Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Presentación de Chantal López y Omar CortésLibro primero. Capítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO PRIMERO
Mane - Thecel - Phares
Capítulo primero



La humanidad, cual otro Fausto de Goethe, busca la ciencia y la dicha, pero nunca quizá se halló tan lejos como hoy de poder exclamar al momento presente: ¡Oh, no pases; eres tan hermoso! La civilización y el cultivo de las inteligencias se esparcen por doquier y toman posesión de las más salvajes comarcas. Cada día surge un nuevo y maravilloso descubrimiento que hace la tierra habitable en mayor grado y disminuye las molestias de la existencia. Mas a pesar del mejoramiento de todas las condiciones del bienestar, la humanidad se encuentra descontenta, inquieta, agitada cual nunca estuvo. El mundo civilizado no es otra cosa que una inmensa y repleta sala de enfermos que llenan los espacios con sus dolorosos ayes y se retuercen presa de todo género de sufrimientos. Id de país en país y preguntad de puerta en puerta, ¿el contento habita aquí? ¡Os hallariais tranquilos y dichosos! Invariablemente se os responderá: Busca más lejos; no tenemos eso de que nos hablas. Escuchad hacia las fronteras. De todas partes os traerá el viento siniestros rumores de motines y revueltas contra brutales opresiones.

En Alemania el socialismo ávidámente roe y socava con sus dientes agudos los cimiéñtos del edificio político y social; ni las leyes excepcionales, ni el estado de guerra, ni los poderes sin tasa de la policía, le detienen un instante en su silenciosa y subterránea obra de destrucción. El antisemitismo sólo es una máscara, un pretexto cómodo para la manifestación de pasiones sin valor, a mostrarse bajo su verdadero nombre. En las casas de los pobre y los ognorantes existe la envidia a los que poseen bienes, en los palacios que habitan las que se llaman clases privilegiadas y que son usufructuarioas de los derechos feudales, hay el temor de la competencia mejor dotada que pudiera arrebatarles influencia y poder; entre la juventud tiene el idealismo confuso, que es una forma exagerada e ijusta del patriotismo, la pretensión irrealizable, no solamente a la unidad política de Alemania, sino también a la unidad étnica del pueblo alemán. Un mal secreto, impulsa todos los meses a millares de individuos a dejar su patria, a cruzar los mares; flotas de barcos llenos de emigrantes cada vez más numerosos, salen de los puertos de Alemania; se puede considerar que es una hemorragia del cuerpo nacional, rebelde a todos los tratamientos.

Los partidos políticos se libran unos a los otros terrible y exterminadora guerra; la edad media y la soberanía monárquica luchan contra los tiempos modernos y la soberanía popular.

En Austria-Hungría diez nacionalidades están oprimidas por otras, y desean hacerse todo el mal posible. En cada provincia, casi en cada aldea, las mayorías esclavizan y sacrifican a las minorías; cuando éstas no pueden resistir más, fingen sumisión con la rabia en el alma, y anhelan el desquiciamiento y ruina del Imperio, como único medio de salir de una situación intolerable.

A Rusia pudiéramos creerla vuelta a la barbarie primitiva. Su administración ha perdido todo sentimiento de solidaridad pública, y los empleados lejos de pensar en los intereses del país y del pueblo, no sirven más qué a sus propias conveniencias. Todos los medios les parecen buenos: rapiña y robo, venalidad y tráfico de la justicia. Las gentes instruídas buscan en el nihilismo un arma desesperada, arriesgan mil veces su vida con el fin de llegar por la dinamita o el revólver; el puñal o el incendio, al caos sangriento que su delirio febril les muestra ser condición indispensable de un nuevo orden social. Los hombres de Estado, queriendo combatir este mal tan grave, apelan a los recursos más extraños. El uno ve la salud y la emancipación del pUeblo ruso en el establecimiento del régimen parlamentario; el otro, teniendo fe no más que en el asiatismo, reclama se proscriba en absoluto la importación europea y se afiance y ejerza el despotismo hereditario y sagrado de los zares; otro aún, creyendo en la eficacia de un tratamiento cáustico y violento, propone la guerra a muerte contra Alemania, Austria, Turquía, contra el mundo todo si fuera necesario. Y mientras los médicos discuten, la masa del pueblo se entrega al pillaje y a la matanza de los judíos, demuele sus viviendas, arrasa sus sinagogas, y al mismo tiempo arroja miradas de envidia sobre los palacios de los ricos.

En Inglaterra, puede creerse al primer golpe de vista, en la solidez del suelo y la integridad del edificio político. Pero cuando se mira mejor, siéntese temblar la tierra, se oyen ruidos formidables y amenazadores: la resistencla de los muros es ficticia, porque estos se desmoronan y agrietan por todas partes.

La Iglesia, la nobleza del nacimiento y la nobleza del dinero., están vigorosamente organizadas y protegen sus intereses, de los que tienen muy exacta noción. La burguesía sométese dócilmente a las leyes escritas o no escritas, de la clase dominante; finge humildad y se inclina delante de un noble; jura que no hay cosa más conveniente que la dicha y satisfacción de los diez mil aristócratas, y que es vulgar e imperdonable contrariar sus privilegios. Mas el obrero, el arrendatario de los campos, están fuera de esta conjugación; reclaman su parte de capital y de suelo; fundan asociaciones de libreprensadores y de republicanos; muestran los puños a los reyes y a la aristocracia, y el que desea leer el porvenir, no en las heces de un vaso de café como las viejas, sino en los ojos de loos proletarios ingleses, ve pronta a estallar la tormenta amenazadora.

Poco hablaremos de Irlanda. La revolución económica ha comenzado su marcha irresistible; la muerte tiene levantada su guadaña, y si el Gobierno inglés no consigue ahogar al pueblo en sangre, habrá de consentir en que los desheredados de la fortuna se apoderen, por la fuerza, de las riquezas de los poderosos. Este ejemplo no dejará de encontrar imitadores en Inglaterra y en todas las demás naciones.

En Italia, se mantiene con trabajo una monarquía mal consolidada contra la marea ascendente del republicanismo. Los jornaleros de los arrozales de la Lombardía y de las soledades pantanosas de la Rumania, consumidos por la fiebre y devorados por la miseria, emigran en tropel, o bien, si permanecen en su desdichado país, buscan grandes propietarios a quienes vender por 50 céntimos el tuétano de sus huesos. Á partir de la unificación del reino, la juventud de Italia no tiene, ante sus ojos rumbo fijo, y la irredénta busca y se afana para ofrecerles un ideal nuevo. Los secretos sufrimientos del pueblo se traducen en el Sur por los signos llamados la Camorra y la Maffia, en Toscana por el fanatismo religioso y el cristianismo comunista primitivo.

Francia es, de todos los países de Europa, el que por el momento tiene derecho a creer más en su salud política. Pero en el también, ¡qué de disposiciones morbosas! ¡qué de gérmenes de enfermedad! En todos los rincones de las calles, en las grandes ciudades, oradores populares predican con vehemencia el reparto de bienes y el empleo destructor del petróleo; el cuarto estado se apresta ya con estruendo, ya en silencio a escalar las esferas del gobierno y a arrojar de los cargos públicos y de las prebendas del parlamento y de la municipalidad a la burguesía, que desde 1789 disfruta sola del poder. Los antiguos partidos, viendo llegar el choque inevitable, han pensado resistir, pero tímidamente, sin esperanza, sin unión, por medio de complots monárquicos, militares o del clero.

Es inútil fijarnos mucho en países de menor categoría. El nombre de España evoca también la idea del carlismo y de lós cantones. El de Noruega hace pensar en el conflicto entre el gobierno y la representación nacional; conflicto que contiene la República, como el fruto encierra la semilla. Dinamarca tiene el partido de los campesinos y las crisis minsteriales crónicas. Bélgica su ultramontanismo armado. Todas las naciones, las poderosas como las débiles, se ven aquejadas cada una por su grave plaga; creen hallar, si no la salud, al menor un alivio sacrificando de año en año, con ansiedad creciente, millares de hombres al militarismo, no de otra suerte que los señores de la tierra en la edad media esperaban poder curar cualquier enfermedad peligrosa ofreciendo sus bienes a la Iglesia.
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