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LA CASA SOLARIEGA

Cuando fatigados por el trabajo o angustiados por la soledad dejamos la pluma deseando ponernos en contacto con el mundo de los sonidos, que es, a su vez, el mundo de los hombres, abrimos nuestro aparato de radio y, como si fueran voces amigas que llegaran a visitarnos, irrumpen en nuestra habitación mensajes musicales que nos envían Londres o Buenos Aires, o mensajes hablados que se pronuncian para nosotros en Tokio o en París. Lo alegre, lo grave y lo austero, lo alado y lo profundo, el arte y la ciencia se dan cita en nosotros, y reímos y gozamos o pensamos y sufrimos según sea alegre o triste el sonido de la voz que escuchamos. Con un poco de esfuerzo de imaginación podemos figuramos que en vez de ser ellos los visitantes, somos nosotros los que salimos a su encuentro, y cuando conocemos los lugares de donde vienen los mensajes y a ellos estamos vinculados por hondos afectos, la ilusión es completa: nos sentamos al lado de los padres, jugamos con los amigos, hablamos con la amada, besamos a los hijos. Gracias a la portentosa creación del hombre, vivimos todos en vecindad, siendo Madrid un barrio de México al que se hallan unidos Ceylán y Nueva York.

Pero aunque los hombres de los más diferentes puntos del planeta lleguen a visitarnos, no debe apoderarse de nuestras conciencias la idea de pequeñez, porque el mundo no se ha encogido, no se ha achicado, sino que el hombre se ha hecho mayúsculo, inmenso, planetario. Con su genio ha borrado las distancias, trasponiéndolas, pudiendo asegurar que el hombre, cada hombre es centro del universo porque hacia él convergen todas las ondas cargadas de alegrías o tristezas, de graves pensamientos de paz y de terribles gritos de guerra. Ya no está solo en el cosmos. Las conciencias oyen a las conciencias, los corazones escuchan el latir de otros corazones, el hombre ha empezado a oir a los hombres, que es tanto como sentir a sus hermanos cerca de sí, y en cuanto los vea, y vea también el escenario, la tierra y sus entrañas, forzoso le será crear nuevos conceptos del vivir, nuevas ideas de armonía y nuevos pensamientos de fraternidad, porque al dominar el sonido, dirigiéndolo a voluntad, ha borrado las fronteras de los pueblos, y al poder asomarse a los corazones de los hombres, sus hermanos, borrará las fronteras de los odios.

Y aquí estamos frente a nuestro gran trabajo: saber ver a los hombres, aprender a mirarlos para comprenderlos y amarlos.

Hasta ayer el hombre vivió solo, metido en su caparazón, preguntándose, en un ininterrumpido soliloquio, que ha durado milenos, por qué y para qué vivía, sin encontrar jamás respuesta a su constante pregunta. Su visión alcanzaba a lo sumo a la patria, que era continuación de la antigua tribu, y sus afectos no trasponían nunca las fronteras nacionales, cuando no se quedaban encerrados en la ciudad o en el lugarejo. Muchas veces, lo que estaba más allá era lo temible, lo enemigo. Las relaciones que con él se entablaban eran de guerra, por lo tanto, el terror le hacía ser misántropo y feroz, pues se consideraba, aun ligado a los pueblos vecinos por atavismos y creencias, solo en sí, solo en él, considerando adversario todo lo circundante.

El primero que se atrevió a dialogar con lo desconocido fue el heleno, porque fue el primero que se asomó al mundo, aunque sólo con el entendimiento. Para esta audaz incursión creó dos ideas-madre que fueron como dos rayos de luz en la oscuridad: la de individuo y la de humanidad. De acuerdo con la primera produjo aquellas potentes y maravillosas individualidades que lanzaron al mundo mensajes de belleza, todavía admirados; por la segunda, consideró a la humanidad no como un organismo, sí como un conjunto de seres, de individuos que podían entablar relaciones armoniosas entre sí. Por estas ideas, formidables atrevimientos de la mente, el griego concibió la libertad del individuo, creando humanidad. Es decir, el griego se hizo hombre, se convirtió en humano, creando lo que todavía no existía. Sin este avance, sin estos maravillosos pensamientos, seguiríamos viviendo todavía en la tribu, donde se careció del concepto de lo individual, del concepto del hombre como unidad de verdadero valor para el concierto armonioso de la vida.

Lo que el griego intuyó, nos lo dio a conocer el libro con la invención de la imprenta, y lo que en el libro no pudo ofrecérsenos, nos lo ha regalado el cine y la radio: imágenes y sonido. (Seamos verídicos: nos lo ha regalado nuestro hermano el hombre, valiéndose del cine y la radio, invenciones suyas.) Hoy ya sabemos cómo son y cómo hablan los indonesios y los lapones y los que forman las tribus del centro de Africa. Al mismo tiempo llegan a nosotros relatos y fotografías animadas de lo que ayer sucedió en Rusia y palabras e imágenes de los hombres que exploran las tierras antárticas. En nuestra casa común, nuestra casa solariega, heredad donde vivieron nuestros mayores y vivimos nosotros, ya nos es todo o casi todo conocido: el trabajo en los campos y en las minas del mundo, la formación de las islas madrepóricas y las representaciones teatrales que se dan en esas enormes aglomeraciones humanas que son Londres y Nueva York, ciudades nuestras, del mundo, de la humanidad, barrios de nuestra urbe, rincones de nuestra casa, habitados por hermanos nuestros, pertenecientes todos a la gran raza humana, a aquella humanidad que hace dos mil quinientos años entrevió el heleno y hoy es realidad.

Frente al hombre de ayer, que carecía en absoluto de concepto de humanidad, porque su mente, como su visión, no trasponía el monte que lo circundaba, se levanta el hombre de hoy, conocedor del universo y universo él también porque ha adquirido conciencia de su potencialidad creadora. De ahí que si el hombre de ayer, nuestro abuelo, no podía concebirse a sí mismo como unidad de valor porque estaba sobrecogido de espanto con la grandiosidad de un dios, al que no conocía pero temía, el hombre de hoy, que ya no necesita para nada de la idea de Dios, al conocer su potencia, sabe que puede captar todas las emociones y concebir todas las grandezas, incluso la armonía de la humanidad de la cual se siente creador y criatura, puesto que crea amor en su casa, que adorna con arte para regocijo de los demás hombres, que componen su verdadera familia.

Este criterio de casa común y de familia humana, que se fue formando poco a poco desde que los griegos nos regalaron aquellas dos magníficas y fecundas ideas de unidad humana y de humanidad, debemos reverdecerlo en nuestra mente y empezar a trabajar con él en nuestra propia casa y entre nuestra familia, haciendo lo que nadie hizo: ser buenos y amorosos con nuestros hermanos.

Habiendo desterrado a Dios de nuestra vivienda porque nos perturbaba (la idea de Dios no fue jamás armónica, sino humillante por despótica), nos hemos dicho en nuestro corazón: En la casa donde nacimos y vivimos, en la que vivieron y viven nuestros padres y viven y conviven nuestros hermanos y nuestros hijos, no se riñe, ni aun se vocifera y alborota, pues se resentiría la moral y daríamos ejemplos de malos modos, grosería y maldad. En la casa familiar se respeta a los ancianos y a los padres y se vive en paz con los hermanos, cumpliendo cada uno su cometido de mantenerla limplia de odios, que son los que enemistan. En la casa familiar, en nuestra casa solariega, heredad de nuestros mayores y hoy nuestra por legítima herencia, deben escucharse risas, no llantos, palabras que acaricien, no maldiciones, porque es en ella donde debemos empezar a vivir en armonía y en regocijo. Porque ¿dónde si no es en nuestra propia casa, en nuestro propio nido, hemos de ir creando el ambiente tibio y perfumado que sea como nuestro clima, el clima anárquico donde hemos de criar en belleza y en libertad a la familia?

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