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El magistrado no puede imponer con la ley civil ritos eclesiásticos o ceremonias de culto divino ni en su Iglesia ni mucho menos en la Iglesia de otros. Y esto no sólo porque las Iglesias son sociedades libres, sino porque todo lo que se ofrece a Dios en el culto tiene una razón de ser sólo en la medida en que se considera cosa grata a Dios por parte de los que lo practican. Lo que no se haga con esta convicción no está permitido, ni puede ser aceptable a Dios. Es contradictorio que al que se le concede la libertad de religión, cuyo fin es agradar a Dios, se le mande disgustar a Dios precisamente con el culto. Se me podría decir: ¿niegas que el magistrado tiene poder en las cosas indiferentes, ese poder que todos le conceden? Y, si se le quita, ¿qué materia le queda para legislar? Admito que las cosas indiferentes, y quizá sólo éstas, están sometidas al poder legislativo.

a)

De esto, sin embargo, no se deduce que el magistrado pueda ordenar lo que le plazca respecto a cualquier cosa indiferente. La utilidad pública es la regla y la medida de las leyes que se deben promulgar. Lo que no es útil a la sociedad, por indiferente que sea, no puede ser establecido simplemente por ley.

b)

Las cosas que, aunque sean indiferentes por su naturaleza, se trasladan a la esfera de la Iglesia y del culto divino se ponen fuera de la jurisdicción del magistrado, porque, cuando así se utilizan, no tienen ninguna relación con las cosas civiles. Cuando se trata sólo de la salvación de las almas, que se practique este o aquel rito no interesa ni a los vecinos ni a la sociedad. La realización o la omisión de alguna ceremonia en las asambleas religiosas no perjudica ni puede perjudicar la vida, la libertad, las riquezas de los demás. Por ejemplo, supongamos que lavar a un niño con agua nada más al nacer, es en sí mismo una cosa indiferente; supongamos también que le esté permitido al magistrado prescribir ese acto con una ley, porque entiende que ese lavado es útil para curar o prevenir alguna enfermedad a la que los niños recién nacidos están expuestos, o que estime el asunto suficientemente importante para que se trate por medio de una ley: ¿habría alguien dispuesto a sostener que, por el mismo derecho, el magistrado podría también ordenar con una ley que todos los niños recién nacidos sean lavados por un sacerdote en la fuente sagrada para la purificación de sus almas? ¿Quién no se da cuenta, a primera vista, que estas dos cosas son completamente distintas? Basta que se trate del hijo de un judío para que la cosa resulte evidente. Porque, ¿qué impide que un magistrado cristiano tenga súbditos judíos? Ahora bien, ¿por qué reconocemos que no se puede hacer a un judío una ofensa, obligándole a practicar en el culto religioso una cosa indiferente, pero que él entiende que no debe hacer, y sostenemos, por el contrario, que esa ofensa debe hacérsela a un cristiano?

c)

Las cosas que por su naturaleza son indiferentes no pueden formar parte del culto divino por autoridad y voluntad humana por el simple hecho de que son indiferentes. Puesto que las cosas indiferentes por su propia virtud no son naturalmente adecuadas a propiciar la divinidad, ningún poder o ninguna autoridad humana puede conferirles la dignidad y el valor de ganar el favor divino. En los asuntos comunes de la vida el uso de las cosas por naturaleza indiferentes, que Dios no ha prohibido, es libre y está permitido y, por lo tanto, en esas cosas la voluntad o la autoridad humana tienen sitio. No hay la misma libertad en la religión y en las cosas sagradas. En el culto divino las cosas indiferentes son lícitas simplemente porque han sido instituidas por Dios; a ellas Dios, con un mandato que no ofrece dudas, ha atribuido un valor total, que forman parte del culto, y la majestad del Dios supremo se dignará reconocerlo y de aceptarlo incluso si se lo ofrecen pobres y pecadores. Y, si Dios, airado, preguntase: - ¿Quién ha pedido estas cosas? -, no bastará con responder que el magistrado las ordenó. Si la jurisdicción civil se extiende tan lejos, ¿qué no estará permitido introducir en la religión? ¿Qué mezcla de ritos, qué supersticiosas invenciones, edificadas sobre la autOridad del magistrado, incluso en contra de la conciencia, no podrían ser impuestas a aquéllos que adoran a Dios? Pues la mayor parte de estas imposiciones consiste en el uso religioso de cosas que son por su propia naturaleza indiferentes, y no son pecados porque no tienen a Dios como autOr. La aspersión del agua, el uso del pan y del vino son cosas completamente indiferentes por su naturaleza y en la vida ordinaria; ¿pueden convertirse estas cosas en usos sagrados y entrar a formar parte del culto divino sin una orden divina expresa? Si bastara un simple poder humano o civil, ¿quizá no podría este poder prescribir como parte del culto divino también comer pescado y beber cerveza en la Sagrada Cena, asperjear el templo con sangre de bestias degolladas, hacer las purificaciones con agua y con fuego y otras muchas cosas de este tipo? Estas cosas, aunque fuera de la religión sean indiferentes, cuando se introducen en los ritos sagrados sin la conformidad de la autoridad divina, son tan abominables para Dios como el sacrificio de un perro. ¿Y por qué es un perro tan abominable? Por otra parte, ¿qué diferencia hay entre un perro y un cabrito respecto a la naturaleza divina, igual e infinitamente distante de la naturaleza material de uno y del otro, si no es que Dios quiere un género de animales y no otro en la celebración de los ritos y en el culto? Vemos, por lo tanto, que las cosas que están a nuestra disposición, aunque estén sometidas al poder civil, sin embargo no pueden, con ese pretexto, ser introducidas en los ritos sagrados e impuestas en las asambleas religiosas, porque, en el culto sagrado, cesan inmediatamente de ser indiferentes. El que rinde culto a Dios lo hace con el propósito de agradarle y procurar su favor; algo que no puede hacer quien, por orden de otro, le ofrece a Dios lo que él cree que será desagradable a la divinidad, por no haber sido mandado por la misma divinidad. Esto no es aplacar a Dios, sino provocarlo voluntariamente y a sabiendas con una evidente ofensa, que no es compatible con la razón de ser del culto.

Pero se nos preguntará: si nada en el culto divino se deja a la voluntad humana, ¿cómo se puede atribuir a las mismas Iglesias el poder de ordenar algo sobre el tiempo, sobre el lugar y sobre otros aspectos del culto? Respondo a esta objeción que una cosa es una parte, y otra es una circunstancia del culto religioso. Es una parte del culto lo que se cree que Dios ha dispuesto y que le es agradable y, por lo tanto, es necesario. Las circunstancias son aquellas cosas que, aunque en general no pueden faltar en el culto, sin embargo no están específicamente definidas, y, por ello, son indiferentes: a esta categoría pertenecen el lugar y el tiempo, el hábito de quien participa en el culto, la postura de su cuerpo, ya que sobre estas cosas la voluntad divina no ha establecido nada. Por ejemplo, entre los judíos el tiempo, el lugar y los hábitos de los que oficiaban no eran meras circunstancias, sino formaban parte del culto. Si en ellas había un defecto o alguna variación, no se podía esperar que sus celebraciones fuesen del agrado y de la aceptación de Dios. Pero, para los cristianos, que gozan de la libertad evangélica, estas cosas son meras circunstancias del culto, que la sagacidad de cada Iglesia puede usar en la forma que juzgue más conveniente para los fines del orden, la decencia y el buen ejemplo. Pero, para aquéllos que, aceptando el Evangelio, creen que el día del Señor ha sido reservado por Dios para su culto, esta determinación temporal no es una circunstancia, sino una parte del culto divino, que no puede ser cambiada ni descuidada.

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