Índice de Esbozos de una moral sin sanción ni obligación de Jean-Marie GuyauCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo tercero

Crítica de la sanción interior y del remordimiento

Toda sanción exterior, pena o recompensa, nos ha parecido ya como una crueldad, ya como un privilegio. Si no hay razón puramente moral para establecer, así, exteriormente al ser, una proporción absoluta entre la felicidad y la virtud: ¿hay una razón moral para ver establecida esa proporción, en el interior del ser, por su sensibilidad? En otros términos: ¿debe y puede existir en la conciencia, para emplear los términos de Kant, un estado patológico del placer o de la pena que sanciona la ley moral, una especie de patología moral, y la moralidad debe tener a priori consecuencias pasionales?

Imaginemos, por hipótesis, una virtud tan heterogénea a la naturaleza, que no tuviese ningún carácter sensible y que no estuviese de acuerdo con ningún instinto social o personal, con ninguna pasión natural, con ningún (1), sino únicamente en conformidad con la razón pura; imaginemos por otra parte, una dirección inmoral de la voluntad que, siendo la negación de las leyes de la razón pura práctica, no hallase al mismo tiempo resistencia de parte de una inclinación natural, de una pasión natural (ni aún, por hipótesis, el placer natural de razonar justamente, el sentimiento agradable del ejercicio lógico de acuerdo a las reglas). ¿Sería racional que, en ese caso (que, por otra parte, no puede hallarse en la humanidad) viniesen a unirse a un mérito o a un demérito, sin ninguna relación con el mundo sensible, un goce o una pena sensibles, una patología? Por eso la satisfacción moral o el remordimiento, como placer y pena, como pasiones, es decir, como simples fenómenos de la sensibilidad, parecen a Kant no menos inexplicables que la idea misma del deber. Ve allí un misterio (2); pero ese misterio se resuelve en una imposibilidad. Si el mérito moral estuviese completamente adecuado a la ley racional como tal, pura racionalidad, puro formalismo, si fuese obra de una libertad pura trascendente y extraña a toda inclinación natural, no produciría goce alguno en el orden de la naturaleza, ninguna expansión del ser sensible, ningún calor, ningún latido del corazón. De la misma manera, si la mala voluntad, fuente del demérito, pudiese, hipotéticamente, estar, al mismo tiempo, de acuerdo con todas las inclinaciones naturales de nuestro ser, servirlas a todas, no produciría ningún sufrimiento; el demérito, en ese caso, hasta debería naturalmente llevar a la perfecta felicidad sensible y pasional. Si no ocurre así, es por que el acto moral o inmoral, aun cuando se lo suponga suprasensible por la intención, encuentra además en nuestra naturaleza patológica ayudas u obstáculos; si gozamos o sufrimos, no es, en realidad, porque nuestra intención concuerda con una ley racional fija, con una ley de libertad supranatural, o esté en contra suyo, sino porque, al mismo tiempo, concuerda con nuestra naturaleza sensible, siempre más o menos variable, o se opone a ella.

En otros términos, la satisfacción moral o el remordimiento, no proceden de nuestra relación con una ley moral completamente a priori, sino de nuestra relación con las leyes naturales y empíricas.

Ni siquiera el simple placer racional que podemos experimentar al universalizar una máxima de conducta, tiene otra explicación que no sea la tendencia natural del espíritu a sobrepasar todo limite natural y, de una manera general, la tendencia de toda actividad a continuar incesantemente el movimiento comenzado. Si no hacen intervenir consideraciones empíricas, todo goce moral, y aún racional, o hasta puramente lógico, resultará, no solamente inexplicable, sino imposible a priori. Se podrá admitir perfectamente todavía una superioridad del orden de la razón sobre el de la sensibilidad y la naturaleza, pero no una posible repercusión recíproca de esos dos órdenes, repercusión que es completamente a posteriori. Para que la sanción interior fuese verdaderamente moral, sería necesario que no tuviese nada de sensible o patológico, es decir, precisamente, nada pasionalmente agradable o penoso; sería preciso que fuese la apatía de los estoicos, es decir, una serenidad perfecta, una ataraxia, una satisfacción suprasensible y suprapasional; sería preciso que fuese, con relación a este mundo, el nirvana de los budistas, el completo desprendimiento de todo (3); sería menester, pues, que perdiese todo carácter de sanción sensible. Una ley suprasensible, solo puede tener una sanción suprasensible, extraña, por consecuencia, a lo que Se Ilama placer y dolor naturales, y esta sanción es tan indeterminada para nosotros como el orden suprasensible mismo.

En el fondo, la sanción Ilamada moral y realmente sensible, es un caso particular de esa ley natural, según la cual todo despliegue de actividad está acompañado por placer. Ese placer disminuye, desaparece y deja lugar al sufrimiento de acuerdo a las resistencias interiores o exteriores que haIla la actividad. En el interior del ser, la actividad puede encontrar esas resistencias ya en la naturaleza de espíritu y el temperamento intelectual, ya en el carácter y el temperamento moral. Las aptitudes espirituales difieren evidentemente de acuerdo a los individuos; un poeta difícilmente será un buen notario, y se comprenden los sufrimientos de Alfredo de Musset cuando era escribiente en un estudio de abogado; un poeta de imaginación será difícilmente también un matemático, y se entienden las protestas de Víctor Hugo contra el potro de torturas de la X y la Y. Toda inteligencia parece tener un determinado número de direcciones a las que la impulsan habitualmente costumbres hereditarias; cuando se separa de esas direcciones, sufre. Este sufrimiento puede ser en determinados casos un verdadero desgarramiento y parecerse mucho al remordimiento moral. Supongamos, por ejemplo, a un artista que siente en sí el genio y que se ha visto condenado toda su vida aun trabajo manual; ese sentimiento de una existencia perdida, de una tarea no cumplida, de un ideal no realizado, lo perseguirá, obsesionará a su sensibilidad casi de la misma manera que la conciencia de una falta moral. He aquí, pues, un ejemplo de los placeres o dolores que aguardan a todo despliegue de actividad en un medio cualquiera. Pasemos ahora del temperamento intelectual al temperamento moral; también aquí nos encontramos en presencia de una gran cantidad de tendencias instintivas que producirán la alegría o el dolor cuando la voluntad les obedezca o les ofrezca resistencia: tendencias a la avaricia, a la caridad, al robo, a la sociabilidad, a la ferocidad, a la piedad, etc. Estas tendencias tan diversas pueden existir en un mismo carácter y zamarrearlo en todo sentido; la alegría que experimenta un hombre de bien al ceder a sus instintos sociales, tendrá, pues, su correspondencia en la que el culpable experimenta al seguir a sus instintos antisociales. Se conocen las palabras de aquel joven malhechor citado por Maudsley: ¡Dios! ¡Que bueno es robar! ¡Aun cuando tuviese millones quisiera seguir siendo ladrón! Cuando esta alegría por hacer mal no se halla compensada por ningún arrepentimiento ni remordimiento posterior (que es lo que ocurriría, según los criminalistas, en el noventa por ciento de los criminales natos) se produce como consecuencia una inversión completa en la dirección de la conciencia, parecida a la que se produce en la aguja imantada; puede decirse que la única sanción patológica se produce cuando los malos instintos ahogan a todos los otros. Si el joven ladrón de que habla Maudsley, hubiese dejado pasar una ocasión para robar, habría sufrido, sin duda, interiormente, hubiese tenido algo semejante al esbozo de un remordimiento.

El fenómeno patológico designado con el nombre de sanción interior puede ser considerado como indiferente en sí a la cualidad moral de los actos. La sensibilidad, en la que ocurren los fenómenos de ese género, no tiene en absoluto la fijeza de la razón; pertenece al número de las cosas ambiguas y de doble uso de las que habla Platón, puede favorecer tanto al mal como al bien. Nuestros instintos, nuestras tendencias, nuestras pasiones, no saben lo que quieren; necesitan ser dirigidos por la razón y la alegría o el sufrimiento que pueden ocasionarnos, casi no puede decirse que provengan de su adecuación al fin que les propone la razón, sino de su conformidad con el fin hacia el cual se inclinarían naturalmente por sí mismos. En otros términos, la alegría por obrar bien y el remordimiento por obrar mal, no se hallan en nosotros nunca en proporción con el triunfo del bien o del mal moral, sino a la lucha que han tenido que sostener contra las inclinaciones de nuestro temperamento físico o psíquico.

Si los elementos del remordimiento o de la alegría interior, que provienen de esta forma de la sensibilidad, son generalmente variables, hay uno, sin embargo que presenta una cierta fijeza y que puede existir en todos los espíritus elevados: queremos hablar de esa satisfacción que experimenta siempre un individuo al sentirse colocado entre los seres superiores, en conformidad con el tipo normal de su especie, adaptado, por así decirlo, a su propio ideal; esta satisfacción corresponde al sufrimiento intelectual de sentirse fuera de su rango y de su especie, caído al nivel de los seres inferiores. Por desgracia una satisfacción tal, un remordimiento intelectual de este género, sólo se manifiesta claramente en los filósofos; además, esta sanción, limitada a un pequeño número de seres morales, comporta una cierta antinomia provisoria. En efecto, el sufrimiento producido por el contraste entre nuestro ideal y nuestro estado real, debe ser mayor, cuanto más plena sea en nosotros la conciencia del ideal, porque entonces adquirimos una visión más clara de la distancia que nos separa de él. La excitabilidad de la conciencia va aumentando, pues, a medida que ésta se desarrolla, y la vivacidad del remordimiento da el grado de esfuerzo mismo que hemos hecho hacia la moralidad. Así como los organismos superiores son siempre más sensibles a toda clase de dolor que provenga del exterior y un blanco, por ejemplo, sufre más, término medio, en toda su vida que un negro, los seres mejor organizados moralmente están más expuestos que otros a ese sufrimiento que viene del interior y cuya causa se halla siempre presente: el sufrimiento por el ideal no realizado. El verdadero remordimiento, con sus refinamientos, sus escrúpulos dolorosos, sus torturas interiores, puede herir a los seres, no en razón inversa, sino en razón directa a su perfeccionamiento.

En definitiva, la moral vulgar y aun la moral kantiana, tienden a hacer del remordimiento una expiación, una relación misteriosa e inexplicable entre la voluntad moral y la naturaleza: igualmente tienden a hacer de la moral una recompensa. En cuanto a nosotros, hemos ensayado reducir el remordimiento sensible a una simple resistencia natural de las inclinaciones más profundas de nuestro ser, y la satisfacción sensible a un sentimiento natural de facilidad, de comodidad, de libertad, que experimentamos al abandonarnos a esas tendencias. Si hay una sanción suprasensible, debe ser, digámoslo una vez más, extraña al sentido propiamente dicho, a la pasión, al (4). Estamos lejos de negar por ello la utilidad práctica de lo que se llama placeres morales y sufrimientos morales. El sufrimiento, por ejemplo, si bien no se justifica como penalidad, se justifica muy a menudo como utilidad. El remordimiento adquiere un valor cuando puede servirnos para algo, cuando existe conciencia de una imperfección aun presente, ya sea en las causas o en los efectos, respecto a la cual, el acto pasado era simplemente una señal; entonces no lleva a ese mismo acto, sino a la imperfección revelada por el acto o a las consecuencias que se producen; es un aguijón que sirve para lanzarnos hacia adelante. Desde ese punto de vista, que no es exactamente el de la sanción, el sufrimiento del remordimiento, y hasta todo sufrimiento en general, adquiere un valor moral que es preciso no descuidar y que muy a menudo descuidan los utilitarios puros. Es conocido el horror de Bentham hacia todo lo que le recordaba el principio ascético, hacia todo lo que se le aparecía como el menor sacrificio de un placer; y estaba equivocado. El sufrimiento puede ser a veces en la moral, como las cosas amargas en la medicina, un tónico poderoso. El mismo enfermo siente necesidad de él; el que ha abusado del placer, es el primero en desear el dolor, en saborearlo; por una razón análoga, después de haber abusado de los dulces, se acaba por saborear una infusión de quinina. El vicioso, no sólo llega a odiar su vicio, sino a los goces mismos que éste le procuraba; los desprecia hasta tal punto que, para probarse así mis!mo, desea sentirse sufrir. Toda mancha necesita una especie mordiente para ser borrada; el dolor puede ser ese mordiente. Si jamás puede constituir una sanción moral, por ser heterogéneos el mal patológico y el mal moral, puede llegar a ser a veces un útil cauterizador. En este nuevo aspecto, tiene un valor terapéutico incontestable; pero en principio, para que sea verdaderamente moral, debe ser consentido, exigido por el individuo mismo. Además, es preciso recordar que una medicina no debe durar demasiado tiempo, ni ser eterna sobre todo. Las religiones y la moral clásica han comprendido lo que vale el dolor, pero han abusado de él; han hecho como esos cirujanos tan encantados por el resultado de sus operaciones, que no piden más que cortar brazos y piernas. Cortar no debe ser nunca un objeto, y el último fin debe ser remendar. El remordimiento sólo sirve para conducir con mayor seguridad a una resolución definitivamente buena.

Hemos demostrado que se puede considerar al remordimiento bajo un doble aspecto, ya como la comprobación dolorosa y relativamente pasiva de un hecho (desobediencia a una inclinación más o menos profunda del ser, decadencia del individuo con relación a la especie o a su propio ideal) ya como un esfuerzo más o menos penoso aun, pero activo y enérgico para salir de ese estado de decadencia. En su primer aspecto el remoxdimiento puede ser lógica y físicamente necesario; pero únicamente llega a ser moralmente bueno, cuando toma su segundo carácter. El remordimiento es, pues, tanto más moral, cuanto menos se parece a una sanción verdadera. Hay temperamentos en que esos dos caracteres del remordimiento están bastante netamente separados; hay algunos que pueden experimentar un sufrimiento muy agudo y perfectamente vano, otros (en los que predominan la razón y la voluntad) que no necesitan sufrir mucho para reconocer que han procedido mal, e imponerse una reparación; estos últimos son superiores desde el punto de vista moral, lo que prueba que la pretendida sanción interior, así como todas las otras, sólo se justifica como un medio de acción.




Notas

(1) Palabra griega que no es imposible escribir aquí puesto que para ello deberíamos reconfigurar nuestro teclado, lo que, como ya lo hemos señalado anteriormente, simple y sencillamente no estamos dispuestos a hacer. Chantal López y Omar Cortés.

(2) Crítica de la Razón Práctica, trad. Barni. pág. 121. Janet, inspirándose sin duda en Kant, y quizás en los teólogos, renuncia también a deducir el sentimiento del remordimiento, de la inmoralidad; parece ver en él la prueba de una especie de misteriosa armonía preestablecida entre la naturaleza y la ley moral. El remordimiento, dice, es el dolor agudo. la mordedura que tortura el corazón después de una acción culpable. Este sufrimiento no tiene ningún carácter moral y debe ser considerado como una especie de castigo infligido al crimen por la naturaleza misma. (Tratado de filosofía, pág. 673).

(3) Palabra griega, misma que, por las razones anteriormente expuestas, no podemos transcribir en este texto. Chantal López y Omar Cortés.

(4) Palabra griega, que, lo repetimos una vez más, no estamos en condiciones de poder transcribir en este texto. Chantal López y Omar Cortés.


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