Índice de Psicología de las masasPrefacio de G. Le BonCaracterísticas generales de las masas. Ley psicológica de su unidad mentalBiblioteca Virtual Antorcha

INTRODUCCIÓN

LA ERA DE LAS MASAS

Las grandes conmociones que preceden a los cambios de civilización parecen estar determinadas, en primer término, por considerables transformaciones políticas: invasiones de pueblos o derrocamientos de dinastías. Pero un atento estudio de tales sucesos descubre casi siempre, como su causa auténtica y tras sus motivos aparentes, una modificación profunda en las ideas de los pueblos. Las auténticas conmociones históricas no son las que nos asombran en virtud de su magnitud y su violencia. Los únicos cambios importantes, aquellos de los que se desprende la renovación de las civilizaciones, se producen en las opiniones, las concepciones y las creencias. Los acontecimientos memorables son los efectos visibles de los cambios invisibles verificados en los sentimientos de los hombres. Si se manifiestan raramente es porque el fondo hereditario de los sentimientos de una raza es su elemento más estable.

La época actual constituye uno de los momentos críticos en los que el pensamiento humano está en vías de transformación.

En la base de esta última se hallan dos factores fundamentales. El primero es la destrucción de las creencias religiosas, políticas y sociales de las que derivan todos los elementos de nuestra civilización. El segundo, la creación de condiciones de existencia y de pensamiento completamente nuevas, engendradas por los modernos descubrimientos de las ciencias y de la industria.

Aunque conmocionadas, las ideas del pasado siguen siendo todavía muy potentes y, dado que las sustitutas están aún en vías de formación, la edad moderna representa un período de transición y de anarquía.

No resulta fácil decir actualmente lo que podrá surgir algún día de un período así, forzosamente algo caótico. ¿Sobre qué ideas fundamentales se edificarán las sociedades que sucedan a la nuestra? Aún lo ignoramos. Pero ya desde ahora se puede prever que, en cuanto a su organización, tendrán que contar con una potencia nueva, última soberana de la edad moderna: la potencia de las masas. Sobre las ruinas de tantas ideas consideradas antes como verdaderas y hoy día como muertas, de tantos poderes sucesivamente derrocados por las revoluciones, es dicha potencia la única que se ha elevado y parece ser que absorberá muy pronto a las demás. Mientras que nuestras antiguas creencias vacilan y desaparecen, y las viejas columnas de la sociedad se hunden una tras otra, la acción de las masas es la única fuerza a la cual no amenaza nada y cuyo prestigio crece sin cesar. La era en la que entramos será, verdaderamente, la era de las masas.

Hace apenas un siglo, la política tradicional de los estados y las rivalidades de los príncipes constituían los factores más importantes de los acontecimientos. La opinión de las masas no contaba casi nunca. Hoy día pesan poco las tradiciones políticas, las tendencias individuales de los soberanos, sus rivalidades. La voz de las masas se ha convertido en preponderante. Dicta a los reyes su conducta. No es ya en los consejos de los príncipes, sino en el alma de las masas donde se preparan los destinos de las naciones.

El advenimiento de las clases populares a la vida política, su progresiva transformación en clases dirigentes, es una de las más destacadas características de nuestra época de transición. Tal advenimiento no se ha debido, en realidad, al sufragio universal, tan poco influyente durante mucho tiempo y tan fácil de dirigir, al principio. El nacimiento del poderío de las masas ha sido ocasionado, en primer término, por la propagación de ciertas ideas lentamente implantadas en los espíritus y, luego, por la asociación gradual de individuos que ha llevado a la realización de concepciones hasta entonces teóricas. La asociación ha permitido a las masas formarse ideas, si no muy justas, al menos muy firmes en sus intereses, así como hacerse conscientes de su fuerza. Fundan sindicatos, ante los cuales capitulan todos los poderes, bolsas de trabajo que, pese a las leyes económicas, tienden a regir las condiciones laborales y salariales. A las asambleas gubernamentales envían representantes despojados de toda iniciativa, de toda independencia y reducidos, la mayoría de las veces, a no ser sino los portavoces de los comités que los han elegido.

En la actualidad, las reivindicaciones de las masas se hacen cada vez más definidas y tienden a destruir radicalmente la sociedad actual, para conducirla a aquel comunismo primitivo que fue el estado normal de todos los grupos humanos antes de la aurora de la civilización. Limitación de las horas de trabajo, expropiación de las minas, los ferrocarriles, las fábricas y el suelo; reparto equitativo de los productos, eliminación de las clases superiores en beneficio de las populares, etc. He aquí estas reivindicaciones.

Poco aptas para el razonamiento, las masas se muestran, por el contrario, muy hábiles para la acción. La organización actual convierte su fuerza en inmensa. Los dogmas que vemos nacer habrán adquirido muy pronto el poder de las viejas concepciones, es decir: la fuerza tiránica y soberana que queda fuera de discusión. El derecho divino de las masas sustituye al derecho divino de los reyes.

Los escritores que gozan del favor de nuestra burguesía y que más fielmente reflejan sus ideas algo estrechas, sus puntos de vista un tanto miopes, su escepticismo algo sumario, su egoísmo en ocasiones excesivo, se espantan ante el nuevo poder que están viendo crecer y, para combatir el desorden de los espíritus, dirigen llamadas desesperadas a las fuerzas morales de la Iglesia, tan desdeñadas antaño por ellos. Hablan de la bancarrota de la ciencia y nos recuerdan las enseñanzas de las verdades reveladas. Pero estos nuevos conversos olvidan que, si a ellos les ha afectado verdaderamente la gracia, ésta no tendrá el mismo poder sobre almas poco preocupadas por el más allá. Las masas no quieren hoy día dioses de los que han renegado y a los que han contribuido a derrocar sus antiguos amos. Los ríos no remontan hacia sus fuentes.

La ciencia no ha experimentado bancarrota alguna, ni tampoco tiene culpa de la actual anarquía de los espíritus, ni del nuevo poder que crece en medio de dicha anarquía. Nos ha prometido la verdad o, al menos, el conocimiento de las relaciones accesibles a nuestra inteligencia; no nos ha prometido jamás ni la paz, ni la felicidad. Soberanamente indiferente a los sentimientos humanos, no oye nuestras lamentaciones y nada podría restablecer las ilusiones que ha disipado.

Síntomas universales muestran, en todas las naciones, el rápido acrecentamiento del poder de las masas. Sea lo que sea aquello que nos aporta, deberemos sufrirlo. Las recriminaciones son tan sólo palabras vanas. El advenimiento de las masas marcará quizá una de las últimas etapas de las civilizaciones de Occidente, un retorno hacia aquellos períodos de confusa anarquía que preceden a la eclosión de las nuevas sociedades. Pero, ¿cómo impedirlo?

Hasta ahora, el papel más claro desempeñado por las masas ha consistido en las grandes destrucciones de civilizaciones envejecidas. La historia enseña que en el momento en el que las fuerzas morales, armazón de una sociedad, han dejado de actuar, la disolución final es efectuada por estas multitudes inconscientes y brutales, calificadas justamente de bárbaras. Las civilizaciones han sido creadas y han estado guiadas, hasta ahora, por una reducida aristocracia intelectual, jamás por las masas que no tienen poder más que para destruir. Su dominio representa siempre una fase de desorden. Una civilización implica reglas fijas, una disciplina, el tránsito desde lo instintivo hasta lo racional, la previsión del porvenir, un grado elevado de cultura, condiciones totalmente inaccesibles a las masas, abandonadas a sí mismas. Por su poder exclusivamente destructivo, actúan como aquellos microbios que activan la disolución de los cuerpos debilitados o de los cadáveres. Cuando el edificio de una civilización está carcomido, las masas provocan su derrumbamiento. Se pone entonces de manifiesto su papel. Durante un instante, la fuerza ciega del número se convierte en la única filosofía de la historia.

¿Sucederá lo mismo con nuestra civilización? Podemos temerlo, pero aún lo ignoramos.

Resignémonos a sufrir el reinado de las masas, ya que manos imprevisoras han derribado sucesivamente todas las barreras que podían contenerlas.

Estas masas, de las que tanto se comienza a hablar, las conocemos muy poco. Los psicólogos profesionales, que han vivido alejados de ellas, las han ignorado siempre y no les han prestado atención más que desde el punto de vista de los crímenes que pueden cometer. Indudablemente existen masas criminales, pero también las hay virtuosas, heroicas y muchas otras. Los crímenes de las masas no constituyen sino un caso particular de su psicología y, a partir de ellos, no se conocería mejor la constitución mental de las masas que la de un individuo del que tan sólo se describiesen los vicios.

Así pues, a decir verdad, los amos del mundo, los fundadores de religiones o de imperios, los apóstoles de todas las creencias, los hombres de Estado eminentes y, dentro de una esfera más modesta, los simples jefes de pequeñas colectividades humanas siempre han sido psicólogos, sin saberlo, teniendo un conocimiento instintivo del alma de las masas con frecuencia muy seguro. Al conocerla bien, se han convertido fácilmente en sus amos. Napoleón captaba maravillosamente la psicología de las masas francesas, pero desconocía por completo, en ocasiones, la de las multitudes de distintas razas(1). Esta ignorancia le hizo emprender, sobre todo en España y en Rusia, guerras que prepararon su caída.

El conocimiento de la psicología de las masas constituye el recurso del hombre de Estado que desee, no gobernarlas (pues ello se ha convertido hoy día en algo muy difícil), sino, al menos, no ser completamente gobernado por ellas.

La psicología de las masas muestra hasta qué punto es escasa la acción ejercida sobre su naturaleza impulsiva por las leyes y las instituciones, y cuánta es su incapacidad para tener cualquier género de opiniones, aparte de aquellas que les son sugeridas. No sería posible conducirlas a base de reglas derivadas de la pura equidad teórica. Tan sólo pueden seducirlas aquellas impresiones que se hacen surgir en su alma. Si un legislador desea, por ejemplo, establecer un nuevo impuesto, ¿deberá escoger aquel que es, en teoría, más justo? En modo alguno. El más injusto podrá ser prácticamente el mejor para las masas, si es el más invisible y el menos oneroso en apariencia. Así, un impuesto indirecto, aunque sea exorbitante, siempre será aceptado por la masa. Si grava, diariamente, objetos de consumo en fracciones de céntimo, no perturbará los hábitos de las masas y causará poca impresión. Pero si se sustituye por un impuesto proporcional sobre los salarios u otros ingresos, a pagar en una sola vez, levantará unánimes protestas, aunque sea diez veces menos oneroso. Los céntimos invisibles de todos los días son sustituidos entonces, en efecto, por una suma total relativamente elevada y, en consecuencia, produce mayor impresión. Tan sólo pasaría inadvertida si hubiera sido apartada poco a poco, céntimo a céntimo; pero este procedimiento económico supone una dosis de previsión de la que son incapaces las masas.

El ejemplo anterior ilumina muy claramente su mentalidad. No se le escapó a un psicólogo nato, como Napoleón, pero los legisladores, al ignorar el alma de las masas, no pueden comprenderla. La experiencia no les ha enseñado aún lo suficientemente que los hombres no se conducen jamás con arreglo a lo que prescribe la pura razón.

La psicología de las masas podría tener otras muchas aplicaciones. Su conocimiento arroja una viva luz sobre numerosos fenómenos históricos y económicos que, sin ella, serían totalmente ininteligibles.

Aun cuando no fuese más que por pura curiosidad, valdría la pena intentar el estudio de la psicología de las masas. Tan interesante es descifrar los móviles de las acciones de los hombres como el análisis de un mineral o una planta.

Nuestro estudio del alma de las masas es sólo una breve síntesis, un simple resumen de nuestras investigaciones. Unicamente pueden exigírsele algunas sugerencias. A otros corresponderá labrar con más profundidad el surco. Nosotros, hoy, no hacemos más que trazarlo sobre un terreno aún muy inexplorado(2).

(1).- Por otra parte, sus más sutiles consejeros no la comprendieron mejor. Talleyrand le escribía que España acogía a sus soldados como liberadores.Les acogió como a bestias feroces. Un psicológo que hubiese estado al corriente de los instintos hereditarios de la raza habría podido prevenirle con facilidad.

(2).-Como ya he señalado anteriormente, los pocos autores ocupados del estudio psicológico de las masas las han examinado sólo desde el punto de vista criminal. Ya que a este tema no he dedicado más que un breve capitulo, remito al lector a los trabajos de Tarde y al opúsculo de Sighele Les foules criminelles. Este último no contiene ni una sola idea personal de su autor, pero es una recopilación de hechos de gran valor para los psicólogos. Por otra parte, mis conclusiones acerca de la criminalidad y la moralidad de las masas son completamente contrarias a las de los dos autores que acabo de citar.
En mis diversas obras y, sobre todo, en La psicología del socialismo se incluyen algunas de las consecuencias de las leyes que rigen la psicología de las masas. Pueden ser aplicadas, por otra parte, a los temas más diversos. Gévaert, director del Real Conservatorio de Bruselas, ha hallado recientemente una notable aplicación de las leyes expuestas por nosotros, en un trabajo sobre la música, calificada muy justificadamente por él de "arte de las masas".
Han sido sus dos obras -me escribe este eminente profesor al remitirme su memoria- las que me han proporcionado la solución a un problema que yo consideraba antes imposible de resolver: la asombrosa aptitud que tiene toda masa para sentir una obra musical reciente o antigua, propia o extranjera, sencilla o complicada, siempre que su ejecución sea bella y los músicos estén dirigidos por un director entusiasta. Gévaert demuestra admirablemente por qué una obra que permanece incomprendida para músicos de gran categoría que leen la partitura en la soledad de su despacho, a veces es captada en el acto por un auditorio ajeno a toda cultura técnica. Explica asimismo muy bien por qué estas impresiones estéticas no dejan huella alguna.

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