas o generales pueden ser satisfechas por la Sociedad; pero a Ti te toca buscar la satisfacción de tus necesidades únicas. La Sociedad no puede procurarte una amistad o el servicio de un amigo, ni siquiera asegurarte los buenos oficios de un individuo. Y sin embargo, tendrás a cada instante necesidad de servicios de este género; en las circunstancias más insignificantes te hará falta alguno para asistirte. No cuentes para eso con la Sociedad; pero haz de modo que tengas con qué comprar la satisfacción de tus deseos.

¿Los egoístas deben conservar el dinero? A la antigua moneda se une la tacha de la posesión hereditaria; no hagáis ya nada por ese dinero, y todo su poder se arruina. Tachad la herencia, y el sello del magistrado quedará anulado. En el presente, todo es herencia, ya esté el heredero en su posesión o no. Si todo eso es vuestro, ¿por qué dejarlo poner bajo sellos, por qué inquietarnos por los sellos?

Mas, ¿para qué crear un nuevo dinero? ¿Aniquilaréis acaso la mercancía porque le quitéis el sello de la herencia? Pues bien, la moneda es una mercancía, un medio fundamental, una riqueza. Porque impide la anquilosis de la riqueza, la mantiene en circulación y opera su cambio. Si conocéis mejor instrumento de cambio, adoptadlo, lo acepto, pero seguirá siendo aún dinero bajo una nueva forma. No es el dinero el que os hace mal, sino vuestra impotencia para obtenerlo. Poned en juego todos vuestros medios, haced valer todos vuestros esfuerzos y no os faltará el dinero: será un dinero vuestro, una moneda de vuestro cuño. Pero trabajar no es lo que yo llamo poner en juego todos vuestros medios. Los que se contentan con buscar trabajo, con tener la voluntad de trabajar bien, están condenados fatalmente, y, por su culpa, a convertirse en obreros en paro.

Del dinero depende la dicha y la desdicha. Si en el período burgués se convierte en un poder, es porque se le corteja como a una muchacha, pero nadie se casa con él.

Quien es favorecido por la suerte se lleva consigo a la novia. El indigente tiene suerte; introduce a la joven en su familia que es la Sociedad, y le quita su virginidad. En su casa no es ya la doncella, sino la mujer, y con su virginidad desaparece su nombre de familia: la joven doncella se llamaba Dinero, y hoy se llama Trabajo, porque Trabajo es el nombre del marido. Está bajo la tutela del marido. Para acabar con esta comparación, el hijo del Trabajo y del Dinero, es de nuevo una muchacha y virgen, es decir, Dinero, pero con una filiación cierta: ha nacido de Trabajo, su padre. Las facciones del rostro, su efigie proceden de otro cuño.

Finalmente, volvamos, una vez más, a la competencia. La competencia existe porque nadie se apropia de su casa y se entiende con los demás a través de ella. El pan, por ejemplo, es un objeto de primera necesidad. Luego nada más natural que ponerse de acuerdo para establecer una panadería pública. En vez de eso, se abandona ese indispensable suministro a panaderos que se hacen competencia. Y así se hace con la carne a los carniceros, el vino a los taberneros, etc.

Abolir el régimen de la competencia no quiere decir favorecer el régimen de la corporación. He aquí la diferencia: en la corporación, hacer el pan, etcétera, es causa de los agremiados; bajo la competencia, lo sería de quienes desean competir; en la asociación, es la causa de quienes tienen necesidad de pan, por consiguiente, la mía, la vuestra: no es la causa de los agremiados ni de los panaderos con patente, sino la de los asociados.

Si Yo no me preocupo de mi causa, preciso es que me contente con lo que a los demás les place darme. Tener pan es mi causa, mi deseo y mi afán, no puedo prescindir de él y, sin embargo, uno se entrega a los panaderos, sin otra esperanza que obtener de su discordia, de sus celos, de su rivalidad, en una palabra, de su competencia, una ventaja con la que no se podía contar con los miembros de las corporaciones, que estaban entera y exclusivamente en posesión del monopolio de la panadería. AqueIlo de que cada cual tiene necesidad, cada cual también debiera tomar parte en producirlo o en fabricarlo; es su causa, su propiedad, y no la propiedad de los miembros de tal corporación o de tal patrono con patente.

Reconsideremos de nuevo la cuestión. El mundo pertenece a sus hijos, los hijos de los hombres. No es ya el mundo de Dios, sino el mundo de los hombres. El hombre puede considerar suyo todo lo que puede procurarse; sólo que el verdadero hombre, el Estado, la Sociedad Humana, o la Humanidad velarán para que nadie se apropie más de lo que pueda apropiarse en cuanto hombre, es decir, de una manera humana. La apropiación no humana no está autorizada por el hombre: es criminal, mientras que la apropiación humana es justa y se hace por un camino legal.

Así es como se habla desde la Revolución.

Mi propiedad no es una cosa, puesto que ésta tiene una existencia independiente de Mí; sólo mi poder es mío. Este árbol no es mío; lo que es mío, es mi poder sobre él, el uso que hago de él. Pero ¿cómo se invierte mi poder sobre las cosas? Se dice, Yo tengo un derecho sobre este árbol, o bien, es mi legítima propiedad. Si lo he adquirido, es por la fuerza. Se olvida que la propiedad no dura sino mientras el poder permanece activo; o más exactamente, se olvida que el poder no existe por sí mismo, sino por la fuerza del Yo, y no existe más que en Mí, el poderoso.


Índice de El único y su propiedad de Max StirnerCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha