Índice de Manifiesto al servicio del personalismo de Emmanuel MounierAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

¿Qué es el personalismo?

I. PRINCIPIOS DE UNA CIVILIZACIÓN PERSONALISTA

Una civilización personalista es una civilización cuyas estructuras y espíritu están orientados a la realización como persona de cada uno de los individuos que la componen. Las colectividades naturales son reconocidas en ella en su realidad y en su finalidad propia, distinta de la simple suma de los intereses individuales y superior a los intereses del individuo considerado materialmente. Sin embargo, tienen como fin último el poner a cada persona en estado de poder vivir como persona, es decir, de poder acceder al máximum de iniciativa, de responsabilidad, de vida espiritual.


¿QUÉ ES UNA PERSONA?

Sería salirnos de nuestro propósito querer dar de la persona, al comienzo de este capítulo, una definición a priori. No se podría evitar el comprometer, con ello, estas direcciones filosóficas o religiosas de las que hemos dicho que deberían ser separadas de toda confusión, de todo sincretismo. Si se quiere una designación lo bastante rigurosa para el fin que nos proponemos, diremos que:

Una persona es un ser espiritual constituido como tal por una forma de subsistencia y de independencia en su ser; mantiene esta subsistencia mediante su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, aSimilados y vividos en un compromiso responsable y en una constante conversión; unifica así toda su actividad en la libertad y desarrollo, por añadidura, a impulsos de actos creadores, la singularidad de su vocación.

Por precisa que pretenda ser, no se puede tomar esta designación como una verdadera definición. La persona, efectivamente, siendo la presencia misma del hombre su característica última, no es susceptible de definición rigurosa. No es tampoco objeto de una experiencia espiritual pura, separada de todo trabajo de la razón y de todo dato sensible. Se revela, sin embargo, mediante una experiencia decisiva, propuesta a la libertad de cada uno; no la experiencia inmediata de una sustancia, sino la experiencia progresiva de una vida, la vida personal. Ninguna noción puede sustituirla. A quien al menos no se ha acercado, o ha comenzado esta experiencia, todas nuestras exigencias le son incomprensibles y cerradas. En los límites que nos fija aquí nuestro campo, no podemos más que describir la vida personal, sus modos, sus caminos y hacer una llamada a ella. Ante ciertas objeciones que se hacen al personalismo, es preciso admitir que hay gentes que son ciegas a la persona, como otras son ciegas a la pintura o sordas a la música, con la diferencia de que éstos son ciegos responsables, en cierto grado, de su ceguera: la vida personal es, en efecto, una conquista ofrecida a todos, y una experiencia privilegiada, al menos por encima de cierto nivel de miseria.

Digamos inmediatamente que a esta exigencia de una experiencia fundamental el personalismo añade una afirmación de valor, un acto de fe: la afirmación del valor absoluto de la persona humana. Nosotros no decimos que la persona del hombre sea el Absoluto (aunque para un creyente, el Absoluto sea Persona y en el rigor del término no sea más espiritual que personal). También pedimos que se tenga cuidado de no confundir el absoluto de la persona humana con el absoluto del individuo biológico o jurídico (y pronto veremos la diferencia infinita entre uno y otro). Queremos decir que, tal como la designamos, la persona es un absoluto respecto de cualquier otra realidad material o social y de cualquier otra persona humana. Jamás puede ser considerada como parte de un todo: familia, clase, Estado, nación, humanidad. Ninguna otra persona, y con mayor razón ninguna colectividad, ningún organismo puede utilizarla legítimamente como un medio. Dios mismo, en la doctrina cristiana, respeta su libertad, aunque la vivifique desde el interior: todo el misterio teológico de la libertad y del pecado original reposa sobre esta dignidad conferida a la libre elección de la persona. Esta afirmación de valor puede ser en algunos el efecto de una decisión que no es ni más irracional ni menos rica de experiencia que cualquier otro postulado de valor. Para el cristiano, se funda en la creencia de fe de que el hombre está hecho a imagen de Dios, desde su constitución natural, y que está llamado a perfeccionar esta imagen en una participación progresivamente más íntima en la libertad suprema de los hijos de Dios.

Si no se comienza por situar todo diálogo sobre la persona en esta zona profunda de la existencia, si nos limitamos a reivindicar las libertades públicas o los derechos de la fantasía, se adopta una posición sin resistencia profunda, ya que entonces se corre el riesgo de no defender más que privilegios del individuo, y es cierto que estos privilegios deben ceder en diversas circunstancias en beneficio de una cierta organización del orden colectivo.

Cuando hablamos de defender la persona, gustosamente se sospecha que queremos restituir, bajo una forma vergonzosa, el viejo individualismo. Es, pues, hora de distinguir con mayor precisión entre persona e individuo. Esta distinción nos lleva por su propio peso a describir la vida personal del exterior al interior. Descubrimos en ella cinco aspectos fundamentales.


I. ENCARNACIÓN Y COMPROMISO.
PERSONA E INDIVIDUO.

Hemos dicho que no existe experiencia inmediata de la persona. Cuando intento, por vez primera, encontrarme, lo hago ante todo difusamente en la superficie de mi vida y es más bien una multiplicidad lo que se me aparece. Me vienen de mí imágenes imprecisas y cambiantes que me dan por sobreimpresión actos dispersos, y veo circular en ellos los distintos personajes, entre los cuales floto, en los cuales me distraigo o me escapo. Gozo con complacencia y avaricia esta dispersión que es para mí una especie de fantasía interior, fácil y excitante. Esta dispersión, esta disolución de mi persona en la Materia, este reflujo en mí de la multiplicidad desordenada e impersonal de la materia, objetos, fuerzas, influencias en las que me muevo, es, en primer término, lo que llamaremos el individuo.

Pero sería erróneo imaginar la individualidad como este simple abandono pasivo al flujo superficial de mis percepciones, de mis emociones y de mis reacciones. Existe en la individualidad una exigencias más mordiente, un instinto de propiedad que en el dominio de sí mismo es lo que la avaricia para la verdadera posesión. Ofrece como actitud primera al individuo que cede a ella, el envidiar, el reivindicar, el acaparar, el asegurar después, sobre cada propiedad que ha logrado de esta forma, una fortaleza de seguridad y de egoísmo para defenderla contra las sorpresas del amor.

Dispersión, avaricia, he aquí los dos signos de la individualidad. La persona es señorío y elección, es generosidad. Está, pues, en su orientación íntima, polarizada justamente a la inversa del individuo.

Sin embargo, no se debería inmovilizar en una imagen espacial esta distinción necesaria entre persona e individuo. Para hablar un lenguaje al que no atribuimos otro valor que el de la comodidad, no existe, sin duda, en mí un solo estado aislado que no esté en cierto grado personalizado, ninguna zona donde mi persona no esté en cierto grado individualizada o, lo que es lo mismo, materializada. En el límite, la individualidad es la muerte: disolución de los elementos del cuerpo, vanidad espiritual. La persona despojada de toda avaricia y recogida completamente sobre su esencia, sería asimismo la muerte en otro sentido, en el sentido cristiano, por ejemplo, del paso a la vida eterna. En esta oposición del individuo a la persona no es preciso ver más que una bipolaridad, una tensión dinámica entre dos movimientos interiores, el uno de dispersión, el otro de concentración. Es decir, que la persona, en el hombre, está sustancialmente encarnada, mezclada con su carne, aunque trascendiendo de ella, tan íntimamente como el vino se mezcla con el agua. De ello se deducen varias consecuencias importantes.

Ningún espiritualismo del Espíritu impersonal, ningún racionalismo de la idea pura interesa al destino del hombre. Son juegos inhumanos de pensadores inhumanos. Desconociendo la persona, aunque exalten al hombre, un día se estrellarán. No existe tiranía más cruel que la que se realiza en nombre de una ideología.

La íntima involucración de la persona espiritual con la individualidad material hace que el destino de la primera dependa estrechamente de las condiciones impuestas a la segunda. Somos los primeros en proclamar que el despertar de una vida personal no es posible, fuera de las vías heroicas, más que a partir de un mínimo de bienestar y de seguridad. El mal más pernicioso del régimen capitalista y burgués no es hacer morir a los hombres, es ahogar en la mayor parte de ellos, por la miseria, o por el ideal pequeño burgués, la posibilidad y hasta el gusto mismo de ser personas. El primer deber de todo hombre, cuando los hombres por millones son separados de esta forma de la vocación humana, no es salvar su persona (puesto que más bien piensa en una forma delicada de su individualidad, al apartarse de ese modo), sino comprometerla en cualquier acción, inmediata o lejana, que permita a estos proscritos hallarse de nuevo situados frente a su vocación con un mínimo de libertad material. La vida de la persona, como se ve, no es una separación, una evasión, una alienación, es presencia y compromiso. La persona no es un retiro interior, un dominio circunscrito en el que se acotase desde fuera mi actividad. Es una presencia actuante en el volumen total del hombre, y toda su actividad está interesada en ello.

Taine y Bourget han creído descubrir al hombre concreto yuxtaponiendo un dominio regido por una causalidad biológica o social al dominio de las actitudes morales o de los actos propiamente humanos, estando los dos dominios, separada y recíprocamente, determinados por una especie de causalidad mecánica. El realismo socialista, para restaurar contra este monstruo de dos caras la solidez del hombre encarnado, afirma una universal autoridad y determinación de la materia. El personalismo vuelve a encontrar la encarnación de la persona en el sentido de sus servidumbres materiales, sin renegar, por ello, de su trascendencia en el individuo y en la materia. Unicamente él salva, a la vez, la realidad viva del hombre y su verdad rectora.


II. INTEGRACIÓN Y SINGULARIDAD.
PERSONA Y VOCACIÓN.

Sin embargo, si bien es conveniente recordar las servidumbres de la persona, bases necesarias. de su desarrollo -quien quiere hacer de ángel, hace de bestia-, es preciso no olvidar que la persona está polarizada en el sentido opuesto de la individualidad. La individualidad es dispersión, la persona es integración. El individuo encarnado es la cara irracional de la persona, por donde le llegan sus alimentos oscuros y siempre más o menos mezclados con la nada. Nosotros la tomamos en su esencia, no digamos por su aspecto racional (porque la palabra es ambigua), sino por su actividad inteligente y ordenadora.

Es sabido, en efecto, en qué manera incluso la individualidad biológica, mucho mejor caracterizada ya que la individualidad física, es difícilmente determinable. El individuo humano, animal superior, no es más que el encuentro azaroso y precario de un conglomerado inestable, el soma, y de una continuidad difusa, el germen, ambos en distintos grados sometidos a un medio del que nunca están separados por un contorno preciso de fenómenos.

Saltemos al plano de la conciencia, por encima de la dispersión de mi individualidad; si avanzo un poco, vienen hacia mí lo que pueden aparecérseme como bosquejos superpuestos de mi personalidad: personajes que yo represento, nacidos de la vinculación de mi temperamento con mi capricho, que frecuentemente han permanecido ahí o han vuelto a aparecer por sorpresa; personajes que yo fui, y que sobreviven por inercia, o por cobardía; personajes que yo creo ser, porque los envidio, o los recito, o los dejo imprimirse en mí por efecto de la moda; personajes que yo querría ser, y que me aseguran una buena conciencia porque creo serlos. Tan pronto uno como otro me dominan: y ninguno me es extraño, porque cada uno aprisiona una llama tomada del fuego invisible que arde en mí; pero cada uno me sirve de refugio contra este fuego más secreto que iluminaría todas las pequeñas historias, que dispersaría todas las pequeñas avaricias.

Despojemos a los personajes, avancemos más profundamente. He aquí mis deseos, mis voluntades, mis esperanzas, mis llamamientos. ¿Es ya éste mi yo? Los unos, que se presentan bellamente, surgen de mi sangre. Mis esperanzas, mis voluntades, se me aparecen rápidamente como pequenos sIstemas testarudos y cerrados contra la vida, el abandono y el amor. Mis acciones, en donde yo creo, por fin, encontrarme, he aquí que también se dedican a la elocuencia, y las mejores me parecen las más extrañas, como si otras manos, en el último instante, hubieran sustituido a mis manos.

Un esfuerzo aún, y desato estos nudos resistentes para llegar a un orden más interior. Una organización celular se dibuja, pero aún anárquica; unos centros de iniciativa, pero todavía desorientados y encubriendo una orientación más profunda. Esta unificación progresiva de todos mis actos, y mediante ellos, de mis personajes o de mis situaciones, es el acto propio de la persona. No es una unificación sistemática y abstracta, es el descubrimiento progresivo de un principio espiritual de vida, que no reduce lo que integra, sino que lo salva, lo realiza al recrearlo desde el interior. Este principio creador es lo que nosotros llamamos en cada persona su vocación. Que no tiene como valor primario el de ser singular, porque, aunque caracterizándole de manera única, acerca al hombre a la humanidad de todos los hombres. Pero, al mismo tiempo que unificadora, es singular por añadidura. El fin de la persona le es así, en cierto modo, interior: es la búsqueda ininterrumpida de esta vocación.

De aquí que el fin de la educación no sea adiestrar al niño para una función o amoldarle a cierto conformismo, sino el de madurarJe y de armarle (a veces, desarmarle) lo mejor posible para el descubrimiento de esta vocación que es su mismo ser y el centro de reunión de sus responsabilidades de hombre.

Toda la estructura legal, política, social o económica no tiene otra misión última que asegurar, en primer término, a las personas en formación la zona de aislamiento, de protección, de juego y de ocio que le permitirá reconocer en plena libertad espiritual esta vocación; a continuación, ayudarles sin violencia a liberarse de los conformismos y de los errores de orientación; finalmente, darles, mediante la disposición del organismo social y económico, los medios materiales necesarios para conceder a esta vocación su máximum de fecundidad. Es necesario precisar que esta ayuda es debida a todbs sin excepción; que no debería ser más que una ayuda discreta, que dejase al riesgo y a la iniciativa creadora todo el terreno necesario. La persona sola encuentra su vocación y hace su destino. Ninguna otra persona, ni hombre, ni colectividad, puede usurpar esta carga. Todos los conformismos privados o públicos, todas las opresiones espirituales, encuentran aquí su condenación.


III. SUPERACIÓN.
PERSONA Y DESPRENDIMIENTO.

Una primera aproximación nos ha hecho definir a la persona como una vocación unificadora. La expresión parece designar un modelo que nos es dado completamente constituido como una cosa. Pero nosotros no experimentamos directamente la realidad consumada de esta vocación. Mi conocimiento de mi persona y su realización son siempre simbólicos e inacabados.

Mi persona no es la conciencia que yo tengo de ella. Según las profundidades que mi esfuerzo personal ha descubierto en esta conciencia, ella se une con los caprichos del individuo, más profundamente con los personajes que yo interpreto, más profundamente aún con mis voluntades, mis acciones, más o menos orientadas, contra mi vocación. Si yo llamo personalidad, no a la cara múltiple y sin cesar cambiante de la individualidad, sino a esa construcción coherente que se presenta en cada momento como la resultante provisional de mi esfuerzo de personalización, esto no es todavía mi persona, sino una quiebra más o menos inestable de mi persona que ahí he encontrado. Integra los reflejos y las proyecciones del individuo, los distintos personajes de los que me he encargado y las más finas aproximaciones, a veces conscientes apenas, que cierto instinto agudo me da sobre mi persona. Pero mi persona, como tal, está siempre más allá de su objetivación actual, supraconsciente y supratemporal, más amplia que las visiones que de ella tengo, más interior que las construcciones que de ella intento.

Su realización, pues, lejos de ser esta crispación del individuo o de la personalidad propietaria sobre sus ríquezas adquiridas, es, por el contrario, a consecuencia de esta trascendencia (o, si se quiere ser modesto en la expresión, de este trascender) de la persona, un esfuerzo constante de superación y de desprendimiento; por tanto, de renunciamiento, de desposesión, de espiritUalización. Llegamos aquí al proceso de espiritualización característico de una ontología personalista; es, al mismo tiempo, un proceso de desposesión y un proceso de personalización. No decimos interiorización, porque la palabra sigue siendo confusa, y no indica cómo este desprendimiento conduce, por el contrario, a un más amplio poder de compromiso y comunión. Se podría decir, con Berdiaeff, que vivir como una persona es pasar continuamente de la zona en que la vida espiritual está objetivada, naturalizada (esto es, del exterior al interior: las zonas de lo mecánico, de lo biológico, de lo social, de lo psicológico, del código moral), a la realidad existencial del sujeto.

También aquí es preciso deshacerse de la ilusión de las palabras: el sujeto, en el sentido en que lo usamos aquí, es el modo del ser espiritual; el racionalismo nos ha acostumbrado durante demasiado tiempo a emplear en el lenguaje corriente subjetividad como sinónimo de irrealidad. El sujeto es, a la vez, una determinación, una luz, una llamada a la intimidad del ser, un poder de trascendencia interior al ser. Lejos de confundirse con el sujeto biológico, social o psicológico, disuelve continuamente sus contornos provisionales para convocarles a reunirse, al menos a aproximarse en torno a una significación siempre abierta. Bajo su impulso, la vida de la persona es, pues, esencialmente una historia, y una historia irreversible.

Esta vida íntima de la Persona, vibrando en todos nuestros actos, es la que constituye el ritmo sólido de la existencia humana. Sólo ella responde a las necesidades de autenticidad, de compromiso, de plenitud, que el materialismo marxista y el naturalismo fascista pretenden establecer en las realizaciones objetivas del hombre. Y es Irreemplazable.

El error de los matemáticos -escribía Engels- ha sido el creer que un individuo puede realizar por su propia cuenta lo que únicamente puede hacer toda la humanidad en su desarrollo continuo. Afirmamos que el error del marxismo y del fascismo es creer que la nación, o el Estado, o la Humanidad, puede y debe asumir en su desarrollo colectivo lo que únicamente puede y debe asumir cada persona humana en su desarrollo personal.

La experiencia fundamental que tenemos de esta realidad personal es la de un destino desgarrado, de un destino trágico o, como se ha dicho, de una situación-límite. La inquietud, la movilidad, no son valores en sí. Pero a fuerza de desconcertar nuestros pactos, nuestras prudencias, nuestras astucias, nos revelan que, para nuestro tormento, nuestras manos no tienen ningún remedio, que no encontraremos la tranquilidad ni en la abundancia de los deseos contradictorios, ni siquiera en una ordenación que no hará más que empujamos más adelante. El sacrificio, el riesgo, la inseguridad, el desgarramiento, la desmesura, son el destino ineluctable de una vida personal. Mediante ellos, la debilidad, que algunos llamarán el pecado, ocupan nuestra experiencia común.

Con ellos, el dolor está inviscerado en el corazón de nuestro humanismo. Este dolor no tiene lugar ni en un universo de la pura razón ni en un universo científico, y, sin embargo, él es, vinculado al sacrificio, la prueba soberana de toda experiencia. Debemos luchar contra cualquier injusticia, contra cualquier desorden que le abra la puerta. Debemos prohibirnos todo comercio mórbido con él, y esa tentación fácil contra la Alegría, que identifica lo espiritual y lo atormentado. Pero sabemos que continúa indomable, porque está clavado en el corazón de nuestra Persona, más allá de nuestros estados psicológicos y de nuestra conciencia. Ahí coincide con la presencia de la muerte. Reconocemos a los nuestros en los que no sucumben a la tentación de la dicha.

No menos los reconocemos, y esto no es contradictorio con lo anterior, en aquellos que aman la Alegría, la plenitud e incluso, si les es dada, esta serenidad que es una paz deslumbrante y fecunda. Ni optimistas, ni mediocres. Ni avaros de posesiones, ni turbulentos de gozos. Pero generosos con todo lo que es generoso, sin estimar que sea pagano el estar ávido de la singularidad de los hombres y de la belleza de las cosas, al mismo tiempo que de la verdad amada por sí misma. Y buscando cualquier luz de la que aporte un orden vivo, una gratuidad distraída y liberal a la abundancia del mundo y de su corazón. El mundo de la Persona no es, como escribe con suficiencia un joven comunista, aquel que el hombre alcanza cuando ha envejecido, cuando ha abandonado o dominádo sus deseos. No es un universo aburrido y un tanto solemne. Mucho menos aún es esta carrera desesperada hacia la Nada que quieren ver en él los que no han oído hablar del personalismo más que por los artículos de la prensa sobre Kierkegaard. Es resplandor y superabundancia, es esperanza.

Contra el mundo sin profundidad de los racionalismos, la Persona es la protesta del misterio. Pero cuidado con entenderlo mal. El misterio no es lo misterioso, ese decorado de cartón donde se complace cierta vulgaridad vanidosa compuesta de impotencia intelectual, de necesidad fácil de singularidad y de un horror sensual a la firmeza. No es la complicación de las cosas mecánicas. No es lo raro y lo confidencial, o la ignorancia provisionalmente consagrada. Es la presencia misma de lo real, tan trivial, tan universal como la Poesía, a la que con más gusto se abandona. Es en mí donde yo le conozco, más puramente que en otro sitio, en la cifra indescifrable de mi singularidad, porque ahí se revela como un centro positivo de actividad y de reflexión, no sólo como un núcleo de negaciones y de ocultamientos. Reconocemos a los nuestros en que tienen sentido del misterio, esto es, de lo que hay por debajo de las cosas, de los hombres y del lenguaje que les acerca. En definitiva, vinculando el misterio a su debilidad, en que son humildes; en que no se hacen los listos.

Este esfuerzo de trascendencia personal constituye la cualidad misma del hombre. Distingue a los hombres entre ellos, no sólo por la singularidad de sus vocaciones inconmensurables, sino, sobre todo, por esta cualidad interior que da a cada uno, y que selecciona a los hombres, mucho más allá de sus herencias, de sus talentos o de su condición, en el corazón mismo de su existencia. Así restituida desde el interior, la persona no tolera ninguna medida material o colectiva, que es siempre una medida impersonal. En este sentido podría decirse del humanismo personalista, con palabras peligrosamente desviadas por el uso, que es anti-igualitario o aristocrático. Pero sólo en este sentido. Poseyendo cada persona a nuestros ojos un precio inestimable y para nosotros, los cristianos, un precio infinito, existe entre ellas una especie de equivalencia espiritual que prohibe en absoluto a cualquiera de ellas el tomar a las demás como medio, o clasificadas según la herencia, el valor y la condicion. En este sentido, nuestro personalismo es un anti-aristocratismo fundamental, que no excluye en absoluto las organizaciones funcionales, pero las rechaza a su plano, y defiende a sus beneficiarios contra dos tentaciones unidas: la de ejercer el abuso sobre sí y la de abusar de los demás. Prácticamente, esta actitud nos conduce a temer en toda organización, en todo régimen, al mismo tiempo que una cristalización de los engranajes, una ruptura total entre dirigentes y dirigidos, una transformación automática de la función en casta. Ciertas instituciones deberán prevenir estos defectos constitucionales de todo gobierno de los hombres, separando el privilegio de la responsabilidad, y velando de forma permanente por la flexibilidad de los organismos sociales.

El personalismo rechaza, pues, a la vez, un aristocratismo que no diferenciase a los hombres más que según la apariencia, y un democratismo que ignorase su principio íntimo de libertad y de singularidad. Son dos formas de materialización, de objetivación, de la vida personal. El personalismo ofrece la perspectiva de lo que son las deformaciones opuestas.


IV. LIBERTAD.
PERSONA Y AUTONOMÍA.

El mundo de las relaciones objetivas y del determinismo, el mundo de la ciencia positiva, es, a la vez, el mundo más impersonal, el más inhumano y el más alejado de la existencia. La persona no encuentra en él sitio alguno porque, en la perspectiva que ese mundo tiene de la realidad no cuenta para nada una nueva dimensión que la persona introduce en el mundo: la libertad. Hablamos aquí de libertad espiritual. Es preciso distinguirla cuidadosamente de la libertad del liberalismo burgués.

Los regímenes autoritarios tienen por costumbre afirmar que ellos defienden contra el liberalismo la verdadera libertad del hombre, cuyo acto propio no es la posibilidad de suspender sus actos o de negarse indefinidamente, sino de adherirse.

Tienen razón en que el liberalismo, vacío de toda fe, ha trasladado el valor de la libertad, de su fin, a los modos de su ejercicio. Por ello, le parece que la espiritualidad del acto libre no es el darse un fin, ni incluso elegido, sino el estar al borde de la elección, siempre disponible, siempre suspendido y nunca comprometido. En el concluir, en el actuar, ve la suprema grosería.

La condición esclavizada de la persona, sobre la que el marxismo ha llamado la atención, ha dividido, sin embargo, a los hombres en dos clases en cuanto al ejercicio de la libertad espiritual. Los unos, suficientemente liberados de las necesidades de la vida material para poder ofrecerse el lujo de esta disponibilidad, hacían de ella una forma de su ocio, llena de mucha complacencia y totalmente desprovista de amor. Los otros, a los que no se les dejaba ver otra cara de la libertad más que la de las libertades políticas, recibían el simulacro de ellas en un régimen que les quitaba poco a poco toda eficacia y retiraba disimuladamente a sus beneficiarios la libertad material que les hubiese permitido el ejercicio de una auténtica libertad espiritual.

Los fascismos y el marxismo tienen razón al denunciar en esta forma de libertad un poder de ilusión y de disolución. La libertad de la persona es la libertad del descubrir por sí misma su vocación y de adoptar libremente los medios de realizarla. No es una libertad de abstención, sino una libertad de compromiso. Lejos de excluir toda coacción material, implica en el seno de su ejercicio las disciplinas que son la condición misma de su madurez. Impone igualmente, en el régimen social y económico, todas las coacciones materiales necesarias cada vez que a favor de condiciones históricas dadas la libertad material dejada a las personas o los grupos cae en la esclavitud o coloca en situación de inferioridad a alguna otra persona. Ya es decir bastante que la reivindicación de un régimen de libertad espiritual no tiene solidaridad ninguna con la defensa de los fraudes a la libertad y de las opresiones secretas con las cuales la anarquía liberal ha infectado el régimen político y social de las democracias contemporáneas.

Pero cuando más necesarias son estas precisiones, tanto más importa el denunciar este primario y burdo descrédito en el que algunos intentan hoy arrojar a la libertad, solidariamente con el liberalismo agonizante. La libertad de la persona es adhesión. Pero esta adhesión no es propiamente personal más que si es un compromiso consentido y renovado en una vida espiritual liberadora, no la simple adherencia obtenida por la fuerza o por el entusiasmo a un conformismo público. Paralizar la anarquía en un sistema totalitario rígido, no es organizar la libertad.

La persona no puede, pues, recibir desde fuera ni la libertad espiritual ni la comunidad. Todo lo que puede hacer y todo lo que un régimen institucional debe hacer por la persona es nivelar ciertos obstáculos exteriores y favorecer ciertas vías. A saber:

1. Desarmar cualquier forma de opresión de las personas.

2. Establecer, alrededor de la persona, un margen de independencia y de vida privada que asegure a su elección una materia, cierto juego y una garantía en la red de las presiones sociales.

3. Organizar todo el aparato social sobre el principio de la responsabilidad personal, hacer actuar en él los automatismos en el sentido de una mayor libertad ofrecida a la elección de cada uno.

Se puede así llegar a una liberación principalmente negativa del hombre. La verdadera libertad espiritual corresponde exclusivamente a cada uno conquistarla. No se puede confundir, sin caer en la utopía, la minimización de las tiranías materiales con el Reinado de la libertad.


V. COMUNIÓN.
PERSONA Y COMUNIDAD.

Decimos que el individuo y la personalidad, aspectos objetivos y materializados de la persona, tienen como móvil principal unos sentimientos de reivindicación y de propiedad. Ellos se complacen en su seguridad, desconfían de lo extraño, se niegan. No basta, pues, con haber salido de la dispersión del individuo para alcanzar la persona. Una personalidad a la que se haya rehecho una sangre y un rostro, un hombre al que se haya vuelto a poner en pie, del que se haya tensado su actividad, puede que no ofrezca más que un alimento mayor y una mayor energía a su avaricia.

Dos caminos se abren, efectivamente, al salir del individualismo a la obra ambigua de nuestra personalización.

Uno conduce a la apoteosis de la personalidad, a unos valores que van de abajo a arriba, de la agresividad a la tensión heroica. El héroe es su culminación suprema. Se podrían distinguir aquí varias. ramificaciones: estoica, nietzscheana, fascista.

El otro conduce a los abismos de la persona auténtica, que no se encuentra más que dándose, y nos introduce en los misterios del ser. El santo está al final de esta vía, como el héroe está al final de la primavera. Integra también el heroísmo y la violencia espiritual, pero transfigurados: digamos que es la vía de quien valora, ante todo, a un hombre por su sentido de las presencias reales, por su capacidad de recepción y de donación. Nos encontramos en el corazón de la paradoja de la persona. Es el lugar donde la tensión y la pasividad, el tener y el don se entrecruzan, luchan y se responden. Basta con habernos inclinado sobre estos abismos y haber señalado su lugar. Sobre las realidades últimas que pueden encontrarse en ellos, la manera como pueden sellar todo el edificio que acabamos de describir, distintos sistemas de pensamiento que deben realizar un combate común a favor de la organización personalista de la ciudad de los hombres, aportan profesiones distintas que no son ya de la incumbencia de esta ciudad.

Encontramos, pues, la comunión inserta en el corazón mismo de la persona, integrante de su misma existencia.

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