Índice de Anarquismo de Miguel Gimenez IgualadaAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CRIBANDO IDEAS

Nunca olvido que fui labrador y que en la era cribaba el trigo para mejor limpiarlo, sabiendo que sólo de grano limpio y bueno saldría pan sabroso. Poseyendo tal arte, aprendido en mi juventud y jamás olvidado, hoy cribo ideas, porque las quiero tan limpias como el candeal de antaño, para lo cual separo con mi criba las granzas en que vienen envueltas. Por esta hacendosa meticulosidad cribaticia he podido aprender que sólo los hacendosos que viven en plenitud de amor pueden darnos el bien y que los que viven desesperados por ver que trigo y granzas andan revueltos, no atreviéndose a cribarlos, sólo nos dan el mal, porque los que rebosan hiel no pueden ofrecernos más que tragos amargos.

Por en medio de la multitud pasea solitario el anarquista. No es multitud, no se funde con ella porque se sabe y quiere conservarse unidad humana; pero sabe también que entre esos individuos que la componen germinan deseos, anhelos e inquietudes a de superación, por lo que está siempre atento a toda manifestación de pensamiento noble, aunque aparezca en medio del más estruendoso vocerío.

Posiblemente lo eterno necesite rodearse de cosas perecederas que se van desintegrando mientras anda el hombre por los caminos del vivir, por lo que quizá la libertad, eterna aspiración suya, se presenta frecuentemente envuelta en escorias que la afean y desvirtúan. Pero clarificar el concepto, presentarlo, como la acción, limpio de impurezas, es una de las labores del anarquista, esforzándose en que no haya nunca confusión de sentimientos ni de ideas. Para eso criba sin descanso, separando el grano lleno de lo que no lo es.

En el surco de la vida -y no me olvido nunca que fui labriego-; en el surco de la vida, repito, fue formando el anarquista su saber, y como levantó su casa con desengaños, aprendió a ser humilde, a vivir sin soberbia, olvidando a los que le deshicieron mil veces sus trojes y empezando otras mil a levantar su edificio, ya que no trata de guerrear con los demás sino de vencer sus desalientos, saliendo cada vez más fortalecido de tan dura prueba.

Porque no todos fueron labriegos, no todos, para nuestra desgracia, saben cribar, tomando el pan en donde se lo dieron, casa consistorial o puerta de convento, y las ideas de cualquiera que se las ofreció, y es que no todos saben ni pueden contemplar el universo para gozar con el maravilloso espectáculo de su sencillez (aquí encaja bien nuestra enseñanza), pues sólo los contemplativos, los que a la contemplación del mundo agregan la suya; los que saben dialogar consigo y con el cosmos, considerándose también cosmos en la gran infinitud; sólo los capaces de conocer su humilde grandeza pueden ser creadores de armonías, porque sólo ellos cambian el universo, cambiándose; sólo ellos mejoran el mundo, mejorándose.

Porque no es bella la naturaleza: solamente es. Sin la mirada del hombre, todo permanece ciego; sin su palabra, todo se mantiene en completo mutismo. El que habla, es el hombre, sólo él tiene el verbo. Sin él, las fuentes no murmuran ni cantan, las arboledas no son alegres ni risueñas dando la sensación de orquestas cuando el viento las besa, ni las olas semejan blancas cabelleras de ideales mujeres. La fuente, el bosque y el mar no tienen conciencia de sus murmullos, ni de su música ni del desperezo y jugueteo de sus olas. Esas bellas ilusiones, esas bellas imágenes, esa hermosa poesía no están en la naturaleza, las crea el hombre. Para que la naturaleza sea bella la asociamos a nuestra vida o a la de nuestro semejante. Arboles, piedras, ríos, cielos, tierras, mares no aman y, por no amar, carecen de lenguaje. El amor y el verbo son sólo del hombre, él los creó al crearse. y esto nos enseña que tenemos que ser creadores de nueva poesía, haciendo con ella reir a las gentes y no a los lobos, a las criaturas humanas y no a los dioses, a las madres que lloran y no a las peñas que permanecen mudas en los acantilados. Y será posible crear nueva poesía cuando hayamos creado. nuevo estilo de vida, cuando seamos otros: más ricos en amor, más humildes, más buenos y más libres.

Por eso decimos verdad cuando aseguramos que, el anarquismo está en la madurez del hombre como tal. Porque no nace anarquista el sujeto de nuestra especie, se hace, madura como hombre tras un lento y penoso trabajo de pensamiento, de instropección. Durante ese fatigoso y fructífero trabajo crea armonía en sí y la regala al mundo de los hombres para concertar con ellos un orden armonioso. A ese acto consciente de crear armonía humana, libertad y respeto, le llamo yo anarquismo, porque ese acto de creación de un algo armonioso no lo creo nadie en el mundo -no lo intuyó siquiera- hasta que llegó el anarquista, el hombre maduro, el hombre humanizado, el que crea humanidad, que es armonía hecha ciencia y verbo. El anarquista es, pues, el gran armonioso, él crea orden en el amor y la libertad, es como un nuevo cosmos porque crea lo que no existió.

Por hablar de amor, de armonía, de bondad y de belleza, únicas actitudes humanas que considero fecundas, me llaman algunos místico, como si el misticismo tuviera que ver algo con el humanismo. El ideal de armonía (único orden humano) que ve, siente, crea y regala el anarquista, no puede confundirse con ideales místicos de los que creen en dios, en cualquier dios (místico viene de misterio y el anarquista es luz), porque los místicos agrupan a las criaturas humanas alrededor de un dios que todo lo regula, en cuyo caso el individuo queda reducido a ser pasivo, ya que considera que la acción es propia únicamente de la divinidad. Por ello, ese ideal místico no es ideal de vida como lo es el del anarquista, sino ideal de muerte, ya que sólo cuando el individuo muere puede reunirse en el cielo con su dios. Quiere decir que el ideal místico es un ideal de las almas que esperan reunirse en el cielo; el ideal anarquista es el de los cuerpos que quieren vivir armoniosamente en la tierra. En el ideal místico el alma es cosa de Dios; en el ideal anarquista el hombre se pertenece a sí. En aquél hay jerarquía: Dios ordena y el hombre obedece; en el anarquista nadie tiene la obligación de obedecer porque nadie manda. El orden nace de la voluntad consciente de armonía que todos se esfuerzan en mantener.

He ahí por qué el anarquista puede ser hombre bueno y el místico no. Sólo es bueno el que tiene voluntad de serlo, siéndolo por su propio querer, pero no puede serlo el que se somete a voluntad ajena, porque el sometido ni se quiere ni puede querer a los hombres. Y el bien humano sólo puede hacerse entre los humanos para que gocen los cuerpos humanos, las carnes humanas.

Para los iniciados, para los místicos que llegan a Dios por los misteriosos caminos del éxtasis, los cuerpos son imágenes, sombras, fantasmas, cosas despreciables. ¿Qué de particular tiene que quien considere mi cuerpo despreciable, me desprecie y hasta me martirice? Y aquí hemos llegado a las fuentes impuras de los fanatismos, donde manan crueldades religiosas, y aquí nos hallamos en la encrucijada de la vida de donde parten dos caminos: uno hacia Dios, lleno de crímenes; otro hacia el hombre, lleno de amor.

El místico, que hasta ahora apareció como el ser más humano, es el más inhumano; el que se presentó como inhumano a los ojos atónitos y extraviados de los creyentes, el anarquista, es el realmente humano, pues anarquista y humano son sinónimos de belleza y amor. Creyendo que sólo sube al cielo lo que del cielo baja (Evangelio), y teniendo en cuenta la jerarquía del que el místico considera el orden celestial, él, que se cree un enviado de Dios en la tierra, jerarquiza la vida de tal manera que su teocratismo es el más cruelmente impasible de todos los gobiernos. (La crueldad de los agentes de la GPU rusa, de la Gestapo nazi y de los actuales Opus Dei españoles tienen su fundamento en el mismo fanatismo, ya que sólo cambia el nombre de sus dioses: el Estado es la nueva divinidad de este siglo. Los resortes exteriores que movieron a Himmler y a Torquemada fueron idénticos.) En todos esos místicos, en todos esos seres no existe bondad, porque no son humildes, porque no son humanos. Sus dioses, tanto los del cielo como los de la tierra, son hijos de la soberbia, y sus sacerdotes rinden culto a esa pasión nefanda. El anarquista, el hombre, sí es humilde, tan humilde que se anegaría en angustia infinita si alguien tratase de levantarle un pedestal, porque desde la altura, desde el trono no podría cumplir la misión de amor que él se ha impuesto. Y el amor humano no es soberbio, el amor humano (amor al hermano) es entrega callada, generosidad sin palabras, dádiva que el corazón hace con humildad, porque ni el boato ni la palabra pomposa son signos de amor. Bien lo sabe el anarquista, que da en silencio, que no busca, con su dádiva, congraciarse con dios, sino procurarse un placer: desarrugar el ceño del necesitado, hacer brotar la alegría o por lo menos la esperanza en los labios resecos. Y en esa acción callada, silenciosa, anónima, está su fuerza porque con ella transformará el mundo que no pudieron transformar los religiosos con sus violencias.

Siempre me plantean los religiosos el terrible y angustiante tema del deber: yo le debo mi existencia a Dios, que es mi Padre, y la vida con todas sus comodidades y respetos, al Estado. Esa deuda, eterna, inextinguible, me prohibe ser yo, me prohibe gozar de mi vida, me prohibe ser libre, porque esos inexorables acreedores me persiguen, me atan, me encadenan, me subyugan. Mi carne a ellos la debo; mi sustento ellos me lo dan; mi alegría ellos me la roban. Por eso, mi sueño, mi eterno sueño es vivir sin ellos, sepultarlos, porque una vez sepultados podré entenderme con el hombre, mi hermano, trocando esta funesta idea de deber, despótica y opresora, en acto de querer y de dar libre y gustosamente amor y entrega. Y dioses suelen ser la colectividad, el partido y la organización. Fíjense mis hermanos anarquistas que los dioses terrenales me plantean todos la misma obligación: yo les debo, y cuando no les pago, sometiéndome, tratan de obligarme, sancionarme. Para mejor cobrarme y dominarme inventaron la palabra determinismo, tratando de determinarme -monstruosidad con la que quiere robárseme hasta la idea de libertad para la acción- porque quieren automatizarme. En el seno de esas iglesias jamás podré ser hombre libre.

Porque no se es libre más que cuando se tiene la conciencia de ser, y no se es mientras no se han ahuyentado los fantasmas de la deuda. Por eso, cada uno es libre como puede serlo. La conciencia es la única medida de la libertad. Gran conciencia, hombre cabal: anarquista; poca o ninguna conciencia, poca o ninguna estimación propia, ausencia de hombría, enemigo de la libertad individual, autoritario.

Las religiones -y religión es toda idea con la cual se quiere atar, obligar-; las religiones; repito, buscan el placer en la ausencia de voluntad del sujeto; el anarquista halla el placer en ser. Quiere realizarse plenamente y libremente. De ahí que los enemigos de la vida fundaran una filosofía del dolor, sosteniendo que sólo él es fecundo, mientras que los amigos del vivir armonioso afirman que sólo los que tienen conciencia de la alegría de vivir transmiten energías vitales a la especie. Indudablemente éstos son los rebosantes, los pletóricos, los anarquistas, pues como todas las acciones del individuo están en perfecta correlación, los que creen en la fecundidad del dolor producen dolor (tiranía) y los partidarios de la fecundidad del placer producen placer (libertad). Y nadie podrá asegurar que la falta de libertad engendra risas.

Si continuando nuestra metáfora de los dos caminos, nos imaginamos a la humanidad marchando por uno o por otro, veremos ojos llorosos, rostros marchitos, pasos tardos, cuerpos flácidos, y escucharemos lastimeros ayes, palabras angustiantes, himnos de muerte en los que, temerosos, van hacia Dios, mientras que los que marchan en busca de la vida gozosa y alegre, sana y fecunda, ríen, triscan y cantan, porque en sus labios y en sus rostros y en sus cuerpos retoza y rebrinca la alegría. Es que el dolor engendra ideas melancólicas, tristes, sombrías, y el placer, retozonas, risueñas, cantarinas.

Pero, además, ¿es el triste, el melancólico, el sombrío, el doloroso, el que vive en pureza, o, por el contrario, el que vive en pureza es el risueño, el jovial, el alegre? Poso que enturbia la alegría de la vida podríamos llamar a la tristeza, por consiguiente, carece de pureza el que no obra con alegre conciencia en todos los actos de su vivir, el que interpone un fantasma (Dios) entre su pensar y su actuar. Experimenta alegría el que sabe vivir, el hombre; siente tristeza el que no sabe vivir, el místico. El hombre, el anarquista puede bañarse y se baña en todas las luces estelares, indaga en todas las filosofías, goza de todas las bellezas, bucea en todas las historias, protesta contra todas las indignidades, seca todas las lágrimas, cauteriza todos los dolores, en tanto que el religioso, sometido a mil prohibiciones por las duras ordenanzas que le impone su dogma, ni puede restañar la sangre que mana de las heridas de los ateos ni bañarse en las sabias doctrinas que los infieles regalaron al mundo. Su doctrina lo encarrila por el sendero del dolor y debe recorrerlo con la vista baja y su voluntad en Dios.

Para el místico sólo hay pureza en los actos del espíritu; para el hombre hay pureza en el beso de unos labios de mujer: de ese beso, y por él, nace un nuevo ser, maravilla de maravillas.

Nada nos hace tan grandes y magníficos como la alegría, nada nos empequeñece tanto como la tristeza. Quizá sea verdad que el dolor es de Dios, pero sí puede afirmarse que la alegría es del hombre. Esta alegría, la humana, es necesario oponerla a la idea de dolor divino, y cuando lo venza en su corazón, la criatura humana será libre y alegre. La Gran Sabiduría, la que abarca la ciencia de las relaciones cordiales del hombre, levanta un pedestal sobre la alegría, y no puede ser hombre el que no sabe reir.

Del camino del hombre, del que lleva hacia la humanidad y de aquel por el cual marcha el hombre ya humanizado, tenemos que desterrar hasta la menor sombra de dolor, pues el misticismo (dolor de Dios) ha enturbiado ya bastante la vida de la criatura, invitándola al renunciamiento de sí, a la nadidad, negación completa de la vida libre.

Por las ventanas abiertas de nuestra razón, a las que se asoma anhelante nuestro amor, tenemos que mirar cómo transcurre la vida, contemplándola desde ahora alada, alegre, bulliciosa y cantarina, teniendo bien presente que no podremos gustar ni propagar la belleza del vivir, haciéndola sentir y gustar a los demás, si nuestras acciones, y nuestras maneras y nuestro lenguaje no han adquirido ese sello de distinción que deberán tener todos los actos de nuestra vida, ni podremos comunicar alegría más que cuando seamos alegres, cuando nuestras personas destilen regocijo, el sano regocijo de ser armoniosos en este inarmónico caos de ideas y pasiones.

Mucho, pues, tenemos que cribar todos, pues tenemos que transformarnos en nuevos seres de nueva humanidad si es que queremos crear un mundo nuevo, no pudiendo hacerlo con pensamientos rancios. Como el labriego en la era, deberemos cribar el trigo para mejor limpiarlo, sabiendo que sólo de grano limpio saldrá sabroso pan.

Índice de Anarquismo de Miguel Gimenez IgualadaAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha