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NOVENA CARTA

sobre la educación estética del hombre

de Friedrich Schiller

1 Pero, ¿acaso no estamos ante un círculo vicioso? ¡La cultura teórica ha de originar la práctica, y ésta ha de ser, sin embargo, condición de la teórica? Toda reforma política debe tomar como punto de partida el ennoblecimiento del carácter humano, pero ¿cómo puede ennoblecerse un carácter que se halla bajo la influencia de una constitución política degenerada? Para ello habría que buscar un instrumento que el Estado no nos proporciona, y abrir nuevas fuentes que conserven sus aguas puras y límpidas, a pesar de toda corrupción política.

2 Y con ello hemos llegado al punto al que se dirigían todas mis consideraciones anteriores. Ese instrumento es el arte, esas fuentes brotan de sus modelos inmortales.

3 El arte, como la ciencia, está libre de todo lo que es positivo (1) y de todo lo establecido por las convenciones humanas, y ambos gozan de absoluta inmunidad respecto de la arbitrariedad de los hombres. El legislador político puede imponerles unos límites, pero no puede gobernar sobre ellos. Puede desterrar al amante de la verdad, pero la verdad permanece; puede humillar al artista, pero no adulterar el arte. Sin embargo, nada es más habitual que el que ambos, ciencia y arte, rindan homenaje al espíritu de la época, y que el gusto creador se rija por el gusto crítico. Cuando el carácter se vuelve riguroso e inflexible, vemos a la ciencia vigilar estrechamente sus límites, y al arte entregarse a las pesadas cadenas de las reglas; cuando el carácter se debilita y se desvanece, la ciencia busca únicamente gustar, y el arte divertir. Durante siglos, tanto los filósofos como los artistas han tratado de hacer llegar la verdad y la belleza a las clases más bajas de la humanidad; ellos fracasaron en el intento, pero la verdad y la belleza se abrieron camino victoriosamente gracias a su propia fuerza vital indestructible.

4 El artista es sin duda hijo de su tiempo, pero ¡ay de él que sea también su discípulo o su favorito! Que una divinidad bienhechora arrebate a tiempo al niño del pecho de su madre, que lo amamante con la leche de una época mejor y le haga alcanzar la mayoría de edad bajo el lejano cielo de Grecia. Que luego, cuando se haya hecho hombre, vuelva, como un extraño, a su siglo; pero no para deleitarlo con su presencia, sino para purificarlo, temible, como el hijo de Agamenón. Si bien toma su materia del presente, recibe la forma de un tiempo más noble, e incluso de más allá del tiempo, de la absoluta e inmutable unidad de su ser. De este puro éter de su naturaleza demónica, nace la fuente de la belleza, libre de la corrupción de las generaciones y del tiempo, que, muy por debajo de ella, se agitan enturbios remolinos. El capricho del momento puede desvirtuar la materia del arte, del mismo modo que es capaz de ennoblecerla, pero la forma pura se sustrae a esas variaciones arbitrarias. Hacía tiempo que los romanos del siglo I se arrodillaban ante su emperador, mientras que las estatuas permanecían aún erguidas; los templos seguían teniendo una apariencia sagrada, cuando ya hacía tiempo que los dioses servían de diversión, y las infamias de un Nerón y de un Cómodo humillaban el noble estilo del edificio que las acogía. La humanidad había perdido su dignidad, pero el arte la salvó y la conservó en piedras cargadas de significación; la verdad pervive en el engaño, y la imagen originaria habrá de recomponerse a partir de una copia. Así como las nobles artes sobrevivieron a la noble naturaleza, la aventajan también en entusiasmo, dando forma a las cosas y estimulando la creación. Antes de que la verdad ilumine con su luz victoriosa las profundidades del corazón, la fuerza poética capta ya sus destellos, y las cumbres de la humanidad resplandecen, mientras en los valles reinan aún las tinieblas de la noche.

5 Pero, ¿cómo se protege el artista de las corrupciones de su tiempo, que le rodean por todas partes? Despreciando el juicio de su época. Que levante la mirada hacia su propia dignidad y hacia la ley, y que no ande cabizbajo en busca de la felicidad y de la necesidad material. Que se libere, tanto del fútil ajetreo mundano, que de buen grado imprimiría su huella en el fugaz instante, como de la impaciencia del exaltado, que pretende aplicar la medida del absoluto a la pobre creación temporal; que deje para el entendimiento, que aquí se halla en su medio, la esfera de lo real; y que aspire a engendrar el ideal uniendo lo posible con lo necesario. Que lo imprima en la ilusión y en la verdad, en los juegos de su imaginación y en la seriedad de sus hechos, que lo acuñe en todas las formas sensibles y espirituales, y que lo arroje en silencio al tiempo infinito.

6 Sin embargo, no a todo aquél que siente arder ese ideal en su alma le han sido dadas la calma creadora y el paciente sentido necesarios para imprimirlo en la callada piedra o para verterlo en la sobriedad de las palabras y confiarlo a las fieles manos del tiempo. Demasiado impetuoso como para avanzar serenamente, el divino impulso creador se precipita con frecuencia directamente en el presente y en la vida activa, y emprende la tarea de transformar la materia informe que le presenta el mundo moral. El sentimiento humano se siente apremiado por la desventura de la humanidad, y aún más por su envilecimiento, el entusiasmo se enardece y, en las almas enérgicas, ese ardiente anhelo tiende con impaciencia a la acción. Pero, ¿se ha preguntado si esos desórdenes del mundo moral ofenden su razón?, ¿o acaso hieren más bien su amor propio? De no saberlo ya, podrá reconocerlo por el empeño que ponga en exigir efectos determinados e inmediatos. El impulso moral puro se dirige a lo absoluto, para él no existe el tiempo y el futuro, en cuanto que ha de surgir necesariamente del presente, se le convierte en presente. Ante una razón que no conoce límites, tomar una dirección significa a su vez llegar al final del camino, y la ruta ya está recorrida en cuanto se inicia.

7 Al joven amante de la verdad y de la belleza que me preguntara cómo satisfacer el noble impulso de su corazón, aun teniendo en contra todas las tendencias de su siglo, le contestaría: imprime al mundo en el que actúas la orientación hacia el bien, y ya se encargará el ritmo sereno del tiempo de completar ese proceso. Esa orientación se la das cuando, instruyéndole, elevas sus pensamientos hacia lo necesario y hacia lo eterno, cuando mediante tus hechos o tus creaciones, conviertes lo necesario y eterno en objeto de sus impulsos. Caerá el edificio de la locura y de la arbitrariedad, ha de caer, cae tan pronto como estés seguro de que se tambalea; pero ha de derrumbarse en el interior del hombre y no sólo en su exterior. Engendra la verdad victoriosa en el pudoroso silencio de tu alma, extráela de tu interior y ponla en la belleza, de manera que no sólo el pensamiento le rinda homenaje, sino que también los sentidos acojan amorosamente su aparición. Y para que la realidad no te imponga un modelo que tú has de darle, no te arriesgues entonces a aceptar su sospechosa compañía hasta no estar seguro de albergar en tu corazón un ideal que te sirva de escolta. Vive con tu siglo, pero no seas obra suya; da a tus coetáneos aquello que necesitan, pero no lo que aplauden. Sin haber compartido su culpa, comparte sus castigos con noble resignación, y sométete libremente al yugo del que tanto les cuesta prescindir, como soportar. Por el ánimo resuelto con el que desdeñas su dicha, les demostrarás que no te sometes por cobardía a sus sufrimientos. Piensa cómo deberían ser si tienes que influir en ellos, pero piensa cómo son si pretendes hacer algo por ellos. Busca su aplauso apelando a su dignidad, pero mide su felicidad por su insignificancia; en el primer caso, tu propia nobleza despertará la suya propia y, en el segundo, su indignidad no destruirá tu meta final. La seriedad de tus principios hará que te rehuyan, y sin embargo podrán soportarlos bajo la apariencia del juego; su gusto es más puro que su corazón, y es aquí donde has de atrapar al temeroso fugitivo. Asediarás en vano sus máximas morales, condenarás en vano sus hechos, pero puedes intentar influir en sus ocios. Si ahuyentas de sus diversiones la arbitrariedad, la frivolidad y la grosería, las desterrarás también, imperceptiblemente, de sus actos, y finalmente de su manera de ser y pensar. Allí donde las encuentres, rodéalas de formas nobles, grandes y plenas de sentido, circúndalas con símbolos de excelencia, hasta que la apariencia supere a la realidad, y el arte a la naturaleza.

**NOTA**

(1).- Lo puesto, establecido o reconocido como un hecho. Leibniz (1646-1716) denominó verdades positivas a las verdades de hecho, en cuanto se distinguen de las verdades de razón, porque constituyen leyes que Dios se ha complacido en dar a la naturaleza. En Diccionario de filosofía de Nicola Abbagnano, Fondo de cultura Económica, México, 1963.

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