Índice de Esbozos de una moral sin sanción ni obligación de Jean-Marie Guyau | Capítulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Capítulo primero
Crítica de la sanción natural y de la sanción moral
La humanidad ha considerado casi siempre a la ley moral y su sanción como inseparables; para la mayoría de los moralistas, el vicio tiene como consecuencia racional al sufrimiento, la virtud constituye una especie de derecho a la felicidad. La idea de sanción ha parecido también hasta aquí, una de las nociones primitivas y esenciales de toda moral. De acuerdo a los estoicos y a los kantianos, es cierto que la sanción no sirve en absoluto para fundar la ley; sin embargo, es el complemento necesario; según Kant el pensamiento de todo ser racional une a priori la desgracia al vicio, la felicidad a la virtud mediante un juicio sintético. A los ojos de Kant, tal es la fuerza y la legitimidad de ese juicio que, si la sociedad humana decidiese de pleno acuerdo disolverse, debería ante todo, antes de la dispersión de sus miembros, ejecutar hasta el último criminal encerrado en sus prisiones; debería liquidar esta especie de deuda del castigo que recae sobre ella y que recaerá más tarde sobre Dios. Hasta ciertos moralistas deterministas, que niegan en suma el mérito y el demérito, parecen ver, sin embargo, una legítima necesidad intelectual en esta tendencia de la humanidad a considerar todo acto como seguido por una sanción. Finalmente los utilitarios como por ejemplo Sidgwick, parecen admitir no sé qué lazo místico entre tal género de conducta y tal estado feliz o desdichado de la sensibilidad; Sidgwick cree poder recurrir en nombre del utilitarismo, a las penas y recompensas de la otra vida; la ley moral, sin una sanción definitiva, le parecería conducir a una fundamental contradicción (1).
Como la idea de sanción es uno de los principios de la moral humana, se halla también en el fondo de toda religión -cristiana, pagana o budista. No hay una religión que no admita una providencia, y la providencia no es más que una especie de justicia distributiva que, después de haber obrado incompletamente en este mundo, toma su desquite en otro; esta justicia distributiva es lo que los moralÍstas entienden por sanción. Se puede decir que la religión consiste esencialmente en esta creencia; que hay una sanción metafísicamente ligada a todo acto moral, en otros términos, que debe existir en el orden profundo de las cosas, una proporcionalidad entre el estado bueno o malo de la voluntad y el estado bueno o malo de la sensibilidad. Parece, pues, que la religión y la moral coinciden respecto a este punto, que sus exigencias mutuas están de acuerdo, mucho más que la moral se completa con la religión; la idea de justicia distributiva y de sanción, colocada habitualmente, en primer rango entre nuestras nociones morales, reclama, en efecto, naturalmente, bajo una forma u otra, la de una justicia celeste.
Quisiéramos esbozar aquí la crítica de esta importante idea de sanción, para depurarla de toda especie de alianza mística. ¿Es verdad que existe un lazo natural o racional entre la moralidad del querer y una recompensa o una pena aplicada a la sensibilidad? En otros términos: ¿tienen derecho a verse asociados el mérito intrínseco a un goce, o el demérito a un dolor? Tal es el problema que se puede todavía plantear en forma de ejemplo, preguntando: ¿Existe alguna clase de razón (fuera de las consideraciones sociales), para que el más grande criminal reciba, debido a su crimen, un simple alfilerazo, y el hombre virtuoso un precio por su virtud ? ¿Tiene el mismo agente moral, por lo que a él se refiere, aparte de las cuestiones de utilidad o de higiene moral, el deber de castigar por castigar o de recompensar por recompensar?
Quisiéramos demostrar hasta qué punto es moralmente condenable la idea que se forman de la sanción la moral y la religión vulgares. Desde el punto de vista social, la sanción verdaderamente racional de una ley no podría ser más que una defensa de esta ley, y a esta defensa, inútil con respecto a todo acto pasado, la veremos alcanzar solamente a lo futuro. Desde el punto de vista moral, sanción parece significar simplemente, de acuerdo a la misma etimología, consagración, santificación; ahora bien, si para los que admiten una ley moral, es verdaderamente el carácter santo y sagrado de la ley lo que le da fuerza de ley, este carácter debe implicar, de acuerdo a la idea que nos hacemos hoy de la santidad y la divinidad ideal, una especie de renunciamiento, de desinterés supremo; cuanto más sagrada es una ley, más desarmada debe estar, de tal manera que, en lo absoluto y fuera de las conveniencias sociales, la verdadera sanción parece deber ser la completa impunidad de la cosa realizada. También veremos que toda justicia propiamente penal es injusta; mucho más: toda justicia distributiva tiene un carácter exclusivamente social y sólo puede ser justificada desde el punto de vista de la sociedad en general, lo que llamamos justicia es una noción completamente humana y relativa; sólo la caridad o la piedad (sin la significación pesimista que le da Schopenhauer) es una idea verdaderamente universal, que no puede ser limitada o restringida por nada.
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Sanción natural
Los moralistas clásicos tienen la costumbre de ver en la sanción natural una idea del mismo orden que la de la expiación; la naturaleza comienza, según ellos, lo que la humanidad y Dios deben continuar; quien quiera que viole las leyes naturales, se halla ya castigado de una manera que, de creerles, anuncia y prepara el castigo que resulta de las leyes morales. Nada más inexacto a nuestros ojos que esta concepción. La naturaleza no castiga a nadie (en el sentido en que la moral clásica toma esa palabra) y la naturaleza no tiene a nadie para castigar por la razón de que no hay verdaderos culpables de delito contra ella; no se viola una ley natural, o entonces no sería ya una ley natural; la pretendida violación de una ley de la naturaleza, es siempre una verificación de ella, una demostración visible. La naturaleza es un gran mecanismo siempre en marcha que la voluntad del individuo no podría entorpecer ni un instante; tritura tranquilamente al que cae en sus engranajes; ser o no ser; no conoce otro castigo ni otra recompensa. Si se pretende violar la ley de la gravedad, inclinándose demasiado afuera en lo alto de la torre de Saint-Jacques, se verá uno obligado de inmediato a presentar la comprobación sensible de esta ley, destrozándose en el suelo. Si se quiere, como cierto personaje de un novelista moderno, detener una locomotora lanzada a toda velocidad mediante una barra de hierro, se experimentará, a propia costa, la inferioridad de la fuerza humana respecto a la del vapor.
De la misma forma, la indigestión de un glotón o la ebriedad de un bebedor, no tienen en la naturaleza ninguna clase de carácter moral y penal; simplemente, permiten al paciente calcular la fuerza de resistencia que su estómago o su cerebro pueden ofrecer a la nociva influencia de tal masa de alimentos o de tal cantidad de alcohol; es también una ecuación matemática que se plantea, más complicada esta vez, y que sirve para verificar los teoremas generales de la higiene y de la fisiología. Por lo demás, esta fuerza de resistencia de un estómago o de un cerebro, variará mucho de acuerdo a los individuos; nuestro bebedor aprenderá que no puede beber como Sócrates, y nuestro glotón que no tiene el estómago del emperador Maximino. Hagamos notar que las consecuencias naturales en un acto, jamás están ligadas a la intención que ha dictado ese acto; arrojaos al agua sin saber nadar, y, sea por abnegación o por simple desesperación, os ahogaréis igualmente rápido. Tened un buen estómago y ninguna predisposición a la gota; podréis comer con exceso casi impunemente; por el contario, sed dispépticos, y estaréis condenados sin cesar a sufrir el suplicio de la inanición relativa. Otro ejemplo: habéis cedido a un acceso de intemperancia; esperáis con inquietud la sanción de la naturaleza; algunas gotas de una medicina la evitará cambiando los términos de la ecuación que se plantea en vuestro organismo. La justicia de las cosas es, pues, a la vez, absolutamente inflexible desde el punto de vista matemático y absolutamente incorruptible desde el punto de vista moral.
Para decirlo mejor, las leyes de la naturaleza, como tales, son inmorales o, si se quiere, amorales, precisamente porque son necesarias; cuanto más inviolables son de hecho, tanto menos santas y sagradas son y menos sanción real tienen. El hombre no ve en ellas más que un obstáculo móvil que trata de rechazar. Todas sus audacias contra la naturaleza no son más que felices o desdichadas experiencias y sus resultados tienen un valor científico, en modo alguno moral.
Se ha ensayado, no obstante, mantener la sanción natural, estableciendo una especie de armonía secreta, que la estética hace visible, entre la marcha de la naturaleza y la de la voluntad moral. La moralidad comunicaría necesariamente a los que la poseen una superioridad en el orden mismo de la naturaleza. La experiencia moral -se ha dicho- muestrá una dependencia de esa índole entre el bien moral y el físico, entre lo hermoso o lo feo manifestados materialmente y lo hermoso o lo feo del orden de las pasiones y las ideas, y tan bien se ve modificarse a los órganos, modelarse de acuerdo a sus funciones habituales, que no es dudoso que si la vida humana pudiese prolohgarse suficientemente, a la larga acabaría por mostrarnos, debido al abandono cada vez más instintivo de ciertos hombres a todos los vicios, a la dominación adquirida por ciertos otros, o a sus facultades convertidas al bien, monstruos por un lado y verdaderos hombres por el otro (2).
Hagamos notar, ante todo, que esta ley de armonía entre la naturaleza y la moralidad que se esfuerzan por establecer, es más válida para la especie que para la vida individual, aún prolongada; se requiere una serie de generaciones y de modificaciones específicas para que una cualidad moral se manifieste mediante una cualidad física, y un defecto mediante una fealdad. Además los partidarios de la sanción estética parecen confundir enteramente la inmoralidad con lo que se puede llamar bestialidad, es decir el abandono absoluto a los instintos groseros, la ausencia elevada, de todo razonamiento sutil. La inmoralidad no es necesariamente tal cosa; puede coincidir con el refinamiento de espíritu, puede no rebajar la inteligencia; ahora bien, lo que se manifiesta en los órganos del cuerpo es más bien la decadencia de la inteligencia, que la desviación de la voluntad. No es posible imaginarse que una Cleopatra y un Don Juan deban necesariamente dejar de ofrecer el tipo de la belleza física, aún si se prolonga su existencia. Los instintos de astucia, de cólera, de venganza, que encontramos entre los italianos del sur, no han alterado en absoluto la rara belleza de su raza. Por otra parte, muchos de los tipos de conducta que nos parecen vicios, en el avanzado estado social en que nos hallamos, son virtudes en el estado de naturaleza; de ellos no puede salir, pues, ninguna fealdad verdaderamente chocante, ninguna marcada alteración de tipo humano. Por el contrario, si las cualidades y, a veces, las virtudes de la civilización, fuesen llevadas al exceso, producirían fácilmente monstruosidades físicas. Se ve sobre qué frágil base se apoya todo el que trata de inducir la sanción moral y religiosa de la sanción natural (3).
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Sanción moral y justicia distributiva
Bentham, Mill, Maudsley, Fouillée, Lombroso, han atacado ya la idea del castigo moral; han querido quitar a la pena todo carácter expiatorio y han hecho de ella un simple medio social de represión y reparación; para llegar a ello se han apoyado generalmente en las doctrinas deterministas o materialistas, aún discutidas hoy día; también Janet, en nombre del espiritualismo clásico, ha creído deber mantener, a pesar de todo, en su última obra, el principio de expiación reparador de los crímenes libremente cometidos. El castigo, dice, no debe ser solamente una amenaza que asegura la ejecución de la ley, sino una reparación o una expiación que corrige su violación. El orden alterado por una voluntad rebelde es restablecido por el sufrimiento que es la consecuencia de la falta cometida (4). Es, sobre todo, la ley moral, se ha dicho también, la que necesita una sanción (5). Sólo es una ley severa y santa, a condición de que el castigo se halle unido a su violación y la felicidad al cuidado que se pone en observarla. Creemos que esta doctrina de la remuneración sensible, y sobre todo la de la expiación, es insostenible desde cualquier punto de vista que uno se coloque y aún suponiendo que existe una ley moral que se dirige imperativament~ a seres dotados de libertad. Es una doctrina materialista inadecuadamente opuesta al pretendido materialismo de sus adversarios.
Investiguemos, fuera de todo prejuicio, de toda idea preconcebida, qué razón moral existiría para que un ser moralmente malo recibiese un sufrimiento sensible, y uno bueno un exceso de goces; veremos que no hay ninguna razón, y que, en lugar de hallarnos frente a una proposición evidente a priori, estamos ante una inducción groseramente empírica y física extraída de los principios del talión o del interés bien entendido. Esta inducción se oculta bajo tres nociones pretendidamente racionales: 1) La del mérito; 2) La de orden; 3) La de Justicia distributiva.
1. En la teoría clásica del mérito: No he merecido, que expresaba en un principio el valor intrínseco del querer, toma el siguiente sentido: He merecido un castigo y expresa en lo sucesivo una relación de dentro a fuera. Ese tránsito brusco de lo moral a lo sensible, de las partes profundas de nuestro ser, a las superficiales, nos parece injustificable. Y aun lo es más en la hipótesis del libre albedrío que en las otras. En efecto, de acuerdo a esta hipótesis, las diversas facultades del hombre no están verdaderamente ligadas y determinadas las unas por las otras: la voluntad no es el producto puro de la inteligencia, salida a su vez de la sensibilidad; la sensibilidad no es, pues, ya el verdadero centro del ser, y resulta difícil comprender cómo puede responder por la voluntad. Si ésta ha querido libremente el mal, la falta no es de la sensibilidad, que ha desempeñado el papel de móvil y no de causa. Agréguese el mal sensible del castigo al mal moral de la falta, con pretexto de expiación, y se habrá duplicado la suma de los males sin reparar nada: resultará semejarse a un médico de Molière que, llamado para curar un brazo enfermo, cortase el otro a su paciente. Sin las razones de defensa social (de las que nos ocuparemos más tarde) el castigo sería tan condenable como el crimen, y la prisión no valdría más que los que la habitan; digamos más: los legisladores y los jueces, al herir a los culpables con propósito deliberado, se convertirían en sus iguales. Si se prescinde de la utilidad social, ¿qué diferencia habrá entre el crimen cometido por el asesino y el cometido por el verdugo? Este último, ni siquiera tiene, como circunstancia atenuante, alguna razón de interés personal o de venganza; el homicidio legal resulta completamente más absurdo que el ilegal. El verdugo imita al asesino, como otros asesinos lo imitarán a él mismo, sufriendo a su vez esa especie de fascinación que ejerce el asesinato y que, prácticamente, hace del cadalso una escuela del crimen. Es imposible ver en la sanción expiadora algo semejante a una consecuencia racional de la falta; es una simple secuela mecánica, o, para decirlo mejor, una repetición material, una copia cuyo modelo es la falta.
2. ¿Se invocará con V. Cousin y Janet ese extraño principio del orden que una voluntad rebelde altera y que sólo el sufrimiento puede restablecer? Se olvida distinguir aquí entre la cuestión social y la cuestión moral.
El orden social ha sido, en efecto, el origen histórico del castigo y, al principio, la pena, como lo ha hecho ver Littré, no era más que una compensación, una indemnización material exigida por la víctima o por sus parientes; pero, ¿puede compensar algo la pena cuando uno se coloca fuera del punto de vista social? Sería demasiado cómodo que un crimen pudiera ser reparado físicamente mediante el castigo, y que se pudiera pagar el precio de una mala acción con una cierta dosis de sufrimiento físico, como se compraban las indulgencias de la Iglesia con dinero sonante. No, lo hecho, hecho está; el mal moral persiste pese a todo el mal físico que se le pueda añadir. Tan racional sería, tratar de lograr, con los deterministas, la curación del culpable, como irracional es buscar el castigo o la compensación del crimen. Esta idea es el resultado de una especie de matemática y de balanza infantil. Ojo por ojo, diente; por diente (6). Para quien admite la hipótesis del libro albedrío, uno de los platillos de la balanza está en el mundo moral, el otro en el mundo sensible, uno en el cielo, el otro en la tierra; en el primero está una voluntad libre, en el segundo una sensibilidad completamente determinada; ¿cómo establecer entre ellas el equilibrio? Si el libre albedrío existe, es para nosotros completamente inalcanzable; es un absoluto, y el absoluto no tiene agarradero para nosotros; sus resoluciones son, pues, en sí mismas irreparables, inexplicables; se las ha comparado a relámpagos y, en efecto, brillan y desaparecen; la acción, buena o mala, desciende misteriosamente de la voluntad al dominio de los sentidos, pero después, es imposible volver a subir desde ese dominio al del libre arbitrio para alcanzarla allí y castigarla; el relámpago desciende y no vuelve a subir. Entre el libre arbitrio y los objetos del mundo sensible, no existe otro lazo racional que la propia voluntad del agente; para que el castigo sea posible es preciso, pues, que el mismo libre arbitrio lo quiera y sólo lo puede querer, si se halla ya bastante profundamente mejorado, como para, en parte, haber dejado de merecerlo; tal es la antinomia en que desemboca la doctrina de la expiación cuando se propone, no solamente corregir, sino castigar. Mientras un criminal sigue siendo verdaderamente tal, se coloca, por eso mismo, por encima de toda sanción moral; sería preciso convertirlo antes de castigarlo, y, si se ha convertido ¿por qué castigarlo? Culpable o no, la voluntad dotada de libre arbitrio se sobrepondría hasta tal punto al mundo sensible, que la única conducta posible frente a ella sería la de doblegarse; una voluntad de ese género es un César irresponsable, que podría ser perfectamente condenado por su defecto y ejecutado, en efigie, para satisfacer la pasión popular, pero que, realmente, escapa a toda acción exterior. Duránte el Terror blanco, se quemaron águilas vivas a falta de aquel a quien simbolizaban; los jueces humanos, en la hipótesis de una expiación infligida al libre arbitrio, no se fundan en otra cosa, su crueldad es igualmente vana e irracional; mientras el cuerpo inocente del acusado se agita entre sus manos, su voluntad, que es el águila verdadera, el águila soberana de libre vuelo, se cierne, inalcanzable, por encima de ellos.
3. Si se trata de profundizar ese principio inocente o cruel del orden propuesto por los espiritualistas, y que recuerda demasiado al orden reinante en Varsovia, se transforma en el de una pretendida justicia distributiva. A cada uno de acuerdo a sus obras, tal es el ideal social de la escuela sansimoniana, tal es también el ideal moral, según Janet. La sanción no es ya entonces más que un simple caso de la proporción general establecida entre todo trabajo y su remuneración: 1) El que hace mucho debe recibir mucho; 2) El que hace poco debe recibir poco; 3) El que hace el mal, debe recibir el mal. Hagamos notar, ante todo, que este último principio no puede deducirse en absoluto de los precedentes; si un beneficio menor parece exigir un reconocimiento menor, no se sigue de ello que una ofensa deba exigir la venganza como consecuencia. Además, los otros dos principios nos parecen discutibles, por lo menos, como fórmulas del ideal moral.
Todavía aquí se confunden los puntos de vista moral y social. El principio: a cada uno de acuerdo a sus obras, es un simple principio económico; resume muy bien el ideal de la justicia conmutativa y de los contratos sociales, en modo alguno el de una justicia absoluta que daría a cada uno de acuerdo a su intención moral. Quiere decir simplemente esto: independientemente de las intenciones, es preciso que los objetos que se cambian en la sociedad sean del mismo valor, y que un individuo que produce un objeto de precio considerable no reciba en cambio un salario insignificante; es la regla del cambio, es la de toda labor interesada, no la del esfuerzo desinteresado que exigiría como hipótesis a la virtud. En las relaciones sociales, hay y debe haber una cierta tarifa de las acciones, no de las intenciones; todos velamos porque esta tarifa sea observada, para que un comerciante que da mercadería falsificada o un ciudadano que no cumple su deber cívico, no reciban en cambio la cantidad normal de dinero o de reputación. Nada mejor; pero, ¿cómo valuar la virtud que sería verdaderamente moral? Allí donde ya no se consideran los contratos económicos y los cambios materiales, sino la voluntad en sí misma, esta ley pierde todo su valor. La justicia distributiva es, pues, en lo que tiene de plausible, una regla puramente social, puramente utilitaria y que carece de sentido fuera de una sociedad cualquiera. La sociedad reposa por completo en el principio de reciprocidad, que es decir, que, si se produce en ella el bien o lo útil, se aguarda el bien en cambio, y si se produce lo perjudicial es eso mismo lo que se espera; de esta reciprocidad completamente mecánica, y que se halla tanto en el cuerpo social como en los otros organismos, resulta una proporcionalidad grosera entre el bien sensible de un individuo y el bien sensible de los otros, una solidaridad mutua, que toma la forma de una especie de justicia distributiva; pero, una vez más, en lugar de una equidad moral de distribución, hay aquí más bien un equilibrio natural. El bien no recompensado, no valuado, por así decirlo, en su verdadero precio, el mal no castigado, nos disgustan simplemente como una cosa antisocial, como una monstruosidad económica y política, como una relación perjudicial entre los seres; pero, desde un punto de vista moral, no es ya así. En el fondo, el principio: A cada uno de acuerdo a sus obras, es una excelente fórmula social de estímulo para el trabajador o el agente moral; le impone como ideal una especie de trabajo a destajo que es siempre mucho más productivo que el trabajo a jornal, y, sobre todo, que el trabajo a la intención; es una regla eminentemente práctica, no una sanción. El carácter esencial de una verdadera sanción moral sería, en efecto, el de no constituir jamás un fin, un objeto; el niño que repite correctamente su lección con el simple objeto de recibir confites de inmediato, ya no los merece, desde el punto de vista moral, precisamente porque los ha tomado como fin. La sanción debe, pues, hallarse completamente afuera de las regiones de la finalidad, con mayor razón de las de la utilidad; su pretensión es alcanzar a la voluntad como causa, sin querer dirigirla de acuerdo a un fin. Ningún artificio puede tampoco transformar al principio práctico de la justicia social: Esperad recibir de los hombres en proporción a lo que les deis, en este principio metafísico: Si la causa misteriosa que obra en vosotros es buena en sí misma y por sí misma, produciremos un efecto agradable en vuestra sensibilidad; si es mala, haremos sufrir a vuestra sensibilidad. La primera fórmula -proporcionalidad de los cambios- era racional, porque constituía un móvil práctico para la voluntad y alcanzaba al porvenir: la segunda, que no contiene ningún motivo de acción, y que, por un efecto retroactivo, recae sobre el pasado en lugar de modificar el porvenir, es prácticamente estéril y moralmente vacía. La noción de justicia distributiva sólo tiene, pues, valor, en tanto expresa un ideal completamente social, cuya realización tienden a producir las leyes económicas por sí mismas; se convierte en inmoral si, dándole un carácter absoluto y metafísico, se quiere hacer de ella el principio de un castigo o de una recompensa.
Nada más racional que la virtud tenga a su favor el juicio moral de todos los seres y el crimen lo tenga en contra; pero ese juicio no puede salir de los límites del mundo moral para transformarse en la menor acción coercitiva y aflictiva. Esta afirmación: -Eres bueno, eres malo-, nunca podrá convertirse en esta otra: -Es necesario hacerte gozar o sufrir. - El culpable no podría llegar a tener el privilegio de forzar al hombre de bien a hacerle mal. El vicio como la virtud no son, pues, responsables más que ante sí mismos y, cuando más, ante la conciencia ajena; después de todo, el vicio y la virtud son sólo formas que toma la voluntad y sobre las cuales subsiste siempre la voluntad misma, cuya naturaleza parece consistir en aspirar a la felicidad. No se comprende por qué ese deseo eterno no ha de ser satisfecho en todos. Las bestias feroces humanas deben ser, en absoluto, tratadas con indulgencia y piedad como todos los demás seres; poco importa que se considere su ferocidad como fatal o como libre; moralmente, son siempre dignas de compasión; ¿por qué se ha de querer que lleguen a serIo físicamente? Enseñaban a una niña una gran imagen coloreada que representaba algunos mártires; en la arena leones y tigres se saciaban de sangre humana; separado otro tigre que había quedado en la jaula miraba con aire de tristeza. ¿No compadeces a esos pobres mártires? -preguntaron a la niña. ¿Y ese pobre tigre que no tiene ningún cristiano para comer? -repuso ella. Un sabio desprovisto de todo prejuicio sentiría, seguramente, piedad por los mártires, pero eso no le impediría experimentarla también por el tigre hambriento. Se conoce la leyenda hindú, según la cual Buda dió su propio cuerpo como alimento a una fiera que se moría de hambre. Es ésa la piedad suprema, la única que no encierra ninguna injusticia oculta. Una conducta tal, absurda desde el punto de vista práctico y social, es la única legítima desde el punto de vista de la moralidad pura. Es preciso reemplazar la justicia estrecha y completamente humana, que rehusa el bien a quien es ya bastante desdichado como para ser culpable, por otra más amplia que dé a todos el bien, y que ignore, no solamente con cual mano lo da, sino también cual lo recibe.
Esta especie de derecho a la felicidad que se reserva únicamente para el hombre de bien, que debería tener como correlativo un verdadero derecho a la desgracia para todos los seres inferiores, es un vestigio de los antiguos prejuicios aristocráticos (en el sentido etimológico de la palabra). La razón puede .complacerse en suponer un cierto lazo entre la sensibilidad y la dicha, porque todo ser sensible desea el goce y odia la pena por su misma naturaleza y definición. La razón puede también imaginar un lazo entre toda voluntad y la felicidad, porque todo ser capaz de voluntad, aspira espontáneamente a sentirse dichoso. Las diferencias entre las voluntades no se introducen más que cuando se trata de elegir los caminos y los medios para alcanzar la felicidad; ciertos hombres creen incompatible su dicha con la ajena; ciertos otros buscan su felicidad en la de los demás: he aquí lo que distingue a los buenos de los malos. A esta divergencia en la dirección de tal o cual voluntad, correspondería, según la moral ortodoxa, una diferencia esencial en su naturaleza misma, en la causa profunda e independiente que pone en manifiesto exteriormente; sea, pero esa diferencia no puede hacer desaparecer la relación permanente entre la voluntad y la dicha. Los culpables conservan hoy mismo, ante nuestras leyes un cierto número de derechos; conservan todos esos derechos en lo absoluto (para quien admite un absoluto); por lo mismo que un hombre no puede venderse a sí mismo como esclavo, no puede tampoco desprenderse él mismo de esa especie de derecho natural que todo ser sensible cree poseer a la felicidad final. Mientras los seres libre o fatalmente malos persistan en querer la felicidad, no veo que razón se puede invocar para quitársela. -Existe -diréis- la razón suficiente por sí sola de que son malos. -¿Es, pues, solamente para hacerlos mejores. que habéis recurrido al sufrimiento? No; eso no es para vosotros más que un fin secundario, que podría ser alcanzado por otros medios; vuestro objeto principal es producir en ellos la expiación, es decir la desdicha sin utilidad y sin objeto. ¡Como si no fuese suficiente para ellos con ser malos! Nuestros moralistas están todavía respecto a esto de acuerdo a la arbitraria distribución que parece admitir el evangelio: A los que ya tienen les será dado todavía, y a los que no tienen nada les será quitado hasta lo poco que poseen. La idea cristiana de gracia sería, sin embargo, aceptable con una condición: la de ser universalizada, extendida a todos los hombres y a todos los seres; se haría así de ella, en lugar de una gracia, una especie de deuda divina; pero lo que lastima profundamente en toda moral más o menos similar al cristianismo, es la idea de una elección, de un favor, de una distribución de la gracia. Un dios no tiene que escoger entre los seres para ver a quienes quiere hacer finalmente felices; hasta un legislador humano si pretendiese dar un valor absoluto y verdaderamente divino a sus leyes, se vería también forzado a renunciar a todo lo que sea semejante a una elección, una preferencia, una pretendida distribución y sanción. Todo don parcial es también necesariamente parcial y en la Tierra, como en el cielo, no puede existir el favor.
Notas
(1) Ver nuestra Moral Inglesa Contemporánea, 2a. edición.
(2) Renouvier, Ciencia de la moral, L. 289.
(3) Renouvier. por ejemplo: Es licito ver en la remuneración futura una prolongación natural de la serie de los fenómenos que, desde ahora, hacen depender las condiciones fundamentales y aún las condiciones físicas de la felicidad, de la moralidad. (Ciencia de la Moral, pág. 290).
(4)Janet, Tratado de filosofa, pág. 707: La primera ley del orden, había dicho V. Cousin, es ser fiel a la virtud; si se falta a ella, la segunda ley del orden es expiar la falta mediante el castigo ... En la inteligencia, a la idea de injusticia corresponde la de pena. Dos de los filósofos que más han protestado en Francia contra la doctrina de que las leyes sociales han de ser expiatorias y no simplemente defensivas, Franck y Renouvier, parecen sin embargo, admitir como evidente el principio de una remuneración unida a la ley moral. No se trata de saber, dice Franck, si el mal merece ser castigado, porque esta proposición es evidente por si misma. (Filosofía del derecho penal, pág. 79). Seria ir contra la naturaleza de las cosas, dice Renouvier, exigir que la virtud no espere ninguna remuneración. (Ciencia de la moral, pág. 286). Caro, va más lejos, y, en dos capitulps de los Problemas de moral social, apoyándose en Broglie, se esfuerza por mantener a la vez el derecho moral y el derecho social de castigar a los culpables.
(5) Marion, Lecciones de moral, pág. 157.
(6) Uno de los principales representantes franceses de la moral del deber, Renouvier, después de haber criticado la idea vulgar del castigo, ha hecho, sin embargo, grandes esfuerzos para salvar el principio del talión, interpretándolo en mejor sentido. Tomado en sí mismo y como expresión de un sentimiento del alma ante el crimen, el talión estaría lejos de merecer el desprecio o la indignación con que lo abruman publicistas cuyas teorías penales están con frecuencia, en estricta justicia, peor fundadas. (Ciencia de la moral, tomo II, pág. 296). Según Renouvier, no estaría mal que el culpable sufriese el efecto de su máxima erigida en regla general; lo que es irrealizable es la equivalencia matemática que el talión presupone entre la pena y el delito. Pero responderemos que si esta equivalencia fuese realizable, el talión no sería por ello más justo, porque, diga lo que quiera Renouvier, no podemos erigir en ley general la máxima y la intención moral del que ha provocado el talión, no podemos tampoco erigir en ley general la máxima de la venganza, que devuelve los golpes recibidos; no podríamos generalizar más que el mal físico y el efecto doloroso, pero la generalización de un mal es moralmente, en sí misma, un mal; no quedan, pues, más que razones personales o sociales, de defensa, de precaución o de utilidad.
De acuerdo con Renouvier, el talión, una vez purificado, puede expresarse en esta fórmula que declara aceptable: Todo el que haya violado la libertad ajena, ha merecido sufrir en la suya. Pero esta fórmula misma, es, de acuerdo a nosotros, inadmisible desde el punto de vista de la generalización kantiana de las intenciones. De ninguna forma se debe hacer sufrir al culpable ni restringir su libertad por el hecho de que, en el pasado, haya violado la libertad ajena, sino porque es capaz de violarla nuevamente; no se puede, pues, decir de ningún acto pasado que merezca pena, y la pena sólo se justifica como previsión contra actos semejantes en el futuro; no se aplica a las realidades, sino a simples posibilidades que se esfuerza por modificar. Si el culpable se exilase libremente en una isla desierta de la que el retorno le fuera imposible. la sociedad humana (y, en general, toda sociedad de seres morales), se encontraría desarmada contra él; ninguna ley moral podría exigir que sufriese en su libertad por haber violado la de los otros.
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