Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro séptimo - Capítulo tercero Película - MetrópolisBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO OCTAVO
Armonía final
Capítulo primero



Hemos visto cómo es mentira e hipocresia todo cuanto nos rodea; cómo representamos una comedia profundamente inmoral cuando entramos en la iglesia y en el palacio real, en la sala del Parlamento, en la alcaldía; cómo nuestra razón y nuestra inteligencia, nuestro sentimiento de la verdad y de la justicia se rebelan contra todas las instituciones políticas y económicas, contra todas las formas existentes de la vida social y sexual. Largo tiempo hemos caminado en una obscuridad desesperante por entre ruinas ridículas decoraciones de teatro. Ya es tiempo de que la luz y la perspectiva de un abrigo hospitalario nos conforten y nos consuelen.

La contradicción entre la nueva concepción del mundo y las antiguas instituciones entristece y apena a todo hombre culto, y cada cual aspira con ardor a escapar a este continuo sufrimiento. Admítese comunmente que hay dos métodos para recobrar la paz perdida, y que se puede elegir entre ellos: uno sería volver resueltamente atrás, otro caminar resueltamente hacia adelante. Sería preciso o volver en fondo a las formas que lo han perdido, o romperlas por completo y rechazarlas. Hace falta, pues, enseñar al pueblo a creer otra vez, atraerle o empujarle a la iglesia; afirmar el poder del rey, aumentar la consideración del sacerdote; borrar de las memorias el recuerdo de las revoluciones; quemar los libros del libre pensamiento y, de paso, a unos cuantos librepensadores; destruir las cátedras de enseñanza y edificar púlpitos; rezar, ayunar, cantar salmos y obedecer a la autoridad; gozar en las fiestas de la iglesia; divertirse leyendo vidas de santos; edificarse con historias milagrosas; dar el rico al pobre limosnas suficientes, y si esto no satisface al desgraciado, que tenga paciencia hasta que entre en el reino celestial, donde todos los días le darán carne asada y vino. Hecho esto, la felicidad renacerá en la Tierra; el que tiene lo gozará tranquilamente, el que no tiene nada conservará la esperanza de una vida mejor; el hombre descontento quedará en libertad de emigrar a una isla desierta, si puede descubrir alguna en cualquiera parte. O bien, hay que barrer toda la mescolanza de instituciones que datan de la Edad Media; tratr a los curas, pastores y rabinos como charlatanes vulgares, si como a tales se les mira; arrojar de sus palacios a los reyes con muchos miramientos, si es que se les tiene por testaferros o usurpadores; abolir todas las leyes que no puedan resistir a la crítica científica, y hacer que en todas las relaciones de los hombres entren a reinar solamente la lógica y la razón. Estos son los dos métodos propuestos; los partidarios del primero combaten a los del segundo y la lucha desesperada forma el único fonda de la vida política e intelectual de nuestro tiempo.

Pues bien, el punto de partida de esta lucha entre dos partidos, cada uno de los cuales pretende volver a la Humanidad su paz, es un error. No hay dos métodos; no hay más que uno sólo. Volver atrás es imposible, detenerse también lo es. Hay que ir adelante, y cuanto más aprisa se camine, antes se llegará al fin que asegura el descanso. es posible que los que abogan por el pasado tiendan igualmente al bien de la Humanidad; hasta podriamos admitir que todo el mundo se encontraría mejor si volviéramos a las ideas de la antigüedad; a la Edad Media. Pero, ¿de qué serviría esta concesión a los reaccionarios, si su sistema no puede en absoluto realizarse? No hay fuerza humana que pueda determinar al espíritu del hombre a renunciar a verdades adquiridas. Esto es un resultado del desarrollo natural. El niño, en su ignorancia y su irresponsabilidad es, seguramente, más dichoso que el adulto; es más hermoso, más amable, está más contento con la vida. Podemos aspirar a encontrar como hombres, como ancianos, delicias de la niñez; pero una vez que éstas han pasado, pasaron para siempre, y ningún esfuerzo de nuestra voluntad puede volvérnoslas. Es posible matar a un adulto, pero no rehacer un niño; tan imposible es hacer del hombre actual el hombre de hace mil o dos mil años. Querer oponerse a la acción de estas fuerzas elementales sería tan insensato como querer impedir que la Tierra gire. Hay que creer que las verdades científicas no han sido halladas por casualidad, y que lo mismo podíamos haberlas encontrado; resultan de la madurez de la Humanidad, y sólo se han descubierto cuando la civilización ha llegado a una edad determinada. Puede retardarse su descubrimiento y la propagación; podemos, quizá, acelerar ésta, aunque la aceleración sea mucho más inverosímil que el retraso, pero no podemos evitar para siempre el descubrimiento. Esto es tan evidente que no se comprende que haya que afirmarlo o probarlo expresamente. Si un hombre anunciase al público que puede hacer que los hombres, a cada nuevo año, sean un año más jóvenes, se le encerraría, según toda apariencia, en una casa de locos. Y sin embargp, se puede hacer de una pretención semejante el fondo de un programa de gobierno; muchos que lo oyén, conservan su seriedad cuando un estadista recomienda la vuelta a las viejas ideas teológicas y feudales como remedio a las enfermedades del siglo. ¿No es esto proponer a la Humanidad que vuelva de la edad madura a la infancia, y que, anualmente, rejuvenezca un año?

¡No! esto no es serio; y sin embargo, se trata de grandes cuestiones que sólo debían de tratarse seriamente. Admitamos que la Humanidad era más dichosa cuando, en la más profunda ignorancia, en medio de un horizonte intelectual lleno de gruesos errores y necia superstición, llevaba una vida sombría y vegetativa; esta felicidad de la niñez ha pasado, y es tan inútil como insensato desear su vuelta. La salvación de la Humanidad no está, pues, en el pasado. El presente le es intolerable; por lo tanto, debe de poner toda su esperanza en el porvenir. Lo que hace intolerable el presente es, como hemos visto, el rompimiento interior de todo ser civilizado, el contraste entre nuestros pensamientos y nuestras acciones, el perpetuo desacuerdo entre la forma y el fondo. La necesidad de vivir dos existencias, una exterior, otra interior, que están en incesante conflicto, conduce a gasto de fuerza moral que está por sobre el poder del hombre y le agota. Nos impacientá y nos hace desgraciados el no poder dar respuesta satisfactoria a la voz interior que nos pide la razón de todo lo que hacemos, tanto más cuanto que no podemos imponer silencio a esa voz. La lucha de nuestra convicción con nuestra hipocresía nos agita constantemente, haciéndonos imposible el sosiego y la paz. Tal es nuestra situación, que excluye en absoluto toda posibilidad de dicha. Esta, en efecto, supone ante todo la amistad interior, es decir, la ausencia de combates penosos, la tranquilidad del alma.

Hay un sentido profundo en la idea que se forman los hindúes de la felicidad, representada para ellos en forma del nirvana. El nirvana es el reposo absoluto; la suspensión deliciosa del espíritu, que se produce cuando éste no tiene aspiración ni deseo, cuando ya no ve fuera de sí un solo punto que le atraiga o le rechace. Es un estado de felicidad que no puede ni siquiera imaginánselo el hombre civilizado, perpetuamente preso en un torbellino de ideas. A tal estado no se puede llegar más que de dos maneras: por la absoluta ignorancia, cuando el espíritu carece todavía de los órganos necesarios para percibir los puntos de atracción y repulsión que existen fuera de él; por el conocimiento absoluto, cuando el espíritu se halla tan amplio y altamente desarrollado que comprende en sí todo cuanto existe, de suerte que fuera de él no existe ya absolutamente nada que pudiera incitarle a un movimiento, despertar en él un deseo, una inspiración, un cuidado. Este último estado es evidentemente un ideal inaccesible para el hombre; nunca podrá llegar a poseer toda verdad, a reducir los fenómenos complejos a sus leyes sencillas, a ser el sabio absoluto para el cual la diversidad de los fenómenos universales se afirma como racional y necesaria. Por otra parte; hace mucho tiempo que pasó el primer estado. Ya no es ignorante, ve los fenómenos que se verifican fuera de él, busca la verdad, aspira a la ciencia y tiende febrilmente a un término que le atrae y donde espera encontrar el descanso. Lo peor que puede hacer en esta situación es reproducir su impulso y emplear su fuerza en luchar contra la atracción poderosa de su desarrollo natural. Esta lucha no es sólo nada razonable, sino también infinitamente cansada y dolorosa. El oportunismo, tan extendido hoy, tiene miedo a las soluciones radicales, quiere conservar en la mentira a la Humanidad ávida de verdades, y en la lucha entre las viejas formas y las nuevas ideas defiende a aquéllas sin condenar éstas. Es al mismo tiempo el enemigo más cruel de la raza humana y de la moral.

Lo que ante todo necesita la Humanidad es la posibilidad de vivir conforme a su manera de ser. Las viejas formas deben desaparecer, dejar su puesto a otras nuevas, más conformes con la razón; el individuo debe curarse de su rompimiento interior, llegar a ser honrado y verdadero. Sin duda el hombre no alcanzará tampoco así la dicha del nirvana, del descanso sin esfuerzo, de la satisfacción sin deseo; esta felicidad absoluta es inconciliable con la vida orgánica, sinónimo de desarrollo. El desarrollo supone un esfuerzo hacia algo no logrado todavía, y por consiguiente, una falta de satisfacción respecto a lo que ya se tiene; ahora bien, la falta de satisfacción es incompatible con el sentimiento de la felicidad absoluta. El individuo debe sentir cuanto más esta falta de satisfacción, cuanto que es una parte del gran todo -la especie- y en su desarrollo trabaja más por el conjunto que por él. Los resultados de su trabajo de perfeccionamiento no le aprovechan a él, sino a sus herederos; cada generación lucha por la siguiente, cada organismo particular lucha por la colectividad; por consiguiente, el individuo definitivo, de la realización de su propio ideal, de la remuneración de su trabajo. este sentimiento, suponiendo que pudiéramos concebirle, puede sólo exprimentarle la especie, que es un todo, pero nunca el individuo, y quizá no exista algún día sino como un ideal del desarrollo de la humanidad, como una disposición universal que caracterice la especie. Pero si la felicidad absoluta no es posible al hombre, el individuo al menos puede seguir su instinto de desarrollo y sentir que se dirige a su final: el ideal. El sentimiento de que se acerca al fin del desarrollo es ya un goce anticipado del sentimiento de haber alcanzado este fin, y puede suplir a la felicidad absoluta que no le es dable alcanzar. Asi sucede que un hombre, impaciente por llegar a determinado sitio, se siente tranquilo y contento cuando un tren le acerca rápidamente al término de su viaje.

Esto es lo que se puede conseguir, para ello basta solamente no oponer obstáculos artificiales al deseo de progreso que tienen lo pueblos civilizados y no hacer más lento y doloroso su desarrollo defendiendo y conservando las viejas instituciones, cuyo yugo han logrado sacudir. No se puede preservar a éstas de la destrucción; más pronto o más tarde caerán, y sería un beneficio hacer desaparecer en el acto lo que está condenado a la ruina, o abreviar en lo posible el desagradable periodo de demolición, durante el cual anda uno en el lodo, envuelto en el polvo, amenazado a cada momento por sillares que se derrumban. estamos en medio de esta época de destrucción, y sufrimos todas sus molestias. Es posible que una o varias generaciones estén aún condenadas a la misma penosa situación, pero realmente vendrán luego la seguridad y bienestar. Somos sacrificados: para nosotros no se abrirán los magníficos salones del nuevo palacio en cuya edificación venimos trabajando; pero las generaciones futuras le habitarán altivas, tranquilas y alegres como nunca lo estuvieron en el mundo sus predecesores.

La Humanidad tiende a ennoblecerse y no a rebajarse; su desarrollo la hace mejor y más elevada, y no peor y más vulgar, como pretenden sus calumniadores. A través de la atmósfera pura y transparente de la concepción científica del mundo, ve su ideal de desarrollo de modo más claro y brillante que a través de las nubes y espesas nieblas de la superstición. Esto es lo que hay que responder a los que creen incesantemente que sin religión no puede haber moral ni idealismo, y que sin el estado despótico, la propiedad egoísta y el matrimonio enemigo del amor, no hay civilización. En cuanto a los embusteros que, sin convicción, dicen lo mismo únicamente porque tienen interés en defender el orden establecido, no hay por qué discutir con ellos. Los filántropos de corazón sensible, pero de cortas miras, se preocupan del porvenir porque creen ver la grosería, la licencia y el desenfreno, tal vez una vuelta al estado bestial; pero pueden tranquilizarse. La Humanidad sin Dios, sin despotismo y sin egoísmo, seria infinitamente más moral que la sociedad actual. El progreso enseña al hombre verdades que al principio pueden sonar desagradablemente en sus oídos, llenos de lisonjeras mentiras. Le dice: Eres un ser animado que perteneces a una especie llamada Humanidad. está gobernado exactamente por las mismas leyes naturales que los demás seres vivos. Tu lugar en la Naturaleza es el que puedas conquistar por un empleo bien apropiado de todas las fuerzas de tu organismo. La especie es una mitad más elevada, de la que formas parte, un organismo completo en el que tú eres una célula. Vives de la gran vida de la Humanidad, su fuerza vital te produce y te sostiene hasta tu muerte; su movimiento te arrastra con ella a las alturas; sus satisfacciones son tus alegrías. Esto halaga menos el amor propio que si un charlatán le dice: Eres el favorito de un dominador universal omnipotente que se llama Dios; tiene una situación privilegiada en el universo, y puedes procurarte otras ventajas más si me pagas el diezmo y haces lo que yo te mande.

Pero si un día se siente bastante apto para reconocer que el placer infantil que dan las vanas lisonjas es una debilidad indigna; si estudia mejor la doctrina del progreso y la de la teología, hallará fácilmente que la primera es más bella y más consoladora. es verdad que le arrebata el cielo, pero en cambio, ¿qué relaciones íntimas y profundas con la amiga Tierra le da? Es verdad que le suprime las relaciones con Dios, unos santos, unos ángeles y otros seres fabulosos que nunca ha visto, pero en cambio, le da la Humanidad entera por familia, le trae millones de parientes consanguineos que le deben amor, protección y ayuda, y todos sus sentidos le dan testimonio de este lazo común de solidaridad. Es verdad que combate su pretensión orgullosa a una vida eterna, pero le impide desesperarse de su naturaleza limitada, enseñándole a resignarse con ser un episodio insignificante en el movimiento único, esencial, de la vida universal, mostrándole la posibilidad de una duración interminable de su existencia en los descendientes que de él hayan salido.

Destruye la moral existente fundada en la religión, es cierto; pero esta moral es arbitraria, superficial y sencillamente inmoral; no explica por qué llamamos buenas a tales acciones y malas a cuales otras; según ella, el motivo de obrar bien es asegurarse un puesto en el paraiso, y el motivo de abstenerse del mal, evitarse arder en el infierno; hace creer que el hombre está constanemente vigilado para que no se exponga a la tentación y sea malo en el fondo y bueno en apariencia.

Tal es la moral religiosa que se basa en el egoísmo y el miedo a los castigos corporales, en la esperanza de las ventajas del paraiso y el temor a las llamas del infierno; moral buena para egoístas y cobardes, sobre todo para niños, a quienes se sujeta amenazándoles con unas disciplinas o prometiéndoles un terrón de azúcar.

En el lugar de esta moral, que apela a los instintos más miserables del hombre, el progreso sienta un principio general: la solidaridad de la Humanidad, de lo cual resulta una nueva moral, incomparablemente más profunda, más natural y más sublime, y que ordena: Haz todo cuanto contribuya al bien de la Humanidad; abstente de todo cuanto cause a la Humanidad perjuicio o dolor. Para cada cuestión ofrece una respuesta favorable: ¿Qué es bueno? La teología dice: Lo que agrada a Dios, afirmación sin ningún sentido inteligible, a menos que se crea que Dios nos ha revelado sus pensamientos. La moral de la solidaridad dice: Bueno es aquello que, generalizándolo, crearía en la especie condiciones más favorables de existencia. ¿Qué es lo malo? La teología contesta nuevamente: Lo que Dios ha prohibido. La moral de la solidaridad responde: Malo es aquello que, generalizándolo, dañaría a la vida de la especie. ¿Por qué debo hacer bien y abstenerme de hacer mal? La teología dice: Porque Dios lo quiere así>. La moral de la solidaridad dice: Porque no puedes obrar de otra manera. Mientras tiene fuerza vital, la especie tiene también instinto de conservación personal, que le obliga a evitar lo que le es dañino y hacer lo que le es ventajoso. Este instinto es al principio inconsciente, pero luego se eleva hasta la conciencia. Un día, cuando la fuerza vital de la especie se agote, su instinto de conservación personal se debilitará también. Entonces las ideas del bien y del mal se perderán poco a poco, men realidad no habrá ya moral, ya su desaparición será causa de la muerte inmediata de la Humanidad, atacada de decriptud. Entonces cometerá formalmente un suicidio: ¿Cuál será la recompensa o castigo de sus acciones? La teología refunfuña hablando del cielo y del infierno; la moral de la solidaridad dice simplemente: Como eres parte de la Humanidad, su prosperidad es la tuya, su sufrimiento es el tuyo. Por consiguiente, si haces lo que para ella es bueno, te sirves a tí mismo; si haces lo que es para ella malo, te perjudicaras a ti mismo también. La Humanidad floreciente es tu paraiso, la Humanidad decadente es tu infierno. Y como el instinto de conservación personal de la especie es la fuente de tus actos, harás instintivamente el bien y te abstendrás del mal mientras tu espíritu se halle en estado normal. No empezaras a pecar contra la moral natural sino cuando hayas llegado a ser víctima de la degenerescencia mórbida, que también ataca al individuo, impeliéndole a que se mutile o se suicide.

Tal es el corto catecismo de la moral natural, que tiene por fuente la solidaridad de la especie. Esta moral es la única que la Humanidad haya sentido realmente, porque todos los demás principios de moral no han sido nunca más que hipocresía, engañarse a sí mismo y a los demás. La moral natural se resume en el precepto de Rabbi Hillel: Ama a tu prójimo como a tí mismo, en la interpolación hecha por el Evangelio, de que debemos perdonar al enemigo y aún amarlo, y por último, en el imperativo categórico de Kant. El que ha buscado alguna vez una base segura de la moral, como prendado de religioso o filósofo, ha acabado con tropezar con este principio eterno de la solidaridad; porque este principio es un elemento fundamental de la conciencia humana, es uno de los resortes naturales de sus actos. Sólo las religiones que de él han hecho su dogma principal, pudieron tomar universal extensión y duras. este principio indestructible era el que llevaba a los demás dogmas, como el ligero gas que hace subir el aerostato arrastra consigo por el aire todas las partes más pesadas de éste. Si a la moral teológica se sustituye la moral natural, al cristianismo la solidaridad, realízase únicamente una obra de depuración y simplificación; se mantiene lo que la religión ha tomado a los instintos primordiales de la Humanidad aporpiándoselos, y se rechazan las envolturas y disfraces gastados que disimulan su verdadera esencia.

Pero la solidaridad no sólo debe de convertirse en fuente de toda moral, sino que también debe ser fuente de todas las instituciones. Las formas existentes, con excepción del egoísmo, lá solidaridad déterminará las formas llamadas a sustituirlas. El egoísmo despierta el deseo de dominar a los demás, lleva al despotismo, hace reyes, conquistadores, ministros y jefes de partido apasionados por sus intereses; el amor de la especie sugiere el deseo de servir a la colectividad, lleva a la autonomía, a la libre disposición de sí mismo, a una legislación cuyo único fin sea el bien general. El egoismo es causa de las mayores injusticias en el reparto de las riquezas; la solidaridad hace desaparecer estas injusticias de tal modo, que la instrucción y el pan de cada día se aseguran a todo hombre que sea susceptible de educación y quiera trabajar. La lucha por la existencia durará tanto como la vida misma, y será la razón de ser de todo desarrollo y todo perfeccionamiento pero revestirá las formas más dulces, y comparada con su actual desencadenamiento, será lo que la guerra de las naciones civilizadas a una degollación de antropofagos. A la civilización de hoy, cuyos caracteres son el pesimismo, el egoísmo y la mentira, veo sucederse una civilización de verdad, de bienestar, de amor al prójimo. La Humanidad, que hoy es una idea abstracta, será entonces un hecho. ¡Felices las generaciones futuras! Acariciadas por el aire puro del porvenir y bañadas en sus rayos luminosos, les será dado vivir en el seno de esta unión fraternal, sinceras, instruídas, buenas, libres.
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