Índice de Anarquismo de Miguel Gimenez IgualadaAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CUMBRES HUMANAS

Leo y releo, devorando libros; miro y remiro, deseando que la mirada de mis ojos angustiados penetre en los corazones; escucho y vuelvo a escuchar, esforzándome en querer percibir entre los insultantes desafíos que unos hombres dirigen a otros, la palabra clara que dé luz a mi mente y la dulce que llene de ambrosías mi corazón, y por más que afino mis sentidos para captar acciones y palabras cordiales, sólo llegan a mí algarabías de los que llenan de malsonantes ruidos el planeta, voceríos que levantan tormentas de iracundias y jadeos maldicientes de los que viven en perpetua pelea. Contemplando el mundo parece que los hombres se complacieran en hacer de la vida un estercolero, tal olor tienen a veces las palabras, y que con sus acciones quisieran hacer aparecer a los lobos como biotipos de lo que debe ser la humanidad. Disparan las frases, como lava hirviente, con la intención de herir o destruir, y escriben con cieno, como si se quisiera no sólo ensuciar el nombre escrito, sino el ambiente para ponerlo todo a tono con el ruido monocorde de la ametralladora y darle también el color y el olor de las almas que llevan en su entraña preñeces de odios, y el mal se agranda, y lo que fue humanidad se bestializa, y yo me repliego en mí para descuajar odios, si alguno quedase todavía en mi corazón, plantando en el huequecito que dejó la extirpada planta olorosas yerbecillas de bondad para que neutralicen un poco los olores que hasta mi retiro envía a bocanadas la barbarie. Luego busco un libro bueno de un autor que sea o haya sido también un hombre bueno, y me entretengo en llenar mi mente de pensamientos claros y mi corazón de sentimientos dulces, bajando hasta las raíces de la vida para saber qué savias de bondad y de belleza alimentaron las primeras plantas de humanidad, que fueron nuestros lejanísimos abuelos, y qué savias nuevas necesitaremos crear los actuales si queremos dejar noble herencia a los hombres futuros, hijos de nuestra mente y de nuestra entraña. Y para ello, sobre mi mesa de trabajo acumulo uno tras otro los mejores libros de los mejores hombres, habiendo puesto bien al alcance de mi mano los de Tolstoi y los de Reclús, que fueron dos cumbres humanas que derramaron sobre los hombres clarísima luz de humanidad, en la que me baño, cada vez más sediento de bondad y de belleza.

Cuando los leo, cuando me baño en su luz, cuando gusto sus bondades, cuando me esfuerzo en seguir el vuelo de sus mentes para comprender sus pensamientos, siento una inefable dicha de ser hombre y de poder llamar guías y compañeros a estos dos ejemplares que abrieron rumbos de luz a los hombres de todas las edades. Cuando los leo me digo en mi corazón que habiendo tanto que hacer por los caminos de la concordia, es una idiotez malgastar la vida en cosas tan feas e infecundas como las de producir rencores y reyertas, y queriendo que la palabra compañero tenga en mis labios purísimos sones de hermandad, retozando dentro de mí al inundarme de alegría, me esfuerzo para que mis palabras no desentonen de aquellas músicas humanas que ambos crearon, ni mis sentimientos choquen con aquellos fraternos que ellos forjaron, porque la disgregación de los sentimientos superiores, cual es el del amor, no sólo representa falta de cohesión mental, sino pobreza de personalidad, decadencia, y yo deseo mantenerme en plenitud humana, en plenitud de sensibilidad y de bondad.

Dos maneras de salirse de este caos en el que impera lo brutal: o por la hombría a lo Reclús, o por el misticismo a lo Francisco de Asís. (Entre estos dos polos, luchando unas veces por lo humano y otras por lo divino, se halla Tolstoi.) Francisco distribuye sus bienes entre los pobres para vivir él en pobreza: pero lo hace, luego después lo supe, no por amor al hombre, sino por ser grato a Dios, porque ganar la gloria representaba para él el bien eterno. Para lograr el bien apetecido, Francisco se deshumaniza, por lo cual deja de preocuparse del dolor humano que le circunda, ni le molesta ser un parásito que vive a expensas de los que trabajan, porque el dolor de los demás no le causa a él dolor. En cambio, Tolstoi, cuando olvidando a Dios, se acerca al hombre, siente la alegría del trabajo por saber que es fecundidad y bienestar, y viste las ropas del mujik y empuña la mancera y siembra los campos. Y, por si fuera poco, por las noches, aquellas eternas y heladas noches del invierno ruso, arregla el calzado de los labriegos, a los que llama hermanos, temblando de emoción al pensar que por las bocas abiertas de las botas rotas entran el hielo y el frío que muerden las carnes. Fue entonces cuando, humilde, aprendió a leer en las almas de los mujiks al escuchar sus sencillas narraciones, que él hace bellas y universales con su arte, y fue entonces cuando lo humano adquirió vuelos de excelsitud, creando la escuela de Yasnaia Poliana, donde la cumbre se inclina, amorosa, no sólo para enseñar a aquellos hombres el alfabeto, sino para enseñarles a amar con objeto de que se pongan a tono con la belleza universal del amor. Entonces, Tolstoi es el hombre en plenitud; el hombre que ama la vida y quiere hacerla hermosa para que los demás aprendan a quererla y a gozarla; el hombre que ha acumulado el caudal de la bondad del mundo, vaciando el tesoro entre sus hermanos; el hombre que por haber escalado la excelsa jerarquía de la humildad, se perpetuará ascendiendo con las generaciones venideras hacia la eternidad.

Reclús coopera con el cosmos.

Pocos pasearon, como él, por los viejos caminos de la eternidad pretérita, comprendiendo y queriendo a los que nos antecedieron, y pocos, como él, supieron ser rayo de luz que se disparó hacia la eternidad futura para alumbrar el camino de los desventurados.

¿Ignoró, acaso, que existían la maldad y el crimen? Lo sabía, pero comprendiendo que no es fecundo vivir en fealdad, explicó las cosas más deliciosas y bellas en la más rica prosa que viera el siglo XIX, e hizo hablar a la montaña, al arroyo, a la flor, a la Tierra, enseñándonos a comprender y amar los más variados fenómenos de la naturaleza. Por su cerebro desfilaron generaciones y generaciones -nadie pintó como él las migraciones de nuestros padres-, por lo cual el dolor que estremece sus carnes es dolor humano.

Diferentes ambos, cada uno a su manera recogió en su corazón la corriente de bondad que venía del fondo de la vida, acrecentándola con sus acciones, por lo que desde que ellos vivieron, la bondad ha crecido en el mundo, aunque necesita vivir escondida y en silencio porque la maldad se ha desarrollado en forma alarmante. Sí, desde que ellos vivieron, y precisamente porque ellos vivieron, la bondad es más buena.

No obstante, Tolstoi y Reclús encarnan dos polos de la vida bondadosa (la anarquía es libre actuación del bien o palabra vana): el primero, el inmenso Oriente; el segundo, el pequeño Mediterráneo. Tolstoi es asiático, podríamos decir lo asiático, por lo cual abre su pecho al dolor, que es gemido en las inmensidades de la enorme Asia, y Reclús es mediterráneo, pues lo mediterráneo luce en sí todavía más que su gran cultura universal, uniendo estas dos cumbres la bondad, que es la que unirá al mundo cuando sea aplicada a la criatura humana y ejercida en beneficio del hombre.

En las tierras que riegan el Ganges y el Brahmaputra se hallan los ancestros del asiático: revueltas simientes de hombres y divinidades, y sobre él, partícula desprendida de las altas crestas del Himalaya, pisaron dioses milenarios, dejándole marcada la huella de su planta. En su frente, y por haber vivido tan en lo alto y tan en lo bajo: polvo de estrellas y cenagosa tierra, refulgen ideales divinos y humanos, corriendo hacia su corazón las aguas que desbordaron de todos los manantiales del dolor, aumentado el caudal con sus propias lágrimas, por lo cual hay en él ecos de todas las palabras de bondad y maldición que se pronunciaron durante milenios en la extensión del Asia, desde el suspiro hecho plegaria que no oyeron los labios, hasta el tifón que descuajó creencias dejando bajo el légamo del nuevo diluvio destructor semillas de religión nueva. Por eso, sólo él podía haber sido y fue el heredero de los dukoboros (1), lo más puro asiático que floreció en las tierras de Buda, batidas por todos los odios, cuando los helados vientos esteparios del más crudo desamor empujaron los hombres hacia la Atlántida.

Reclús es mediterráneo, y, contraste de contrastes, por ser mediterráneo es planetario, que el hombre mediterráneo fue corazón del mundo: corazón y cerebro, sentimiento que recogió el dolor y pensamiento que lo clarificó, lágrima y centelleo, palabra y ala, verbo y luz.

Si el hombre mediterráneo no hubiera existido, la especie, todavía en período asiático -período de los dioses-, se compondría de brahmanes e intocables, de marajás y parias, de brujos y creyentes. La humanidad fue porque la crearon los griegos que venían trabajando por ser luz. Un día, el viejo cínico agarró su linterna para buscar los hombres, que todavía no lo eran -¡qué bello símbolo!-, y como no los hallase, él y otros gigantes de la hombría crearon la forja. La luz de humanidad alumbró por primera vez en Atenas y, a poco, no tan sólo la luz sino la humanidad circuía el mar haciéndolo más bello. Lo demás fue germen de humanidad aun después de haber nacido Buda.

Reclús, el mediterráneo Reclús, como buen griego, recogió las simientes de estrellas que habían dejado esparcidas sus abuelos y, al purificadas, y hacerse él también luz, la luz humana desbordó el Mediterráneo e inundó el planeta. No hubo nunca mejor sembrador de bellezas. El fue el ruiseñor de más puro gorjeo humano que nació, creció y floreció en las riberas del Mar Claro.

Como sus abuelos de la antigua Atenas, Reclús enseñó al hombre a ser bello en el pensar, en el hablar y en el vivir, porque este hombre magnífico no se contentó con alumbrar la Tierra con la luz de su ingenio para que sonriera, sino que hizo ronreir al Mundo, habiéndolo logrado porque supo levantarse por encima de todos los odios de su época. Cuando los futuros quieran conocer los tiempos reclusianos, se imaginarán que fueron de luz porque sólo verán el manto de estrellas con que él cubrió los días grises y arropó a los hombres decadentes.

Reclús ríe: es la risa griega; Tolstoi gime: es el dolor del Asia. En Reclús se halla el Hombre, del cual tiene conciencia; en Tolstoi se encuentra muchas veces el martirizado que besa con unción las piedras del templo. Es que Reclús, como buen hijo de los griegos, recogió de sus padres las ideas de humanidad, que aquéllos crearon, y las embelleció y engrandeció haciéndolas cósmicas: por eso lleva al mundo en su corazón; mientras que Tolstoi se halla envuelto en la nebulosa de dioses milenarios, aunque sintiendo en sus carnes el dolor, también milenario, de los hombres sometidos al yugo. Así, la vida de Reclús es un eterno cantar de gracia que hace sonreir a los mundos, y la de Tolstoi es un lamento. Por eso puede escribir: Pienso cada vez más en la muerte y siempre con nuevo placer: todo lo calma, y RecIús se produce todos los días como un nuevo florecer, como si quisiera llenar de aromas y de alegrías el planeta. De ahí que mientras el uno vive preparándose para el bien morir, el otro, hasta el día de su muerte, hace una constante gimnasia para el bien vivir, sabiendo, como sabe, que el aprendizaje de la muerte se paga con la vida (2).

Muchas veces piensa Tolstoi en la posibilidad de un Bien Eterno, y entonces pasea durante interminables noches sin poder dormir, interrogándose. En esas horas de dolorosa inquietud, de angustioso interrogante, Tolstoi se abruma, y su conciencia, olvidada de la humanidad, se entrega a la oración. Son esas sus desesperantes horas de infecundidad y también de infelicidad. Durante esas horas, en las que quiere y no puede darse cabal cuenta de lo que considera Conciencia Universal, interroga a Dios, y al no responderle ni poder responderse, nota que no es feliz, apareciéndosele su vida como algo que, sin asidero, flotara, vacía, en los espacios, no hallando, por consiguiente, solución que le plazca al problema de su vivir. Es entonces cuando se entabla en su cerebro la gran lucha entre la claridad humana, que él intuye, conoce y practica, y la tenebrosidad de dioses ancestrales que le subyugan y paralizan. ¡Ay si esta mente hubiera recibido el beso de las brisas mediterráneas! (3) Reclús es el patriarca de su propia vida. Por eso puede trasponer, a voluntad, las fronteras del mal, instalándose en el único clima donde puede crearse la belleza: en el clima del bien. Y si Tolstoi puede ser comparado al Himalaya, Reclús se sale del planeta porque su conciencia es conciencia cósmica que conoce las causas. ¿Sucedería ello porque Reclús se lanzó a los espacios desde las cumbres griegas? Posiblemente. Pero lo reclusiano no es ya sólo lo griego, ni lo mediterráneo, sino la suma de lo anterior y de lo suyo, porque al humanisferio conocido antes de su llegada, este hombre sabio y magnífico agregó nuevas rutas por él descubiertas.

Y estas rutas reclusianas son las que, a mi entender, deberíamos seguir, agrandándolas y embelleciéndolas, si es que querembs escalar las cumbres de la hombría, que es donde se hallan la serenidad y la dulzura, tan necesarias hoy.



Notas

(1) Tribu religiosa del Cáucaso, emigrada en parte a América, y de la cual tomó Tolstoi la no resistencia al mal por medio de la violencia.

(2) Si nos fijásemos un poco, encontraríamos en lo asiático y en lo griego las dos corrientes claras del anarquismo: en la que nos legó Rusia (Asia), el anarquismo es un suicidio (esta idea entronca con la de sacrificio, tan cara al asiático Kropotkin), porque el que se atreve a llamarse anarquista hace un pacto con la muerte -los nihilistas rusos-; en la que brota de los manantiales del Mediterráneo, el anarquismo es luz: continuación de la maravillosa floración humana que tuvo lugar en la bella Grecia. Ni el nazismo, ni el marxismo ni el comunismo pudieron nacer en las riberas del Mar Claro, sino donde se desprecia y desconoce al hombre; pero, en cambio, las ideas de humanidad y de libertad se forjaron en las forjas de la Hélade, de donde recibió bella herencia Han Ryner, poeta de la armonía humana.

(3) Debo de hacer una aclaración porque no quiero ser mal interpretado. Yo no planeto ni quiero plantear una superioridad ni una inferioridad de razas, aunque sea verdad que las razas existen y que cada una de ellas nos da un tipo humano. Yo compruebo un hecho histórico, lamentando que Tolstoi, hombre tan magnífico como atormentado, no hubiera sido hijo de los griegos. Porque, claramente, Tolstoi es asiático, en su forma y en sus conceptos. En su forma (en su cuerpo) existe la herencia transmitida de unos a otros seres durante milenios de milenios, y en su conciencia se halla la huella, también transmitida y marcada, de millones y millones de anteriores conciencias. Fue creador y alcanzó la cumbre humana por lo que él supo y pudo acumular de humano; pero su yo creador sostuvo terrible batalla con su yo creyente. Y fue en sus ratos de creación humana cuando se sintió y fue anarquista.

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