Índice del libro Carta sobre la tolerancia de John LockeTercer apartadoQuinto apartadoBiblioteca Virtual Antorcha

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Ninguna Iglesia está obligada, en virtud de la tolerancia, a mantener en su seno a una persona que, después de haber sido amonestada, continúa obstinadamente transgrediendo las leyes establecidas en aquella sociedad. Efectivamente, si se permitiese quebrantar impunemente esas leyes, la sociedad se disolvería, dado que ésas son las condiciones de subsistencia y el único vínculo de la sociedad. Pero, sin embargo, hay que procurar que al decreto de excomunión no se añada insulto verbal o violencia de hecho, que pueda suponer un daño para el cuerpo o para los bienes de la persona expulsada. Porque toda fuerza -como se ha dicho con frecuencia- corresponde al magistrado y ninguna persona privada debe, en ningún momento, hacer uso de la misma, a menos que sea en defensa propia. La excomunión no priva ni puede privar nunca al excomulgado de ninguno de los bienes civiles o de los bienes que él posea privadamente: éstos son todos inherentes a su condición civil y están sometidos a la tutela del magistrado. Toda la fuerza de la excomunión consiste sólo en esto: que, una vez declarada la decisión de la sociedad, se corta la únión entre el cuerpo y su miembro; y, al cortarse esta relación, se corta también la comunión de algunas cosas que la sociedad atribuye a sus miembros, cosas sobre las que nadie tiene un derecho civil. Porque no causa daño civil a la persona excomulgada que el ministro de la Iglesia, en la celebración de la Cena del Señor, no le dé el pan y el vino, adquiridos no con su dinero, sino con el de los demás.

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Ninguna persona privada debe, en ningún caso, perjudicar o disminuir los bienes civiles de otro, porque éste se declare extraño a su religión y a sus ritos. Éste debe conservar inviolablemente todos los derechos que le corresponden como hombre y como ciudadano; estas cosas no pertenecen a la religión. Tanto al cristiano como al pagano se le debe ahorrar cualquier tipo de violencia y de injuria. Más aún, a la medida de justicia se le deben añadir los deberes impuestos por la bondad y por la caridad. Así lo ordena el Evangelio, así lo dicta la razón y la sociedad que la naturaleza ha hecho posible entre los hombres. Si un hombre abandona el recto camino, es un desgraciado que se perjudica a sí mismo, pero para ti es inocuo; no debes, por lo tanto, castigarlo duramente, privándolo de los bienes de esta vida, porque supongas que será condenado en la vida futura.

Lo que he dicho de la tolerancia recíproca entre personas privadas, que tienen creencias religiosas distintas, pretendo que valga para las Iglesias particulares, que en sus relaciones mutuas son, de alguna manera, de las personas privadas, y una no tiene una potestad sobre la otra, ni siquiera en caso de que el magistrado civil (como a veces ocurre) pertenezca a una de ellas, ya que el Estado no puede atribuir ningún nuevo derecho a la Iglesia, como tampoco la Iglesia al Estado. La Iglesia, tanto si entra en ella un magistrado como si se sale, permanece siempre como era, una sociedad libre y voluntaria: ni adquiere el poder de la espada, porque en ella entre el magistrado, ni pierde, si el magistrado se sale, la capacidad, que ya tenía, de enseñar y de excomulgar. Una sociedad espontánea conserva siempre el inmutable derecho de expulsar de su seno a aquéllos que ella estime que deben ser expulsados, pero jamás podrá extender su jurisdicción a los extraños, porque haya entrado a formar parte de ella un nuevo miembro. Por lo tanto, las distintas Iglesias siempre tienen que cultivar la paz, la equidad y la amistad, como entre las personas privadas, en espíritu de igualdad, sin ninguna pretensión de tener derechos sobre los demás.

A fin de aclarar la cuestión con un ejemplo, vamos a suponer que en Constantinopla hay dos Iglesias, una de protestantes, la otra de anti-protestantes (1). ¿Puede decir alguien que una de estas Iglesias tiene el derecho de privar a los miembros de la otra de sus bienes (como vemos hacerlo en otros lugares), o de castigarlos con el exilio o con la pena capital porque tienen creencias y ritos distintos? ¿Y todo esto mientras los turcos callan y se ríen, al ver que unos cristianos luchan contra otros cristianos con crueldad sanguinaria? Pero, si una de estas Iglesias tiene el poder de perseguir a la otra, yo pregunto cuál de las dos tiene ese poder y basándose en qué derecho. Me responderán, indudablemente, que es la Iglesia ortodoxa la que tiene el derecho de autoridad sobre los equivocados o herejes. Esto es usar grandes y ampulosas palabras para no decir nada. Cada Iglesia es ortodoxa para sí misma, y, para las demás, equivocada o hereje; cada Iglesia considera verdadero todo lo que ella cree y denuncia como error lo contrario a sus creencias. Así que la controversia entre estas dos Iglesias sobre la verdad de las creencias y la corrección de su culto es irresoluble, y no puede resolverse por la sentencia de un juez ni en Constantinopla ni en ninguna parte de la tierra. La solución de la controversia corresponde solamente al juez supremo de todos los hombres, al cual también corresponde exclusivamente el castigo de los que están en el error. Mientras tanto pensemos en la gravedad del pecado de aquéllos que, si no al error, ciertamente a su orgullo, añaden la injusticia, maltratando ciega y salvajemente a los servidores de otro dueño, que no están obligados en modo alguno a rendirles cuentas.

Pero aún más: aunque pudiera ponerse de manifiesto cuál de los disidentes tiene la posición justa respecto a la religión, no por eso la Iglesia ortodoxa tendría un poder mayor para destruir a la otra, ya que las Iglesias no tienen jurisdicción en las cosas terrenales, ni el fuego ni la espada son instrumentos adecuados para convencer de su error o para enseñar o convertir a los espíritus humanos. Supongamas, sin embargo, que el magistrado civil favorece a una Iglesia y quiere ofrecerle la espada, para consentirle castigar, como quiera, a los heterodoxos. ¿Quién puede decir que una Iglesia cristiana puede adquirir del emperador turco derecho sobre sus hermanos? Un infiel, que por su autoridad no puede castigar a los cristianos por los artículos de su fe, no puede dar tal poder a ninguna sociedad de cristianos, ni conferirle un derecho que él mismo no posee. Tal sería el caso en Constantinopla; las mismas razones sirven en cualquier reino cristiano. El poder civil es igual en todos los sitios, y, si está en manos de un príncipe cristiano, no puede atribuir a la Iglesia mayor autoridad que si estuviese en manos de un príncipe pagano, o sea, no puede conferirle ninguna autoridad.

Sin embargo, vale la pena observar también lo siguiente: que los más violentos defensores de la verdad, los enemigos de los errores, los que no están dispuestos a tolerar los cismas casi nunca desencadenan su celo por Dios, del cual dicen sentirse tan ardientemente inflamados, si no allí donde un magistrado civil les apoya. Cuando, por el apoyo de un magistrado, tienen una fuerza superior, entonces la paz y la caridad cristianas deben ser violadas; en caso contrario, hay que cultivar la tolerancia mutua. Cuando tienen menos fuerza civil que sus adversarios, pueden soportar pacientemente y sin la menor conmoción el contagio de la idolatría, de la superstición y de la herejía a su alrededor, del cual, en otras ocasiones, tanto temen para ellos y para la religión. No atacan abiertamente los errores que están de moda en la corte o gustan al magistrado. Mientras denunciar los errores es el único método para difundir la verdad, cuando al peso de las razones y de los argumentos se une la cortesía y las buenas maneras.

Nadie, ni las personas individuales, ni las Iglesias, ni siquiera los Estados tienen derecho alguno a perjudicar unos los bienes civiles de los otros y de privarse mutuamente de las cosas de este mundo con el pretexto de la religión. Aquéllos que opinan de otra manera harían bien en considerar la infinidad de razones de guerra y de enfrentamientos, las provocaciones para la violencia, para las matanzas, para los odios eternos que suministran así a la humanidad. Ni la paz, ni la seguridad, ni siquiera la amistad común pueden establecerse o preservarse entre los hombres mientras prevalezca la opinión de que el dominio se funda en la gracia y que la religión ha de ser propagada por la fuerza y con las armas.

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Veamos lo que el deber de la tolerancia exige de aquéllos que se distinguen del resto de la humanidad, de los seglares (como solemos llamarlos) por algún carácter o dignidad eclesiásticos, ya se trate de obispos, sacerdotes, presbíteros, ministros o con cualquier otro nombre con que ellos se presenten (2). No es el lugar adecuado para hablar sobre el origen del poder o de la dignidad eclesiástica. Sin embargo, digo lo siguiente: a pesar de su origen, puesto que se trata de una autoridad eclesiástica, ésta tiene que circunscribirse a los límites de la Iglesia y no puede de manera alguna extenderse a las cosas civiles, ya que la Iglesia es distinta y está separada del Estado y de los asuntos civiles. Las fronteras en ambos casos son fijas e inamovibles. Quien pretende confundir las dos sociedades, completamente distintas por su origen, por el fin que se proponen, por sus contenidos, mezcla dos cosas tan separadas como el cielo y la tierra. Ningún hombre, por tanto, cualquiera que sea el cargo eclesiástico que ostente, puede castigar a nadie, afectándolo en la vida, en la libertad o en una parte de sus bienes terrenales, porque pertenece a una Iglesia o profesa una fe distinta de la suya. En efecto, lo que no está permitido a una Iglesia en su totalidad no se puede convertir en permitido, por algún derecho eclesiástico, a alguno de sus miembros.

Pero no es suficiente que los eclesiásticos se abstengan de la violencia sobre los hombres y sobre las cosas y de cualquier tipo de persecución. Quien se profesa sucesor de los apóstOles y toma sobre sus espaldas el compromiso de enseñar está también obligado a recordar a sus seguidores los deberes de la paz y de la bondad hacia todos los hombres, tanto hacia aquéllos que yerran como hacia los ortodoxos, tanto hacia los que nutre con sus convicciones como hacia los que están lejos de su fe y no practican sus ritos, sean personas privadas o que tengan cargos políticos (los hay en la Iglesia), a la caridad, a la humildad, a la tolerancia, a amortiguar y a sofocar la animadversión y la inflamación del ánimo contra los heterodoxos, sentimiento encendido o por el fanatismo petulante por su religión y por su secta o por la maquinación de alguien. No voy a entrar en la cantidad y calidad de los resultados positivos tanto para la Iglesia como para el Estado, si los púlpitos se hicieran eco de la doctrina de la paz y de la tolerancia, pues no quiero dar la impresión de acusar gravemente a aquéllos cuya dignidad no quisiera que disminuyera nadie, ni siquiera ellos mismos. Simplemente digo que así debería ser; y si alguien, que profesa ser un ministro del verbo divino y de predicar la paz del Evangelio, enseña otras cosas, distintas de éstas, pues bien, éste o ignora la obligación que tiene o la descuida; pero de todo esto un día tendrá que rendir cuentas al príncipe de la paz. Si hay que exhortar a los cristianos de que se abstengan de la venganza, incluso cuando han sido provocados con injusticias hasta setenta veces siete, mucho más se tienen que abstener de todo tipo de ira y de todo tipo de violencia dictada por la enemistad aquéllos que non han sufrido nada por culpa de los demás, y tener gran escrúpulo en no perjudicar a aquéllos que nunca les han perjudicado en nada. Sobre todo tienen que tener mucho cuidado de no perturbar a aquéllos que sólo se ocupan de sus asuntos, que simplemente se preocupan de adorar a Dios de la forma que, prescindiendo de la opinión de los hombres, consideran que debería ser la más aceptable posible para Dios y abrazan la religión que les da la mayor esperanza de salvación eterna. Cuando se trata de asuntos y bienes familiares o de la salud, cada persona tiene pleno derecho a decidir por sí mismo qué le conviene hacer, y le está permitido seguir lo que a su juicio es lo mejor. Nadie se queja de la mala administración de la familia del vecino, nadie se enfada con el que se equivoca cuando siembra sus campos y al entregar como esposa a su hija, nadie corrige a quien se come el dinero en la taberna. Destruya, construya, gaste según su criterio: nadie protesta, todo está permitido. Pero, si no frecuenta el templo público, si allí no se inclina de la forma adecuada, si no obliga a sus hijos a que se inicien en los misterios de esta o de aquella Iglesia, entonces hay murmullo, clamor, acusación: cada uno ya está preparado para vengar este gran delito, y con algunas dificultades los fanáticos se frenan para no pegarle o despojarle de todo a la espera de que se le conduzca ante los jueces, para que le condenen a la cárcel y a muerte o a la confiscación de los bienes para venderlos en almoneda. Los predicadores eclesiásticos de cualquier secta se enfrentan y combaten los errores de los otros con toda la fuerza de los argumentos de que son capaces, pero respetan a las personas. Pero, si sus argumentos no tienen fuerza, no empuñen instrumentos que no les pertenecen, que son de otra jurisdicción y que no tienen que ser manejados por eclesiásticos; no invoquen, en ayuda de su elocuencia y de su doctrina, las insignias y la fuerza del magistrado; podría suceder que, mientras ellos enarbolan la bandera de su amor por la verdad, su celo demasiado entusiasta de la espada y del fuego, desvelen su ambición de poder. Porque será muy dificil persuadir a los hombres razonables de que se desea con todas las fuerzas y con total sinceridad salvar a su hermano en la vida futura y ponerle al reparo del fuego eterno, cuando, sin una lágrima y con total adhesión, lo entrega vivo al verdugo para que lo queme.

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Por último, veamos ahora cuáles son los deberes del magistrado en materia de tolerancia. Se trata ciertamente de deberes muy importantes.

Ya hemos probado que el cuidado de las almas no corresponde al magistrado, quiero decir, el cuidado de las almas que se explicite mediante el ejercicio de la autoridad (si así se puede llamar), o sea, que se ejerza con órdenes dadas mediante leyes y con obligaciones que se defienden con castigos, porque el cuidado de las almas que se explicite con la caridad, o sea, enseñando, exhortando, persuadiendo, no se puede negar a nadie. El cuidado, por tanto, del alma de cada hombre le corresponde a él mismo y se le debe dejar solo. Se puede uno preguntar: ¿Y si es negligente? Yo respondo: ¿Qué pasa si no se preocupa de su salud o de la administración de su patrimonio? Todas cosas cercanas a la jurisdicción del magistrado. ¿Quizá el magistrado con una ley expresa impedirá que se convierta en pobre o que enferme? Las leyes, en la medida de lo posible, intentan proteger los bienes y la salud de los súbditos de la fuerza o del engaño ajenos, no de la negligencia o de la mala administración del propietario. A ningún hombre se le puede obligar a ser rico o a estar sano contra su voluntad. Ni el mismo Dios salvará a los hombres que no quieren ser salvados. Supongamos, sin embargo, que un príncipe deseara obligar a sus súbditos a acumular riquezas o a preservar su salud: ¿se establecerá entonces por ley que sólo se consulten a médicos romanos y cada uno está obligado a vivir según sus prescripciones? ¿No se podrá tomar ninguna medicina o ninguna comida que no esté preparada en el Vaticano o que no haya salido de una tienda de Ginebra? (3) 0, para que puedan vivir en la riqueza y en la abundancia, ¿todos los súbditos estarán obligados por ley a hacerse comerciantes o músicos? ¿O todos deberían convertirse en posaderos o herreros, porque con estos trabajos algunos mantienen con bastante facilidad a su familia y se hacen ricos? Se me dirá: hay mil caminos que conducen a la riqueza, pero sólo uno que lleva a la salvación. Eso está bien dicho, sobre todo por parte de aquéllos que abogan por que se obligue a los hombres a tomar uno u otro camino: efectivamente, si hubiera más de uno, no habría ningún pretexto para ejercer la coacción. Pero, ahora bien, si yo me dirijo resueltamente por el camino que, de acuerdo con la geografía sagrada, conduce directamente a Jerusalén, ¿por qué he de ser yo golpeado, si, por ejemplo, no llevo borceguíes o si no me he cortado el pelo correctamente o no he realizado las abluciones de una forma determinada, o porque como carne en el camino o algún otro alimento que le va bien a mi estómago y a mi salud, o porque evito ciertos desvíos que me parecen conducir a precipicios o brezales, o porque entre los muchos senderos del mismo camino y que llevan al mismo lugar prefiero caminar por el que a mí me parece más recto y limpio, o porque evito la compañía de algunos viajeros que son menos modestos, o de otros que son más perezosos, o, en fin, porque sigo a un guía que va o no va vestido de blanco o está coronado con una mitra? Si lo valoramos correctamente, advertiremos que estas cosas son, en su mayoría, cosas de poco peso y que los hermanos cristianos se enfrentan por ellas, pero que están perfectamente de acuerdo en las creencias religiosas importantes. Por otra parte, son cosas que se pueden observar o se pueden omitir sin perjuicio para la religión o la salvación de las almas, siempre y cuando en la práctica se hallen ausentes la superstición y la hipocresía.

Pero concedamos a los fanáticos y a aquéllos que condenan todo lo que no reconocen como propio que, de estas circunstancias, nacen siempre caminos distintos y divergentes. ¿Qué sacan de esto? Uno solo entre éstos es el verdadero camino de la salvación. Pero entre los miles que los hombres inician, ¿cuál es el justo? Ahora bien, ni el cuidado del Estado, ni el derecho de hacer leyes muestra con mayor certeza al magistrado el camino que conduce al cielo de lo que no haya mostrado a un ciudadado privado su propia búsqueda. Si yo tengo un cuerpo débil, si me encuentro cansado porque sufro una grave enfermedad, y, suponiendo que exista una sola medicina y es desconocida, ¿quizá corresponde prescribir el remedio, porque hay solamente uno y éste es desconocido? Porque solamente hay un camino para que yo escape de la muerte, ¿será seguro lo que el magistrado me mande? No hay que atribuir, como propiedad exclusiva, a hombres que se encuentran en una condición social única las cosas que los individuos tienen que encontrar con su búsqueda, con su sagacidad, con su juicio, con la meditación y con mente sincera. Los príncipes nacen superiores a los demás hombres por poder, pero, por naturaleza, son iguales, ni el derecho de gobernar o la pericia en el arte de gobierno lleva consigo un conocimiento cierto de otras cosas y, mucho menos, de la verdadera religión; pues, en efecto, si no fuera así, ¿cómo podría ocurrir que en las cuestiones religiosas los poderosos de la tierra tengan posiciones tan alejadas? Pero incluso admitamos que es probable que el camino hacia la vida eterna pueda ser conocido mejor por un príncipe que por sus súbditos, o por lo menos que sea más seguro y más cómodo obedecer a sus órdenes en esta incerteza. Entonces se preguntará: si el pñncipe te ordenase que te ganases la vida con el comercio, ¿lo rechazarías, temiendo que no fuese un trabajo bastante rentable? Creo que me haría comerciante cuando el príncipe me lo ordenara, porque, en caso de que yo fracasara en el comercio, él se encontraña en disposición de resarcirme bien de alguna forma por el tiempo y esfuerzos perdidos en el comercio. Si de verdad, como pretende, quiere alejar de mí el hambre y la pobreza, puede hacerla con facilidad, incluso cuando una racha desgraciada ha destruido todos mis bienes. Pero esto no sucede en las cosas que conciernen a la vida futura. Si realizo mal mis inversiones, si me encuentro desesperado, el magistrado no podrá reparar mis pérdidas, aliviar mi sufrimiento, ni devolverme siquiera una parte, ni mucho menos reintegrarme lo que he perdido. ¿Qué garantía puede darme por el reino de los cielos?

Quizá usted diga que no al magistrado civil, pero a la Iglesia le atribuimos un juicio verdadero sobre las cosas sagradas, un juicio que todos tienen que seguir. El magistrado civil ordena que todos observen lo que la Iglesia ha determinado y, con su autoridad, pretende que nadie actúe o crea, en las cosas sagradas, algo distinto de lo que la Iglesia enseña. Así que el juicio de esas cosas corresponde a la Iglesia, a la que el mismo magistrado le debe obediencia y requiere igual obediencia que a los otros. ¿Quién no ve cuán frecuentemente el nombre de la Iglesia, venerable en tiempo de los apóstoles, ha sido usado para engañar a la gente en los siglos sucesivos? En este asunto, por lo menos, recurrir a la Iglesia no nos ayuda nada. Yo sostengo que el único y estrecho camino que conduce hacia el cielo no es mejor conocido por el magistrado que por las personas particulares, y, por lo tanto, yo no puedo seguir sin peligros a un guía que, dado que puede desconocer el camino, como lo desconozco yo, está ciertamente menos interesado en mi salvación que yo mismo. Entre los muchos reyes de los judíos, ¿a cuántos de ellos un verdadero israelita habría podido seguir sin que le condujeran a la idolatría, lejos del verdadero culto de Dios, destinado a caer en la ruina por la obediencia ciega a su rey? Se me pide que esté tranquilo, que todo está seguro y a salvo, porque el magistrado hace observar a su pueblo no los decretos religiosos suyos, sino los de la Iglesia y se limita a reforzarlos con un castigo civil; pero yo me pregunto, ¿de qué Iglesia? Sin duda de la que le gusta al príncipe. Como si el que me obliga a entrar en esta o en aquella Iglesia con los castigos, con la fuerza, no interpusiera su propio juicio en tema de religión. ¿Qué diferencia hay entre que él me guíe o me entregue a otros para que me guíen? De ambas maneras dependo de su voluntad y es él quien determina, en ambos casos, mi salvación. ¿Habria sido más tranquilizador para un israelita, obligado por la ley del rey a adorar a Baal (4), porque alguien le hubiera dicho que el rey no ordenaba nada en religión por su propia autoridad ni mandaba a sus súbditos en materia de culto divino hacer nada más que lo que había aprobado el consejo de sacerdotes y los santos de su religión habían declarado ser derecho divino? Si la religión de cualquier Iglesia es verdadera y salvadora porque los jefes, los sacerdotes, los seguidores de esa secta la alaban, la predican y la recomiendan con todos los apoyos que tienen a su disposición, ¿qué religión podrá ser considerada errónea, falsa o peligrosa? Si yo tengo dudas sobre las creencias de los socinianos (5), si sospecho del culto de los papistas o de los los luteranos, ¿el ingreso en la Iglesia sociniana o pontificia o luterana por orden del magistrado quizá puede resultar más seguro porque el magistrado en materia de religión no ordena nada, no impone nada, si no por la autoridad y el consejo de los doctores de aquella Iglesia en la que me ordena que ingrese? Pero, a decir verdad, la Iglesia (si tenemos que dar este nombre a un conjunto de eclesiásticos que hacen decretos) se adapta más a menudo y más facilmente a la corte, que la corte a la Iglesia. Es muy conocido cómo fue la Iglesia bajo los emperadores ortodoxos o arrianos (6). Pero, si tales sucesos son demasiado remotos, la historia inglesa nos suministra ejemplos más recientes, que demuestran con qué desenvoltura, con qué rapidez los eclesiásticos adaptaban los decretos, los artículos de fe, el culto y todas las cosas a la voluntad del príncipe, durante los reinados de Enrique VIII, Eduardo VI, María I e Isabel I (7). Y, sin embargo, se trataba de soberanos que tenían ideas tan distintas y ordenaban las cosas más opuestas en materia de religión, que nadie que estuviese en sus cabales (hasta diría, nadie que no fuese ateo) pretendería que un hombre de bien, y que quiera dar a Dios el veradero culto, podría, sin violar su conciencia y la veneración a Dios, obedecer todos aquellos decretos concernientes a la religión. Pero, ¿por qué continuar insistiendo sobre este punto? Si un rey quiere imponer leyes a la religión de los otros, da exactamente igual que las imponga por propia deliberación o basándose en la autoridad eclesiástica Y en la opinión de otros. El juicio de los eclesiásticos, cuyas diferencias y disputas son suficientemente conocidas, no es ni más recto ni más seguro, ni su consentimiento, sean los que sean los eclesiásticos que lo hayan emitido, puede añadir nueva fuerza al poder civil. Aunque también debe tenerse en cuenta que los príncipes suelen hacer caso omiso de los pareceres y sufragios de los eclesiásticos que no apoyan la fe que ellos aceptan y el culto que ellos practican.

Pero lo más importante, y que zanja esta discusión, es lo siguiente. Aunque la opinión del magistrado en materia de religión cuente más y aunque el camino que él indica sea verdaderamente el camino del Evangelio, si yo no estoy totalmente persuadido de ello en lo más profundo de mi alma, esto no me servirá para mi salvación. Ningún camino por el que yo avance en contra de los dictados de mi conciencia me llevará nunca al paraíso. Yo puedo hacerme rico con un oficio que odio, puedo curarme con medicinas de las que dudo, pero no puedo salvarme con una religión en la que no tengo confianza ni con un culto que aborrezco. Un incrédulo adopta inútilmente apariencias exteriores, pero se necesita fe y sinceridad interior para ser grato a Dios. La medicina más milagrosa y más experimentada se suministra inútilmente, si el estómago la expulsa nada más ingerirla, y hacer tragar a un enfermo un remedio que lo toma de mala gana significa convertirlo, por la constitución particular del enfermo, en veneno. En materia de religión se puede dudar de todo, pero algo es verdad: ninguna religión que yo no estime verdadera puede ser verdadera o provechosa para mí. Por eso es inútil que el magistrado obligue a sus súbditos a aceptar su religión bajo el pretexto de salvar sus almas: si creen, vendrán por su propia voluntad; si no creen, aunque se les haya acogido, serán condenados. Por mucho que se presuma de la buena voluntad con los demás, por mucho que se trabaje en su salvación, al hombre no se le puede obligar a salvarse: hecho todo lo que se podía, hay que dejarle consigo y con su conciencia.

De esta forma tenemos finalmente hombres que, en materia de religión, son libres uno del dominio del otro. ¿Qué deben hacer? Todos los hombres saben y reconocen que Dios debe ser adorado públicamente; ¿por qué, si no, se reunirían públicamenmtge para este fin? Entre estos hombres libres hay que introducir una sociedad eclesiástica, para que puedan reunirse no solamente para la edificación mutua, sino para atestiguar públicamente que adoran a Dios y que ofrecen a la divinidad un culto del que no se avergüenzan y que no consideran que sea desagradable a Dios o indigno de Él, para atraer a otros al amor de la religión y de la verdad con la pureza de doctrina, con la santidad de vida, con la modestia y la decencia de los ritos y para realizar aquellas cosas que no podría lograr cada hombre privado por sí solo.

Llamamos Iglesias a estas sociedades religiosas. El magistrado las debe tolerar, porque el pueblo, reunido en asamblea, no hace otra cosa distinta de lo que se le permite hacer a los individuos por separado, o sea, se ocupa de la salvación de su alma. Y ni siquiera en este caso hay diferencia alguna entre la Iglesia regia y otras Iglesias distintas de ella.

Pero, como en cada Iglesia hay que tener en cuenta sobre todo dos cosas, o sea el culto externo, esto es, los ritos, y las creencias, conviene discutir por separado estas dos cosas, para aclarar mejor la cuestión de la tolerancia en general.




Notas

(1) A los dos grupos imaginarios, que coloca en Constantinopla, Locke da nombres tomados de la vida religiosa holandesa. Los protestantes eran reformadores holandeses que se relacionaban con las enseñanzas de Arminio, el cual, en polémica con Francisco Gomar, había rechazado algunas interpretaciones rígidamente calvinistas de la predestinación. Objeto de persecución por parte de la Iglesia holandesa, ampliamente gomarista, los seguidores de Arminio publicaron en 1610 una Protesta, para pedir a los gobernantes de las Provincias Unidas que pusieran fm a la persecución. Al documento de los arminianos, los gomarístas respondieron con una Anti-Propuesta.

(2) Nombres con los que se designan las dignidades eclesiásticas en las distintas Iglesias cristianas: los obispos en la Iglesia católica y en la Iglesia de Inglaterra, los sacerdotes en la Iglesia católica, los presbíteros en la Iglesia presbiteriana y los ministros en las Iglesias calvinistas.

3) Ginebra, la ciudad en que Calvino instauró el más riguroso régimen protestante, se contrapone al Vaticano, sede del Papa.

(4) Baal era divinidad masculina adorada entre los cananeos, cuyo culto idolátrico se difundió también entre los hebreos (Jueces, 23, 11-13).

(5) Fausto Sozzini (Socinus, 1539-1604) era un protestante de Siena, que desde Basilea, a donde se había desplazado, se trasladó a Polonia, en la que se proclamó la libertad de expresión por grupos extremistas protestantes. Los Socinianos compartieron con otras sectas protestantes el culto de la libertad religiosa y la desconfianza hacia toda intervención estatal en materia religiosa; rechazaron los dogmas, sobre todo el de la Trinidad.

(6) Los arrianos eran seguidores de Arrio, un sacerdote de Alejandría, que desde el 315-317 empezó a sostener una interpretación propia de la Trinidad: El Hijo está íntimamente subordinado al Padre, por el que fue creado antes que el mundo y que el tiempo. Por eso el Hijo no tiene la misma sustancia que el Padre y no es semejante a él. En el concilio de Nicea, en el 325, se declaró herética la doctrina arriana y se estableció la doctrina ortodoxa que consagraba la semejanza substancial entre el Padre y el Hijo.

(7) Los soberanos que más trabajaron en el ordenamiento religioso de la Inglaterra moderna. Enrique VIII promovió la separación de su país de la Iglesia de Roma. Eduardo VI, que le sucedió en 1547, puso en marcha la verdadera reforma religiosa, inspirándose en el calvinismo. Subida al trono en 1553, María I restauró el catolicismo. Y a su muerte, en 1558, Isabel I empezó a dar el ordenamiento definitivo a la Iglesia de Inglaterra.

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