Índice de El sentido de la vida de Alfred AdlerCapítulo IICapítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO III


LOS PROBLEMAS DE LA VIDA


Los tres problemas capitales de la vida humana. Errores de la madre. La terquedad infantil. Los rasgos de carácter como relaciones sociales. El complejo de Edipo, producto del carácter. La capacidad de contacto entre los hermanos. Influjo distinto de las enfermedades sobre la personalidad del niño. Problemas de adaptación escolar y consultorios de Psicología individual. Medidas de precaución en la educación sexual. El hombre ejemplar de la Psicología individual. Condiciones psicológicas para el matrimonio. Sobre la limitación de la prole. Otras pruebas a superar a lo largo de la vida.

Llegamos aquí al punto en que la Psicología individual roza los linderos de la Sociología. Es imposible formar un recto juicio sobre un individuo si se ignora la naturaleza de sus problemas vitales y la tarea que éstos le plantean. Sólo partiendo de la manera como el individuo se enfrente con ellos, de cómo se conduce mientras tanto, comprenderemos claramente su verdadero ser. A este respecto nos es preciso averiguar si colabora o si vacila, si se detiene, si intenta soslayar las dificultades, si busca o imagina pretextos, si resuelve los problemas sólo parcialmente, si los aplaza o si los abandona para alcanzar una apariencia de superioridad personal por sendas nocivas a la comunidad.

He sostenido desde siempre que todas las cuestiones de la vida quedan subordinadas a los tres grandes problemas siguientes: vida social, trabajo y amor. Como se echa fácilmente de ver, no se trata de problemas casuales, sino de problemas que, inexorablemente planteados, nos apremian y asedian sin permitir ningún soslayamiento. Nuestra conducta ante estos tres problemas es la respuesta que les damos según nuestro estilo de vida. Como quiera que los tres se hallan íntimamente entrelazados y que los tres exigen para su debida solución un pertinente grado de ese sentimiento de comunidad, es fácilmente concebible que el estilo de vida de cada persona se halle más o menos reflejado en la actitud que adopta frente a uno cualquiera de los tres grandes problemas mencionados: menos reflejado en el problema del que, en cualquier momento, se halla más alejado o cuya solución le es ofrecida por un mayor cúmulo de circunstancias favorables; más reflejado en el problema que pone más a prueba la condición peculiarísima del individuo. Cuestiones como el arte y la religión, cuya solución sobrepasa la medida corriente, entran dentro de los tres problemas. Éstos surgen de la indisoluble relación del hombre con la sociedad, de su preocupación por subsistir y por la descendencia. Son problemas de nuestra existencia terrenal los que ante nosotros se plantean. El hombre, en tanto que producto de nuestro planeta, desde el punto de vista de su relación cósmica, no ha podido desarrollarse y conservarse sino en contacto íntimo con la comunidad, gracias a la continua asistencia física y espiritual prestada por ésta; a su aplicación, a la división del trabajo y a la debida multiplicación. En el curso de su desarrollo, la tendencia a perfeccionar sus aptitudes corporales y psíquicas ha ido pertrechándole para el desempeño de su misión. Todas las experiencias, tradiciones, mandamientos y leyes representan acertados o erróneos, perennes o fugaces esfuerzos de la humanidad por superar las dificultades de la vida. Nuestra civilización actual revela el grado, por supuesto todavía insuficiente, alcanzado hasta ahora por la senda de esta aspiración. Pasar de una situación de menos a una situación de más caracteriza la conducta tanto del individuo como de la masa y nos autoriza para hablar, tanto en uno como en otro caso, de un incesante sentimiento de inferioridad. En la marcha de la evolución no cabe el descanso. El objetivo de la perfección nos atrae y eleva.

Ahora bien, si esos tres insoslayables problemas se caracterizan por basarse en el común interés social, es indudable que solamente pueden ser resueltos por aquellas personas en cierta medida poseedoras del sentimiento de comunidad. No es difícil afirmar que, hasta el momento actual, todo individuo está en disposición de poder adquirir en la medida necesaria dicho sentimiento. Pero la evolución de la humanidad aún no ha progresado lo bastante para que el sentimiento de comunidad sea consubstancial al hombre y funcione en él automáticamente, como la respiración o la marcha erecta. No cabe duda de que vendrá una época --tal vez muy lejana-- en que este grado llegue a ser alcanzado, a menos que la humanidad naufrague en el curso de esta evolución, eventualidad a favor de la que hoy existe una ligera presunción.

A la solución de estos tres problemas capitales tienden las demás cuestiones, que se trate de la amistad, del compañerismo, del interés por la ciudad, por el país, por la nación o por la humanidad; que se trate de la adquisición de buenos modales, de la aceptación de una función social de los órganos, de la preparación a la cooperación, en el juego, en la escuela y durante el aprendizaje, del respeto y de la consideración hacia el sexo opuesto, de la preparación física e intelectual necesaria para abordar todas estas cuestiones, así como de la elección de una pareja. Esta preparación se efectúa, en forma más o menos acertada o errónea, desde el primer día, desde que el niño nace, a través de la madre, que es la compañera más natural y más adecuada en las vivencias de sociabilidad del niño, vivencias que, en última instancia, derivan de la evolución del amor materno, ya que a partir de la madre (que en su calidad de primer semejante se halla en el umbral del desarrollo del sentimiento de comunidad) surgen los primeros impulsos del niño para buscar el contacto adecuado con el mundo circundante, para irse integrando como parte en la totalidad de la vida.

De dos lados distintos pueden surgir dificultades: por parte de la madre si es tosca, inhábil o sin experiencia, vuelve difícil el contacto del niño con los demás, o si, por despreocupada, toma su papel demasiado a la ligera. O, y éste es el caso más frecuente, surgen dificultades si la madre dispensa a su hijo de la obligación de reciprocidad y de colaboración, abrumándole con caricias y atenciones, actuando, pensando y hablando en su lugar continuamente, impidiendo en él toda posibilidad de desarrollo y acostumbrándole a un mundo imaginario que no es el nuestro y en el que el niño mimado encuentra todo hecho por los demás. Un período relativamente corto es ya suficiente para inducir al niño a considerarse como obligado foco de todos los acontecimientos y a considerar con hostilidad las restantes personas y situaciones. Pero no debemos menospreciar la multiplicidad de los resultados obtenidos cuando entran en juego las libres energías creadoras del niño. Éste asimila las influencias exteriores para utilizarlas conforme a su sentir. En caso de estar mimado por la madre, se negará a ampliar su sentimiento de comunidad respecto a otras personas y procurará substraerse al padre, a los hermanos y a cuantos no se le acerquen con igual ternura que la madre. Ejercitándose en este estilo de vida, en la opinión de que en ésta todo puede conseguirse de modo fácil e inmediato con la mera ayuda de los demás, el niño llegará a ser y a considerarse como más o menos incapaz para la solución de los problemas vitales. Carente del sentimiento de comunidad que dichos problemas requieren, experimentará ante ellos una reacción catastrófica que, en casos leves, dificultará pasajeramente su solución y, en casos graves, la impedirá de un modo permanente.

Un niño mimado no desaprovecha ni una sola ocasión de ocupar la atención de su madre, y este objetivo de supremacía lo alcanzará con la mayor facilidad si opone resistencia al natural cultivo de sus funciones, ya sea bajo la forma de terquedad --una tonalidad afectiva que, a pesar de nuestras aportaciones y aclaraciones, ha sido considerada recientemente, por Carlota Bühler, como una fase evolutiva natural--, ya sea en forma de falta de interés, que en todo caso se habrá de interpretar también como una falta de interés social. Todos los demás intentos artificiosos de explicar los vicios infantiles, verbigracia la retención de los excrementos o la enuresis nocturna, como manifestación de la libido sexual o de los impulsos de sadismo, creyendo seriamente que con ello se pueden descubrir capas más primitivas o más hondas de la vida anímica, convierten los efectos en causas e impiden la comprensión de la totalidad afectiva fundamental de tales niños: su extraordinaria sed de ternura. Estas interpretaciones son también erróneas en cuanto consideran que la función evolutiva de los órganos, ha de ser adquirida en cada caso aislado. El desarrollo de estas funciones es a un tiempo un imperativo y una adquisición de la naturaleza humana tan universales como la marcha erecta y el lenguaje. En el mundo imaginario de los niños mimados, dichas funciones, de la misma manera que la prohibición del incesto, pueden ser desde luego soslayadas como señales manifiestas de la voluntad de ser mimado, con el fin de explotar a otras personas, o con vistas a la venganza y a la acusación en el caso de que falte ese mimo.

Los niños mimados suelen, además, rehusar de mil maneras, todo lo que es susceptible de ocasionar un cambio a una situación que les satisface. Si a pesar de ello sobreviene, se pueden observar en el niño una reacción y una resistencia más o menos activa o pasiva. Progreso o retroceso, su realización depende en gran parte, de su grado de actividad, pero también del factor exógeno, de la situación externa que exige una solución. Un éxito en semejantes circunstancias servirá de pauta para el futuro, y esto es lo que, con evidente falta de visión, ciertos autores llaman regresión. Otros van aun más lejos en sus suposiciones al interpretar el complejo psíquico actual, que debemos considerar como una adquisición evolutiva fija y permanente, como reminiscencias de tiempos arcaicos, llegando, sobre esta vía, a imaginar fantásticas analogías. Generalmente, indúceles a error el hecho de que las formas de expresión de la humanidad --sobre todo si no se tiene en cuenta la gran pobreza del lenguaje-- acusan en todos los tiempos, notables semejanzas. El intento de relacionar todas las formas de movimiento humano con la sexualidad no representa más que una exageración de otra clase de semejanzas.

Ya hemos explicado por qué los niños mimados se sienten amenazados y como en territorio enemigo, cuando se encuentran fuera del círculo en donde se les mima. Los diferentes rasgos de su carácter, ante todo el amor propio, con frecuencia casi inconcebible, y la autocontemplación, deben estar en consonancia con la opinión que se han formado de la vida. De esto se infiere claramente que todos estos rasgos de carácter son productos artificiales, adquiridos y no innatos. No es difícil comprender que tales rasgos, contrariamente a la opinión de los caracterólogos, representan, en último análisis, relaciones sociales, y son producto del estilo de vida que el niño se ha elaborado. De esta manera se desvanece el viejo problema de si el hombre es bueno o malo por naturaleza. El incesante progreso del sentimiento social, en su crecimiento evolutivo, nos autoriza a suponer que la perdurabilidad del género humano está inseparablemente ligada a la noción de bondad. Las aparentes excepciones deben considerarse como desviaciones en el progreso evolutivo y pueden atribuirse a errores semejantes a los que, en el inmenso campo de experimentación de la Naturaleza, han engendrado los inservibles órganos de ciertas especies animales. La caracterología se verá muy pronto obligada a reconocer que caracteres tales como valiente, virtuoso, perezoso, misántropo, constante, etc., deben siempre ajustarse, bien o mal a nuestro mundo exterior, mundo en perpetuo cambio y que de ninguna manera pueden existir sin este mundo exterior.

Existen, además, en la infancia, como hemos demostrado anteriormente, otras desventajas que, al igual que el excesivo mimo, impiden el normal desarrollo del sentido de comunidad. En la consideración de estos impedimentos debemos una vez más rechazar cualquier principio fundamental, director o causal y en su manifestación vemos unicamente un elemento engañoso que puede ser expresado en los términos de una probabilidad estadística. Nunca deberemos pasar por alto la diversidad y la singularidad de cada manifestación individual. Dicha manifestación es la expresión de la fuerza creadora del niño, ejercida casi arbitrariamente en la estructuración de su propia ley dinámica. Entre estos últimos obstáculos figura la negligencia para con el niño y sus deficiencias orgánicas. Ambos factores, al igual que el mimo, hacen que la atención y el interés del niño se desvíen de la vida en común para sólo fijarse en evitar perjuicios personales, a fin de asegurar el propio bienestar. Más adelante demostraremos de manera palpable que este último no puede considerarse asegurado sin un ponderado sentimiento de comunidad. No obstante, es fácil comprender que la vida es adversa para aquellos que no están en contacto y en armonía con ella. Podemos afirmar que estas tres desventajas de la primera infancia, pueden, de mejor o peor manera, ser superadas por la fuerza creadora del niño. Todo éxito o fracaso depende del estilo de vida y de la opinión generalmente desconocida que nos formamos acerca de nuestra existencia. Del mismo modo que hablabamos de la probabilidad estadística que determinan las consecuencias de estas tres desventajas, hemos de admitir que también los problemas de la vida, sean grandes o pequeños, sólo presentan una, aunque importante, probabilidad estadística; es el choque, que ellas determinan, que pone a prueba la actitud que adopta el individuo ante ellas. Cierto es que las posibles consecuencias derivadas del contacto del individuo con los problemas de la vida pueden ser previstas con probabilidades de acierto. Pero admitiremos la exactitud de una suposición sólo cuando esté confirmada por los resultados.

Es ciertamente una señal a favor de su basamento científico el hecho de que la psicología individual, como ninguna otra escuela psicológica es capaz, pueda vislumbrar el pasado merced a su experiencia y a sus leyes de probabilidad.

Ahora bien, debemos también pasar revista a aquellos problemas de importancia aparentemente secundaria, a fin de establecer si, para su oportuna solución, es exigible o no a su vez un sentimiento de comunidad desarrollado. Aquí tropezamos, ante todo, con la posición del niño frente al padre. Lo normal sería que el interés se repartiese casi por igual entre ambos padres. Factores meramente externos, como son la personalidad del padre, un mimo excesivo por parte de la madre, las enfermedades y las deficiencias orgánicas que en el niño requieren mayores atenciones por parte de la madre, pueden producir entre el hijo y el padre un distanciamiento que limitará la extensión del sentimiento de comunidad. La severa intervención del padre para evitar las consecuencias del excesivo mimo de la madre, no hará sino aumentar aquel distanciamiento. Lo mismo podría decirse de la tendencia de la madre (tendencia que muchas veces ella misma ignora) por poner al niño de su parte. Si es el padre el que lo mima, entonces el niño tiende hacia él, volviendo la espalda a la madre. Esta situación siempre debe ser entendida como una segunda fase en la vida del niño y anuncia que éste ha experimentado ya alguna tragedia en su relación con la madre. Si como niño mimado que es sigue pegado a ésta, entonces se convertirá en una especie de parásito que espera de ella la satisfacción de todas sus necesidades, a veces incluso de las sexuales. Y esto tanto más cuanto que el despertar del instinto sexual encuentra al niño en un estado afectivo en que no es capaz de privarse de la satisfacción de ningún deseo porque la madre se ha encargado siempre de complacerle en todo. Lo que Freud ha llamado el complejo de Edipo, considerándolo como el fundamento natural de la evolución psíquica, no es más que una de las múltiples manifestaciones de la vida de un niño mimado, juguete indefenso de sus deseos exacerbados. A este respecto queremos hacer abstracción del hecho de que este mismo autor, con tenaz fanatismo, base todas las relaciones existentes entre un niño y su madre en un simbolismo, sin más fundamento que el famoso complejo de Edipo. Debemos rechazar de la misma manera la hipótesis, que a muchos autores se les antoja una realidad innegable, de que, por naturaleza, las niñas se acercan más al padre, y los niños, en cambio, a la madre. En los casos en que esto haya ocurrido sin previa intervención del mimo, estamos en presencia de una precoz comprensión del futuro papel sexual, es decir, de una fase que ha de sobrevenir mucho más tarde. El niño se prepara en forma lúdica para el futuro, casi siempre sin que intervenga en ello el instinto sexual, y tal como lo hace en tantos de los juegos que emprende. El impulso sexual precozmente avivado y casi irrefrenable revela sobre todo el egocentrismo del niño, casi siempre mimado, que no sabe renunciar ni al más leve deseo.

Considerada como un problema, la actitud del niño frente a los hermanos, puede asimismo reflejar el grado de su capacidad para entrar en contacto con los demás. Los tres grupos de niños anteriormente señalados verán en cualquiera de los hermanos, por lo general en el menor, una traba y una causa de la limitación de su esfera de influencia. Las consecuencias de esta contrariedad son muy variables, pero en el período plástico de la infancia dejan marcada una huella tan honda que, como un rasgo de carácter, podrá reconocerse a lo largo de toda la vida por la tendencia al desafío, por una insaciable ansia de dominio o, en casos más leves, por una constante propensión a tratar a los demás como niños. Gran parte de la formación del niño depende del éxito o del fracaso de esta competencia. Pero la impresión de haber sido desplazado por un hermano más joven, con su cohorte de consecuencias, no le abandonará jamás, sobre todo tratándose de un niño mimado.

Otro de estos problemas es el representado por la conducta del niño frente a la enfermedad y la actitud que ante ella adopta. El comportamiento de los padres, especialmente en el caso de una enfermedad grave, no pasará inadvertido por el niño. Si en las enfermedades de la primera infancia como el raquitismo, la pulmonía, la tos ferina, el baile de San Vito, la escarlatina, la gripe, etc., el niño experimenta los efectos de la imprudente ansiedad de los padres, no sólo la dolencia puede parecer más grave de lo que es en realidad, sino también originar en aquél una extraordinaria habituación al mimo y un exagerado sentimiento no cooperante del propio valer, junto con una inclinación a sentirse enfermo y a quejarse. Si una vez recobrada la salud cesa el mimo de golpe, entonces el niño puede ser presa de una constante sensación de estar enfermo, quejándose de cansancio, de falta de apetito o de una tos persistente e inmotivada, fenómenos que a menudo son considerados, erróneamente, como consecuencias de la enfermedad. Tales niños poseen una inclinación a cultivar durante toda su vida los recuerdos de sus enfermedades lo cual no es sino una manera de exteriorizar su opinión de que debe tratárseles consideradamente o de que pueden apelar a circunstancias atenuantes. No debe pasarse por alto que, en tales casos, el contacto insuficiente con las circunstancias externas, es un motivo permanente de tensión en la esfera afectiva, de un aumento de las emociones y de los estados afectivos.

Otra buena prueba de la capacidad de cooperación del niño --prescindiendo de si sabe volverse útil en casa, de si se porta bien en el juego y de si acusa rasgos de compañerismo-- es verificada cuando ingresa al parvulario o a la escuela. Allí puede ser claramente observada su aptitud para trabajar con los demás. Su grado de excitabilidad, la forma de cómo se presenta su falta de inclinación hacia la escuela, sus maneras de resistirse y retraerse, su falta de interés y de concentración y otra larga serie de actitudes de hostilidad hacia la escuela, como son las faltas de puntualidad y de asistencia, la tendencia a perturbar el orden de la clase, a perder continuamente el material de enseñanza y a distraerse en casa en lugar de hacer los deberes para el día siguiente, todos estos fenómenos ponen de relieve una preparación insuficiente para la cooperación. No acabaríamos de comprender el proceso psíquico que tiene lugar en dichos casos si no tuviéramos en cuenta que esos niños están abrumados --sépanlo o no-- por un grave sentimiento de inferioridad que, en concordancia con nuestra descripción precedente, se manifiesta como complejo de inferioridad, en forma de timidez o de estados de excitación acompañados de toda clase de síntomas psíquicos y físicos o como un complejo de superioridad basado en la vanidad: espíritu peleonero, mal perdedor en los juegos, falta de compañerismo, etc. La ausencia de valor se observa siempre en todos los casos. Incluso los niños arrogantes se acobardan cuando se trata de efectuar trabajos útiles. Su propensión a la mentira les induce al engaño; y su inclinación a apoderarse de lo ajeno no es más que una morbosa manera de compensar su sentimiento de frustración. La comparación, que nunca falta, con niños más aptos, no puede conducirles a mejorar, sino a una paulatina indiferencia y, a veces, al aborrecimiento de las tareas escolares. Precisamente la escuela actúa sobre el niño como un experimento y desde el primer día pone de relieve el grado de su capacidad de cooperación. Por otra parte, la escuela es justamente el lugar escogido para despertar y exaltar en el niño, gracias a una comprensión inteligente, el sentimiento de comunidad, a fin de que no llegue a abandonarla como un enemigo de la sociedad. Fueron precisamente estas experiencias las que me llevaron a establecer en las escuelas consultorios de Psicología individual que ayudaran al maestro a encontrar el camino acertado en la educación de los niños desaplicados.

Es indudable que el rendimiento de los niños en las tareas escolares depende también en primer término del sentimiento de comunidad, puesto que éste encierra ya en sí el germen de la conformación ulterior de la vida en el seno de la sociedad. La vida escolar incluye cuestiones como la amistad --tan importante para la futura convivencia--, el compañerismo y todos esos imprescindibles rasgos de carácter que implican la solidaridad, la confianza, la tendencia a colaborar, el interés por el Estado, la nación y la humanidad. Todas estas cuestiones requieren les cuidados de una educación calificada. La escuela es el medio más indicado para despertar y fomentar la solidaridad humana. Todo maestro que comprenda bien nuestros puntos de vista sabrá llamar la atención del niño, en amigables charlas, sobre su falta de sentimiento de comunidad y sus causas, así como sobre los medios susceptibles de remediarla, facilitando de este modo su incorporación a la sociedad. En conversaciones generales logrará convencer a los niños de que el futuro de ellos y el de la humanidad dependen del fortalecimiento de nuestro sentimiento de comunidad, y de que los grandes errores de la vida, tales como la guerra, la pena de muerte, los odios entre razas y pueblos, y las neurosis, el suicidio, la delincuencia, la embriaguez, etc., son originados por la insuficiencia de aquel sentimiento y deben ser interpretados como complejos de inferioridad, como intentos a todas luces perniciosos de resolver una situación de manera inadmisible e inoportuna.

También la cuestión sexual, de la que nuestra época empieza ya a preocuparse, puede sumir en confusión a los muchachos y muchachas. Pero no, a aquellos que poseen un espíritu de cooperación; éstos, acostumbrados a considerarse como parte de un todo, no ocultarán nunca para sí mismos tormentos secretos, sino que hablarán de ellos con sus padres o acudirán al consejo del maestro sobre el particular. No actuarán así aquellos otros que ya han descubierto en la propia familia un elemento hostil. Entre ellos figuran en primer lugar los niños mimados, muy fácies de intimidar y seducir mediante halagos. El proceder de los padres en sus aclaraciones sobre el tema sexual está dictado en cada caso por su convivencia. Al niño deben dársele todas las explicaciones que reclame y se deberá de presentarle este saber de tal forma que le permita soportar y asimilar esta nueva enseñanza. No debemos demorar ninguna aclaración, pero tampoco precipitarla. Es casi inevitable que los niños hablen en la escuela de cosas sexuales. El niño independiente que mira al porvenir, rechazará categóricamente cualquier indecencia y no dará crédito a tonterías. Toda educación que contribuya a inspirar en el niño, miedo ante el amor y el matrimonio constituye, desde luego, un error grave, si bien sólo hará mella en niños dominados por sentimientos de dependencia, en realidad faltos de valor.

La pubertad, otro problema vital, es considerada por muchos autores como un obscuro misterio. Tampoco en este período de la vida encontraremos otra cosa que lo que en el niño estaba ya latente. Si carecía de sentimiento de comunidad, su pubertad transcurrirá en consecuencia. Sólo que se verá más claramente hasta qué punto se halla preparado para la colaboración. El púber dispone de un campo de acción más amplio y de mayores energías. Pero, ante todo, siente el afán de demostrar, de acuerdo con su forma de ser y que le parece seductora, que ya no es un niño; o, lo que es más raro, se da el caso opuesto de querer demostrar que sigue siéndolo. Si el desarrollo de su sentimiento de comunidad quedó inhibido, las características asociales de su errónea trayectoria se manifestarán entonces con mayor nitidez. En su afán de pasar por personas mayores, muchos de ellos imitarán más los defectos que las virtudes de los adultos, porque esto les resulta más fácil que servir a la comunidad. De esta manera pueden llegar a cometer toda clase de delitos, sobre todo los niños mimados, que por estar acostumbrados a la satisfacción inmediata de sus deseos, resisten más difícilmente a cualquier tentación. Tales niños y niñas son fáciles víctimas de los halagos y obedecen mejor a los estímulos de su vanidad. En este período de la pubertad se ven especialmente amenazadas aquellas muchachas que experimentan en su casa un fuerte sentimiento de humillación y que sólo prestando oídos a la lisonja pueden creer en su propio valor.

El niño, hasta entonces en la retaguardia, se acerca poco a poco al frente de la vida, en el cual vislumbra los tres problemas de la existencia humana: sociedad, trabajo y amor. Para llegar a su oportuna solución, los tres exigen un marcado interés por el prójimo. De la preparación en cuanto a este interés depende todo. A este respecto podemos encontrarnos con misantropía, odio a la humanidad, desconfianza, alegría por el daño ajeno, vanidades de toda clase, susceptibilidad, estados de excitación al encontrar a otras personas, miedo, propensión a la mentira y al engaño, difamación, despotismo, mala fe y otros defectos por el estilo. El que ha sido educado para la vida en común sabrá ganarse amigos fácilmente. Asimismo denotará interés por todos los problemas de la humanidad y en este sentido sabrá orientar sus ideas y su comportamiento. No cifrará el éxito en llamar la atención, tanto para acciones buenas como para las malas. En su vida social será impulsado por la buena voluntad, pero sabrá también alzar su voz contra las personas peligrosas para la sociedad. Ni siquiera el hombre bondadoso puede en ocasiones substraerse a sentimientos de desprecio. La corteza terrestre sobre la que vivimos nos obliga a trabajar y a repartirnos el trabajo. El sentimiento de comunidad se exterioriza en este aspecto bajo la forma de cooperación útil a los demás. El hombre sociable reconocerá que todos merecemos una equitativa recompensa por nuestro trabajo y que la explotación de la existencia y del trabajo de otros no puede favorecer en ningún caso el bienestar humano. Y es que, en último término, vivimos en gran parte de la labor de nuestros fecundos ascendientes, que han contribuido al bienestar de nuestra especie. La gran escuela de la comunidad, que se manifiesta también en las religiones y en las grandes corrientes políticas, exige un idóneo reparto del trabajo y del consumo. El que hace zapatos es útil al prójimo y tiene derecho a vivir desahogadamente y a gozar de las ventajas de la higiene y de una buena educación para sus descendientes. El hecho de que por su trabajo reciba dinero equivale a reconocer su utilidad en esta evolucionada era del comercio. De esta manera experimenta su valer en el concierto de la comunidad, que es el único modo de atenuar el general sentimiento de inferioridad propio en los humanos. Quien rinde un trabajo útil vive en el seno de una comunidad progresiva y la fomenta. Este vínculo --no siempre consciente-- es tan fuerte que determina el juicio general sobre la diligencia y la pereza. Nadie verá una virtud en esta última. El derecho al debido sustento de aquellos que se hallan en paro forzoso como consecuencia de una crisis económica o de sobreproducción, está ya hoy día universalmenle reconocido y (si no un peligro social) es un producto del auge del sentimiento de comunidad. Todo cuanto nos traiga el porvenir respecto a cambios en la producción y distribución de los bienes tendrá que estar más en correspondencia con los dictados del sentimiento de comunidad de lo que hoy acontece, y ello tanto si la transformación tiene lugar por natural evolución como si se logra por la fuerza.

Donde el sentimiento de comunidad se muestra dotado de poder más directo e indiscutible sobre el sentido del hombre es en el amor, que se acompaña de tan intensas satisfacciones de naturaleza corporal y anímica. Como la amistad y las relaciones con nuestros hermanos o padres, también el amor es una tarea a repartir entre dos personas (esta vez de sexo opuesto), con vistas a la descendencia y a la conservación de la especie. Quizá ningún otro problema humano afecte tan de cerca al bienestar y a la felicidad del individuo en el seno de la comunidad como el problema del amor. Una tarea para dos personas tiene su estructura peculiar y no puede ser resuelta de manera adecuada si se procede al igual que con una tarea para un solo individuo. Parece como si, para cumplir con los fines del amor, cada una de esas dos personas debiera olvidarse por completo de sí misma y entregarse por entero a la otra, constituyendo ambos un solo ser. Idéntica necesidad, sólo que en grado bastante menor, existe en la amistad, en actividades como el baile y el juego o en el trabajo realizado por dos personas con un mismo instrumento y con igual objeto. Esta estructura del amor exige de imperioso modo la exclusión completa de cuestiones de desigualdad, de dudas recíprocas y sentimientos o ideas hostiles. Y, por último, la atracción física es consustancial con el amor y para la evolución del individuo es necesario que esta atracción influya en cierto grado --el que corresponde al oportuno perfeccionamiento de la especie-- en la elección de la pareja.

Así, nuestros sentimientos estéticos están al servicio del desarrollo de la humanidad, haciéndonos vislumbrar -consciente o inconscientemente- un ideal superior en la persona objeto de nuestro amor. Junto con la indiscutible igualdad de derechos en el amor, que hoy día aún desconocen muchas personas de uno u otro sexo, no es posible excluir el sentimiento de la devoción mutua. Este sentimiento está mal comprendido por los hombres y aun más a menudo por las mujeres, que lo consideran como una subordinación de índole esclavizante. Este error les hace retroceder ante el amor o les hace incapaces de realizar la función sexual, sobre todo a aquellas cuyo estilo de vida les llevó a establecer un principio de superioridad egocéntrica. La deficiente aptitud en tres aspectos importantes de la vida, preparación para una tarea a efectuar entre dos, conciencia de igualdad y capacidad de entrega, caracterizan a todas las personas cuyo sentimiento de comunidad no se ha desarrollado. La dificultad que les plantea esta cuestión les induce de continuo a substraerse a los problemas del amor y del matrimonio (que seguramente en su forma monogánica es la mejor adaptación activa a la evolución). La estructura del amor, según acabamos de exponer, requiere además --por ser una tarea y no el punto final de una evolución-- una decisión definitiva, eterna, en beneficio de los hijos y de la educación de éstos para mayor provecho de la humanidad. El hecho de que los errores, las equivocaciones y una carencia del sentimiento de comunidad en el amor puedan influir sobre los hijos, robándoles la felicidad, nos hace entrever una siniestra perpectiva. Hacer del amor algo banal, tal como ocurre en la promiscuidad, en la prostitución, en las perversiones y en la práctica secreta del nudismo integral, quita al verdadero amor toda grandeza, todo brillo y todo encanto estético. La negativa a contraer un enlace duradero siembra dudas y desconfianzas en la pareja, incapacitándola para una absoluta y abnegada entrega. Semejantes dificultades, distintas en cada caso, se podrán comprobar, como signos de un exiguo sentimiento de comunidad, en todos los casos de amor o de matrimonio desdichados o en todos los casos de flaqueza para llevar a cabo funciones esperadas. En tales casos, el único remedio consiste en corregir el estilo de vida.

Para mí no cabe duda alguna de que la conversión del amor en una banalidad, despojándolo del sentimiento de comunidad, por ejemplo, en la promiscuidad, abrió la puerta a la irrupción de las enfermedades venéreas, acarreando así la destrucción de vidas individuales, de familias o de poblaciones enteras. Mas como en la vida no encontramos ninguna regla que sea infalible, también pueden existir motivos que aboguen en pro de una disolución de vínculos dentro o fuera del matrimonio. Sería naturalmente falaz atribuir a cada ser una comprensión tan objetiva de su propio caso, que pudiera juzgarlo adecuadamente. Por tanto, lo más acertado es confiar esta cuestión a expertos psicólogos capaces de enjuiciar rectamente cada caso de acuerdo con las normas del sentimiento de comunidad. También el evitar la concepción es uno de los problemas que más interesan en nuestra época. Desde que la humanidad cumplió el mandato bíblico haciéndose tan numerosa como las arenas del mar, el sentimiento de comunidad de los hombres quedó sensiblemente reducido en cuanto a la severa exigencia de tener una prole ilimitada. También el desarrollo formidable alcanzado por la técnica ha llegado a hacer superfluos los esfuerzos de muchos brazos. La necesidad de colaboradores ha disminuido considerablemente. La situación social no incita a procrear. El notable acrecentamiento de la capacidad amorosa ha hecho que se tenga mucho más en cuenta que antes el bienestar y la salud de la madre. El crecimiento de la civilización derribó los muros que separaban a la mujer de la cultura y de los intereses espirituales. El progreso técnico actual permite, tanto al hombre como a la mujer, dedicar más tiempo a la cultura, al recreo, a las diversiones y a la educación de los hijos. En lo sucesivo se sabrá sacar más provecho del reposo, no sólo para el bien de uno mismo, sino también para el de la familia. Todos estos hechos han contribuido tanto a fomentar la procreación como a asignar al amor un papel casi por completo independiente de ella. Estos logros han permitido un aumento de la felicidad que contribuirá seguramente al bienestar de la especie humana. Una vez conseguida, no será posible detener, mediante leyes y fórmulas, esta evolución, este progreso que, entre otras cosas, determinan una clara diferenciación entre el hombre y los animales. En lo que se refiere al número de embarazos, la decisión recaerá en la mujer después de una seria revisión. En cuanto a la cuestión de la interrupción artificial de un embarazo, los intereses de la madre y del bebe serán salvaguardados si, aparte de la decisión de un médico, un consejero psicológico competente es consultado para refutar las causas futiles invocadas a favor de la interrupción. En contraparte, un aviso favorable será otorgado por motivos plausibles. En estos serios casos, la interrupción será efectuada gratuitamente en un hospital.

Junto con ciertas aptitudes y la atracción física e intelectual, influyen en la justa elección de la pareja, los siguientes puntos, que indicarán en grado suficiente el sentimiento de comunidad: 1º Saber mantener una amistad. 2º Tener interés por su labor profesional. 3º Mostrar, finalmente, más interés por su cónyuge que por sí mismo.

El temor a tener hijos puede obedecer, desde luego, a motivos completamente egoístas que, sea la que fuere su forma de manifestación, se deben, en último análisis, sin excepción, a una escasez del sentimiento de comunidad. Ocurre esto cuando, por ejemplo, una muchacha a quien su madre mimó, no se propone en el matrimonio sino continuar el papel de niña mimada, o si, preocupada por su aspecto exterior, teme y exagera la deformación que implica el embarazo y el parto, o si quiere quedarse sin rivales y también, a veces, si contrae matrimonio sin amor. En numerosos casos, la protesta viril desempeña un papel funesto en las funciones femeninas y en la repugnancia al embarazo. Tal actitud de protesta de la mujer contra su papel sexual, fenómeno que fuimos los primeros en describir bajo el nombre de protesta viril, da lugar muy a menudo a perturbaciones de la menstruación y de otras funciones de la esfera sexual, y siempre proviene de la falta de satisfacción en cumplir el papel de su propio sexo, papel que ya la familia consideró como inferior desde el nacimiento de la niña. Este error se encuentra extraordinariamente fomentado por la imperfección de nuestra civilización, que, secreta o abiertamente, intenta asignar a la mujer una categoría inferior. De esta manera, también la primera aparición de la menstruación puede conducir en algunos casos a toda clase de trastornos, que no son sino una defensa psíquica de la muchacha y revelan, al mismo tiempo, una preparación defectuosa a la cooperación. La protesta viril, que puede manifestarse bajo múltiples formas, debe ser comprendida, pues, como un complejo de superioridad edificado sobre los cimientos de un complejo de inferioridad y que se podría expresar con la fórmula: Tan sólo una niña. Una de sus formas de manifestación es la manía de hacer el papel de hombre en todo, lo cual puede conducir al amor lésbico.

Si en el período en que aparece el amor existe una preparación insuficiente para la profesión y la vida social, pueden manifestarse también otras formas para sustraerse al interés colectivo. La más grave de éstas es sin duda la demencia precoz, en la cual el enfermo se cierra de un modo casi absoluto a las exigencias de la comunidad. Esta enfermedad psíquica está relacionada con minusvalías orgánicas, como Kretschmer pudo demostrar. Sus observaciones completan nuestros propios hallazgos sobre la importancia de una tara orgánica al principio de la vida, sin que el autor haya tomado en cuenta, tal como lo hacemos nosotros, la importancia de esos órganos minusvalentes, en cuanto a la estructura del estilo de vida. También la caída en una neurosis se hace cada vez más frecuente bajo la presión incesante de las condiciones externas que exigen que uno se prepare para la colaboración. Lo mismo podría decirse del suicidio, que no es sino una retirada completa, al mismo tiempo que una condena absoluta de las exigencias de la vida con más o menos mala fe, así como de la embriaguez, considerada como ardid para librarse de un modo antisocial de las demandas de la sociedad; de la morfinomanía o la cocainomanía, que son tentaciones que no pueden resistir sino con grandes dificultades las personas carentes del sentimiento de comunidad y tendentes a reaccionar con la huida ante los problemas de la comunidad. En el caso de que tengamos experiencia en este proceder, podremos demostrar siempre que en tales personas existe una incesante busca de mimo y de alivio de las dificultades de la vida. Lo mismo podría decirse de gran número de delincuentes, en los cuales advertimos claramente desde la tierna infancia, no sólo la falta de sentimiento de comunidad, sino la carencia de valor; a pesar de la dosis de actividad que puedan exhibir. No es de extrañar que también se manifiestan perversiones más a menudo en este período. Quienes las sufren suelen atribuirlas a la herencia, de un modo análogo a lo que hacen muchos autores afamados, los cuales consideran los fenómenos de perversidad infantil como innatos o como adquiridos a consecuencia de alguna vivencia, cuando en realidad -no son sino el resultado de un entrenamiento en dirección equivocada. Al mismo tiempo, estas perversiones son señales manifiestas de un sentimiento de comunidad deficiente, falta que acusan, también en los demás aspectos de la vida, los individuos en cuestión (1).

El grado del sentimiento de comunidad es también puesto a prueba con ocasión del matrimonio, de la profesión, de la pérdida de una persona querida, a consecuencia de lo cual el individuo despotrica contra el mundo entero, a pesar de que apenas se interesó antes en él. Se pone a prueba asimismo, en otras situaciones, al perder la fortuna o en cualquier clase de decepción. En todos estos casos se manifiesta la incapacidad de la persona mimada para conservar en una situación difícil la armonía con la totalidad. También la pérdida de un trabajo lleva a muchos a hacerlo todo menos acercarse más a la comunidad para superar mediante un esfuerzo común y una acción concertada las dificultades sociales. En lugar de ello, se desorientan y actúan contra la comunidad.

Debo recordar aquí otra prueba más: el temor a la vejez y a la muerte. Vejez y muerte no podrán amedrentar a quien cuente con la seguridad de perpetuarse en sus hijos y tenga la conciencia de haber contribuido al desarrollo de la cultura. Sin embargo, es muy frecuente encontrar, como consecuencia directa del temor al aniquilamiento completo, una rápida decadencia física y una gran conmoción psíquica. Lo más frecuente es ver mujeres dominadas por la superstición de los pretendidos peligros del climaterio, particularmente aquellas que han considerado toda su vida que no es la cooperación, sino la juventud y la belleza las que dan su peculiar valía a la mujer. Muy a menudo caen en una hostil actitud de defensa, como si hubieran sufrido una injusticia, pudiendo originarse en ellas un trastorno de la afectividad que llegue hasta la melancolía. No nos cabe duda de que el nivel hasta ahora alcanzado por la civilización no ha llegado a crear aún el ámbito vital necesario a que en la vejez tienen justo derecho los seres humanos. No obstante, cada uno está en su derecho de crearse individualmente y para sí ese ámbito social. Por desgracia, son muchos los que a esa edad muestran ya una limitada disposición para colaborar. Exageran sus propias facultades, quieren saberlo todo mejor que nadie, perduran en un sentimiento de frustración, se hacen molestos y contribuyen así a crear en torno suyo aquel ambiente que precisamente temían.

Cierta experiencia y una reflexión serena y cordial nos harán comprender que los problemas que la vida nos plantea, son una continua prueba para descubrir cuál es el grado de nuestro sentimiento de comunidad, prueba en la que podemos resultar aprobados o suspendidos.

(1) ADLER, Problem der Homosexualität (El problema de la Homosexualidad), S. Hirzel, Leipzig.
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