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QUINTA CARTA

sobre la educación estética del hombre

de Friedrich Schiller

1 ¿Es éste el carácter que encontramos en la época actual, el que reflejan los acontecimientos presentes? Dirigiré ahora mi atención al motivo más relevante de este amplio panorama.

2 Es cierto que la opinión ha perdido su prestigio, que la arbitrariedad ha sido desenmascarada y, aunque todavía poderosa, no puede aparentar ya la más mínima dignidad; el hombre ha despertado de su larga indolencia y del engaño en que se complacía, y exige insistentemente la restitución de sus derechos inalienables. Pero no los exige sin más; se alza en todas partes para tomar por la fuerza lo que, según él, se le niega injustamente. El edificio del Estado natural se tambalea, sus frágiles cimientos ceden, y parece existir la posibilidad física de sentar en el trono a la ley, de honrar por fin al hombre como fin en sí, y hacer de la verdadera libertad el fundamento de la unión política. ¡Vana esperanza! Falta la posibilidad moral, y ese instante tan propicio pasa desapercibido para la ciega humanidad.

3 El hombre se refleja en sus hechos, y ¡qué espectáculo nos ofrece el drama de nuestro tiempo! Por un lado salvajismo, por el otro apatía: ¡los dos casos extremos de la decadencia humana, y ambos presentes en una misma época!

4 En las clases más bajas y numerosas de la sociedad se advierten impulsos primitivos y sin ley que, una vez deshechos los lazos del orden social, se desencadenan y apresuran con furia indomable a satisfacer sus impulsos animales. Puede que la humanidad objetiva haya tenido motivos para lamentarse de la existencia del Estado; pero la subjetiva ha de honrar sus instituciones. ¿Puede censurársele al Estado que olvidara la dignidad de la naturaleza humana, cuando de lo que todavía se trataba era de defender la existencia de la propia humanidad? ¿Puede reprochársele que se apresurara a separar mediante una fuerza disgregadora y a unir mediante una fuerza cohesionante, cuando aún no era posible pensar en una fuerza formativa? La disolución del Estado es la mejor justificación de la necesidad de su existencia. La sociedad, una vez desatados los lazos que la fundamentan, en lugar de progresar hacia una vida orgánica, se precipita de nuevo en el reino de las fuerzas elementales.

5 Por otra parte, las clases cultas nos proporcionan la imagen todavía más repulsiva de una postración y de una depravación de carácter que indigna tanto más cuanto que la cultura misma es su fuente. No recuerdo ahora qué filósofo antiguo o moderno hizo la observación de que las cosas más nobles son también las más repugnantes cuando se descomponen, pero esta sentencia puede aplicarse asimismo al ámbito de lo moral. El hijo de la naturaleza se convierte, cuando se sobreexcede, en un loco frenético; el discípulo de la cultura, en un ser abyecto. La ilustración de la que se vanaglorian, no del todo sin razón, las clases más refinadas, tiene en general un influjo tan poco beneficioso para el carácter, que no hace sino asegurar la corrupción valiéndose de preceptos. Negamos la naturaleza en su propio dominio, para acabar experimentando su tiranía en el terreno moral, y aunque nos oponemos a sus impresiones, tomamos de ella nuestros principios. La afectada decencia de nuestras costumbres niega a la naturaleza la primera palabra todavía excusable, para concederle la última y decisiva sentencia en nuestra moral materialista. El egoísmo ha impuesto su sistema en el seno de la sociabilidad más refinada y, sin haber llegado a alcanzar un corazón sociable, experimentamos todos los contagios y vejaciones de la sociedad. Sometemos nuestro libre juicio a su despótica opinión, nuestro sentimiento a sus caprichosas costumbres, nuestra voluntad a sus seducciones; y lo único que afirmamos es nuestro capricho, enfrentándolo a sus derechos sagrados. Una orgullosa autosuficiencia constriñe el corazón del hombre de mundo, un corazón que con frecuencia late aún armoniosamente en el hombre natural, y, como si se tratara de una ciudad en llamas, cada cual procura salvar de la devastación sólo su miserable propiedad. Se piensa que la única posibilidad de protegerse de los desvaríos del sentimentalismo es renunciar por completo a él, y la burla, que con frecuencia refrena saludablemente al exaltado, difama con la misma desconsideración al más noble de los sentimientos. Bien lejos de procurarnos la libertad, la cultura genera únicamente una nueva necesidad con cada una de las fuerzas que forma en nosotros; los lazos de la materia nos oprimen cada vez más angustiosamente, de tal modo que el miedo a perder ahoga incluso nuestro vivo impulso de perfeccionamiento, y hace valer la máxima de la obediencia ciega como la suprema sabiduría de la vida. Vemos así que el espíritu de la época vacila entre la perversión y la tosquedad, entre lo antinatural y la naturaleza pura y simple, entre la superstición y el escepticismo moral, y tan sólo el propio equilibrio del mal es a veces capaz de imponerle unos límites.

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