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DECIMOTERCERA CARTA

sobre la educación estética del hombre

de Friedrich Schiller

1 A primera vista no parece haber nada más contrapuesto que las tendencias de esos dos impulsos, ya que el uno insiste en la variación y el otro en la invariabilidad. Y, sin embargo, son estos dos impulsos los que agotan el concepto de humanidad, y un tercer impulso fundamental que pudiera mediar entre los otros dos es absolutamente inconcebible. ¿Cómo vamos entonces a restablecer la unidad de la naturaleza humana, que parece completamenie suprimida por esa oposición originaria y radical?

2 Es verdad que las tendencias de esos impulsos se contradicen, pero hay que tener en cuenta que no se contradicen en un mismo objeto, y donde no hay contacto, no puede haber choque. El impulso sensible exige ciertamente variación, pero no requiere que esa variación abarque a la persona y su ámbito, ni que los principios cambien. El impulso formal aspira a la unidad y a la permanencia, pero no pretende que, con la persona, quede establecido igualmente el estado, ni que haya identidad de sensación. Por lo tanto, ambos impulsos no están opuestos por naturaleza, y si no obstante aparecen con ese carácter opuesto, habrán llegado a ello contraviniendo libremente la naturaleza, malentendiéndose a sí mismos y confundiendo sus ámbitos de actuación (1). La tarea de la cultura consiste en vigilar estos dos impulsos y asegurar los límites de cada uno de ellos. La cultura debe hacer justicia a ambos por igual y tiene que afirmar no sólo el impulso racional frente al sensible, sino también el sensible frente al racional. Su quehacer es por lo tanto doble. Primero: proteger la sensibilidad de los ataques de la libertad; segundo: asegurar la personalidad frente al poder de las sensaciones. Lo primero lo consigue educando la facultad de sentir, lo segundo educando la facultad de la razón.

3 Dado que el mundo es una extensión en el tiempo, es decir, variación, la perfección de aquella facultad que pone al hombre en contacto con el mundo habrá de ser la mayor variabilidad y extensión posibles. Dado que la persona es lo que permanece en la variación, la perfección de aquella facultad que ha de oponerse al cambio, habrá de consistir en la mayor autonomía e intensidad posibles. Cuanto más múltiple y diverso sea el desarrollo de la receptividad, cuanto más móvil sea, y cuanto más espacio ofrezca a los fenómenos, tanto más mundo abarcará el hombre, tantas más capacidades será capaz de desarrollar en sí mismo;cuanta más fuerza y profundidad gane la personalidad, cuanta más libertad la razón, tanto más mundo comprenderá el hombre, tanta más forma creará fuera de él. Su cultura consistirá, pues, en lo siguiente: en primer lugar, habrá de proporcionar a la facultad receptiva los contactos más variados con el mundo, y llevar a su cota más alta la pasividad del sentimiento; en segundo lugar, habrá de procurar a la facultad determinante la máxima independencia respecto de la receptiva, y llevar a su cota más alta la actividad de la razón. Si se unen ambas cualidades, el hombre enlazará la máxima autonomía y libertad con la máxima plenitud del ser y, en lugar de perderse en el mundo, lo aprehenderá más bien junto a la totalidad infinita de sus fenómenos, dentro de sí, y lo someterá a la unidad de su razón.

4 Ahora bien, el hombre puede invertir esta relación, y con ello malograr su determinación de dos maneras distintas. Puede poner en la fuerza pasiva aquella intensidad que requiere la activa, anteponer el impulso material al impulso formal, y hacer de la facultad receptiva una facultad determinante. O bien puede conceder a la fuerza activa la extensión que corresponde a la pasiva, anteponer el impulso formal al impulso material, y substituir la facultad determinante por la receptiva. En el primer caso nunca llegará a ser él mismo, en el segundo, no podrá ser nunca algo distinto; con ello, no será, en los dos casos, ni lo uno ni lo otro y, por consiguiente, no será nada. (2)

5 Si el impulso sensible se hace determinante, los sentidos imponen su ley y el mundo somete a la persona; entonces el mundo deja de ser objeto en la misma medida en que se transforma en un poder. Si el hombre es sólo contenido del tiempo, entonces no es él, y por consiguiente tampoco tiene contenido. Con su personalidad se suprime también su estado, porque ambos son conceptos recíprocos: porque la variación exige algo permanente, y la realidad limitada requiere una realidad infinita. Si el impulso formal se hace receptivo, es decir, si el pensamiento se anticipa a la sensación, y la persona substituye al mundo, entonces la persona deja de ser fuerza autónoma y sujeto en la misma medida en que toma el lugar del objeto, porque lo permanente exige variación, y la realidad absoluta requiere límites para manifestarse. Si el hombre es únicamente forma, deja entonces de tener forma; y con el estado se suprime también, por consiguiente, la persona. En una palabra sólo en tanto el hombre es autónomo, hay realidad fuera de él, es receptivo; sólo en tanto es receptivo, hay realidad en él, es una fuerza intelectual.

6 Ambos impulsos necesitan, pues, limitación y, en tanto los consideremos como energías, necesitan también distensión; el impulso sensible, para no invadir el ámbito de las leyes, el formal, para no invadir el de la sensibilidad. Pero la distensión del impulso sensible no puede ser, de ninguna manera, efecto de una incapacidad física, ni de un embotamiento de la sensibilidad, lo cual merece siempre desprecio; ha de ser una acción de la libertad, una actividad de la persona, que mediante su intensidad moral modere la intensidad sensible y, dominando las impresiones, les quite profundidad, para conferirles una mayor extensión. El carácter debe determinar los límites del temperamento, porque los sentidos sólo pueden ceder terreno ante el espíritu. Aquella distensión del impulso formal no puede ser tampoco efecto de una incapacidad espiritual, ni de un adormecimiento del pensamiento o de la voluntad, lo cual humillaría a la humanidad. La fuente gloriosa de esa distensión ha de ser la plenitud de las sensaciones; la propia sensibilidad habrá de defender, triunfante, su territorio, y resistir la violencia que el espíritu querría infligirle mediante su precipitada actividad. En una palabra: la personalidad ha de mantener al impulso material en los límites que le son propios, y la receptividad, o la naturaleza, ha de hacer lo mismo con el impulso formal.

**NOTAS**

(1).-Si afirmamos un antagonismo originario, y por consiguiente necesario, entre los dos impulsos, no hay entonces otro medio para mantener la unidad del hombre que subordinar incondicionalmente el impulso sensible al racional. Sin embargo, de ello no puede resultar más que uniformidad, pero no armonía, y el hombre quedará dividido para siempre. Con todo, ha de haber subordinación, pero una subordinación recíproca: porque si bien los límites no pueden fundamentar nunca lo absoluto, es decir, que la libertad no podrá depender nunca del tiempo, es también indudable que lo absoluto tampoco podrá fundamentar por sí mismo los límites, que el estado en el tiempo no puede depender de la libertad. Así pues, ambos principios están subordinados y coordinados a la vez, es decir, sometidos a un principio de acción recíproca; no hay materia sin forma, ni forma sin materia. (Este concepto de acción recíproca, con toda su significación, se encuentra expuesto de manera excelente en los Fundamentos de la Doctrina de la Ciencia de Fichte, Leipzig 1794.) Ciertamente, ignoramos qué es de la persona en el reino de las ideas; pero sabemos con certeza que, sin materializarse, la persona no puede manifestarse en el reino del tiempo; así pues, en este reino la materia tendrá también su propio papel en la determinación de las cosas, y no sólo sometida a la forma, sino también a sU misma altura e independientemente de ella. Tan necesario es, pues, que el sentimiento no juegue un papel decisivo en el campo de la razón, como que la razón se abstenga de realizar cualquier determinación en el campo del sentimiento. Al atribuirle un ámbito distinto a cada uno de ellos, excluimos al otro y ponemos a cada uno un límite que sólo puede transgredirse en detrimento de ambos.
En una filosofía transcendental, en la que lo esencial es liberar a la forma del contenido y mantener puro lo necesario, libre de toda arbitrariedad, es fácil acostumbrarse a considerar lo material únicamente como un impedimento y a representarse la sensibilidad, precisamente porque es un obstáculo para esa operación, como opuesta necesariamente a la razón. Esa concepción no se halla de ninguna manera en el espíritu del sistema kantiano, pero sí podría hallarse en su letra.

(2).-Salta fácilmente a la vista la influencia negativa del predominio de la sensualidad en nuestro pensamiento y en nuestros actos, pero, aunque aparezca con la misma frecuencia y sea de igual importancia, no es tan fácil darse cuenta de la influencia negativa del predominio de la racionalidad en nuestro conocimiento y en nuestra conducta. Permítaseme recordar aquí sólo dos ejemplos de entre los muchos que podrían ilustrar este punto, dos ejemplos que pueden arrojar más luz sobre los daños que ocasiona anteponer la fuerza del pensamiento y de la voluntad a la intuición y al sentimiento.
Una de las razones principales por las que nuestras ciencias naturales progresan tan lentamente es, sin duda, la tendencia generalizada y apenas contenible hacia los juicios teológicos, en los cuales, al hacer un uso constitutivo de ellos, la facultad determinante suplanta a la receptiva. Por muy insistente y repetidamente que la naturaleza impresione nuestros sentidos, toda su variedad se ha perdido para nosotros, porque no buscamos en ella sino lo que hemos puesto antes allí, porque no le permitimos que se nos oponga viniendo hacia nosotros, sino que más bien nos anticipamos a ella con nuestra impaciente razón, y nos esforzamos por hacerle frente saliéndole al paso. Si entonces, al cabo de siglos, viene alguien que se acerca a la naturaleza con sentidos serenos, puros y abiertos, y descubre gracias a ello una gran cantidad de fenómenos, que nosotros habíamos pasado por alto a raíz de nuestras precauciones, nos asombraremos mucho de que tantas miradas juntas no hayan reparado en lo que estaba tan a la vista. Este prematuro anhelo de armonía, antes de haber reunido los distintos acordes que han de constituirla, esa intromisión violenta del pensamiento en un dominio que no es el suyo, es la causa de la infructuosidad de tantos pensadores para lo mejor de la ciencia, y es difícil decidir quién habrá perjudicado más el desarrollo de nuestros conocimientos, si la sensibilidad, que no acepta ninguna forma, o la razón, que no espera ningún contenido.
La misma dificultad entrañaría determinar si nuestra práctica de la filantropía se ve más contrariada y frenada por la vehemencia de nuestros apetitos, o por la rigidez de nuestros principios, si más por el egoísmo de nuestros sentidos, o por el egoísmo de nuestra razón. Pero para hacernos hombres sociables, caritativos y útiles, han de unirse sentimiento y carácter, del mismo modo que, para proporcionarnos experiencia deben coincidir un sentido abierto y un entendimiento enérgico. Por muy loables que sean nuestras máximas, ¿cómo podemos ser justos, afables y humanos hacia los demás, si carecemos de la capacidad para acoger fiel y verdaderamente en nosotros una naturaleza ajena, para adaptarnos a situaciones extrañas, para hacer nuestros los sentimientos de los demás? Esta facultad se reprime tanto en la educación que recibimos, como en la que nosotros mismos nos damos, en la misma medida en que se intenta quebrantar el poder de los apetitos y consolidar nuestro carácter mediante principios. Ya que nos es tan difícil permanecer fieles a nuestros propios principios, cuando la sensibilidad nos desborda adoptamos el cómodo método de poner a salvo el carácter embotando los sentidos; pues sin duda es infinitamente más fácil vivir en paz con un enemigo desarmado, que dominar a un adversario valeroso y bien equipado. En esto consiste también, en su mayor parte, lo que se denomina formar a un hombre; esto es, en el mejor sentido de la palabra, cuando significa formar su interior, y no sólo su exterior. Un hombre así formado estará sin duda a salvo de ser naturaleza en bruto y de aparecer como tal; pero también estará protegido de tal modo por sus principios de las sensaciones naturales, que será tan inaccesible a la humanidad exterior como a la interior.
Se hace un uso muy perjudicial del ideal de perfección, cuando se toma como principio estricto para enjuiciar a otras personas, y en los casos en que obramos en pro de esas personas. Lo uno llevará a la exaltación, lo otro a la dureza y a la insensibilidad. Simplificamos sobremanera nuestros deberes sociales, si suplantamos en el pensamiento al hombre real, que reclama nuestra ayuda, por el hombre ideal, que probablemente estaría en condiciones de ayudarse a sí mismo. El rigor hacia uno mismo, unido a la condescendencia con los demás, conforman al carácter verdaderamente excelente. Pero en la mayoría de los casos, el hombre que es condescendiente con los demás, lo es también consigo mismo, y aquél que es severo consigo mismo, lo es también para con los demás; el carácter más despreciable de todos es el condescendiente consigo mismo y severo con los demás.

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