Índice de El sentido de la vida de Alfred AdlerCapítulo XVCuestionario de psicología individualBiblioteca Virtual Antorcha

APÉNDICE

LA ACTITUD DEL PACIENTE FRENTE AL PSICÓLOGO

Conducta a seguir para la observación del paciente en el consultorio médico. Interpretación de pequeños detalles del comportamiento del paciente. Actitud ante la transferencia. El problema de la responsabilidad de los familiares. La cuestión de los honorarios. Relaciones entre médico y enfermo durante el tratamiento. Superfluidad de la crisis para la curación.

Nuestro concepto fundamental de la unidad del estilo de vida formado en la más tierna infancia --concepto del que, aun sin haberlo comprendido, tuvimos conocimiento desde el comienzo de nuestra labor personal--, nos autoriza a suponer de antemano que el consultante, necesitado de los consejos del psicólogo, se presenta en nuestro consultorio, desde el primer momento, tal y como es en realidad, aunque sin saberlo. La consulta psicológica representa un problema social para el paciente. Por lo tanto cada cual se presentará de consonancia con su ley de movimiento. El especialista versado en este tema es muy a menudo capaz de darse cuenta del grado de sentimiento de comunidad de un individuo desde el primer momento de su encuentro con él. El fingimiento sirve muy poco ante el psicólogo experimentado. El paciente espera encontrar en el psicólogo un gran sentimiento de comunidad. Puesto que no podemos esperar, según nuestra propia experiencia, mucho interés social por parte del enfermo, no nos mostraremos exigentes en este sentido. Hay dos puntos que nos sirven de apoyo en esta manera de ver: en primer lugar, el índice del sentimiento de comunidad no suele acusarse demasiado, y, en segundo lugar, no hemos de olvidar ni por un solo instante que nos encontraremos en presencia de seres que han sido mimados de niños y que, una vez adultos, no consiguen emanciparse de su mundo ficticio. No debe, pues, maravillarnos que no pocos de nuestros lectores hayan podido leer sin honda conmoción interior la pregunta: ¿Por qué he de amar al prójimo? Ya Caín había preguntado algo muy semejante.

La mirada, la manera de andar, el modo de acercársenos, con decisión o vacilación, puede ya revelar muchas cosas. Si nos hemos fijado reglas como señalar, por ejemplo, a todos los enfermos que entran en el consultorio, un asiento determinado, el mismo sofá, o una hora de visita estricta, dejaremos de captar muchos datos. El primer encuentro debe ya proporcionar indicios por el solo hecho de suprimir cualquier imperativo. Basta muchas veces la manera de estrechar la mano para llamar la atención acerca de un problema importante. Con gran frecuencia vemos que las personas mimadas propenden a apoyarse en algo, como los niños a la madre que les acompaña. Sin embargo, como siempre que debe entrar en juego la capacidad de adivinar, también en este caso tendremos que prescindir de toda regla fija y examinar las cosas prefiriendo reservarnos nuestro pensamiento, para utilizarlo más tarde en una forma adecuada sin herir la susceptibilidad siempre despierta del paciente. A veces se puede intentar, pues, abstenerse de asignar al enfermo un asiento determinado, invitándole, en cambio, a sentarse donde más le agrade. La distancia a que se sitúe del médico o del consejero revelará en gran modo la manera de ser del enfermo, como si se tratara de un niño en la escuela. Es muy importante, además, eliminar de antemano la primitiva psicología del ¡Así es!, que tantas veces observamos en los consultorios particulares e incluso en sociedad, y evitar al principio dar respuestas estrictas al paciente y a sus familiares. El psicólogo individual no debe olvidar nunca que, prescindiendo de sus aptitudes adivinatorias, debe poder presentar pruebas concluyentes que basten para convencer incluso a los más inexpertos. Es preciso no mostrarse excesivamente crítico ante los padres y demás familiares del enfermo, sino considerar el caso como digno de estudio y de ninguna manera como desesperado e irremediable. A esta norma de conducta deberemos atenernos incluso cuando no estemos dispuestos a tratar al paciente, salvo en los casos excepcionales en los que razones de peso nos obliguen a actuar en contrario. Me parece ventajoso no poner trabas a los movimientos del paciente. Démosle absoluta libertad de levantarse, pasear por la habitación, fumar a su gusto. A veces incluso he dado facilidades a mis pacientes para que durmieran en mi presencia si me lo proponían, aun dificultando mi labor, puesto que su actitud hablaba para mí un lenguaje tan claro como si se hubieran expresado con palabras hostiles. Una mirada indirecta, de soslayo, de un paciente, demuestra con toda claridad su poca inclinación al trabajo en común. Esto puede manifestarse con otras actitudes, si el enfermo no habla en absoluto o si sólo habla; si da vueltas y más vueltas en torno al asunto o si impide hablar al investigador con su incesante flujo de palabras. Contrariamente a otros psicoterapeutas, el psicólogo individual evitará adormecerse o dormirse durante la conversación, bostezar, dar la impresión de una falta de interés o emplear palabras duras; asimismo rehuirá dar consejos precipitados, designarse a sí mismo como el único capacitado para hallar una solución al problema, no ser puntual, discutir con el enfermo y declarar que la curación, por cualquier motivo, es imposible. En este último caso, si se han presentado dificultades insuperables, lo recomendable es declararse demasiado débil, dando a entender que tal vez haya otros más capacitados para tal cometido. Todo propósito de mantener la propia autoridad prepara el fracaso, así como toda vanagloria impide la curación.

Desde un principio debe procurar el psicólogo la demostración paulatina de que la responsabilidad por la curación debe cargársele al paciente, puesto que, como dice muy atinadamente un proverbio inglés, puedes llevar un caballo al abrevadero, pero no puedes obligarle a beber.

El psicólogo debe atenerse estrictamente a considerar todo tratamiento y curación, no como un éxito propio, sino como un triunfo del paciente que nos consulta. El psicólogo puede tan sólo llamar la atención sobre los errores; el paciente, en cambio, se ve obligado a dar vida a la misma verdad. Puesto que en la totalidad de los casos de fracasos que nos fue dable examinar comprobamos una falta de colaboración, es preciso utilizar todos los medios posibles para fomentar antes que nada la cooperación del enfermo con el psicólogo. Claro está que esto será tanto más fácil cuanto más a gusto se sienta el enfermo con el médico. He aquí por qué esa colaboración será el primer intento serio y científico para elevar el sentimiento de comunidad, y tendrá una importancia capital. Entre otras cosas, será necesario evitar lo que suelen aplicar con demasiada frecuencia otros consejeros que recurren a lo que Freud ha llamado transferencia positiva, que se produce y fomenta artificialmente, dejando perdurar el sentimiento de inferioridad, apoyándose en la falta de seguridad del enfermo frente al médico para efectuar continuas observaciones acerca de componentes sexuales reprimidos. Freud llega incluso a exigir tal transferencia en toda cura psicoanalítica, sin darse cuenta de que, en el mejor de los casos, con ello plantea un nuevo problema: el de hacer que, a su vez, desaparezca este estado producido de tan artificial manera. Si el enfermo se acostumbra a asumir la plena responsabilidad de su conducta, no se le presentará al psicólogo dificultad alguna para evitar que el niño, casi siempre mimado, o la persona mayor que anhela verse mimada de nuevo, caiga en aquella trampa que parece prometerle una satisfacción fácil e inmediatamente realizable de sus deseos hasta entonces frustrados. Puesto que en nuestra humanidad, por regla general muy mimada, todo deseo irrealizado o irrealizable aparece como represión, quisiera insistir aquí, una vez más, en lo siguiente: la Psicología individual no exige la represión de los deseos justificados ni de los injustificados, hace ver, sin embargo, que los deseos injustificados deben ser reconocidos como contrarios al sentimiento de comunidad y suprimidos, pero no reprimidos, mediante la producción de un máximo de intereses sociales.

En cierta ocasión ocurrió que un individuo débil y enfermizo llegó a amenazarme. Sufría dementia praecox y quedó curado totalmente por mi intervención después de haber sido declarado incurable tres años antes de someterse a mi tratamiento. Ya sabía yo en aquel entonces que el individuo esperaba con toda seguridad ser rechazado por mí, como lo había sido siempre por todos desde su infancia. Durante tres meses, en el curso del tratamiento, no profirió ni una palabra, y esto me sirvió de punto de partida para darle explicaciones prudentes en la medida de lo posible, basándome en lo poco que sabía de su vida. Reconocí en su mutismo y en otras actitudes semejantes una tendencia a la obstrucción, y juzgué como punto culminante de su hostil actitud contra mí, el hecho de que alzara la mano para pegarme. Decidí en seguida no hacer nada para defenderme. Me hizo objeto de una segunda agresión que terminó con una ventana rota y que yo tuviera que vendar con la máxima amabilidad una de las manos del enfermo, que había sufrido una pequeña herida. A quienes se hallen familiarizados con mis teorías, huelga decirles que no considero siquiera este acto como digno de ser erigido en ejemplo a seguir siempre e incondicionalmente. Una vez asegurado por completo el éxito en el caso mencionado, pregunté al enfermo: ¿Qué le parece? ¿Cómo pudimos lograr entre los dos su curación? y la contestación que recibí fue tal que merecería la mayor atención por parte de todos los sectores interesados en la materia. En cuanto a mí atañe, me enseñó a sonreírme frente a los ataques de esos psicólogos y psiquiatras que se empeñan en luchar contra molinos de viento. La respuesta que me dio el individuo en cuestión fue la siguiente: Creo que eso será muy sencillo, pues yo había perdido todo valor para enfrentarme con la vida y en nuestras conversaciones volví a encontrarlo. Quien haya reconocido esa verdad de la Psicología individual según la cual el ánimo no es más que un aspecto del sentimiento de comunidad, comprenderá perfectamente la metamorfosis experimentada por este hombre.

El paciente debe adquirir en todo caso la plena convicción de que está en absoluta libertad para considerar todos los problemas que pueda plantear el tratamiento. Puede hacer o dejar de hacer cuanto quiera. Pero el psicólogo deberá evitar que se despierte en el enfermo la creencia de que desde el comienzo del tratamiento ha de empezar a verse libre de sus síntomas. Al empezar un tratamiento, un psiquiatra dijo a los familiares de un epiléptico a quien tuve ocasión de conocer, que éste no volvería a tener más ataques si se le dejaba solo. El resultado fue que ya en el primer día tuvo un ataque en plena calle, aún más fuerte que de costumbre, que le costó la fractura del maxilar inferior. Otro caso del que tengo noticia fue de consecuencias menos trágicas: un joven acudió al consultorio de un psiquiatra para tratar su tendencia al hurto, y al término de la primera sesión se había llevado el paraguas del psiquiatra.

Quisiera hacer otra recomendación. El psicólogo debe comprometerse con su enfermo a no decir nada a nadie de los temas que trate con él, y ha de cumplir escrupulosamente esta promesa. En cambio, debe darse al enfermo libertad para hablar lo que quiera. Claro está que con esto nos arriesgamos a que, a veces, un enfermo utilice nuestras aclaraciones para lucirse en el círculo de sus relaciones, entregándose a la psicología del ¡Así es! (¡Cuán corto es el intestino de estos señores!, exclama el poeta, refiriéndose a los que vuelven a exteriorizar sin demora cuanto se les cuenta.) Pero este pequeño inconveniente puede ser resuelto mediante una conversación amistosa. Es frecuente también que el enfermo multiplique las acusaciones contra su familia, lo cual debemos tener en cuenta para hacer constar previamente ante él que sus familiares sólo tienen la culpa en la exacta medida en que él les hace culpables con su propia conducta y que en el momento mismo en que se encuentre bien se verán aquéllos libres de su culpa. Por otra parte, es preciso explicar al enfermo que no puede exigir a sus familiares más conocimiento del que él mismo posee. Téngase siempre en cuenta que éste habrá utilizado, bajo su propia responsabilidad, como materiales para seguir su estilo de vida equivocado, las influencias del medio en que vive. Es útil asimismo llamar la atención sobre el hecho de que los padres del enfermo podrían hacer recaer a su vez la responsabilidad de sus errores y faltas sobre sus propios padres; éstos, sobre los suyos, y así sucesivamente. De modo que no se puede hablar de una culpabilidad tal y como el enfermo la concibe.

Me parece asimismo importante no dar lugar a que el paciente se forme la opinión de que la obra de la psicología individual sirve tan sólo para gloria y enriquecimiento de ésta. La avidez y la precipitación para procurarse enfermos no puede producir sino perjuicios. Lo mismo debe decirse de las manifestaciones negativas o hasta hostiles hacia otros psicólogos.

Como prueba de ello nos limitaremos a referir un solo ejemplo. Cierto individuo vino a verme para ponerse en tratamiento de una astenia nerviosa que no era, como pronto se vio, sino la consecuencia de un temor a posibles fracasos. Me participó que le habían recomendado, al mismo tiempo que a mí, a otro psiquiatra a quien pensaba visitar también. Le facilité las señas de este colega y, al día siguiente, vino a verme y me explicó su visita a aquél. El psiquiatra en cuestión, después de haber escuchado de labios del paciente la historia de su enfermedad, le había aconsejado una cura de hidroterapia fría, a lo que el enfermo respondió que acababa de llevar a cabo cinco curas por el estilo, pero sin éxito alguno. Propúsole entonces el médico que empezara una sexta cura de esa clase en un sanatorio de mucho renombre, a lo que el enfermo replicó que precisamente habíase sometido en aquella casa a dos de dichas curas, añadiendo que pensaba hacerse tratar por mí. A esto último se opuso el psiquiatra con bastante energía, diciendo que el doctor Adler se contentaría con practicar alguna sugestión. A ello replicó el enfermo: Tal vez me sugiera algo que logre curarme, y dicho eso se fue. Si aquel psiquiatra no hubiera estado poseído del deseo de impedir el reconocimiento de la Psicologia individual, hubiese podido notar que era imposible retener al enfermo en cuestión en su deseo de hacerse tratar por mí y habría comprendido mejor la réplica muy justa de éste. Por eso recomiendo a mis amigos que eviten escrupulosamente manifestaciones de censura ante los enfermos, aun en el caso de que sean muy justificadas. El lugar para corregir opiniones equivocadas y defender conceptos justos debe buscarse en la controversia libre de la ciencia, pero siempre por medios cientlficos.

Si aun después de la primera entrevista subsisten en el paciente dudas acerca de si se hará o no tratar por nosotros, concedámosle algunos días para decidirse. No es fácil dar una contestación más o menos exacta a la habitual pregunta respecto a la probable duración del tratamiento, pregunta que considero justificada, teniendo en cuenta que gran número de los visitantes han oído hablar de tratamientos que a veces duraron hasta ocho años sin lograr de ellos resultado alguno. Un tratamiento por medio de la psicología individual bien conducido debería producir en tres meses un resultado, cuando menos parcial, claramente perceptible, y puesto que el éxito depende de la colaboración del mismo enfermo, para abrir desde el primer momento una brecha en favor del sentimiento de comunidad se obrará en consecuencia poniendo de relieve el hecho de que la duración del tratamiento dependerá de su colaboración. Y en lo que al médico respecta, si sus conocimientos de la Psicología individual son lo suficientemente profundos, después de media hora suele estar ya orientado, pero deberá esperar hasta que el paciente se dé cuenta de cuál es su estilo de vida y cuáles son los errores cometidos. De todas maneras, se puede añadir en tales ocasiones: Si después de una o dos semanas no está usted convencido de que seguimos un camino justo, renunciaré al tratamiento.

El inevitable problema de los honorarios es también causa de dificultades. He asistido a una larga serie de enfermos cuya fortuna, a veces considerable, había sido consumida en anteriores tratamientos, y por eso resulta aconsejable no rebasar los honorarios habituales en el país donde uno actúe, pero cotizando también en cada tratamiento el mayor esfuerzo e inversión de tiempo. Sin embargo, es preciso abstenerse de exigir remuneraciones excesivas, como contrarias al sentimiento de comunidad que queremos despertar en el enfermo, a quien unas peticiones exageradas de dinero podrían incluso perjudicar en su dolencia. Los eventuales tratamientos gratuitos deben llevarse a cabo siempre con gran cuidado para no hacer experimentar al enfermo pobre la sensación de un interés menor por él, punto en el que sin duda mostrará gran susceptibilidad. Debemos declinar las ofertas de una cantidad à forfait (1) o la promesa de pagar una vez realizada la curación. Y debemos hacerlo así, no porque tal pago nos parezca inseguro, sino porque con ello se crearía artificialmente un nuevo motivo que podría dificultar el éxito en las relaciones entre médico y enfermo. El pago debería efectuarse semanal o mensualmente, nunca por adelantado. Las exigencias o recompensas, sean de la índole que sean, no pueden sino perjudicar al tratamiento. Incluso deben ser rechazadas las pequeñas amabilidades que el mismo enfermo suele brindar, así como ser rehusados cortésmente los regalos o, por lo menos, diferir su aceptación hasta que la curación se haya logrado. Asimismo deberían ser evitadas las invitaciones mutuas entre médico y enfermo y el salir juntos durante el tratamiento. El tratamiento de parientes o de conocidos y amistades es algo más difícil, puesto que la naturaleza de las cosas motiva que los eventuales sentimientos de inferioridad se acentúen frente a personas conocidas. El mismo psicólogo será quien más sufra las consecuencias de tal aversión, pues notará a cada momento el sentimiento de inferioridad del paciente. Deberá, pues, procurar por todos los medios que le sean dables aliviar al enfermo a este respecto. Si uno tiene la suerte, como nosotros en la Psicología individual, de poder llamar la atención tan sólo sobre errores y nunca sobre defectos innatos, de mostrar que existen posibilidades de curación, de hacer sentir al enfermo que tiene tanto valor para nosotros como cualquier otro, y de insistir sobre el bajo nivel general del sentimiento de comunidad, todo esto representará un notable alivio para el enfermo, y hará comprender por qué el psicólogo individual no tiene que luchar con las mismas resistencias que los representantes de otras Escuelas. Se comprenderá asimismo con facilidad que el tratamiento mediante la Psicología individual nunca produce crisis, y que si un psicólogo individual que no ha llegado a penetrar debidamente en el espíritu de nuestra ciencia, como, por ejemplo, Künkel, cree convenientes las crisis, tales como las conmociones y el abatimiento del enfermo, eso es sólo, sin duda, por haberlos creado él mismo artificialmente y de una manera por completo superflua, y tal vez por creer erróneamente que con ello le hace un favor a la iglesia. (Véase Jahn y Adler, Religion und Individualpsychologie, Religión y Psicología del Individuo 1931. ed. Dr. Rolf Passer, Viena.) Siempre he creido que el mantener el nivel de tensión emocional tan bajo como sea posible durante el tratamiento es una ventaja incalculable; y por eso he llegado a adoptar la pauta de decir a todos los enfermos que existen situaciones chistosas que reflejan de manera exacta la estructura de su neurosis peculiar y que, por lo tanto, ésta puede ser considerada con menos seriedad de lo que él juzga. Tengo que adelantarme aquí a las palabras de unos posibles críticos de pobre ingenio, añadiendo que tales chistes o historietas nunca deben hacer revivir el sentimiento de inferioridad (cuya existencia empieza a parecer a Freud tan explícita). Las referencias a fábulas y a personajes de la Historia, a sentencias de poetas y filósofos, contribuyen también a fortalecer la confianza en la Psicología individual y en las teorías mantenidas por ella.

En toda conversación entre médico y enfermo debería tenerse en cuenta si éste se halla o no en el camino que conduce a la colaboración. Toda mueca o gesto, lo que aporta o calla en la plática, son pruebas evidentes de ello. La comprensión profunda de los sueños nos da, al mismo tiempo, ocasión de calcular el éxito o el fracaso de la colaboración. Es preciso, sin embargo, proceder con particular cuidado cuando se trate de impulsar al enfermo a realizar algo. Si la conversación roza este particular, una vez descartada, como es lógico, cualquier empresa peligrosa, no conviene recomendar ni disuadir, sino hacer constar que, a pesar de que estamos convencidos de antemano del éxito, no es posible juzgar con exactitud si el paciente está ya suficientemente preparado para ello. Impulsar al enfermo antes de haberle hecho adquirir una considerable dosis del sentimiento de comunidad, trae generalmente como consecuencia una intensificación o un retorno de los síntomas.

En cuanto al problema profesional, podemos proceder con mayor energía; pero, naturalmente, no en el sentido de requerir del enfermo que se dedique a determinada profesión, sino mediante la indicación de que está mejor preparado para tal o cual profesión y que podría rendir más en ella que en otra cualquiera. Durante el tratamiento es preciso estimular siempre al enfermo sin perder nunca de vista aquella fundamental convicción psicológico-individual --que ha herido la vanidad de tantas personas--, según la cual (haciendo abstracción de facultades extraordinarias acerca de cuya estructura poca cosa podríamos decir) cada cual puede hacerlo todo.

En cuanto al primer examen del niño difícil a quien es necesario orientar, considero idóneo el cuestionario redactado por mí y mis colaboradores y que constituye el colofón del presente libro. Huelga decir que no lo manejará bien sino quien disponga de la necesaria experiencia, conozca las concepciones de la Psicología individual y tenga la suficiente práctica en la aptitud de adivinar. Al utilizar este cuestionario, encontrará que todo el arte de la comprensión de la particularidad humana consiste en descubrir el estilo de vida que cada individuo se crea durante su infancia; en captar las influencias que contribuyen a su formación y en observar cómo se conduce frente a los problemas de la humanidad. A este cuestionario, elaborado desde hace ya varios años, debería añadirse la investigación del grado de agresividad y actividad, sin olvidar que la inmensa mayoría de los fracasos infantiles de conducta provienen del mimo que acrecienta el afán afectivo del niño y le hace experimentar las seducciones más diversas, a las cuales dificilmente puede resistir sobre todo cuando se encuentra entre malas compañías.


(1) Una cantidad total predeterminada y fija de dinero.
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