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CUARTA CARTA

sobre la educación estética del hombre

de Friedrich Schiller

1 Una cosa es bien cierta: sólo si ése es el carácter dominante de una nación podrá llevarse a cabo, sin daño alguno, una transformación del Estado basada en principios morales, y únicamente ese carácter podrá garantizar la continuidad de tal transformación. En la construcción de un Estado moral, la ley moral se considera una fuerza activa, y la voluntad libre pasa a formar parte del reino de las causas, donde todo se interrelaciona con rigurosa necesidad y constancia. Pero sabemos que las determinaciones de la voluntad humana son siempre arbitrarias, y que sólo en el ser absoluto la necesidad física coincide con la necesidad moral. Así pues, para considerar el comportamiento moral del hombre como una consecuencia natural, es necesario que ese comportamiento sea natural, y que el hombre sea inducido ya por sus propios impulsos a conducirse moralmente. Pero la voluntad del hombre oscila con entera libertad entre el deber y la inclinación, y ninguna coacción física puede ni debe inmiscuirse en ese derecho soberano de su persona. Así pues, si el hombre quiere conservar esa capacidad de elección, sin dejar de ser por ello un eslabón seguro en el encadenamiento causal de las fuerzas naturales, es necesario que los efectos de aquellos dos impulsos coincidan plenamente en el reino de los fenómenos y que, a pesar de su extrema diferencia formal, la materia de su voluntad continúe siendo la misma; es decir que los impulsos del hombre coincidan lo suficiente con su razón, como para hacer posible una legislación universal.

2 Podría decirse que cada hombre en particular lleva en sí, en virtud de su disposición y determinación, un hombre puro e ideal, siendo la suprema tarea de su existencia el mantener, a pesar de todos sus cambios, la armonía con la unidad invariable de ese hombre ideal. (1) A este hombre puro, que se da a conocer con mayor o menor claridad en todo sujeto, lo representa el Estado, que es la forma objetiva y, por así decir, canónica, en la que trata de unirse la multiplicidad de los sujetos. Ahora bien, el hombre temporal y el hombre ideal pueden llegar a coincidir de dos maneras distintas; las mismas por las que el Estado se afirma en los individuos: o bien el hombre puro somete al empírico, es decir, el Estado suprime a los individuos; o bien el individuo se convierte en Estado, es decir, el hombre temporal se ennoblece convirtiéndose en hombre ideal.

3 Ciertamente, esta diferencia no cuenta en una valoración hecha desde una perspectiva exclusivamente moral, porque la razón sólo se da por satisfecha si su ley se impone sin condiciones; pero sí es decisiva desde un punto de vista antropológico que contemple la totalidad, en el cual el contenido cuenta tanto como la forma y las sensaciones tienen también voz y voto. La razón exige unidad, pero la naturaleza exige variedad, y el hombre es reclamado por ambas legislaciones. Una conciencia incorruptible le ha inculcado la ley de la razón, y la ley natural le viene dada por un sentimiento indestructible. Por tanto, en el caso de que el carácter moral sólo pueda afirmarse mediante el sacrificio del carácter natural, se evidenciará entonces un grado de formación aún deficiente, y una constitución política que sólo sea capaz de llevar a cabo la unidad suprimiendo la variedad, será aún muy imperfecta. El Estado no puede honrar sólo el carácter objetivo y genérico de los individuos, sino que ha de honrar también su carácter subjetivo y específico; y ha de procurar no despoblar el reino de los fenómenos por ampliar el invisible reino de la moral.

4 Cuando el artesano trabaja la masa informe para darle la forma que se adecúe a sus fines, no duda en violentarla, porque la naturaleza a la que está dando forma no merece de por sí ningún respeto. Al artesano no le importa el todo en consideración a las partes, sino las partes en consideración al todo que ha de formar. Cuando el artista elabora esa misma masa, tampoco tiene ningún reparo en violentarla, pero evita ponerlo de manifiesto. No respeta la materia con la que trabaja ni un ápice más que el artesano, pero procurará engañar a aquella mirada que se preocupa de la libertad de esa materia, valiéndose de una aparente deferencia hacia ella. De modo muy distinto actúan pedagogos y políticos, que hacen del hombre su materia y su tarea al mismo tiempo. Aquí, la finalidad vuelve a estar en la materia, y sólo porque el todo sirve a las partes, pueden reunirse las partes en el todo. El político ha de acercarse a su materia con un respeto muy distinto al que demuestra el artista por la suya, no de manera subjetiva, ni provocando un efecto engañoso para los sentidos, sino que de manera objetiva, y favoreciendo la esencia interior del hombre, ha de preservar la singularidad y personalidad de su materia.

5 Pero precisamente por eso porque el Estado ha de ser una organización que se forma por y para sí misma, sólo puede hacerse real si las partes han coincidido en la idea del todo. Dado que el Estado representa a la humanidad pura y objetiva en el corazón de sus ciudadanos, tiene que observar hacia ellos la misma relación que ellos mantienen consigo mismos, y honrar así su humanidad subjetiva sólo en el grado en que ésta se ennoblece haciéndose objetiva. Si el hombre está interiormente en armonía consigo mismo, mantendrá a salvo su singularidad, aun en el caso de que adecue sus actos a la regla de conducta más universal, y el Estado será el mero intérprete de su bello instinto, será tan sólo una fórmula más clara de su legislación interior. En cambio, si en el carácter de una nación el hombre subjetivo se contrapone al objetivo de una manera aún tan extrema, que éste sólo es capaz de triunfar sobre el otro reprimiéndolo, entonces el Estado tendrá que emplear contra sus ciudadanos la rigurosidad de la ley y, para no perecer ante una individualidad tan hostil, tendrá que aplastarla sin consideración alguna.

6 Pero el hombre puede oponerse a sí mismo de dos maneras: o bien como salvaje, si sus sentimientos dominan a sus principios; o bien como bárbaro, si sus principios destruyen a sus sentimientos. El salvaje desprecia la cultura y considera la naturaleza como su señor absoluto; el bárbaro se burla de la naturaleza y la difama, pero es más despreciable que el salvaje, porque sigue siendo en muchos casos el esclavo de su esclavo. El hombre culto se conduce amistosamente con la naturaleza: honra su libertad, conteniendo simplemente su arbitrariedad.

7 Así pues, si la razón introduce su unidad moral en la sociedad física, no debe dañar por ello la variedad de la naturaleza. Y si la naturaleza aspira a afirmar su multiplicidad en la estructura moral de la sociedad, no debe hacerla en detrimento de la unidad moral; la victoriosa forma se halla a igual distancia de la uniformidad que del desorden. Encontraremos, pues, totalidad en el carácter de aquella nación que sea capaz y digna de cambiar el Estado de las necesidades por el Estado de la libertad.

**NOTA**

(1).- Me refiero aquí a un escrito de mi amigo Fichte, aparecido recientemente, las Lecciones sobre el destino del sabio, en donde se encuentra una variante muy lúcida de esta tesis, la cual nunca había sido ensayada hasta ahora. (Fichte: Einige Vorlesungen über die Bestimmung des Gelehrten, Jena y Leipzig, 1794.)

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