Índice de Manifiesto al servicio del personalismo de Emmanuel MounierAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II. LA CIVILIZACIÓN PERSONALISTA, PRINCIPIO DE UNA CIVILIZACIÓN COMUNITARIA

Hoy, cuando la elocuencia abandona las virtudes del liberalismo para cantar las alabanzas de lo colectivo, es conveniente subrayar a la vez todas las ilusiones que se preparan de este lado, tras haber vaciado la copa de las ilusiones de la libertad (1). Ni la multiplicación de los grupos, ni su adensamiento nos aseguran que el espíritu comunitario haga progresos sólidos y reales. Una riqueza abundante puede enmascarar una profunda decadencia orgánica. Determinada proliferación puede ser incluso, como sugiere Bergson, la señal del absurdo, y determinado gigantismo, el signo de la debilidad. Se ha visto después de la guerra cómo varios de estos cuerpos imponentes, que se creían construidos a cal y canto, se han desmoronado un día de golpe. Tras haber despejado los cimientos de la persona, nos es preciso buscar las condiciones orgánicas de una verdadera comunidad.


LOS GRADOS DE LA COMUNIDAD

La despersonalización del mundo moderno y la decadencia de la idea comunitaria son para nosotros una sola y misma disgregación.

Ambas conducen al mismo subproducto de humanidad: la sociedad sin rostro, hecha de hombres sin rostros, el mundo del se (2), donde flotan, entre individuos sin carácter, las ideas generales y las opiniones vagas, el mundo de las posturas neutrales y del conocimiento objetivo. Es en este mundo, reino del se dice y del se hace, donde surgen las masas, aglomerados humanos sacudidos a veces por movimientos violentos, pero sin responsabiildad diferenciada (3). ¿Cuándo abandonarán nuestros políticos esta palabra injuriosa de la que hacen una mística? Las masas son desperdicios, y no comienzos. Despersonalizada en cada uno de sus miembros, y, en consecuencia, despersonalizada como totalidad, la masa se caracteriza por una mezcla singular de anarquía y tiranía, por la tiranía de lo anónimo, la más vejatoria de todas en cuanto que oculta todas las fuerzas, auténticamente denominables, que se recubren de su impersonalidad. Hacia la masa tiende el mundo de los proletarios, perdido en la triste servidumbre de las grandes ciudades, de los bloques-cuarteles, de los conformismos políticos, de la máquina económica. Hacia la masa tiende la desolación pequeño burguesa. Hacia la masa se desliza una democracia liberal y parlamentaria olvidadiza de que la democracia era primitivamente una reivindicación de la persona. Las sociedades pueden multiplicarse; las comunidades, acercar a sus miembros, pero ninguna comunidad es posible en un mundo donde no hay ya prójimo, donde no quedan más que semejantes que no se miran. Cada uno vive en sí mismo, en una soledad que se ignora incluso como soledad e ignora la presencia de otra: a lo más, llama sus amigos a algunos dobles de sí mismo, con los que puede satisfacerse y tranquilizarse.

El primer acto de mi iniciación a a vida personal es tener conciencia de mi vida anónima. El primer paso, correlativo, de mi iniciación a la vida comunitaria es tener conciencia de mi vida indiferente: indiferente para los demás, porque ella está indiferenciada de los demás. Estamos aquí por debajo del umbral en que comienza la vida solidaria de la persona y de la comunidad.

Las masas, a veces, son poseídas por una violenta necesidad de autoafirmación y se transforman en lo que ya hemos llamado las sociedades en nosotros. Ejemplo: un público, una sociedad fascista, una clase militante, un partido viviente, un bloque o un frente de batalla. Aquí vemos el primer grado de la comunidad. El mundo del se no tenía dibujo: el mundo del nosotros adquiere unas referencias, unas costumbres, unos entusiasmos definidos. El mundo del se carecía de voluntad común: el mundo del nosotros posee unas fronteras y se yergue en ellas con vigor. El mundo del se es el mundo del abandono y de la indiferencia: el mundo del nosotros se templa por una abnegación consentida y a menudo heroica a la causa común. Pero este nosotros violentamente afirmado no es, para cada uno de los miembros que lo profesa, un pronombre personal, un compromiso de su libertad responsable. Demasiado frecuentemente le sirve para huir de la angustia de la elección y de la decisión en las comodidades del conformismo colectivo. Se atribuye las victorias del conjunto y arroja sobre él los errores. Esta forma elemental de comunidad, por ser ardiente y llevar a cada individuo a un grado elevado de exaltación, se constituye, pues, si no se está en guardia, contra la persona. Tiende a la hipnosis, como la masa anónima tiende al sueño. Es incluso, y lo hemos visto en los fascismos y lo comprobaremos en los frentes políticos, la última fiebre de una sociedad que se disuelve. Propende de modo innato a la concentración, al gigantismo: es decir, al mecanismo y a la opresión.

Una forma más flexible, más viva, de las sociedades en nosotros que la sociedad del tipo bloque es la que nos ofrece la camaradería y el compañerismo. Una vida privada abundante circula por ella, de una amplitud lo bastante corta como para animar con ella a toda la extensión, para llegar al alma del grupo en el momento mismo en que se realiza. Comunidad que es ya mucho más humana que las precedentes: un equipo de trabajo, un club deportivo, una escuadra, un grupo de jóvenes. Sin embargo, efervescente y animada, puede ilusionar sobre su propia solidez; la vida, el dinamismo, habrán sido tomados por una realidad más profunda. Entrenamiento maravilloso, no pasa de ser una comunidad de superficie, donde se corre el riesgo de apartarse de sí mismo, sin presencia y sin relación verdadera.

Inferiores, sin duda, en espiritualidad, pero superiores en organización son las sociedades vitales. La unión reside en el hecho de llevar una vida en común y de organizarse para vivirla lo mejor posible. Es, pues, en sentido amplio, biológica. Los valores que la rigen son la tranquilidad, el vivir bien, la dicha: a saber, lo útil, más o menos lejanamente dirigido a lo agradable. Ejemplo: un paisanaje, una economía, una familia, que ningún otro lazo espiritual mantiene más que una especie de nido hecho por los hábitos y una división, que se ha convertido en automática, de los trabajos domésticos. Las funciones están repartidas, pero no personalizan a los responsables: en rigor, son intercambiables. En ellas, cada uno vive una especie de hipnosis difusa; si él piensa, piensa las ideas que segregan los intereses de la asociación o sus intereses en la asociación. Las piensa bajo la forma de una afirmación agresiva, sin que busque extraer los valores objetivos que podrían servir o el drama propio de cada uno de sus miembros. La persona tampoco gana nada en esta forma de asociación. Toda sociedad vital se inclina hacia una sociedad cerrada, egoísta, si no está animada desde el interior por otra comunidad espiritual en la que se injerta. La vida no es capaz de universalidad y de entrega, sino únicamente de afirmación y de expansión. Se percibe aquí la ilusión y el peligro de todo despertar comunitario que no esté fundado más que en una exaltación de los poderes vitales o en una organización científica de la ciudad.

La sociedad razonable, que apela a la razón impersonal del racionalismo burgués o del cientifismo materialista, cree escapar a este peligro. Nosotros la vemos oscilar entre dos polos:

Una sociedad de inteligencias, donde la serenidad de un pensamiento impersonal (en el límite de un lenguaje lógico riguroso) aseguraría la unanimidad entre los individuos y la paz entre las naciones. ¡Como si este esperanto de gran lujo pudiese reemplazar al esfuerzo personal y sustituir a la realidad viva! Por algunos bocetos del pasado cabe imaginar qué furia tiránica podría alcanzar, bajo una máscara de imparcialidad universal, o bajo un fanatismo confesado, tal sociedad. Creyendo en la infalibilidad automática de su lenguaje, los dogmáticos están dispuestos nada menos que a dar a los hombres el tiempo necesario, la libertad necesaria, para acceder a la verdad. Aristócratas por añadidura, son ellos los que instalan férreas policías sobre el conformismo y la hipocresía legales.

Las sociedades jurídicas contractuales, que no son más que eso, no sólo no miran a las personas, a las modalidades de su compromiso, a la evolución de su voluntad, sino que ni siquiera contemplan el contenido del contrato que las vincula. Es decir, que, fuera de una organización viva de la justicia, de la que el derecho no debe ser más que un simple servidor, ellas llevan un germen de opresión incluso en su juridicismo.

Así se comprueba definitivamente la imposibilidad de fundar la comunidad esquivando la persona, aunque fuese sobre pretendidos valores humanos, deshumanizados porque están despersonalizados. Reservaremos, pues, el nombre de comunidad a la única comunidad válida y sólida, la comunidad personalista, la que es, más que simbólicamente, una persona de personas.

Si fuese preciso dibujar su utopía, describiríamos a una comunidad en la que cada persona se realizaría en la totalidad de una vocación continuamente fecunda, y la comunión del conjunto sería una resultante viva de estos logros particulares. El lugar de cada uno sería, en ella, insustituible, al mismo tiempo que armonioso con el todo. El amor sería su vínculo primero, y no ninguna coacción, ningún interés económico o vital, ningún mecanismo extrínseco. Cada persona encontraría allí, en los valores comunes, trascendentes al lugar y al tiempo particular de cada uno, el vínculo que los religaría a todos.

Sería sumamente peligroso suponer este esquema históricamente realizable. Pero, ya se le tome como un mito director, o bien se crea, como el cristiano, que, realizado más allá de la historia, no deja de conferir a la historia una dirección fundamental, es él quien debe orientar el ideal comunitario de un régimen personalista.

El aprendizaje del nosotros, efectivamente, no puede prescindir del aprendizaje del yo. El le acompaña y le sigue en sus vicisitudes: el anonimato de las masas está hecho de la disolución de los individuos; la crispación de las sociedades en nosotros responde a este estadio en el que la personalidad está obstinada en la afirmación de sí o cerrada sobre su tensión heroica. Pero cuando comienzo a interesarme por la presencia real de los hombres; a reconocer esta presencia frente a mí; a aprehender la persona que ella me revela, el tú que ella me propone; a ver en ella, no una tercera persona, un no importa qué, una cosa viva y extraña, sino otro yo mismo, entonces he realizado el primer acto de la comunidad, sin la cual ninguna institución tendrá solidez.

Sólo se debe, pues, a la miseria del lenguaje el tener que definir con dos palabras un régimen, una revolución personalista y comunitaria. Lo social objetivado, exterioriza, considerado separadamente en una comunidad de personas, no es ya un valor humano ni espiritual: a lo más, un organismo necesario y, en ciertos momentos, peligroso para la integridad del hombre. Lo Público está corrompido si se opone a lo privado, y si, en lugar de apoyarse sobre él, lo comprime y rechaza. Hay por tanto un desorden simétrico de esta búsqueda de la personalidad o de esta vida privada que encierran al hombre en unos egoísmos cerrados. La humanidad no es más que una abstracción impensable, y mi amor a la Humanidad, nada más que una pedantería, si yo no testimonio a mi alrededor lo que es el gusto activo y atento de las personas singulares, una puerta abierta a todo extranjero.

Naturalmente que la organización de la ciudad, en la práctica, debe anticiparse a este crecimiento interno de la comunidad en la medida exacta en que la indiferencia y el egoísmo la retardan y en que los acercamientos materiales, al multiplicarse sin descanso, solicitan de los hombres una unión cada vez más orgánica allí donde parecen poner cada vez menos complacencia en prepararse a ello. No puede esperarse que todos los hombres consientan en convertirse en personas para construir una ciudad. No se puede esperar que la revolución espiritual esté terminada en los corazones para comenzar las revoluciones institucionales que pueden, al menos, ahorrar la catástrofe en los mecanismos exteriores e imponer una cierta disciplina institucional a los individuos desfallecientes. Nosotros no hemos elevado el problema para arrancarIo a la realidad. Las ciudades humanas no se organizan según unos casos puros y unas situaciones ideales. Los hombres que las componen están allí completamente encenagados en la materia de su individualidad; las sociedades que tienen, para el bien de todos, unos derechos sobre su individualidad, son ellas mismas más o menos inorgánicas, están muy alejados de una comunidad perfecta y, en consecuencia, cuando usan de sus derechos sobre los individuos, incluso en período normal, oprimen a las personas. Entre la inalienabilidad teórica de la persona y los deberes del individuo respecto a las sociedades cercanas, cada caso impondrá un desgarramiento: la historia de la ciudad estará hecha de subordinaciones abusivas, de compromisos, de choques. En lugar de una armonía, una tensión siempre a punto de romperse. Pero esta tensión es fuente de vida. Preserva al individuo de la anarquía y a las sociedades del conformismo. Los regímenes totalitarios que piensan eliminarla no conocen los recursos explosivos que existen en el corazón del hombre y que un día se volverán contra ellos.


SOLEDAD Y COMUNIDAD

En esta lucha, la persona no puede alcanzar nunca la libertad y la comunión perfectas a las que aspira. Ninguna sociedad humana, por tanto, puede eliminar los dramas y las grandezas de la sociedad. A un escritor de izquierdas que impetraba recientemente una organización de la sociedad destinada a hacer olvidar al hombre, una voz de extrema derecha la respondía justamente que el problema central del humanismo es, quizá, el enseñar al hombre cómo conocer y llevar su soledad. Pese a la apariencia, es también un problema de acción. Desconfiemos del político que ignora la soledad, que no le otorga un lugar en su vida, en su conocimiento de los hombres y en sus visiones del futuro: es como el burgués absorbido, materializado por sus actividades exteriores; no trabaja ya para el hombre, aunque se crea revolucionario. El sentimiento de la soledad es la toma de conciencia de todo el margen no espiritualizado, no personalizado, por tanto, de mi vida interior y de mi vida de relación. Ese sentimiento no da la medida de mi insociabilidad (no hablamos del sentimiento negativo del aislamiento), sino la suma de las indigencias de mi persona: en ningún sitio, quizá, lo experimento más ásperamente que cuando huyo de mí mismo y engaño mi sed de comunión al multiplicar mis relaciones objetivas con los hombres. No es desde fuera como se combate la soledad, mediante el cúmulo de relaciones, por la inflación de la vida pública; ni es mucho menos, como lo creían nuestros ingenuos sociólogos, por el estrechamiento de la solidaridad funcional. Todos estos medios pueden romper obstáculos, crear reflejos, ocupar esperas. A menos de que nos instalemos en una distracción pavorosa, no ahogan esta queja interior. Cuanto más alta es la cualidad de nuestra vida personal, más ampliamente la soledad abre sus abismos. Por ello, el lugar que se le da es, quizá, la mejor medida del hombre.

Muchos imaginan la sociedad de sus sueños tomando de modelo el ideal burgués que se hacen de su vida personal. Para ésta, una dicha modesta, pero sin vacíos, es permanecer rodeado hasta el último momento. Para el organismo social, una pirámide de tapujos donde el individuo esté tranquilizado desde todos los puntos por unos contactos sociales, unas familiaridades concretas que le enmascaran su drama y le ahorran el esfuerzo de elevar su imaginación o de ensanchar su aventura. Se olvida que la abstracción, bajo sus diversas formas, es también un hecho humano, es decir, un hecho espiritual. El conocimiento de las cosas y de los hombres por contacto y familiaridad sensible es el más bajo grado del conocimiento y de la comunión; él crea la acción más primitiva y la menos humanizada. Del artesano, que sólo domina tres operaciones elementales, al jefe de industria (y por tal entendemos el jefe que lleva realmente en él, en su pensamiento y en su autoridad, la vida compleja de su empresa), hay un progreso y no una regresión. Lo que se quiere expresar y que se discierne insuficientemente cuando se denuncia la abstracción del mundo moderno, es que una forma particular, y particularmente inhumana, de abstracción, la abstracción matemática, se ha apoderado de su dirección y de sus mecanismos. Esta, en cuanto no conoce ni seres ni formas, tiende efectivamente a más dimensiones que el hombre no sabe ya abarcar con su acción y que le aplastan. Algunos, a quienes asusta este desbordamiento del hombre por sus creaciones, hablan entonces, en términos falsamente próximos a los que han sido empleados más arriba, de que el hombre se limite a los objetos que puede manejar, como si la cuestión no fuese el elevarlo a los que puede realmente pensar, y el ampliar su círculo: vuelta a la tierra, cruzada del artesanado, defensa del pequeño comercio, regionalismo ingenuo, formas todas ellas de cierto proximismo cuya creencia principal es que la comunidad es resultado del acercamiento material del hombre y de las cosas o de los hombres entre sí. Transformando en sistema unos correctivos, como veremos, necesarios, es preciso denunciar en ello otras tantas tentativas para neutralizar la soledad y volver a sus proporciones honradas la aventura humana. La tensión necesaria, que una visión heroica del hombre debe mantener, entre la soledad y la comunidad, debería tenerse aquí presente. La persona no es una potencia de envergadura infinita. Pero no está hecha para inspirar sistemas mediocres de garantía contra la grandeza.




Notas

(1) Esprit, didembre de 1934, Révolution personnaliste; enero de 1935, Révolution communautaire.

(2) Cf. Maxime Chastaing, L'on, Esprit, agosto-septiembre de 1934.

(3) Definimos aquí un sentido técnico de la masa. No pretendemos que toda realidad a la que se aplica este nombre se reduzca a esta imagen-límite, aunque tienda siempre a ella.

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