Índice del libro El pragmatismo de William JamesCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

SEXTA CONFERENCIA

CONCEPCIÓN DE LA VERDAD SEGUN EL PRAGMATISMO

Se cuenta que cuando Clerk-Maxwell era niño, tenía la manía de pedir que se lo explicasen todo, y si alguien evitaba hacerlo mediante una vaga explicación del fenómeno, lo interrumpía con impaciencia diciendo: Sí, pero lo que yo necesito que me digas es el porqué de ello. Si su pregunta hubiera versado sobre la verdad, sólo un pragmatista podría haberle respondido adecuadamente. Creo que nuestros pragmatistas contemporáneos, especialmente Schiller y Dewey, han dado la unica explicación atendible sobre el asunto. Es una cuestión delicada, con muchos repliegues sutiles y difícil de tratar en la forma esquemática que es propia de una conferencia pública. Pero el punto de vista de la verdad de Schiller y Dewey ha sido atacado tan ferozmente por los filósofos racionalistas, y tan abominablemente mal interpretado, que debe hacerse aquí, si ha de hacerse en algún sitio, una exposición clara y sencilla.

Espero que la concepción pragmatista de la verdad recorrerá las etapas clásicas del curso de toda teoría. Como ustedes saben, en primer lugar toda teoría nueva es atacada por absurda; luego se la admite como cierta, aunque innecesaria e insignificante, y finalmente se la considera tan importante que son precisamente sus adversarios quienes pretenden haberla descubierto. Nuestra doctrina de la verdad se encuentra actualmente en el primero de estos tres estadios, con síntomas de haber entrado en ciertos sectores del segundo. Deseo que esta conferencia la conduzca a ojos de muchos de ustedes, más allá del estado correspondiente al primer estadio.

La verdad, como dicen los diccionarios, es una propiedad de algunas de nuestras ideas. Significa adecuación con la realidad, así como la falsedad significa inadecuación con ella. Tanto el pragmatismo como el intelectualismo aceptan esta definición, y discuten sólo cuando surge la cuestión de qué ha de entenderse por los términos adecuación y realidad, cuando se juzga a la realidad como algo con lo que hayan de estar de acuerdo nuestras ideas.

Al responder a estas cuestiones, los pragmatistas son analíticos y concienzudos, y los intelectualistas son ligeros e irreflexivos, la noción más popular es que una idea verdadera debe copiar su realidad. Como otros puntos de vista populares, éste sigue la ánalogía de la experiencia más corriente. Nuestras ideas verdaderas de las cosas sensibles reproducen a éstas, sin duda alguna. Cierren ustedes los ojos y piensen en ese reloj de pared y tendrán una verdadera imagen o reproducción de su esfera. Pero su idea acerca de como anda (a menos de que ustedes sean relojeros) no llega a ser una reproducción, aunque pase por tal, pues de ningún modo se enfrenta con la realidad. Aun cuando nos atuviéramos sólo a la palabra andar, ésta tiene su utilidad; y cuando se habla de la función del reloj de marcar la hora o de la elasticidad de su cuerda, es difícil ver exactamente de qué son copias sus ideas.

Adviértese que aquí existe un problema. Donde nuestras ideas no pueden reproducir definitivamente a su objeto, ¿qué significa la adecuación con este objeto? Algunos idealistas parecen decir que son verdaderas cuando son lo que Dios entiende que debemos pensar sobre este objeto. Otros mantienen íntegramente la concepción de la reproducción y hablan como si nuestras ideas poseyeran la verdad en la medida en que se aproximan a ser copias del eterno modo de pensar de lo Absoluto.

Estas concepciones, como verán, invitan a una discusión pragmatista. Pero la gran suposición de los intelectualistas es que la verdad significa esencialmente una relación estática inerte. Cuando ustedes alcanzan la idea verdadera de algo, llegan al término de la cuestión. Están en posesion, conocen, han cumplido ustedes un destino del pensar. Están donde deberían estar mentalmente; han obedecido su imperativo categórico y no es necesario ir más allá de esta culminación de su destino racional. Epistemológicamente se encuentran ustedes en un estado de equilibrio.

El pragmatismo, por otra parte, hace su pregunta usual. Admitida como cierta una idea o creencia -dice-, ¿qué diferencia concreta se deducirá de ello para la vida real de un individuo? ¿Cómo se realizará la verdad? ¿Qué experiencias serán diferentes de las que se obtendrían si estas creencias fueran falsas? En resumen, ¿cuál es, en términos de experiencia, el valor efectivo de la verdad?

En el momento en que el pragmatismo pregunta esta cuestión comprende la respuesta: Ideas verdaderas son las que podemos asimilar, hacer válidas, corroborar y verificar; ideas falsas, son las que no. Esta es la diferencia práctica que supone para nosotros tener ideas verdaderas; éste es, por lo tanto, el significado de la verdad, pues ello es todo lo que es conocido de la verdad.

Esta es la tesis que tengo que defender. La verdad de una idea no es una propiedad estancada inherente a ella. La verdad acontece a una idea. Llega a ser cierta, se hace cierta por los acontecimientos. Su verdad es, en efecto, un proceso, un suceso, a saber: el proceso de verificarse, su verificación. Su validez es el proceso de su validación.

Pero ¿cuál es el significado pragmático de las palabras verificación y validación? Insistimos otra vez en que significan determinadas consecuencias prácticas de la idea verificada y validada. Es difícil hallar una frase que caracterice estas consecuencias mejor que la fórmula corriente de la adecuación, siendo exactamente estas consecuencias lo que tenemos en la mente cuando decimos que nuestras ideas concuerdan con la realidad. Nos guían, mediante los actos y las demás ideas que suscitan, a otros sectores de la experiencia con los que sentimos -estando este sentimiento entre nuestras posibilidades- que concuerdan las ideas originales, las conexiones y transiciones llegan a nosotros punto por punto de modo progresivo, armonioso y satisfactorio. Esta función de orientación agradable es la que denominamos verificación de una idea. Esta explicación es en un principio vago, y parece completamente trivial, pero ofrece resultados de los que me ocuparé a continuación.

Empezaré por recordarles el hecho de que la posesión de pensamientos verdaderos significa en todas partes la posesión de unos inestimables instrumentos de acción, y que nuestro deber para alcanzar la verdad, lejos de ser un mandamiento vacuo del cielo o una pirueta impuesta a sí mismo por nuestro intelecto, puede explicarse por excelentes razones prácticas.

La importancia para la vida humana de poseer creencias verdaderas acerca de hechos, es algo demasiado evidente. Vivimos en un mundo de realidades que pueden ser infinitamente útiles o infinitamente perjudiciales. Las ideas que nos dicen cuáles de éstas pueden esperarse, se consIderan como las ideas verdaderas en toda esta esfera primaria de verificación y la búsqueda de tales ideas constituye un deber primario humano. La posesión de la verdad, lejos de ser aquí un fin en sí mismo es solamente un medio preliminar hacia otras satisfacciones vitales. Si me hallo perdido en un bosque, y hambriento, y encuentro una senda de ganado, sera de la mayor importancia que piense que existe un lugar con seres humanos al final del sendero, pues si lo hago así y sigo el sendero, salvaré mi vida. El pensamiento verdadero, en este caso, es útil, porque la casa, que es su objeto, es útil. El valor práctico de las ideas verdaderas se deriva, pues, primariamente de la importancia práctica de sus objetos para nosotros. Sus objetos no son, sin duda alguna, importantes en todo momento. En otra ocasión puede no tener utilidad alguna la casa para mí, y entonces mi idea de ella, aunque verificable, será prácticamente inadecuada y convendrá que permanezca latente. Pero puesto que casi todo objeto puede algún día llegar a ser temporalmente importante, es evidente la ventaja de poseer una reserva general de verdades extra, de ideas que serán verdaderas en situaciones meramente posibles. Almacenamos tales verdades en nuestra memoria y con el sobrante llenamos nuestros libros de consulta, y cuando una de estas ideas extra se hace practicamente adecuada para uno de nuestros casos de necesidad, del frigorífico donde estaba, pasa a actuar en el mundo y nuestra creencia en ella se convierte en activa. Se puede decir de ella que es útil porque es verdadera o que es verdadera porque es útil. Ambas frases significan exactamente lo mismo, a saber: que se trata de una idea que se cumple y que puede verificarse. Verdadera es el nombre para la idea que inicia el proceso de verificación; útil es el calificativo de su completa función en la experiencia. Las ideas verdaderas nunca se habrían singularizado como tales, nunca habrían adquirido nombre de clase, ni mucho menos un nombre que sugiere un valor, a menos que hubieran sido útiles desde un principio en este sentido.

De esta circunstancia el pragmatismo obtiene su noción general de la verdad como algo esencialmente ligado con el modo en el que un momento de nuestra experiencia puede conducimos hacia otros momentos a los que vale la pena de ser conducidos. Primariamente, y en el plano del sentido común, la verdad de un estado de espíritu significa esta función de conducir a lo que vale la pena. Cuando un momento de nuestra experiencia, de cualquier clase que sea, nos inspira un pensamiento que es verdadero, esto quiere decir que más pronto o más tarde nos sumiremos de nuevo, mediante la guía de tal experiencia, en los hechos particulares, estableciendo así ventajosas conexiones con ellos. Esta es una explicación bastante vaga, pero es conveniente retenerla porque es esencial.

Entretanto, nuestra experiencia se halla acribillada de regularidades. Una partícula de ella puede ponernos sobre aviso para alcanzar pronto otra y puede proponerse o ser significativa de ese objeto más remoto. El advenimiento del objeto es la verificación del significado. La verdad, en estos casos, no significando sino la verificación eventual, es manifiestamente incompatible con la desobediencia por nuestra parte. ¡Ay de aquel cuyas creencias no se ajustan al orden que siguen las realidades en su experiencia! No le conducirán a parte alguna o le harán establecer falsas conexiones.

Por realidades u objetos entendemos aquí cosas del sentido común, sensiblemente presentes, o bien relaciones de sentido común tales como fechas, lugares, distancias, géneros, actividades. Siguiendo nuestra imagen mental de una casa a lo largo de una senda de ganado, llegamos ahora a ver la casa, obtenemos la verificacion plena de la imagen. Tales orientaciones simple y plenamente verificadas son, sin duda alguna, los originales y arquetipos en el proceso de la verdad. La expenencia ofrece, indudablemente, otras formas del proceso de la verdad, pero todas son concebibles como verificaciones primariamente aprehendidas, multiplicadas o sustituidas unas por otras.

Consideren, por ejemplo, aquel objeto de la pared. Ustedes, como yo, consideran que es un reloj, aunque ninguno de ustedes ha visto la máquina escondida que le da la condición de tal. Admitamos que nuestra noción pasa por cierta sin intentar verificarla. Si las verdades significan esencialmente un proceso de verificacion, ¿no deberíamos considerar las verdades que no se verifican como abortivas? No, pues constituyen el número abrumador de verdades con arreglo a las que vivimos. Se aceptan tanto las verificaciones directas como las indirectas. Donde la evidencia circunstancial basta, no necesitamos testimonio ocular. De la misma forma que asumimos aquí que el Japón existe, sin haber estado nunca en el, porque todo lo que conocemos nos induce a aceptar esta creencia, y nada a rechazarla, de igual forma asumimos que aquello es un reloj. Lo usamos como un reloj, al regular la duración de esta conferencia por él. La verificación de esta suposición significa aquí que no nos conduce a negación o contradicción. La verificabilidad de las ruedas, las pesas y el péndulo, vale tanto como la verificacion misma. Por un proceso de verdad que se verifique, existe un millón en nuestras vidas en estado de formación. Nos orientan hacia la verificación directa: nos conducen hacia los alrededores de los objetos con que se enfrentan; y entonces, si Lodo se desenvuelve armoniosamente, estamos tan seguros de que la verificación es posible que la omitimos quedando corrientemente justificada por todo cuanto sucede.

La verdad descansa, en efecto, en su mayor parte sobre su sistema de crédito. Nuestros pensamientos y creencias pasan en tanto que no haya nadie que los ponga a prueba, del mismo modo que pasa un billete de banco en tanto que nadie lo rehúse. Pero todo esto apunta a una verificación directa en alguna parte sin la que la estructura de la verdad se derrumba como un sistema financiero que carece de respaldo económico. Ustedes aceptan mi verificación de una cosa, yo la de otra de ustedes. Comerciamos uno con las verdades del otro, pero las creencias concretamente verificadas por alguien son los pilares de toda la superestructura.

Otra gran razón -además de la economía de tiempo- para renunciar a una verificación completa en los asuntos usuales de la vida, es que todas las cosas existen en géneros y no singularmente. Nuestro mundo, de una vez para siempre, hubo de mostrar tal peculiaridad. Así, una vez verificadas directamente nuestras ideas sobre el ejemplar de un género nos consideramos libres de aplicarlos a otros ejemplares sin verificación. Una mente que habitualmente discierne el género de una cosa que está ante ella y actúa inmediatamente por la ley del género sin detenerse a verificarla, será una mente exacta en el noventa y nueve por ciento de los casos, probado así por su conducta que se acomoda a todo lo que encuentra y no sufre refutación.

Los procesos que se verifican indirectamente o sólo potencialmente, pueden, pues, ser tan verdaderos como los procesos plenamente verificados. Actúan como actuarían los procesos verdaderos, nos proporcionan las mismas ventajas y solicitan nuestro reconocimiento por las mismas razones. Todo esto en el plano del sentido común de los hechos, que es lo único que ahora estamos considerando.

Pero no son los hechos los únicos artículos de nuestro comercio. Las relaciones entre ideas puramente mentales forman otra esfera donde se obtienen creencias verdaderas y falsas, y aquí las creencias son absolutas o incondicionadas. Cuando son verdaderas llevan el nombre o de definiciones o de principios. Es definición o principio que 1 y 1 sumen 2, que 2 y 1 sumen 3, etcétera; que lo blanco difiera menos de lo gris que de lo negro; que cuando las causas comiencen a actuar, los efectos comiencen también. Tales proposiciones se sostienen de todos los unos posibles, de todos los blancos concebibles, y de los grises y de las causas. Los objetos aquí son objetos mentales. Sus relaciones son perceptivamente obvias a la primera mirada y no es necesaria una verificación sensorial. Además, lo que una vez es verdadero lo es siempre de aquellos mismos objetos mentales. La verdad aquí posee un carácter eterno. Si se halla una cosa concreta en cualquier parte que es una o blanca o gris o un efecto, entonces los principios indicados se aplicarán eternamente a ellas. Se trata sólo de cerciorarse del género y después aplicar la ley de su género al objeto particular. Se tendrá la certeza de haber alcanzado la verdad sólo con poder nombrar el género adecuadamente, pues las relaciones mentales se aplicarán a todo lo relativo a aquel género sin excepción. Si entonces, no obstante, se falla en alcanzar la verdad concretamente, podría decirse que se habían clasificado inadecuadamente los objetos reales.

En este reino de las relaciones mentales, la verdad es además una cuestión de orientación. Nosotros relacionamos unas ideas abstractas con otras, formando al fin grandes sistemas de verdad lógica y matemática bajo cuyos respectivos términos los hechos sensibles de la experiencia se ordenan eventualmente entre sí, de forma que nuestras verdades eternas se aplican también a las realidades. Este maridaje entre hecho y teoría es ilimitadamente fecundo. Lo que decimos aquí es ya verdad antes de su verificación especial si hemos incluido nuestros objetos rectamente. Nuestra armazón ideal libremente construida para toda clase de objetos posibles es determinada por la propia estructura de nuestro pensar. Y así como no podemos jugar con las experiencias sensibles, mucho menos podemos hacerlo con las relaciones abstractas. Nos obligan y debemos tratarlas en forma consecuente, nos gusten o no los resultados. Las reglas de la suma se aplican tan rigurosamente a nuestras deudas como a nuestros haberes. La centésima cifra decimal de pi, razón de la circunferencia al diámetro, se halla idealmente predeterminada, aunque nadie la haya computado. Si necesitáramos esa cifra cuando nos ocupamos de un círculo, la necesitaríamos tal como es, según las reglas usuales, pues es el mismo género de verdad el que esas reglas calculan en todas partes.

Nuestro espíritu está así firmemente encajado entre las limitaciones coercitivas del orden sensible y las del orden ideal. Nuestras ideas deben conformarse a la realidad, sean tales realidades concretas o abstractas, hechos o erincipios, so pena de inconsistencia y frustración ilimitadas.

Hasta ahora los intelectualistas no tienen por qué protestar. Solamente pueden decir que hemos tocado la superficie de la cuestión.

Las realidades significan, pues, o hechos concretos o géneros abstractos de cosas y relaciones intuitivamente percibidas entre ellos. Además significan, en tercer término, como cosas que nuestras nuevas ideas no deben dejar de tener en cuenta, todo el cuerpo de verdades que ya poseemos. Pero, ¿qué significa ahora adecuación con estas triples realidades, utilizando de nuevo la definición corriente?

Aquí es donde empiezan a separarse el pragmatismo y el intelectualismo. Primariamente, sin duda, adecuar significa copiar, aunque vemos que la palabra reloj hace el mismo papel que la representación mental de su mecanismo y que de muchas realidades nuestras ideas pueden ser solamente símbolos y no copias. Tiempo pasado, fuerza, espontaneidad, ¿cómo podra nuestra mente copiar tales realidades?

En su más amplio sentido, adecuar con una realidad, sólo puede significar ser guiado ya directamente hacia ella o bien a sus alrededores, o ser colocado en tal activo contacto con ella que se la maneje, a ella o a algo relacionado con ella, mejor que si no estuviéramos conformes con ella. Mejor, ya sea en sentido intelectual o práctico. Y a menudo adecuación significará exclusivamente el hecho negativo de que nada contradictorio del sector de esa realidad habrá de interferir el camino por el que nuestras ideas nos conduzcan. Copiar una realidad es, indudablemente, un modo muy importante de estar de acuerdo con ella, pero está lejos de ser esencial. Lo esencial es el proceso de ser conducido. Cualquier idea que nos ayude a tratar, práctica o intelectualmente, la realidad o sus conexiones, que no complique nuestro progreso con fracasos, que se adecue, de hecho, y adapte nuestra vida al marco de la realidad, estará de acuerdo suficientemente como para satisfacer la exigencia. Mantendrá la verdad de aquella realidad.

Así, pues, los nombres son tan verdaderos o falsos como lo son los cuadros mentales que son. Suscitan procesos de verificación y conducen a resultados prácticos totalmente equivalentes.

Todo pensamiento humano es discursivo; cambiamos ideas; prestamos y pedimos prestadas verificaciones, obteniéndolas unos de otros por medio de intercambio social. Todas las verdades llegan a ser así construcciones verbales que se almacenan y se hallan disponibles para todos. De aquí que debamos hablar consistentemente de igual forma que debemos pensar consistentemente: pues tanto en el lenguaje como en el pensamiento tratamos con géneros. Los nombres son arbitrarios, pero una vez entendidos se deben mantener. No debemos llamar Abel a Caín o Caín a Abel, pues si lo hacemos así nos desligaríamos de todo el libro del Génesis y de todas sus conexiones con el Universo del lenguaje y los hechos hasta la actualidad. Nos apartaríamos de cualquier verdad que pudiera contener ese entero sistema de lenguaje y hechos.

La abrumadora mayoría de nuestras ideas verdaderas no admite un careo directo con la realidad: por ejemplo, las históricas, tales como las de Caín y Abel. La corriente del tiempo sólo puede ser remontada verbalmente, o verificada de modo indirecto por las prolongaciones presentes o efectos de lo que albergaba el pasado. Si no obstante concuerdan con estas palabras y efectos podremos conocer que nuestras ideas del pasado son verdaderas. Tan cierto como que hubo un tiempo pasado, fueron verdad Julio César y los monstruos antediluvianos cada uno en su propia fecha y circunstancias. El mismo tiempo pasado existió, lo garantiza su coherencia con todo lo presente. Tan cierto como el presente es, lo fue el pasado. La adecuación, así, pasa a ser esencialmente cuestión de orientación, orientación que es útil, pues se ejerce en dominios que contienen objetos importantes. Las ideas verdaderas nos conducen a regiones verbales y conceptuales útiles a la vez que nos relacionan directamente con términos sensibles útiles. Nos llevan a la congruencia, a la estabilidad y al fluyente intercambio humano. Nos alejan de la excentricidad y del aislamiento, del pensar estéril e infructuoso. El libre flujo del proceso de dirección, su libertad general de choque y contradicción pasa por su verificación indirecta; pero todos los caminos van a Roma y al final y eventualmente todos los procesos ciertos deben conducir a experiencias sensibles directamente verificables en alguna parte, que han copiado las ideas de algún individuo.

Tal es el amplio y holgado camino que el pragmatista sigue para interpretar la palabra adecuación. La trata de un modo enteramente práctico. Le permite abarcar cualquier proceso de conducción de una idea presente a un término futuro, a condición de que se desenvuelva prósperamente. Solamente así puede decirse que las ideas científicas, yendo como lo hacen más allá del sentido común, se adecuan a sus realidades. Es, como ya he dicho, como si la realidad estuviera hecha de éter, átomos o electrones, pero no lo debemos pensar tan literalmente. El término energía no ha pretendido nunca representar nada objetivo. Es solamente un medio de medir la superficie de los fenómenos, con el fin de registrar sus cambios en una fórmula sencilla.

Pero en la elección de estas fórmulas de fabricación humana no podemos ser caprichosos impunemente, como no lo somos en el plano práctico del sentido común. Debemos hallar una teoría que actúe, y esto significa algo extremadamente difícil. pues nuestra teoría debe mediar entre todas las verdades previas y determinadas experiencias nuevas. Debe perturbar lo menos posible al sentido común y a las creencias previas, y debe conducir a algún término sensible que pueda verificarse exactamente. Actuar significa estas dos cosas y la ligadura es tan estrecha que casi no deja lugar a ninguna hipótesis. Nuestras teorías están cercadas y controladas como ninguna otra cosa lo está. Sin embargo, algunas veces las fórmulas teóricas alternativas son igualmente compatibles con todas las verdades que conocemos, y entonces elegimos entre ellas por razones subjetivas. Escogemos el género de teoría del cual somos ya partidarios; seguimos la elegancia o la economía. Clerk-Maxwell dice en alguna parte que sería un precario gusto científico elegir la más complicada de dos concepciones igualmente demostradas, y creo que estarán ustedes de acuerdo con él. La verdad en la ciencia es lo que nos da la máxima suma posible de satisfacciones, incluso de agrado, pero la congruencia con la verdad previa y con el hecho nuevo es siempre el requisito más imperioso.

Les he conducido por un desierto arenoso. Pero ahora, si se me permite una expresión tan vulgar, empezaremos a paladear la leche del coco. Aquí nuestros críticos racionalistas descargarán sus baterías sobre nosotros y para contestarles saldremos de esta aridez a la visión total de una importanté alternativa filosófica.

Nuestra interpretación de la verdad es una interpretación de verdades, en plural, de procesos de conducción realizados in rebus, con esta única cualidad en común, la de que pagan. Pagan conduciéndonos en o hacia alguna parte de un sistema que penetra en numerosos puntos de lo percibido por los sentidos, que podemos copiar o no mentalmente, pero con los que en cualquier caso nos hallamos en una clase de relación vagamente designada como verificación. La verdad para nosotros es simplemente un nombre colectivo para los procesos de verificación, igual que la salud, la riqueza, la fuerza, etcétera, son nombres para otros procesos conectados con la vida, y también proseguidos porque su prosecución retribuye. La verdad se hace lo mismo que se hacen la salud, la riqueza y la fuerza en el curso de la experiencia.

En este punto el racionalismo se levanta instantáneamente en armas contra nosotros. Imagino que un racionalista nos hablaría como sigue:

La verdad -dirá- no se hace, se obtiene absolutamente, siendo una relación única que no depende de ningún proceso, sino que marcha a la cabeza de la experiencia indicando su realidad en todo momento. Nuestra creencia de que aquello que hay en la pared es un reloj es ya verdadera, aunque nadie en toda la historia del mundo lo venficara. La simple cualidad de estar en esa relación trascendente es lo que hace verdadero cualquier pensamiento que la posea, independientemente de su verificacion. Vosotros, los pragmatistas, tergiversáis la cuestión -dirá-, haciendo que la existencia de la verdad resida en los procesos de verificación. Estos procesos son meramente signos de su existencia, nuestros imperfectos medios de comprobar después el hecho del cual nuestras ideas poseían ya la maravillosa cualidad. La cualidad misma es intemporal, como todas las esencias y naturalezas. Los pensamientos participan de ellas directamente, como participan de la falsedad o de la incongruencia. No puede ser analizada con arreglo a las consecuencias pragmáticas.

Toda la plausibilidad de esta argumentación racionalista se debe al hecho a que hemos prestado ya tanta atención. En nuestro mundo, abundante como es en cosas de géneros similares y asociadas similarmente, una verificación sirve para otras de su género, y una de las grandes utilidades de conocer las cosas es no tanto conducirnos a ellas como a sus asociados, especialmente a lo que los hombres dicen de ellas. La cualidad de la verdad, obtenida ante rem, significa pragmáticamente el hecho de que en un mundo tal, innumerables ideas actuan mejor por su verificación indirecta o posible que por la directa y real. Así, pues, verdad ante rem significa solamente verificabilidad; pues no es sino un ardid racionalista tratar el nombre de una realidad concreta fenoménica como una entidad independiente y previa, colocándola tras la realidad como su explicación.

He aquí un epigrama de Lessing que el profesor Mach cita:

Sagt Hänschen Schlau zu Vetter Fritz,
Wie kommt es, Vetter Fritzen,
Dass grad' die Reichsten in der Welt,
Das meiste Geld besitzen? (1).

Hanschen Schlau considera aquí el principio riqueza como algo distinto de los hechos denotados por la circunstancia de ser rico el hombre. Anterior a ellos, los hechos llegan a ser solamente una especie de coincidencia secundaria con la naturaleza esencial del hombre rico.

En el caso de la riqueza, a nadie se le oculta la falacia. Sabemos que la riqueza no es sino un nombre para el proceso concreto que se efectúa en la vida de determinados hombres y no una excelencia natural que se encuentra en los señores Rockefeller y Carnegie, y no en el resto de los mortales.

Como la riqueza, también la salud vive in rebus. Es un nombre para determinados procesos, como la digestión, la circulación, el sueño, etcétera, que se desenvuelven felizmente, aunque en este caso nos inclinamos más a imaginarlo como un principio y a decir que el hombre digiere y duerme bien porque él está sano.

Respecto de la fuerza, creo que somos todavía más racionalistas, y nos inclinamos decididamente a tratarla como una excelencia preexistente en el hombre y que explica las hazañas hercúleas de sus músculos.

En cuanto a la verdad, la mayoría de las personas se excede, considerando la explicación racionalista como evidente por sí misma. Pero lo cierto es que todas estas palabras son semejantes. La verdad existe ante rem ni más ni menos que las otras cosas.

Los escolásticos, siguiendo a Aristóteles, usaron mucho la distincion entre hábito y acto. La salud in actu significa, entre otras cosas, dormir y digerir bien. Pero un hombre saludable no necesita estar siempre durmiendo y digiriendo, como el hombre rico no necesita estar siempre manejando dinero o el hombre fuerte levantando pesas. Tales cualidades caen en estado de hábitos entre sus tiempos de ejercicio; e igualmente la verdad llega a ser un hábito de ciertas de nuestras ideas y creencias en los intervalos de reposo de sus actividades de verificación. Tales actividades constituyen la raíz de toda la cuestión y la condición de la existencia de cualquier hábito en los intervalos.

Lo verdadero, dicho brevemente, es sólo el expediente de nuestro modo de pensar, de igual forma que lo justo es sólo el expediente del modo de conducirnos. Expediente en casi todos los órdenes y en general, por supuesto, pues lo que responde satisfactoriamente a la experiencia en perspectiva no responderá de modo necesario a todas las ulteriores experiencias tan satisfactoriamente. La experiencia, como sabemos, tiene modos de salirse y de hacemos corregir nuestras actuales fórmulas.

Lo absolutamente verdadero, es decir, lo que ninguna experiencia ulterior alterará nunca, es ese punto ideal hacia el que nos imaginamos que convergerán algún día todas nuestras verdades temporales. Equivale al hombre perfectamente sabio y a la experiencia absolutamente completa; y si estos ideales se realizan algún día, se realizarán conjuntamente. Entretanto, tendremos que vivir hoy con arreglo a la verdad que podamos obtener hoy y estar dispuestos a llamarla falsedad mañana.

La astronomía ptolomeica, el espacio euclidiano, la lógica aristotélica, la metafísica escolástica fueron expedientes durante siglos, pero la experiencia humana se ha salido de aquellos límites y ahora consideramos que estas cosas son sólo relativamente verdaderas o ciertas dentro de aquellos límites de experiencia. Absolutamente, son falsas, pues sabemos que aquellos límites eran casuales y podrían haber sido trascendidos por teóricos de aquel tiempo lo mismo que lo han sido por teóricos del presente.

Cuando nuevas experiencias nos conduzcan a juicios retrospectivos, podremos decir, usando el pretérito indefinido, que lo que estos juicios expresan fue cierto, aun cuando ningún pensador pasado lo formulara. Vivimos hacia adelante, dice un pensador danés, pero comprendemos hacia atrás. El presente proyecta una luz retrospectiva sobre los procesos previos del mundo. Pueden éstos haber sido procesos verdaderos para los que participaron en ellos. No lo son para quien conoce las ulteriores revelaciones de la historia.

Esta noción reguladora de una verdad potencial mejor, se establecerá más tarde, posiblemente se establecerá algún día, con carácter absoluto y con poderes de legislación retroactiva, y volverá su rostro, como todas las nociones pragmatistas, hacia los hechos concretos y hacia el futuro. Como todas las verdades a medias, la verdad absoluta tendrá que hacerse, y ha de ser hecha como una relación incidental al desarrollo de una masa de experiencias de verificación a las que contribuyen con su cuota las ideas semiverdaderas.

Ya he insistido en el hecho de que la verdad está hecha en gran parte de otras verdades previas. Las creencias de los hombres en cualquier tiempo constituyen una experiencia fundada. Pues las creencias son, en sí mismas, partes de la suma total de la experiencia del mundo y llegan a ser, por lo tanto, la materia sobre la que se asientan o fundan para las operaciones del día siguiente. En cuanto la realidad significa realidad experimentable, tanto ella como las verdades que el hombre obtiene acerca de ella están continuamente en proceso de mutación, mutación acaso hacia una meta definitiva, pero mutación al fin y al cabo.

Los matemáticos pueden resolver problemas con dos variables. En la teoría newtoniana, por ejemplo, la aceleración varía con la distancia, pero la distancia también varía con la aceleración. En el reino de los procesos de la verdad, los hechos se dan independientemente y determinan provisionalmente a nuestras creencias. Pero estas creencias nos hacen actuar y, tan pronto como lo hacen, descubren u originan nuevos hechos que, consíguientemente, vuelven a determinar las creencias. Así, todo el ovillo de la verdad, a medida que se desenrolla, es el producto de una doble influencia. Las verdades emergen de los hechos, pero vuelven a sumirse en ellos de nuevo y los aumentan: esos hechos, otra vez, crean o revelan una nueva verdad (la palabra es indiferente) y así indefinidamente. Los hechos mismos, mientras tanto, no son verdaderos. Son, simplemente. La verdad es la función de las creencias que comienzan y acaban entre ellos.

Se trata de un caso semejante al crecimiento de una bola de nieve, que se debe, por una parte, a la acumulación de la nieve, y, de otra, a los sucesivos empujones de los muchachos, codeterminándose estos factores entre sí incesantemente.

Hallámonos ahora ante el punto decisivo de la diferencia que existe entre ser racionalista y ser pragmatista. La experiencia está en mutacion, y en igual estado hállanse nuestras indagaciones psicológicas de la verdad; el racionalismo nos lo concederá, pero no que la realidad o la verdad misma es mutable. La realidad permanece completa y ya hecha desde la eternidad, insiste el racionalismo, y la adecuación de nuestras ideas con ella es aquella única e inanalizable virtud que existe en ella y de la que nos ha hablado. Como aquella excelencia intrínseca, su verdad nada tiene que ver con nuestras experiencias. No añade nada al contenido de la experiencia. Es indiferente a la realidad misma; es superveniente, inerte, estática, una reflexión meramente. No existe, se mantiene u obtiene, pertenece a otra dimensión distinta a la de los hechos o a la de las relaciones de hechos, pertenece, en resumen, a la dimensión epistemológica, y he aquí que con esta palabra altisonante el racionalismo cierra la discusion.

Así, tal como el pragmatismo mira hacia el futuro, el racionalismo se orienta de nuevo a una eternidad pasada. Fiel a su inveterado hábito, el racionalismo se vuelve a los principios y estima que, una vez que una abstracción ha sido nombrada, poseemos una solución de oráculo.

La extraordinaria fecundidad de consecuencias para la vida de esta radical diferencia de perspectiva aparecerá claramente en mis últimas conferencias. Deseo, entretanto, acabar ésta demostrando que la sublimidad del racionalismo no lo salva de la inanidad.

Cuando se pide a los racionalistas que, en lugar de acusar al pragmatismo de profanar la nocion de verdad, la definan diciendo exactamente lo qUé ellos entienden por tal, se obtienen estas respuestas:

1. La verdad es un sistema de proposiciones que ofrecen la pretensión incondicional de ser reconocidas como válidas (2).

2. Verdad es el nombre que damos a todos aquellos juicios que nos hallamos en la obligación de llevar a cabo por una especie de deber imperativo (3).

La primera cosa que nos sorprende en tales definiciones es su enorme trivialidad. Son absolutamente ciertas, por supuesto, pero absolutamente insignificantes hasta que se las considera pragmáticamente. ¿Qué significa aquí pretensión y qué se quiere decir con la palabra deber? Es perfectamente correcto hablar de pretensiones por parte de la realidad, con la que ha de existir adecuación, y de obligaciones por nuestra parte con respecto a la adecuación, entendiendo las palabras pretensión y deber como nombres resumidos para las razones concretas del porqué pensar con arreglo a normas verdaderas es conveniente para los mortales. Sentimos las pretensiones y las obligaciones, y las sentimos precisamente por las razones enunciadas.

Pero los racionalistas que hablan de pretensión y obligación dicen expresamente que éstas nada tienen que ver con nuestros intereses prácticos o razones personales. Nuestras razones para la adecuación son hechos psicológicos, dicen, relativos a cada pensador y a los accidentes de su vida. Son meramente su evidencia, no parte de la vida de la verdad misma. Esta vida se lleva a cabo en una dimensión puramente lógica o epistemológica, distinta de la psicológica, y sus pretensiones anteceden y exceden a toda motivación personal. Aunque ni el hombre ni Dios llegaran a conocer la verdad, habría que definir la palabra como lo que debe ser comprobado y reconocido.

Nunca hubo más excelente ejemplo de una idea abstraída de los hechos concretos de la experiencia y usada luego para oponerse y negar a aquello de que fue abstraída.

En la filosofía y en la vida corriente abundan ejemplos análogos. La falacia sentimentalista consiste en derramar lágrimas ante la justicia en abstracto; la generosidad, la belleza, etcetera, y no conocer estas cualidades cuando se las encuentra en la calle, porque las circunstancias las hacen vulgares. Leo en la biografía de un eminente racionalista editada privadamente: Era extraño que con tal admiración por la belleza en abstracto. mi hermano no sintiera entusiasmo por la arquitectura bella. los buenos cuadros o las flores. Y en casi la última obra filosófica que he leído encuentro pasajes como los siguientes: La justicia es ideal. únicamente ideal. La razón concibe que debe existir. pero la experiencia demuestra que no puede ... La verdad que debiera existir, no puede ser ... La razón está deformada por la experiencia. Tan pronto como la razón entra en contacto con la experiencia, ésta se vuelve contra aquélla.

La falacia racionalista es aquí exactamente análoga a la sentimentalista. Ambas extraen una cualidad de los cenagosos hechos de la experiencia y la encuentran tan pura cuando la han extraído que la comparan con todos y cada uno de sus cenagosos ejemplos, como si fuera de una naturaleza opuesta y mas elevada. Tal es su naturaleza. Es la naturaleza de las verdades que han de ser validadas, verificadas. Nuestra obligación de buscar la verdad es parte de nuestra obligación general de hacer lo que vale la pena. La retribución que aportan las ideas verdaderas es la única razón para seguirlas. Idénticas razones existen con respecto a la riqueza y a la salud.

La verdad no formula otra clase de pretensiones ni impone otra clase de deberes que el que formulan e imponen la riqueza y la salud. Todas estas pretensiones son condicionales; los beneficios concretos que ganamos se reducen a lo que llamamos la prosecución de un deber. En el caso de la verdad, las creencias falsas actúan a la larga tan perniciosamente como beneficiosamente actúan las creencias verdaderas. Hablando abstractamente, la cualidad verdadera puede decirse que es absolutamente valiosa y la cualidad falsa absolutamente condenable: se puede llamar a la una buena y a la otra mala, de modo incondicional. Imperativamente, debemos pensar lo verdadero y rechazar lo falso.

Pero si tratamos literalmente toda esta abstracción, y la oponemos a su suelo materno de la experiencia, considérese cuán absurda es la posición en que nos habremos colocado.

No podemos, pues, dar un paso adelante en nuestro pensamiento real. ¿Cuándo reconoceré esta verdad y cuándo aquélla? El conocimiento ¿será en alta voz o silencioso? Si a veces es ruidoso y a veces silencioso, ¿cómo será ahora? ¿Cuándo una verdad se incorporará en el casillero de nuestra enciclopedia; y cuándo saldrá al combate? ¿Debo estar repitiendo constantemente la verdad dos veces dos hacen cuatro a causa de su eterna pretensión al reconocimiento? ¿O será algunas veces inadecuado? ¿Debe mi pensamiento preocuparse noche y día con mis pecados y faltas porque los tengo realmente o puedo ocultarlos e ignorarlos para ser un miembro social decoroso y no una masa mórbida de melancolía y disculpas?

Es completamente evidente que nuestra obligación de reconocer la verdad, lejos de ser incondicional, es sumamente condicionada. La Verdad, en singular y con mayúscula, exige abstractamente ser reconocida, pero las verdades concretas en plural, necesitan ser reconocidas sólo cuando su reconocimiento es conveniente. Debe preferirse siempre una verdad a una falsedad cuando se relacionan ambas con una situación dada, pero cuando no ocurre así la verdad no constituye más deber que la mentira. Si se me pregunta qué hora es, y contesto diciendo que vivo en el número 95 de Irving Street, mi respúesta es, sin duda alguna, verdadera, pero no se comprenderá por qué tengo que darla. Lo mismo sería dar una dirección equivocada.

Admitiendo que existen condiciones que limitan la aplicación del imperativo abstracto la consideracíon pragmatista de la verdad se nos impone en toda su plenitud. Se comprende que nuestro deber de conformarnos con la realidad está fundado en una trama perfecta de conveniencias concretas.

Cuando Berkeley explicó lo que la gente entiende por materia, la gente penso que él negaba la existencia de la materia. Cuando Schiller y Dewey explican ahora lo que la gente entiende por verdad, se les acusa de negar su existencia. Los críticos dicen que los pragmatistas destruyen todas las reglas objetivas y que sitúan la estupidez y la sabiduría en un mismo plano. Una fórmula favorita para describir las doctrinas de Schiller y las mías consiste en decir que nosotros creemos que al considerar como verdad cualquier cosa que nos agrade llenamos todos los requisitos pragmatistas.

Dejo a la consideración de ustedes el juzgar si esto es o no una insolente calumnia. Atenido el pragmatista más que ningún otro, a todo el cuerpo de verdades fundamentales acumuladas desde el pasado y a las coacciones que el mundo de los sentidos ejerce sobre él, ¿quién tan bien como él siente presión inmensa del control objetivo bajo el cual nuestras mentes realizan sus operaciones? Si alguien imagina que esta ley es laxa, dejadle que se abstenga de su mandamiento un solo día, dice Emerson. Mucho menos he oído hablar recientemente del uso de la imaginación en la ciencia. Es tiempo de recomendar el empleo de un poco de imaginación en filosofía. La mala gana de nuestros críticos para no leer sino el más necio de todos los significados posibles en nuestros argumentos, hace tan poco honor a su imaginación, que apenas descubro algo parecido en la filosofía contemporánea. Schiller dice que la verdad es aquello que actúa. Por la tanto, se le reprocha que limita la verificación al más bajo utilitarismo material. Dewey dice que la verdad es lo que proporciona satisfacción. Se le reprocha que subordina la verdad a lo agradable.

Nuestros críticos necesitan, ciertamente, más imaginación de las realidades. He tratado honestamente de forzar mi propia imaginación y de leer el mejor significado posible en la concepción racionalista, pero confieso que ello me desconcierta. La nocion de una realidad que nos exige adecuarnos a ella, y por ninguna otra razón sino simplemente porque su proposito es incondicionado o trascendente, es algo en lo que yo no veo ni pies ni cabeza. Pruebo a imaginarme a mí mismo como la única realidad en el mundo, y luego qué más pretendería si se me permitiera. De admitirse la posibilidad de mi pretensión de que de la nada surgiera un espíritu y me copiara, indudablemente puedo imaginar lo que significaría la copia, pero no puedo hacer conjeturas sobre el motivo. No puedo explicarme qué bien me haría ser copiado, o qué bien le haría a aquel espíritu copiarme si las consecuencias ulteriores se excluyen expresamente y en principio como motivos de la pretensión (como lo son por nuestras autoridades racionalistas). Cuando los admiradores del irlandés del cuento lo llevaron al lugar del banquete en una silla de manos sin asiento, él dijo: En verdad, si no fuera por el honor que supone, podría haber venido a pie. Así. me sucede en este caso: si no fuera por el honor que supone, podría muy bien haber prescindido de la copia. Copiar es un modo genuino de conocer (lo que por alguna extraña razón nuestros trascendentalistas contemporáneos se disputan por repudiar), pero cuando vamos más allá del acto de copiar y recurrimos a las formas innominadas de adecuación que se han negado expresamente ser copias, orientaciones o acomodaciones, o cualquier otro proceso pragmáticamente definible, el qué de la adecuación reclamada se hace tan ininteligible como el porqué de ella. No se puede imaginar para ella ni motivo ni contenido. Es una abstracción absolutamente carente de significado (4).

Indudablemente, en este campo de la verdad son los pragmatistas, y no los racionalistas, los más genuinos defensores de la racionalidad del Universo.




Notas

(1) Juanito el Astuto dice a su primo Fritz: ¿Cómo te explicas que los mis ricos en el mundo tengan la mayor cantidad de dinero?

(2) A. E. Taylor: Philosophical Review, XIV, p. 298.

(3) H. Rickert: Der Gegensstand der Erkenntniss. Cap. sobre Die Urtheilsnothwendigkeit.

(4) No olvido que el profesor Rickert renunció hace ya algün tiempo a toda noción de verdad, como fundada en su adecuación con la realidad, Realidad, segün él, es cuanto se adecua con la verdad, y la verdad está fundada únicamente en nuestro deber fundamental. Esta evasión fantástica, junto con la cándida confesión de fracaso de Joachim en su libro The Nature of Truth, me parece indicar la bancarrota del racionalismo en este asunto, Rickert se ocupa de parte de la posición pragmatista con la denominación de lo que él llama relativismus. No puedo discutir aquí este texto, Baste decir que su argumentación en aquel capítulo es tan endeble, que no parece corresponder al talento de su autor.

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