Índice de El sindicalismo de Hubert LagardelleAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I. Corporativismo, socialismo parlamentario, anarquismo.

El corporatismo y el sindicalismo tienen bases comunes; es decir, uno y otro están constituídos por grupos profesionales. Pero el corporatismo no aspira a renovar el mundo. Desea simplemente mejorar la situación de los obreros que organiza, proporcionándoles en la sociedad actual un puesto cómodo. No es ni más ni menos que una de las múltiples agrupaciones de intereses que pululan en torno de nosotros. Así corno los capitalistas se asocian para fructificar sus capitales, del mismo modo los trabajadores aunan sus esfuerzos para conseguir ventajas inmediatas.

El sindicalismo acusa al corporatismo de agudizar por eso el egoísmo corporativo. Al transformar los Sindicatos en Agencias de Negocios, al no darles como objetivo más que preocupaciones materiales lanzándolos en la senda de las puras empresas mercantiles, desarrolla sólo en ellos la preocupación de sus intereses particularistas, en perjuicio de los intereses generales de todos. El proletariado se encuentra de este modo dividido, en contra suya, en un fraccionamiento infinito de grupos no solidarios, que persiguen separadamente sus reivindicaciones especiales. No les une ninguna lucha común, ningún lazo interior les solda, ninguna gran idea política les anima.

El corporatismo no sólo eleva esta muralla de la China entre los grupos profesionales, sino que también pone en oposición a los sindicados con la masa de no sindicados. Constituye una aristocracia obrera extremadamente dura. Estos obreros de organizaciones fuertes, de una jornada de trabajo corta, que tienen abarrotadas las cajas de resistencia, forman una pandilla de aprovechados, celosa de sus privilegios, indiferente a las miserias del prójimo, que desprecia todo lo ajeno y sólo se preocupa de sus prerrogativas. Poco le importan las batallas que, debajo de ella o a su lado, emprenden otros trabajadores menos favorecidos: los negocios son los negocios.

El corporatismo, a los ojos del sindicalismo, liga en virtud de eso las capas económicamente superiores del proletariado a la burguesía. Un común ideal de vida burguesa es el que empuja aquí tanto a los obreros como a los capitalistas, a alcanzar beneficios por los mismos procedimientos. Los grandes Sindicatos, organizados conforme el tipo corporatista, no se diferencian en nada de las grandes asociaciones patronales; en ellos, como en éstas, existe la misma centralización, la misma práctica de compromisos, la misma preocupación exclusiva del poder financiero. Es natural. La autoridad de los jefes, indispensable para la buena marcha de los negocios, se impone igualmente a una empresa obrera que a una empresa burguesa. Los conflictos entre asalariados y capitalistas, desde el momento en que se reducen a meras disputas entre comerciantes, no pueden dar otro resultado que alianzas análogas a las transacciones comerciales. En fin, como se parte del principio de que el dinero dirige el mundo, los sindicatos se convierten lógicamente en las casas de banca y sociedades de seguros del proletariado, que acumulan los capitales para obtener beneficios y en previsión de los riesgos.

Semejante método no deja de ser beneficioso para los espíritus positivos que saben utilizarlo. Cierto que los éxitos materiales obtenidos por la práctica corporativa pueden a veces asombrarnos como nos sorprenden los resultados de un negocio comercial financiero bien dirigido. Pero no ofrecen nada nuevo que interese al porvenir social y tenga algún valor para la cultura. ¿No es lo característico de todos los hombres y de todos los grupos de hombres, educados en la escuela del capitalismo, el subordinar todo a la conquista de mejoras inmediatas? ¿Y no es precisamente porque la sociedad actual tasa las cosas según su valor mercantil por lo que el socialismo sindicalista la combate?

El socialismo parlamentario y el sindicalismo, persiguen teóricamente el mismo fin: la socialización de los medios de producción y de cambio. Pero el sindicalismo acusa al socialismo de partir del fatalismo económico para ir a parar al estatismo y a la corrupción democrática.

Los representantes del socialismo parlamentario, caricaturizando las observaciones clásicas sobre el proceso del capitalismo sistematizadas por Marx, han considerado la evolución económica como el agente misterioso de la transformación social. La concentración de la industria, la centralización del capital, la reducción de las clases medias, el acrecentamiento del proletariado, parecía hasta estos últimos tiempos que debían bastar para imponer el socialismo como por una necesidad férrea. El capitalismo iba a engendrar automáticamente el colectivismo, y la cuestión social se había convertido en una cuestión de números. En cuanto a la madurez histórica del proletariado, a su aptitud para reemplazar a la burguesía, a su adquisición de capacidad política, nadie hablaba de ello. La voluntad obrera desaparecía ante el fatalismo económico.

Este fatalismo económico va acompañado de un fatalismo político. Los socialistas parlamentarios han creído que no había más que apoderarse del Estado para cambiar la faz del mundo. Un simple decreto de la autoridad política, sancionaba la obra de la evolución capitalista, y así, la sociedad nueva se creaba mecánicamente. Este optimismo gubernamental que reduce todo a una simple modificación del personal político, lo han compartido por igual las dos formas del socialismo parlamentario: el socialismo reformista y el socialismo revolucionario. Uno y otro tienen la misma fe en la virtud mágica del poder. Sólo se diferencian en la manera de emprender la conquista del Estado. Los reformistas aspiran a poseerlo poco a poco, en colaboración con los demás partidos, hasta el momento en que, habiendo alcanzado la mayoría parlamentaria, dispongan de todo él. Los revolucionarios lo quieren en bloque, por un golpe de fuerza, dictatorialmente. Pero ni los unos ni los otros parecen comprender que la posesión del Estado por políticos socialistas no haría adelantar a la cuestión ni una pulgada. Los sentimientos y aptitudes de los hombres no se transforman por una orden dictada desde el Poder, y el mecanismo legislativo no suple a la realidad desfalleciente. El Estado, organismo muerto y exterior a la sociedad, no produce nada: sólo la vida es creadora.

Este error del socialismo parlamentario dimana, según el sindicalismo, de su creencia en que los partidos eran la expresión política de las clases. Mas, si las clases son los productos naturales de la economía y de la historia, los partidos no son más que creaciones artificiales de la sociedad política. Sus rivalidades e intrigas no afectan al fondo real del mundo social. No hay ninguna relación entre la ascensión al Poder de políticos socialistas y los progresos de la clase trabajadora. La participación en el Gobierno de diputados socialistas, como Millerand, Briand y Viviani, no ha cambiado la naturaleza del Estado, no ha modificado las relaciones entre las clases ni ha dado al proletariado la capacitación que necesita. Y lo que es cierto de la conquista fragmentaria del Estado por algunos socialistas, es igualmente exacto con respecto a su conquista global por todo el partido socialista. Cuando Augusto bebía, quizá Polonia estuviera borracha; pero aunque algunos socialistas sean ministros o aunque todos los ministros sean socialistas, los obreros seguirán siendo obreros.

El peligro de semejante táctica es grave, concentrando de este modo todas las esperanzas del proletariado en la intervención milagrosa del Poder, diciéndole que espere su liberación de una fuerza externa, el socialismo parlamentario ha paralizado en él todo esfuerzo personal y le ha desviado de obras positivas. Más aún: al reclamar la extensión ilimitada de las funciones del Estado, se ha confundido con el estatismo vulgar, es decir, con la más deprimente de las concepciones sociales.

La causa de esto es la imitación de los procedimientos de la democracia, practicada por el socialismo parlamentario. El sindicalismo no cree que la democracia sea capaz de producir valores nuevos; a su juicio, es un régimen, más que de exaltación, de desmoralización de la persona humana. No quiere decir esto que la democracia no sea superior a los régimenes que la han precedido; en la medida en que realiza la libertad política y permite el ejercicio de la crítica libre, presenta un lado negativo que hace de ella un factor indiscutible de progreso. Pero, por su lado positivo, por sus modos de funcionamiento, no puede engendrar nada que sea grande.

¿Cuáles son las bases de la democracia? El individuo y el Estado, que es la resultante de las voluntades individuales. Rousseau ha explicado en qué ficción descansa semejante régimen. La sociedad política considera, no a los hombres reales de la vida práctica -obreros, capitalistas, terratenientes, etc.-, sino a un tipo de un hombre abstracto, despojado de todas las cualidades concretas, y que es el mismo en todos los grados de la vida social: el ciudadano. Gracias a este artificio, puede creerse que todos los hombres tienen iguales derechos, a pesar de su situación social, que son valores idénticos que no hay más que adicionar y cuya ley la dicta el número.

Sobre este polvo de hombres, el Estado establece su dictadura. No ha hecho divisiones más que para reinar. Por la más rara paradoja, se justifica de la desorganización que él mismo crea. ¿No es indudable en efecto, que el ciudadano a quien ha despojado de todo no puede nada por sí mismo? Es un rey, sin duda, pero un rey débil. Relegado a su aislamiento, su debilidad legítima el poder. La función del Estado consiste, precisamente, en poner orden en este caos de individuos: sólo hay autoridad arriba, porque hay anarquía abajo.

Mas entre el individuo y el Estado existe un abismo que les impide comunicarse directamente. Se necesitan intermediarios: éstos son los partidos. Su papel consiste en recoger la voluntad popular y expresarla. Sustituyen al ciudadano, actúan por éI, son sus representantes. Tal es el principio de la democracia; el ciudadano es el comparsa de un drama que otros representan por él. No puede ejercer su poder más que por delegación y debe abdicar en sus mandatarios.

El sindicalismo denuncia este principio de acción directa de la democracia como corruptor de la personalidad humana. El mecanismo representativo supone, por definición, que el ciudadano es impotente. Es impotente porque es incompetente. Y es incompetente porque es un personaje abstracto, separado de las condiciones reales de la vida, que tiene que emitir una opinión, no sobre los problemas que caen bajo sus sentidos y forman la materia de su existencia, sino acerca de ese conjunto de cuestiones vagas, que se designan con el nombre de interés general y que ignora. Necesita, pues, ser sustituído por un mandatario competente, y, nueva paradoja, él, que es la incompetencia misma, ha de escoger la competencia.

Una vez efectuada tal elección, permanece inerte. Ha delegado su poder: ya no tiene que hacer más que esperar. Es la pereza obligatoria. Este rey débil es, al mismo tiempo, un rey holgazán. ¡Ningún sentimiento de responsabilidad, ninguna noción del esfuerzo, ningún llamamiento a las fuerzas vivas del individuo! Nada o casi nada: el gesto fácil del elector, una vez cada cuatro años. Inercia que se agrava con la desmoralización. ¿Qué puede salir de los regateos, de las astucias, de las duplicidades de la política vulgar, sino un horroroso rebajamiento de los caracteres? Las rivalidades de los partidos no son más que carreras desenfrenadas de clientelas ávidas de las prebendas y sinecuras que ofrece la posesión del Estado.

Bajeza y mediocridad, tal el el lote de las democracias. Añadamos también: credulidad y desconfianza. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿No debe el elector prestar crédito al elegido? Le ha elegido sobre la base de sus promesas y de su supuesta aptitud para realizarlas. ¿No se ha dicho ya todo sobre el culto de los individuos que engendra semejante régimen? Por otra parte, el ciudadano, generalmente, es tan desengañado por las personas de confianza que ha elegido, que el miedo le vuelve sombrío, que se retrae acto seguido de haberse entregado. Así, en virtud de los impulsos electorales, los partidos aumentan o disminuyen sucesivamente. El elector, pasando por inestabilidad o por capricho, de unos a otros, indignado por la traición de los unos, seducido por el bluff de los otros, aparece como un esclavo lamentable de todos y es el eterno engañado.

El socialismo parlamentario no era el alquimista que podía transformar el plomo vil en oro puro. Su táctica democrática ha destruído sus afirmaciones revolucionarias. Ha sido un partido igual que los demás, ni mejor ni peor. No quiere decir esto que el sindicalismo ignore su papel propio, particular. El sindicalismo no niega los partidos: niega sólo su aptitud para transformar el mundo.

Los teóricos del anarquismo han atacado mucho, en estos últimos tiempos, al sindicalismo. No me refiero a los anarquistas individualistas, cuyos principios son, a priori, antitéticos de las premisas sindicalistas, sino a los anarquistas comunistas, cuya crítica del Estado ha sido con frecuencia comparada con el antiestatismo obrero.

El anarquismo censura el pragmatismo y antiintelectuaIismo del sindicalismo. Este ha nacido de la experiencia obrera y no de teorías. Por eso, siente un desprecio enorme hacia los dogmas y las fórmulas. Su método es más reaIista. Parte de las preocupaciones económicas más humildes para elevarse progresivamente a las ideas generales más altas. Conduce primero a los trabajadores a la defensa de sus intereses inmediatos para llevarlos luego a sacar de su misma actividad una idea de conjunto. La menor de sus concepciones echa sus raíces en lo más hondo de la vida. La teoría sale de la práctica.

Para el anarquismo, en cambio, es la idea la que engendra la acción. Relega la economía a segundo término, para poner en el primero la ideología. No admite que el sindicalismo se baste a sí mismo: el medio sindical no le parece utilizable sino como terreno favorable para la propaganda de las ideas. Y sólo en la medida en que estas ideas le son importadas de fuera, les concede el anarquismo un valor revolucionario. El anarquismo pretende nada menos que el sindicalismo le esté subordinado.

Rechaza además la noción de clase y la lucha de clases, que son concepciones sindicalistas fundamentales. Se dirige, no a los obreros, sino a todos los hombres. No es un movimiento obrero: es un movimiento humano. Puesto que las ideas dirigen el mundo, pueden convencer por igual a todos los hombres. No hay clase social que posea una gracia revolucionaria como privilegio. Así se explica que los anarquistas se hayan entregado con tanto ahinco a la cultura ideológica y a la educación libresca. La superstición científica, la adoración de la cosa escrita, el intelectualismo en todas sus formas no han tenido adeptos más fanáticos.

La negación abstracta del Estado que han formulado tantas veces, sólo tiene analogías negativas con el anti-estatismo obrero. Al Estado, cuyos defectos han analizado tan despiadadamente, no han opuesto, siguiendo a Spencer, más que el individuo. El sindicalismo, en cambio, eleva contra él sus instituciones positivas. Y espera deshacer progresivamente su imperio, porque va apoderándose de sus funciones poco a poco.

Con respecto al parlamentarismo, tarmbién existe una diferencia. El anarquismo es antiparlamentario, se dirige al ciudadano, le dice que no vote, que se desinterese de la maquinaria del Estado. El sindicalismo es extraparlamentario: ignora al ciudadano, sólo conoce al productor. Pero si para la realización de su propia obra de nada le sirven las vías parlamentarias, deja, empero, a los sindicados en libertad de utilizar los partidos políticos fuera de los Sindicatos para otras obras. No les encadena a ningún dogma.

No hay, pues, similitud entre el anarquismo y el sindicalismo. Existe, cierto, una nueva tendencia que con el nombre de anarquismo obrero aspira a confundirse con el sindicalismo. Pero, en realidad, vuelve la espalda a las teorías anarquistas tradicionales, y el anarquismo oficial le combate, considerándolo como una desviación.

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