Índice de Esbozos de una moral sin sanción ni obligación de Jean-Marie GuyauCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Crítica de la sanción religiosa y metafísica

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Sanción religiosa

A medida que avanzamos en esta crítica, la sanción propiamente dicha, es decir la patología moral, se nos aparece cada vez más como una especie de pretil, que sólo tiene utilidad donde hay un camino trazado y alguien que marcha por él. Más allá de la vida, en el precipicio eterno, los pretiles se hacen completamente superfluos. Una vez concluída la prueba de la existencia, no hay que volver ya sobre ella, bien entendido que no sea para sacar experiencias y sabias enseñanzas, para el caso de que nos fuese preciso comenzar nuevas pruebas. No es ése el pensamiento de las principales religiones humanas. Las religiones, al prescribir una determinada regla de conducta, la obediencia a ciertos ritos, la fe en tales o cuales dogmas, necesitan todas una sanción para confirmar sus órdenes. Están todas de acuerdo en invocar la sanción más temible que se pueda imaginar: prometen penas eternas a los que han violado sus órdenes de una forma u otra y hacen amenazas que superan lo que la imaginación del hombre más furioso puede soñar en infligir a su más mortal enemigo.

En eso, como en muchos otros puntos, las religiones están en pleno desacuerdo con el espíritu de nuestros tiempos; pero extraña pensar que aun son seguidas por gran cantidad de filósofos y metafísicos. Al imaginarse a Dios como la más terrible de las potencias, se deduce que, cuando está irritado, debe infligir el más terrible de los castigos. Se olvida que Dios, ese supremo ideal, debería ser simplemente incapaz de hacer mal a nadie. Precisamente al ser Dios concebido como el máximo de poder, podría no imponer más que el mínimo de pena; porque cuanto mayor es la fuerza de que se dispone, menor es la necesidad de gastarla para obtener un efecto dado. Además, como se ve en él a la suprema bondad, es imposible representárselo imponiendo aún ese mínimo de pena; bien se necesita que el padre celeste tenga, por lo menos, sobre los padres de aquí abajo esa superioridad de no azotar jamás a sus niños. Finalmente, como por hipótesis es la inteligencia soberana, no podemos creer que hiciese nada sin razón; ahora bien, ¿por qué razón haría sufrir a un culpable? Dios está por encima de todo daño y no tiene que defenderse; no tiene, pues, que castigar.

Las religiones se ven siempre inclinadas a representarse al hombre malo como un Titán que se empeña en una lucha con Dios mismo; es completamente natural que Júpiter, al vencer, tome en lo sucesivo medidas de seguridad y aplaste a su adversario bajo una montaña. Pero figurarse que Dios podría luchar así, materialmente, con los culpables, sin menoscabo de su santidad y de su majestad, sería hacerse de él una extraña idea. Desde el momento en que la Ley moral personificada emprende así una lucha física con los culpables, pierde precisamente su carácter de ley; se rebaja hasta ellos; se cae. Un dios no puede luchar con un hombre: se expone a ser derribado, como el ángel por Jacob. O Dios, esa ley viva, es todopoderoso y entonces no podemos ofenderlo verdaderamente, ni, por lo mismo, debe castigarnos; o realmente podemos ofenderlo, pero entonces podemos algo sobre él, no es todopoderoso, no es lo absoluto, no es Dios. Los fundadores de las religiones se han imaginado que la ley más santa debería ser la más fuerte: es absolutamente lo contrario. La idea de fuerza se resuelve lógicamente en la relación de una potencia a una resistencia; toda fuerza física es, pues, moralmente una debilidad. Es una concepción extraña y bien antropomórfica la de suponer que Dios tiene una cárcel o un infierno con el demonio como servidor y carcelero. En suma, el demonio no es más responsable del infierno que lo que lo es el verdugo de los instrumentos de suplicio que se le pone en las manos; hasta puede lamentarse bastante de la labor que se le obliga a realizar. La verdadera responsabilidad pasa sobre su cabeza; él no es más que el ejecutor de las altas obras divinas, y un filósofo podría sostener, no sin verosimilitud que el verdadero demonio, aquí, es Dios. Si una ley humana, si una ley civil, no puede carecer de sanción física, es, como lo hemos visto, porque es civil y humana. No sucede así con la ley moral, que se la supone protectora de un solo principio y que uno se representa como inmutable, eterna impasible de alguna forma: no se puede ser pasible ante una ley impasible. Al ser la fuerza impotente contra ella, no necesita responderle con la fuerza. El que cree haber derribado la ley moral, debe volver a hallarla siempre de pie frente a él, como Hércules veía volver a surgir incesantemente de entre sus brazos al gigante que creía haber derribado para siempre. Ser eterno: he ahí la única venganza posible del bien para con los que lo violan.

Si Dios hubiese creado voluntades suficientemente perversas como para que le fueran indefinidamente adversarias, sería impotente ante ellas, no podría más que compadecerlas y compadecerse a sí mismo por haberlas creado. Su deber no consistiría en castigarlas, sino en aliviar lo más posible su desventura, mostrarse tanto más dulce y más bueno, cuanto peores fueran ellas: si los condenados fueran verdaderamente incurables, tendrían, en suma, más necesidad de las delicias del cielo, que los bienaventurados mismos. Una cosa u otra; o los culpables pueden ser conducidos nuevamente al bien, y entonces el pretendido infierno no será otra cosa que una inmensa escuela en donde se tratará de abrir los ojos a todos los réprobos y hacerlos subir al cielo con la mayor celeridad; o los culpables son incorregibles como maniáticos incurables (lo que es absurdo); entonces serán dignos de una eterna compasión, y una bondad suprema deberá tratar de compensar sus miserias por todos los medios imaginables, mediante la suma de todas las felicidades sensibles. De cualquier manera que se lo entienda, el dogma del infierno aparece así como la antítesis misma de la verdad.

Por lo demás, al condenar un alma, es decir, al expulsarla para siempre de su presencia o, en términos menos místicos, al excluirla para siempre de la verdad, Dios se excluiría a sí mismo de esta alma, limitaría su poder y, por decirlo todo, se condenaría también en cierta medida. La pena del daño, recae sobre el mismo que la inflige. En cuanto a la pena del sentido, que distinguen los teólogos, es evidentemente mucho más insostenible todavía, hasta si se la toma en un sentido metafórico. Dios, en lugar de condenar, sólo puede llamar eternamente a los que se han separado de él; es sobre todo para los culpables, para quienes habría que decir con Miguel Angel, que Dios abre por completo sus dos brazos en la cruz simbólica. Nos lo representamos como mirando desde demasiado alto como para que, a sus ojos, sean los culpables otra cosa que desgraciados; ahora bien, los desgraciados, como tales, ya que no en otros aspectos, ¿no deben ser los preferidos por la bondad infinita?


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Sanción de amor y de fraternidad

Hasta aquí hemos considerado los dos aspectos de la sanción: castigo y recompensa, como ligados; pero quizás sea posible considerarlos separadamente. Ciertos filósofos, por ejemplo, parecen dispuestos a rechazar la recompensa propiamente dicha y el derecho a la recompensa, para admitir únicamente como legítimo al castigo (1). Creemos que esta primera posición es la más difícil que se pueda tomar, al examinar la cuestión. Existe una segunda, completamente opuesta, en la que se ha colocado otro filósofo, y que debemos examinar para que nada falte: rechazar completamente el castigo, y esforzarse, sin embargo, por mantener una relación racional entre el mérito y la felicidad (2). Esta doctrina renuncia a la idea kantiana, que hace del mérito la conformidad con una ley completamente formal. El universo es representado como una inmensa sociedad, en la que todo deber es siempre un deber hacia alguien activo, hacia alguien vivo. En esta sociedad el que ama debe ser amado ¿hay algo más natural? Decir que el hombre virtuoso merece la felicidad, es decir que toda buena voluntad le desea el bien en devolución del bien que él ha querido. La relación entre el mérito y la felicidad se convierte entonces en una relación de voluntad a voluntad, de persona a persona, en una relación de reconocimiento y, por consecuencia, de fraternidad y de amor moral. De esta forma, en la idea de devolución y reconocimiento se encontraría el lazo buscado entre la buena acción y la felicidad. El principio de la nueva sanción sería la amabilidad, principio que, excluyendo. al castigo por completo, bastaría para justificar una especie de recompensa, no material, sino moral. Hagamos notar que esta sanción no es válida para un ser que, por hipótesis, se considerase absolutamente solitario; pero, según la doctrina que examinamos, en ningún lado existe un ser semejante; no se puede salir de la sociedad porque no se puede salir del universo: la ley moral no es, pues, en el fondo, más que una ley social, y lo que hemos dicho de las relaciones actuales entre los hombres, vale también para las recíprocas relaciones ideales entre todos los seres. Desde ese punto de vista, la recompensa se convierte en una especie de respuesta de amor; toda buena acción parece un llaniado dirigido a todos los seres del vasto universo; parece ilegítimo que este llamado no sea oído, y que este amor, infecundo, no produzca el reconocimiento: el amor presupone la mutualidad del amor, la cooperación y el concurso por consecuencia, y, por ello, la satisfacción de la voluntad y la felicidad. La desgracia sensible de un ser tendría su explicación en esta doctrina, debido a la presencia de alguna voluntad ciega que se alzase contra él desde el seno de la naturaleza, desde el seno de la sociedad universal. Ahora bien, si hipotéticamente, un ser ama verdaderamente, llegará a ser amable, no solamente para los hombres, sino para todas las voluntades elementales que constituyen la naturaleza; adquirirá así una especie de derecho ideal a ser respetado y ayudado por ellas. Se puede considerar que todos los males sensibles -sufrimiento, enfermedad, muerte- provienen de una especie de guerra y odio ciego de las voluntades inferiores; cuando este odio toma como víctima al amor mismo, nos indignamos, ¿hay algo más justo? Si el amor ajeno no debe ser pagado más que con amor, tenemos por lo menos conciencia de que debe serIo con el de la naturaleza entera, no solamente con el de tal o cual individuo; este amor de la naturaleza, así universalizado, se convertirá en la felicidad, incluída la sensible, de quien es su objeto: el lazo entre la buena voluntad y la felicidad que queríamos destruir, será nuevamente restablecido.

Convengamos en que esta hipótesis, es el único y último esfuerzo para justificar metafísicamente el sentimiento empírico de indignación que produce en nosotros el mal sensible cuando acompaña a la buena voluntad. Únicamente, observemos bien lo que encierra la hipótesis. En esta doctrina, es preciso llegar a admitir sin prueba, que todas las voluntades que constituyen la naturaleza son de esencia y dirección análogas, de manera que convergen en el mismo punto. Si el bien que, por ejemplo, persigue una sociedad de lobos fuese, en el fondo, tan diferente del bien perseguido por la sociedad humana como parece serIo en apariencia, la bondad de un hombre no tendrá racionalmente nada de respetable para la de un lobo, ni la de un lobo para la de un hombre. Es preciso, pues, completar la hipótesis precedente mediante esta otra, bien seductora y aventurada, que hemos enunciado en otra parte como posible: ¿No correspondería a la evolución exterior, cuyas formas son tan variables, una aspiración interior, eternamente la misma, que obrase en todos los seres? ¿No habrá en ellos una conexión de tendencias y esfuerzos análoga a la conexión anatómica señalada por G. Saint Hilaire en los organismos?

Según esta doctrina, la idea de sanción, viene a fundirse en la idea más moral de cooperación; el que hace el bien universal trabaja para una obra tan grande, que idealmente tiene derecho al concurso de todos los seres, miembros del mismo todo, desde la primera manera hasta la substancia gris cerebral del organismo más elevado. El que hace el mal, por el contrario, debería recibir de todos una negativa para el concurso, que sería una especie del castigo negativo; se hallaría moralmente aislado, mientras que el otro estaría en comunicación con el universo.

Esta idea de una armonía final entre el bien moral y la felicidad, así restringida, depurada, salvada por la metafísica, llega a ser seguramente admisible. Pero, en primer lugar, no es ya verdaderamente la sanción de una ley formal: todo lo que quedaba de las ideas de ley propiamente necesaria o imperativa, de sanción igualmente necesaria, ha desaparecido. Ni siquiera es ya la ley formal de Kant, ni el juicio sintético a priori por el que la legalidad sería unida a la felicidad como recompensa; en una palabra, no es ya un régimen de legislación y, por consecuencia, tampoco de sanción verdadera. Hasta podemos decir que aquí se nos lleva a una región superior, a la de la justicia propiamente dicha: es la región de la fraternidad. No es ya la justicia conmutativa. porque la idea de fraternidad excluye la de un cambio matemático, la de una balanza de servicios exactamente medibles e iguales respecto a la cantidad: la buena voluntad no mide lo que devuelve como pago a lo recibido. No es ya siquiera justicia distributiva en su sentido propio, porque la idea de una distribución exacta, aun siendo moral, no es ya la de fraternidad. El hijo pródigo podrá ser más agasajado que el hijo prudente. Se podrá amar a un culpable, y el culpable tendrá, quizás, más necesidad que cualquier otro de ser amado. Tengo dos manos, una para estrechar la mano de los que marchan conmigo por la vida, la otra para levantar a los que caen. Hasta podría tender las dos manos a estos últimos. Así, en esta esfera, las relaciones puramente racionales, las armonías puramente intelectuales, y con mayor razón las relaciones legales, parecen desvanecerse; por esto mismo se desvanece la relación verdaderamente racional, lógica y hasta cuantitativa, que pudiera ligar la buena voluntad a una proporción determinada de bien exterior y de amor interior. De ahí surge una especie de antinomia: el amor, o es una gracia particular y una elección que casi no se parece a una sanción, o una especie de gracia general y una igualdad extendida a todos los seres, que ya no se parece más a una sanción. Si amo más a un hombre que a otro, no es cierto que mi amor esté en razón directa con su mérito, y si amo a todos los hombres en su humanidad, si los amo universal e igualmente, también parece desaparecer la proporción entre el mérito y el amor. Por otra parte, las buenas voluntades no querrían, indudablemente, en la justicia ideal, ser objeto de alguna muestra de preferencia; las víctimas voluntarias del amor no aceptarían ser colocadas delante de los demás, cuando se hiciese una nueva distribución cualquiera de los bienes sensibles. Objetarían que, después de todo, el sufrimiento voluntario es menos de lamentar que el sufrimiento impuesto: para quien admite la superioridad del ideal sobre la realidad, el hombre de bien es el rico, aun cuando esta riqueza suprasensible, haya representado para él inconvenientes y penas sensibles.

Creemos que ésas son las dificultades que provoca esta teoría. Esas dificultades no son, quizás, insolubles, pero su solución será seguramente una modificación profunda aportada a la idea tradicional de sanción; pero, en lo que respecta a la pena, el castigo habrá desaparecido, y, en lo que se refiere a la recompensa, la compensación de pura justicia parecerá desvanecerse en relaciones superiores de pura fraternidad, que escapen a determinaciones precisas. Por una parte, el mal sensible (incluyendo la muerte) siempre nos indigna moralmente, cualquiera que sea el carácter, bueno o malo, de la voluntad que viene a obstaculizar; el sufrimiento nos lastima por sí mismo e independientemente de su aplicación; una distribución de dolor es, pues, morarmente ininteligible. Por otra parte, en lo que concierne a la felicidad, deseamos que todos sean felices. La proporcionalidad, la racionalidad, la ley, (3), sólo son aplicables a relaciones de orden y de utilidad social, de defensa y de cambio, de conmutación y de distribución matemáticas. La sanción propiamente dicha es, pues, una idea completamente buena, que entra como elemento necesario en la constitución de nuestras: sociedades pero, que se podría eliminar sin contradicción en una sociedad muy superior, compuesta por sabios como Buda o Jesús.

En suma. los utilitarios y los kantianos. colocados en los dos polos opuestos de la moral, son, sin embargo, víctimas del mismo error. El utilitario, que tan poco sacrifica de lo que sea su existencia con la esperanza de que algún día ese sacrificio sea compensado de alguna forma más allá de la vida, hace un cálculo irracional desde su punto de vista: porque, en lo absoluto, no se le debe más por su sacrificio interesado que lo que se le debería por una mala acción interesada. Por otra parte, el kantiano que se sacrifica ciegamente por la ley única, sin calcular nada, sin exigir nada, no tiene tampoco verdadero derecho a una compensación, a una indemnización; es racional que, cuando no se persigue un fin, se renuncia a él, y el kantiano no persigue la felicidad. ¿Se nos objetará que, si la ley moral nos obliga, está a su vez obligada a algo respecto a nosotros? ¿Se dirá que puede haber allí un recurso del agente contra la ley, que si, por ejemplo, la ley exige sin compensación el aniquilamiento del yo, es la crueldad suprema? ¿Y se preguntará si una ley cruel es justa? (4). Responderemos que aquí es preciso distinguir entre dos cosas: las circunstancias fatales de la vida y la ley que rige nuestra conducta en esas circunstancias. Las coyunturas fatales de la vida pueden ser crueles; acusad por ellas ala naturaleza; pero una ley jamás puede aparecer como cruel a quien cree en su legitimidad. El que considera toda mancha como un crimen, no puede encontrar cruel el permanecer casto. Para el que cree en una ley moral, es imposible juzgar a esa ley colocándose en un punto de vista humano, puesto que ella es, por hipótesis, incondicional, irresponsable y nos habla, también por hipótesis, desde el fondo del absoluto. No hace con nosotros un contrato, cuyas cláusulas podamos discutir tranquilamente, pesando las ventajas y los inconvenientes.

En el fondo -aun en la moral kantiana- la sanción no es más que un expediente supremo para justificar racional y materialmente la ley formal del sacrificio, la ley moral. Se agrega la sanción a la ley para legitimarlo (5). La doctrina de los kantianos, llevada a sus últimas consecuencias, lógicamente debería conducir más bien a una antinomia completa entre el mérito moral y la idea de una recompensa o hasta de una esperanza sensibíe cualquiera; debería poder resumirse en este pensamiento de una mujer de Oriente que nos refiere el señor de Joinville: Y ves, hermano predicador, vió un día en Damasco a una vieja que llevaba en su mano derecha una escudilla con fuego y en la izquierda una vasija llena de agua. Y ves le preguntó: ¿Qué quieres hacer con eso ? Ella le respondió que con el fuego quería incendiar el paraíso y con el agua apagar el infierno. Y él le preguntó: ¿Por qué quieres hacer eso? Porque no quiero que nadie haga jamás el bien para tener la recompensa del paraíso, ni por temor al infierno, sino simplemente por amor a Dios.

Una cosa parecería conciliar todo: ello consistiría en demostrar que la virtud comprende analíticamente a la felicidad; que escoger entre ella y el placer es también elegir entre dos alegrías, una inferior y la otra superior. Los estoicos lo creían, también Stuart Mill y el mismo Epicuro. Esta hipótesis puede verificarse, sin duda, en un pequeño número de almas elevadas, pero su realización completa, verdaderamente, no es de este mundo: la virtud no es en absoluto para sí misma una perfecta recompensa sensible, una compensación plena (proemium ipsa virtus). Hay pocas probabilidades de que un soldado que cae herido por una bala en los puestos de vanguardia, experimente, en el sentimiento del deber cumplido, una suma de placer equivalente a la felicidad de una vida entera. Reconozcamos, pues, que la virtud no es la felicidad sensible. Además, no hay una razón natural, y menos aún una razón puramente moral, para que la proporcione más tarde. Así, cuando se presentan ciertas alternativas, el ser moral tiene la sensación de estar apretado en un engranaje: está atado, cautivo del deber; no puede desprenderse y no le queda más que esperar que el movimiento del gran movimiento social o natural que debe triturarlo. Se abandona, lamentando, quizás, haber sido la víctima elegida. La necesidad del sacrificio, en muchos casos, es un número malo; sin embargo, se le saca, se le coloca sobre la frente, no sin alguna arrogancia, y se parte. El deber, en el estado agudo forma parte de los acontecimientos trágicos que acaban con la vida; hay existencias que casi han escapado a él; generalmente se las considera como dichosas.

Si el deber puede hacer así reales víctimas, ¿adquieren esas víctimas derechos excepcionales a una compensación sensible, derechos a la felicidad sensible superiores a los de los otros desdichados, de los otros mártires de la vida? No lo parece. Siempre nos parece que todo sufrimiento, voluntario o involuntario, requiere una compensación ideal, y eso ocurre únicamente porque es un sufrimiento. Compensación es decir, equilíbrio, es una palabra que indica una relación completamente lógica y sensible, de ninguna forma moral. Lo mismo ocurre con las palabras recompensa y pena que tienen el mismo sentido. Son términos de la vida afectiva transportados inadecuadamente a la lengua moral. La compensación ideal de los bienes y los males sensibles es todo lo que se puede recoger de las ideas vulgares respecto al castigo y la recompensa. Es preciso recordar que la antigua Némesis, no sólo castigaba a los malos, sino también a los felices en la vida, a aquellos que habían tenido más placer del que les correspondía. Del mismo modo, el cristianismo, en los tiempos primitivos, consideraba a los pobres, a los enfermos del cuerpo o del espíritu como los que tenían más probabilidades de ser un día los elegidos. El hombre rico del Evangelio es amenazado con el infierno, sin otra razón aparente que su riqueza misma. Los últimos serán los primeros. Todavía hoy, ese movimiento bascular de la gran máquina del mundo nos parece deseable. La igualdad absoluta de felicidad para todos los seres, cualesquiera que ellos fuesen, parecería el ideal; la vida, por el contrario, es una perpetua consagración de la desigualdad; la mayoría de los seres vivientes, buenos o malos, podría, pues, pretender una reparación en lo ideal, una especie de compensación de las alegrías, una nivelación universal. Sería menester aplanar el océano de las cosas. Ninguna inducción sacada de la naturaleza, puede hacernos suponer que esto haya de ocurrir algún día, sino todo lo contrario; y, por otra parte, de ningún sistema moral se puede extraer, mediante una rigurosa deducción, el reconocimiento de un verdadero derecho moral a una compensación tal de la pena sensible. Esta compensación, deseada por la sensibilidad, no es en absoluto exigida por la razón; es completamente dudosa para la ciencia, quizás, hasta imposible (6).




Notas

(1) Admitimos sin titubear la máxima estoica: La virtud es la recompensa de si misma ... ¿Se concebiría un triángulo geométrico que, hipotéticamente, estuviese dotado de conciencia y de libertad, y que, habiendo conseguido desprender su pura esencia del conflicto de las causas materiales que tienden por todos lados a violentar su naturaleza, tuviese, además, necesidad de recibir de las cosas exteriores un premio por haberse librado de su imperio? (P. Janet, La moral, pág. 590).

(2) Fouillée, La libertad y el determinismo.

(3) Palabra en griego que, como ya lo hemos señalado en varias ocasiones, nos resulta imposible transcribir en este texto. Chantal López y Omar Cortés.

(4) Janet, La moral, pág. 582.

(5) Esta petición de principio, disimulada bajo el nombre de postulado, es mucho más sensible todavía en los sístemas de moral que intentan colocarse más abiertamente en el justo medio entre el utilitarismo egoísta y el desinterés absoluto del estoicismo. De esa clase parecen ser la moral de Renouvier en Francia y la de Sidgwick en Inglaterra. La razón, dice Renouvier, (con quien el moralista inglés está completamente de acuerdo en este punto), no tiene precio, y sólo se hace reconocer cuando se la supone de acuerdo a la causa final, principio de las pasiones, a la felicidad ... El postulado de una conformidad final de la ley moral con la felicidad ... es la inducción, la hipótesis propia de la moral ... ¿Se rechaza ese postulado? ... el agente moral podrá oponer a la obligación de justicia otra obligación, la de su propia conservación, y al deber, el interés tal como él se lo representa. ¿En nombre de qué le ordenaríamos que optase por el deber? (Ciencia de la moral, tomo I, pág. 17). Renouvier, espíritu muy sinuoso y circunscepto, trata de inmediato de disminuir el alcance de esta declaración mediante una distinción escolástica. La sanción, dice, es menos un postulado de la moral que un postulado de las pasiones, necesario para legitimarlas y hacerlas entrar en la ciencia. Por desgracia, acaba de reconocer que no puede existir ciencia de la moral independlentemente de las pasiones, y que la obligación del interés es una fuerza lógicamente equivalente a la obligación moral. Si las pasiones requieren una sanción, por otra parte la moral necesita a las pasiones; es un círculo. En la moral así concebida, el deber se halla, por lo menos desde un punto de vista lógico, en igualdad de condiciones con el interés: se coloca a Bentham y Kant el uno frente al otro, se reconoce que ambos tienen razón, y se arregla la forma de hacerles querer los mismos objetos en nombre de principios contrarios. La sanción es el terreno donde se realiza el acuerdo, y el remunerador supremo es el juez de paz. De ninguna forma tenemos que apreciar aquí el valor de esos dos sistemas. Hagamos notar solamente que el formalismo de Kant ha desaparecido: que la obligación de hacer su deber únicamente por deber, no existe ya y es considerada como una paradoja pura (Ciencia de la moral, tomo I, pág. 78); que la sanción no es más una consecuencia del deber, sino una condición; entonces esta idea cambia completamente de aspecto; el castigo y la recompensa no son ya considerados como ligados a la conducta moral por un juicio sintético a priori, sino que son exigidos de antemano por los agentes para justificar desde el punto de vista sensible el mandato de la ley. El acto moral no constituye ya por sí mismo, y él sólo un derecho a la felicidad; pero se considera que todo ser sensible puede naturalmente esperar la felicidad y que no quiere renunciar a ella al ejecutar el acto moral. Renouvier y Sidgwick, dejan de sostener que el deber merece una recompensa y dicen simplemente que el agente moral que esperase una recompensa sería burlado si un día no la recibiese; para hablar así, invocan, como único argumento, la veracidad del deseo, de la misma forma que Descartes invocaba la veracidad de Dios; pero ambas pueden ser, con justicia, consideradas sospechosas por toda moral verdaderamente científica.

(6) No creemos que la fe en la sanción religiosa provoque un gran cambio en el aspecto que un ser moralmente enfermo, presenta para todo ser sano. El crimen sólo puede ofrecer al hombre un atractivo: el de la riqueza que tiene ocasión de procurarse. Pero la riqueza, cualquiera que sea el valor que tiene para el pueblo, no deja, sin embargo, de tener la medida común a todo el resto. Propóngase a un pobre hacerlo millonario a cambio de volverlo gotoso, rehusará si tiene un ápice de razóri. Propóngasele ser rico a condición de ser patizambo o jorobado, probablemente rehusará también, sobre todo si es joven; todas las mujeres rehusarían. La dificultad con que se tropieza para reclutar gente para ciertos servicios, aun cuando son bien retribuidos, como el de verdugo, muestra también que para el buen sentido popular, el dinero no es todo. Si fuese todo, ninguna amenaza religiosa, podria detener el asalto universal a las riquezas. Conozco mujeres y también hombres que rehusarían una fortuna si fuese preciso ser carnicero para adquirirla, tan fuertes son ciertas repugnancías, aún las puramente sentimentales y estéticas. El horror moral al crimen, más poderoso en la mayoría de los corazones que cualquier otra repugnancia, nos separará, pues, siempre de los criminales, cualesquiera que sean las perspectivas de la vida en el más allá.

Este horror será más fuerte cuando el sentimiento habitual de odio, cólera y venganza que nos causa la presencia de un criminal sea substituído gradualmente por el sentimiento de la compasión -de esta piedad que experimentamos por los seres inferiores o raquíticos, por las monstruosidades inconscientes de la naturaleza.

El único sentimiento respetable y durable en la idea de sanción, no es ni la noción de pena ni de recompensas, es la concepción del bien ideal, como algo que debe tener una fuerza suficiente de realizacióri, como para imponerse a la naturaleza; invadir el mundo entero: nos parecería bien que la última palabra en el universo fuese del hombre justo y dulce. Pero ese reino del bien que la humanidad sueña, rio necesita de los procedimientos de la realeza humana para estáblecerse. El sentimiento moral debe considerarse con el deber de ser la gran fuerza y el gran resorte del universo; esta ambición de la moralidad de invadir progresivamente la naturaleza, mediante la humanidad, es lo más elevado que hay en el dominio filos6fico, y es también lo rnás adecuado que hay para mantener el espíritu de proselitismo. Ningún mito es necesario aquí para excitar el ardor del bien y el sentimiento de la fraternidad universal. Lo que es grande y bello se basta a sí mismo, lleva en sí su luz y su llama. (Irreligión del porvenir, pág. 358).


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