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DÉCIMA CARTA

sobre la educación estética del hombre

de Friedrich Schiller

1 Así pues, estaréis de acuerdo conmigo, y os habréis convencido por lo tratado en mis anteriores cartas, de que el hombre puede alejarse de su determinación a través de dos caminos opuestos, de que nuestra época se ha extraviado por ellos, y ha caído, por una parte, en manos de la tosquedad, y por otra, de la apatía y de la depravación moral. De este doble extravío ha de regresarse por medio de la belleza. Pero, ¿cómo ha de poder la cultura estética enfrentarse a la vez a dos males opuestos y reunir en sí dos cualidades contradictorias? ¿Puede poner cadenas a la naturaleza del salvaje, y poner en libertad la del bárbaro? ¿Puede atar y desatar a la vez? Y si no fuera realmente capaz de ambas cosas, ¿cómo podría esperarse razonablemente de ella un efecto tan grande como el de la educación de la humanidad?

2 Sin duda, habremos oído hasta la saciedad la afirmación de que el desarrollo del sentido de la belleza refina las costumbres, de modo que no parece necesario aportar ninguna otra prueba. Nos apoyamos en la experiencia cotidiana, la cual muestra que, casi sin excepción, a un gusto cultivado van unidos un entendimiento claro, un sentimiento vivaz, una conducta liberal, e incluso digna, y a un gusto inculto, generalmente lo contrario. Alegamos confiados el ejemplo del pueblo más civilizado de la Antigüedad, en el cual el sentido de la belleza alcanzó también su máximo desarrollo; y, del mismo modo, el ejemplo opuesto de aquellos pueblos en parte salvajes, en parte bárbaros, que expiaron su insensibilidad hacia lo bello con un carácter tosco o sombrío. No obstante, a algunos pensadores se les ocurre a veces negar este hecho, o poner en duda la validez de las conclusiones que de él se desprenden. No piensan tan mal de aquel estado salvaje que se les reprocha a los pueblos incultos, ni tampoco que sea tan ventajoso ese refinamiento que se ensalza en los pueblos cultos. Ya en la Antigüedad hubo hombres que no consideraron la cultura estética ni mucho menos como un beneficio, y se inclinaron por ello a negarle a las artes de la imaginación la entrada en su república.

3 Y no hablo de aquéllos que sólo censuran a las Gracias porque nunca experimentaron sus favores. Éstos, que no conocen otra escala de valores que el esforzarse por el provecho y el beneficio palpable, ¿cómo podrían ser capaces de apreciar la serena actividad del gusto en el carácter interior y exterior del hombre, y de tener en cuenta las ventajas esenciales de la cultura estética, olvidando sus ocasionales desventajas? El hombre que no tiene sentido de la forma desprecia toda gracia de exposición, considerándola como una corrupción, ve toda delicadeza y grandeza de conducta como extravagancia y afectación. No puede perdonar al favorito de las Gracias el que, como hombre de mundo, sea capaz de deleitar todas las reuniones de sociedad, que como hombre de negocios, imponga siempre su opinión, que como escritor, imprima su espíritu a todo su siglo, mientras que él, la víctima del celo y de la aplicación, no puede ganarse ningún respeto con todo su saber, ni mover ninguna piedra de su sitio. Ya que nunca fue capaz de aprender del otro el secreto genial de hacerse agradable, no le queda otro remedio que lamentarse de la depravación de la naturaleza humana, que atiende más a la apariencia que a la esencia.

4 Pero hay voces dignas de atención, que se declaran contrarias a los efectos de la belleza, alegando en su contra terribles ejemplos de la experiencia. No se puede negar, dicen, que los encantos de la belleza sirven para fines loables si caen en buenas manos, pero no se contradice con su esencia el hecho de que, si caen en malas manos, produzcan justamente el efecto contrario, y que se sirvan de su fuerza cautivadora para mover al error y a la injusticia. Dado que el gusto sólo presta atención a la forma y hace caso omiso del contenido, acaba imprimiendo en el ánimo la peligrosa tendencia a desatender toda realidad y a sacrificar verdad y moralidad por los encantos de una mera vestimenta. Se pierde así toda diferencia objetiva entre las cosas, y es sólo la apariencia quien determina su valor. ¡Cuántos hombres de talento, siguen diciendo, no se dejan apartar de una actividad seria y ardua por la fuerza seductora de lo bello, o al menos se ven inducidos a ejercitarla superficialmente! Y cuántos hombres de corto entendimiento están en desacuerdo con el orden social, sólo porque a la fantasía de los poetas le dio por construir un mundo en el que todo sucede de otra manera muy distinta que en el mundo real, un mundo en el que las opiniones no están sujetas a ninguna conveniencia, y en donde ningún artificio cultural somete a la naturaleza. ¿Qué dialéctica más peligrosa no habrán aprendido las pasiones desde que resplandecen con los más brillantes colores en las representaciones de los poetas, imponiéndose habitualmente a las leyes y a los deberes? ¿Qué puede haber ganado la sociedad con que ahora la belleza de leyes al trato social, regido hasta entonces por la verdad, y con que el aspecto exterior determine el respeto, algo que sólo debería basarse en el mérito? Es cierto que ahora vemos florecer todas aquellas virtudes que producen un efecto agradable al manifestarse, y que otorgan consideración social, pero, a cambio, vemos también reinar todo tipo de desórdenes, y generalizarse todos aquellos vicios que son compatibles con un bello atavío. De hecho, debe darnos que pensar el que prácticamente en todas las épocas históricas en que florecen las artes y el gusto domina, hallemos una humanidad decadente, y el que no podamos aducir un solo ejemplo de un pueblo en el que coincidan un grado elevado y una gran universalidad de cultura estética con libertades políticas y virtudes cívicas, bellas costumbres con buenas costumbres, y en el que vayan unidas la elegancia y la verdad del comportamiento.

5 Mientras Atenas y Esparta mantenían su independencia, y el respeto a las leyes era la base de su constitución, tanto el gusto como el arte se encontraban todavía lejos de su madurez, y aún faltaba mucho para que la belleza imperara en los ánimos. Sin duda la poesía había alcanzado ya una altura sublime en su vuelo, pero sólo con las alas del genio, de quien sabemos que está muy próximo al estado salvaje, que es una luz que brilla en las tinieblas, y que se opone al gusto de su época antes que actuar en su favor. Cuando, bajo Pericles y Alejandro, llegó la edad dorada de las artes y se generalizó el dominio del gusto, no encontramos ya la fuerza y la libertad propias de Grecia. La elocuencia falseaba la verdad, la sabiduría ofendía en boca de un Sócrates, y la virtud en la vida de un Foción. Los romanos, como sabemos, tuvieron que agotar sus fuerzas en guerras civiles y, afeminados por la suntuosidad del Oriente, someterse al yugo de un soberano feliz, para ver triunfar al arte griego sobre la rigidez de su carácter. Tampoco en el caso de los árabes amaneció la cultura antes de que se debilitara la energía de su espíritu guerrero, bajo el cetro de los Abasidas. En la Italia moderna, el arte no se desarrolló hasta que, una vez desaparecida la poderosa Liga de Lombardía, Florencia se sometió a los Médicis, y el espíritu de independencia de todas aquellas valerosas ciudades dejó paso a una sumisión poco honrosa. Es casi superfluo recordar el ejemplo de las naciones modernas, cuyo refinamiento aumentó en la misma medida en que desapareció su independencia. En cualquier época histórica a la que dirijamos nuestra atención, vemos que el gusto y la libertad se rehúyen mutuamente, y que la belleza fundamenta su dominio sólo en la decadencia de las virtudes heroicas.

6 Y, sin embargo, esta energía de carácter, que por lo general es el tributo que se rinde a cambio de la cultura estética, constituye el estímulo más eficaz para toda la grandeza y excelencia de la humanidad, y su carencia no puede suplirla ninguna otra cualidad, por muy excepcional que sea. Así pues, si nos atenemos únicamente a lo que hasta hoy nos enseña la experiencia acerca del influjo de la belleza, no nos sentiremos efectivamente muy alentados a cultivar sentimientos que son tan peligrosos para la verdadera cultura humana, y preferiremos prescindir de la fuerza relajante de la belleza, aun a riesgo de caer en la brutalidad y en la rigidez, que entregamos a sus efectos debilitantes a pesar de todas las ventajas del refinamiento. Pero quizás no sea la experiencia el tribunal indicado para dilucidar una cuestión como ésta, y antes de conceder autoridad a su testimonio, debería estar fuera de toda duda que la belleza de la que estamos hablando es la misma contra la que declaran esos ejemplos. Pero esto parece presuponer un concepto de belleza cuya fuente no es la experiencia, ya que es a través de este concepto como debe determinarse si lo que se denomina bello en la experiencia merece con razón ese nombre.

7 Este concepto racional puro de la belleza, si fuera posible llegar a desvelarlo, y ya que no puede derivarse de ningún caso real, sino que más bien es el que justifica y guía nuestro juicio acerca de todos los casos reales, debería buscarse por la vía de la abstracción y deducirse ya de la posibilidad de la naturaleza sensible-racional; en una palabra: la belleza debería revelarse como una condición necesaria de la humanidad. Así pues, de aquí en adelante debemos elevarnos al concepto puro de humanidad, y dado que la experiencia sólo nos muestra estados concretos de hombres concretos, pero nunca la humanidad entera, hemos de intentar descubrir lo absoluto y lo permanente de esos fenómenos individuales y cambiantes y, dejando de lado toda contingencia, apoderarnos de las condiciones necesarias de su existencia. Esta vía transcendental nos alejará por un tiempo del ámbito familiar de las apariencias sensibles y de la viva presencia de las cosas, para demorarnos en el árido paisaje de los conceptos abstractos. Pero nosotros aspiramos a un conocimiento de fundamentos sólidos, y quien no se atreva a abandonar la realidad, no llegará nunca a conquistar la verdad.

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