Índice de Esbozos de una moral sin sanción ni obligación de Jean-Marie GuyauCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo 2

Quinto equivalente del deber obtenido del riesgo metafísico: la hipótesis

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El riesgo metafísico en la especulación

Hemos comprobado la considerable influencia práctica que tenía el placer del peligro y del riesgo; nos queda por ver la influencia no menos grande de lo que Platón llamaba el (1) del gran riesgo metafísico que el pensamiento goza en correr.

Para que pueda razonar hasta el fin ciertos actos morales sobrepasando la moral media y científica, para que pueda deducirles rigurosamente de principios filosóficos o religiosos, es preciso que esos mismos principios sean planteados y determinados. Pero no pueden serIo más que por hipótesis; es preciso, pues, que yo mismo establezca, en definitiva, las razones metafísicas de mis actos. Estando dada la incógnita, la x del fondo de las cosas, es preciso que me la represente de cierta manera, que la conciba bajo la imagen del acto que desee realizar. Si, por ejemplo, quiero realizar un acto de caridad pura y definitiva y deseo justificarlo racionalmente, es preciso que imagine una caridad eterna presente en el fondo de las cosas y de mí mismo, es preciso que objetive el sentimiento que me hace obrar. El agente moral desempeña aquí el mismo papel que el artista: debe proyectar al exterior las tendencias que siente en él, y hacer un poema metafísico con su amor. La x inconocible y neutra, corresponde al mármol que labra el escultor, a las palabras inertes que se alínean y toman vida en la estrofa del poeta. El artista sólo labra la forma de las cosas; el ser moral, que es siempre un metafísico espontáneo o reflexivo, moldea el fondo mismo de las cosas, dispone la eternidad de acuerdo al modelo del acto de un día, que él concibe, y da así a este acto, que sin eso parecería suspendido en el aire, una raíz en el mundo del pensamiento.

El nóumeno, en el sentido moral y no puramente neg;ativo, es hecho por nosotros; sólo adquiere valor moral en virtud del tipo de acuerdo al cual nos lo representamos: es una construcción de nuestro espíritu, de nuestra imaginación metafísica.

¿Se dirá que hay algo de pueril en ese esfuerzo para asignar un tipo y una forma a lo que por esencia no tiene forma ni asidero? Desde un punto de vista estrechamente científico, es posible. Hay siempre en el egoísmo, alguna candidez simple y grandiosa. En toda acción humana hay una parte de error, de ilusión; quizás esta parte va aumentando a medida que la acción sale de la medianía. Los corazones más amantes son los que están más engañados, los más grandes genios son aquellos en que se observa el mayor número de incoherencias; los mártires han sido, la mayoría de las veces, niños sublimes. ¡Qué de puerilidades en las ideas de los alquimistas, que, sin embargo, han acabado por crear una ciencia! En parte, fue a causa de un error que Cristóbal Colón descubrió América. No se puede juzgar a las teorías metafísicas por .su verdad absoluta que es siempre inverificable; pero uno de los medios de juzgarlas consiste en apreciar su fertilidad. No les exijáis entonces ser verdaderas, independientemente de nosotros y de nuestras acciones, sino que lleguen a serlo. Desde el punto de vista de la evolución universal, un error fecundo puede ser en ese sentido, más verdadero que una verdad demasiado estrecha y estéril. Es triste, dice en alguna parte Renán, pensar que es Homais quien tiene razón, y que ha visto la verdad como esto, de primera intención, sin esfuerzo ni mérito, al mirar hacia sus pies. Y bien, no, Homais no tiene razón, encerrado como está en su pequeño círculo de verdades positivas. Ha podido muy bien cultivar su jardín, pero ha tomado su jardín por el mundo, y se ha engañado. Quizás, le hubiera valido más enamorarse de una estrella, en fin ser encantado por una quimera bien quimérica, que, al menos le hubiera hecho realizar algo grande. Vicente de Paul tenía el cerebro, indudablemente, más lleno de sueños falsos que Homais; pero resultó, que la pequeña porción de verdad contenida en sus sueños, ha sido más fecunda que la masa de verdades de sentido común obtenida por Homais.

La metafísica es, en el dominio del pensamiento, lo que el lujo y los gastos por el arte en el económico; es una cosa tanto más útil, cuanto menos necesaria parece a primera vista; se podría pasar sin ella y se sufriría mucho; no se sabe exactamente dónde comienza, y menos aún dónde termina y, sin embargo, la humanidad se dejará siempre ir por ella, por una pendiente dulce e invisible. Además, hay ciertos casos -los ecónomos lo han demostrado- en que el lujo resulta repentinamente lo necesario, en que se requiere, para hacer frente a la vida, aquello que anteriormente se consideraba excesivo. Es así, que hay circunstancias en que la práctica necesita a la metafísica: no se puede ya vivir, ni, sobre todo, morir, sin ella.

La razón nos hace entrever dos mundos distintos: el mundo real en que vivimos, y un cierto mundo ideal en que también vivimos, donde nuestra razón se fortalece sin cesar, y que no podemos dejar de tener en cuenta; solamente cuando se trata del mundo ideal nadie está ya de acuerdo; cada uno lo concibe a su manera; algunos lo niegan rotundamente. Sin embargo, es de la manera cómo se concibe al fondo metafísico de las cosas, de que depende la forma en que uno mismo se obligará a actuar. En realidad, gran parte de las más nobles acciones humanas han sido realizadas en nombre de la moral religiosa o metafísica; es, pues, imposible descuidar esta fuente tan fecunda de actividad. Pero no es menos imposible imponer a la actividad una regla fija extraída de una sola doctrina; en lugar de regular absolutamente la aplicación de las ideas metafísicas, importa solamente delimitarla, asignarle su esfera legítima, sin dejar que usurpe Ia de la moral positiva. Es preciso tener en cuenta la especulación metafísica en moral, como se hace con la especulación económica en política y en sociología. Solamente que, en primer lugar, es preciso persuadirse bien de que su dominio es el del sacrificio prácticamente improductivo, para el individuo, el del sacrificio absoluto desde el punto de vista terrenal; el dominio de la especulación económica es, por el contrario, el del sacrificio productivo, del riesgo corrido con un fin interesado. En segundo lugar, es preciso dejarle su carácter hipotético. De hecho, yo sé aquello, por hipótesis y siguiendo un cálculo personal de probabilidad, induzco ésto (por ejemplo que el desinterés constituye el fondo de mi ser, y el egoísmo simplemente la superficie, o recíprocamente) por deducción extraigo una ley racional de mi conducta. Esta ley es una simple consecuencia de mi hipótesis, y sólo me siento racionalmente obligado por ella, mientras la hipótesis me parece la más probable, la más cierta para mí. Se obtiene así, una especie de imperativo racional y no categórico, dependiente de una hipótesis.

En tercer lugar, es preciso admitir que esta hipótesis puede variar de acuerdo a los individuos, los temperamentos intelectuales: La ausencia de ley fija es lo que se puede designar con el nombre de anomía, para oponerla a la autonomía de Ios kantianos. El desinterés, la abnegación, no quedan suprimidos debido a la supresión del imperativo categórico; pero su objeto variará; uno se sacrificará por una causa, otro por otra. Bentham ha consagrado su vida entera a la noción de interés; es una forma de sacrificio; ha subordinado todas sus facultades a la búsqueda de lo útil para él, y, necesariamente, también para los demás; el resultado es que ha sido realmente muy útil, tanto o más que un apóstol del desinterés, como Santa Teresa.

La hipótesis produce prácticamente el mismo efecto que la fe, hasta engendra una fe subsecuente, pero no afirmativa y dogmática como la, otra; la moral, naturalista y positiva en su base, viene a depender en su cima de una libre metafísica. Hay una moral invariable, la de los hechos, y para completarla en los puntos en que ella no basta ya, una moral variable e individual, la de las hipótesis. Así se ve quebrantada la vieja ley apodíctica: el hombre, desligado por la duda de toda obligación absoluta, recobra en parte su libertad. Kant ha iniciado una revolución en moral cuando quiso hacer autónoma la voluntad, en lugar de hacerla inclinarse ante una ley exterior a ella; pero se ha detenido en mitad de camino: ha creído que la libertad individual del agente moral podía conciliarse con la universalidad de la ley, que cada uno debía adecuarse a un mismo tipo, inmutable, que el reino ideal de las libertades sería un gobierno regular y metódico. Pero, en el reino de las libertades el buen orden proviene, precisamente, de que no hay ningún orden impuesto de antemano, ningún convenio preconcebido; de ahí, a partir del punto en que se detiene la morill positiva, la mayor diversidad posible en las acciones, la mayor variedad, aún en los ideales perseguidos. La verdadera autonomía debe producir la originalidad individual y no la uniformidad universal. Si cada uno se dicta su ley, ¿por qué no habría más leyes posibles, por ejemplo, la de Bentham y la de Kant? (2).

Cuantas más doctrinas haya díspuestas a disputarse al principio la preferencia, de la humanidad, mejor será para el acuerdo futuro y final. La evolución en los espíritus, como la evolución material, es siempre un tránsito de lo homogéneo a lo heterogéneo; realízáis la unidad completa en la inteligencia y anuláis a ésta; moldead los: espírítusl de acuerdo al mismo plan, dadles las mismas creencias, la misma religión, la misma metafísica, igualad exactamente el pensamiento humano; iréis, precisamente, contra la tendencia esencial del progreso. Nada más monótono e insípido que una ciudad con las calles bien alineadas y todas iguales; los que se imaginan la ciudad intelectual de acuerdo a ese modelo, se imaginan un contrasentido. Se dice: la verdad es una; el ideal del pensamiento es esa misma unidad, esa uniformidad. Vuestra verdad absoluta es una abstracción, como el triángulo o el círculo perfectos de los matemáticos; en la realidad todo es infinitamente múltiple. De esta forma, cuanta más gente haya que piense diferente, mayor será la suma de verdad que terminarán por abarcar y en la que finalmente se reconciliarán. No hay que temer, pues, a la diversidad de las opiniones, por el contrario, es preciso provocarla: dos hombres tienen opiniones contrarias, quizás sea mucho mejor; están mucho más en lo cierto que si ambos pensasen lo mismo. Cuando varias personas quieren ver todo un paisaje, no tienen más que un medio: volverse las espaldas unas a las otras. Si se envían soldados como exploradores, y marchan todos juntos observando el mismo punto del horizonte, muy probablemente volverán sin haber descubierto nada. La verdad es como la luz, no llega a nosotros desde un solo punto, nos la reflejan todos los objetos a la vez, nos hiere en todos los sentidos y de mil maneras: sería preciso tener cíen ojos para recoger todos los rayos. La humanidad en conjunto tiene millones de ojos y orejas; no le aconsejéis cerrarlos o dirigirlos hacía un solo lado; debe abrirlos todos a la vez y volverlos hacia todas las direcciones; es preciso que la infinidad de sus puntos de vista corresponda a la infinidad de las cosas. La variedad de las doctrinas prueba la riqueza y la potencia del pensamiento; también esta variedad, lejos de disminuir con el tiempo, debe aumentar los detalles, aun cuando llevase a un común acuerdo. La división en el pensamiento y la diversidad en los trabajos intelectuales es tan necesaria como la división y la diversidad en los trabajos musculares; esta división del trabajo es la condición de toda riqueza. En otro tiempo, el pensamiento se hallaba infinitamente menos dividido que en nuestra época; todos estaban imbuídos por las mismas supersticiones, por los mismos dogmas, por las mismas falsedades; cuando se encontraba a un individuo podía decirse de antemano y sin conocerlo: he aquí lo que cree; se podían contar los absurdos que su cabeza encerraba, hacer el balance de su cerebro. Aun en nuestros días, muchas personas de las clases inferiores o superiores se hallan en ese estado: su inteligencia está modelada de acuerdo a un tipo convenido. Felizmente, el número de esos espíritus inertes y sin elasticidad disminuye cada día; cada uno tiende a dictarse su ley y su creencia. ¡Ojalá podamos llegar a un día en que en ninguna parte haya ortodoxia, quiero decir. fe general que engloba los espíritus; en que la creencia sea absolutamente individual, en que la heterodoxia sea la religión verdadera y universal! La sociedad religiosa (y toda moral absoluta parece la última forma de la religión) esa sociedad enteramente unida por una comunidad de supersticiones, es una forma social de las antiguas épocas, que tiende a desaparecer y que sería extraño tomar por ideal. Los reyes se van; los sacerdotes se irán también. Es inútil que la teocracia se esfuerze contrayendo compromisos con el orden nuevo, concordatos de otro género: la teocracia constitucional, como la monarquía constitucional, no puede satisfacer ya definitivamente a la razón. El espíritu francés, sobre todo, no se presta a transacciones, a medidas que no sean radicales, a todo lo que es justo y verdadero sólo parcialmente; en todo caso, no es ahí donde depositará su ideal. En materia de religión o de metafísica, el verdadero ideal es la independencia absoluta de los espiritus, y la libre diversidad de las doctrinas.

Querer gobernar los espíritus es peor aún que querer gobernar los cuerpos; es preciso evitar toda clase de dirección de conciencia o de dirección de pensamiento como a una verdadera plaga. Las metafísicas autoritarias y las religiones son andadores buenos para los pueblos que están en la niñez; es tiempo de que andemos solos, que miremos con horror a los pretendidos apóstoles, a los misioneros, a los predicadores de toda clase, que seamos nuestros propios guías y que busquemos en nosotros mismos la revelación. No hay más Cristo; que cada uno sea Cristo para sí mismo, que se relacione con Dios como quiera y como pueda, o también que reniegue de Dios, que cada uno conciba el universo de acuerdo al modelo que le parezca más probable, monarquía, oligarquía, república o caos; todas esas hipótesis pueden sostenerse, deben, pues, ser sostenidas. No es absolutamente imposible que una de ellas reúna un día las más grandes posibilidades de su parte y triunfe en los espíritus humanos más cultívados; no es imposible que esta doctrina privilegiada sea una doctrina de negación; pero de ninguna forma hay que avanzar en un porvenir tan problemático y creer que al destruir la religión revelada o el deber categórico, se precipitará bruscamente a la humanidad en el ateísmo y en el escepticismo moral. En el orden intelectual, no puede haber revoluciones violentas y súbitas, sino solamente una evolución que se acentúe con los años; es también esta lentitud de los espíritus para recorrer de un extremo a otro la cadena de los razonamientos la que, en el orden social hace abortar las revoluciones demasiado bruscas. De esta forma -cuando se trata de especulación pura- los hombres menos temibles y más útiles son los más revolucionarios, aquellos cuyo pensamiento es el más audaz; se los debe admirar sin temerles mucho: ¡pueden tan poco! La tempestad que levantan en un pequeño rincón del océano apenas producirá sobre la inmensa masa una ímperceptible ondulación. Por otra parte -en la práctica- los revolucionarios se engañan siempre, porque siempre creen a la verdad demasiado simple, tienen demasiada confianza en sí mismos e imaginan haber hallado y determinado el término del progreso humano; mientras que, lo propio del progreso es no tener término, no alcanzar lo que le proponen más que transformándolo, no resolver los problemas más que cambiando los datos.

Felices, pues, hoy día aquellos a quienes un Cristo pudiera decir: ¡Hombres de poca fe ...!, si esto significase: hombres sinceros que no queréis engañar vuestra razón y rebajar vuestra dignidad de seres inteligentes, hombres de un espíritu verdaderamente científico y filosófico que desconfiáis de las apariencias, que desconfiáis de vuestros ojos y de vuestros espíritus, que sin cesar volvéis nuevamente a escudriñar vuestras sensaciones y a probar vuestros razonamientos; hombres que solamente podéis poseer una parte de la verdad, eterna, precisamente porque no creeríais jamás poseerla por entero; hombres que tenéis bastante fe verdadera para buscar siempre, en lugar de descansar gritando ¡he haIlado!; hombres decididos que vais allí donde los demás se detienen y se adormecen; el porvenir es vuestro, sois vosotros quienes modelaréis la humanidad de los tiempos futuros.

La moral, en nuestros días, ha comprendido su impotencia parcial para regular de antemano y absolutamente toda la vida humana; deja una esfera más amplia a la libertad individual; sólo amenaza en un número de casos bastante restringido y en los que se hallan comprendidas las condiciones absolutamente necesarias de toda vida social. Los filósofos no están ya con la moral rigorista de Kant que reglamentaba todo en el fuero interno y prohibía toda transgresión, toda libre interpretación de las órdenes morales. Era todavía una moral análoga a las religiones ritualistas, para las que la falta de tal o cual ceremonia constituye un sacrilegio, y que olvidan el fondo por la forma; era una especie de despotismo moral que se insinuaba por todas partes, que quería gobernarlo todo. En muchos espíritus, ahora, la ley rigorista del kantismo reina todavía, pero no gobierna ya el detalle; se la reconoce en teoría y, en la práctica, se está obligado a dejarla de lado. Ya no es el Júpiter uno de cuyos fruncimientos de cejas bastaba para conmover el mundo; es un príncipe liberal a quien se desobedece sin gran riesgo. ¿No hay algo mejor que esta benévola realeza, y el hombre, cuando llegue a los confines de la moral y de la metafísica, no debe rechazar toda soberanía absoluta para entregarse francamente a la .especulación individual?

Un mecanismo, cuanto más grosero es, mayor necesidad tiene, para ser puesto en marcha, de un motor violento y grosero también; con un mecanismo más delicado basta la presión de un dedo para producir efectos considerables; así ocurre en la humanidad. Para poner en movimiento a los pueblos antiguos, ha sido necesario, en principio, que la religión les hiciese enormes promesas, cuya veracidad se les garantizaba: se les hablaba de montañas de oro, de arroyos de leche y miel. ¿Habría conquistado México Hernán Cortés, si no hubiese creído ver brillar en lontananza las pretendidas cúpulas de oro mexicanas? Para excitarlos, se presentaban a los ojos de los hombres imágenes vistosas, colores vivos, como se muestra el rojo a los toros. Entonces se necesitaba una fe robusta para triunfar sobre la inercia. Se quería lo cierto, se tocaba con el dedo al dios, se lo comía, se lo bebía; entonces se podía tranquilamente morir por él, con él. Más tarde, el deber pareció, y parece todavía a muchos, una cosa divina, una voz de las alturas que se hace oír en nosotros, que nos pronuncia discursos, nos da órdenes. Los escoceses hablaban hasta de sentido moral, de tacto moral. Era necesaria esta concepción grosera para triunfar sobre instintos más groseros aún. Hoy día, una simple hipótesis, una simple posibilidad basta para atraernos, fascinarnos. El mártir no necesita ya saber si allá arriba lo esperan palmas o, si una ley categórica le ordena su sacrificio. Se muere por conquistar, no la verdad completa, sino el más pequefio de sus elementos; un sabio se sacrifica por una cifra. El ardor de la investigación suple a la certidumbre misma del objeto buscado; el entusiasmo reemplaza a la fe religiosa y a la ley moral. La altura del ideal a realizar reemplaza a la energía de la creencia en su realidad inmediata. Cuando se espera algo muy grande, de la belleza del fin se saca el valor para afrontar los obstáculos; si las probabilidades de alcanzarlo disminuyen, el deseo se acrecienta en proporción. Cuanto más alejado de la realidad está el ideal, tanto más deseable es, y como el deseo mismo es la fuerza suprema, tiene a su servicio el máximo de fuerza. Los bienes demasiado vulgares de la vida, son tan poca cosa que, en comparación, el ideal concebido debe parecer inmenso; todos nuestros pequeños goces se anulan ante el de realizar un pensamiento elevado. Este pensamiento que no debe ser casi nada en el dominio de la naturaleza y aún en el de la ciencia, puede ser realmente todo en relación a nosotros: es el óbolo del pobre. La acción de buscar la verdad no ofrece ya nada de condicional, de dudoso, de frágil. Se posee algo, sin duda no la verdad misma (¿quién la tendrá jamás?) pero, al menos, el espíritu que la hace descubrir. Cuando uno se detiene obstinadamente en alguna doctrina siempre demasiado estrecha, es una quimera que desaparece en nuestras manos; pero marchar siempre, buscar siempre, esperar siempre, únicamente esto no es una quimera. La verdad está en el movimiento, en la esperanza, y no se ha propuesto sin razón, como complemento de una moral positiva, una filosofía de la esperanza (3). Un niño vió una mariposa azul posada sobre un tallo de hierba; la mariposa estaba adormecida por el viento del norte. El niño tomó el tallo de hierba, y la flor viva que estaba en su extremo, siempre adormecida, no se separó. Volvió llevando en su mano el hallazgo. Brilló un rayo de sol; llegó a las alas de la mariposa y, de pronto, reanimada y ligera, echó a volar por el espacio iluminado. Todos nosotros investigadores y trabajadores, somos como la mariposa; nuestra fuerza sólo está hecha por un rayo de luz; menos aún: por la esperanza de un rayo. Es preciso, pues, saber aguardar: la esperanza es la fuerza que nos lleva hacia arriba y adelante. ¡Pero es una ilusión! ¿Qué sabéis? ¿Es menester no dar un paso por el temor a que un día la tierra desaparezca bajo nuestros pies? Todo no consiste en mirar bien lejos hacia el pasado o el porvenir, es preciso mirar en sí mismo, es preciso ver allí las fuerzas vivas que piden gastarse y es menester obrar.


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El riesgo metafísico en la acción

Al principio era la acción, dice Fausto. Nosotros la volvemos a hallar también al final. Si nuestras acciones están de acuerdo con nuestros pensamientos, se puede decir también que nuestros pensamientos corresponden exactamente a la expansión de nuestra actividad. Los sistemas metafísicos más abstractos no son en sí mismos, más que fórmulas de sentimientos y el sentimiento corresponde a la mayor o menor tensión interior. Hay un término medio entre la duda y la fe, entre la incertidumbre y la afirmación categórica, es la acción; únicamente mediante ella, lo incierto puede realizarse y convertirse en realidad. No os pido que creáis ciegamente en un ideal, os pido que trabajéis para realizarlo. ¿Sin creer en él? Con el objeto de creer en él. Lo creeréis cuando hayáis trabajado por producirlo.

Todas las antiguas religiones han querido hacernos creer por los ojos y los oídos. Nos han mostrado a Dios en carne y hueso, y los Santo Tomás lo han tocado con el dedo y se convencieron. En el presente, ya no podemos ser convencidos de esa forma. Veríamos, oiríamos y tocaríamos con el dedo y todavía negaríamos obstinadamente. Uno no se persuade de una cosa imposible porque crea verla o tocarla; nuestra razón es ahora suficientemente fuerte, como para burlarse de la necesidad de nuestros ojos, y los milagros no podrían ya convencer a nadie. Es necesario, pues, un nuevo medio de persuasión; que las mismas religiones habían empleado ya en beneficio suyo; ese medio es la acción: creeréis en proporción a lo que hagáis. Únicamente que la acción no debe consistir en prácticas exteriores y en ritos groseros; debe ser completamente interior en su origen; nuestra fe entonces procederá verdaderamente del interior, no del exterior; tendrá por símbolo, no la rutina de un rito, sino la variedad infinita de la invención, de la obra individual y espontánea.

La humanidad ha esperado largo tiempo que Dios se le apareciese, y se le apareció, y no era Dios. El momento de la espera ha pasado; ahora es el del trabajo. Si el ideal no se halla como una casa completamente terminada, de nosotros depende trabajar unidos para hacerlo.Las religiones dicen:Espero porque creo y creo en una revelación exterior. Es preciso decir: Creo porque espero y espero porque siento en mí una energía completamente interior que debe tenerse en cuenta en el problema. ¿Por qué no mirar más que un solo ladol de la cuestión? Si existe el mundo desconocido, existe el yo conocido. Ignoro lo que puedo en el exterior, no tengo ninguna revelación, no oigo ninguna palabra resonando en el silencio de las cosas, pero sé lo que quiero interiormente. y es mi voluntad la que hará mi fuerza. Sólo la acción da la confianza en sí mismo, en los otros, en el mundo. La meditación pura, el pensamiento solitario, acaba por quitaros las fuerzas vivas. Cuando se permanece demasiado tiempo en las altas cumbres, una especie de fiebre. de laxitud infinita se apodera de vosotros; se quisiera no volver a descender más, detenerse, descansar; los ojos se cierran, pero, si uno cede al sueño, no se levanta más; el frío penetrante de las alturas os hiela hasta la médula de los huesos; el éxtasis indolente y doloroso por el que os sentíais invadir era el comienzo de la muerte.

La acción es el verdadero remedio para el pesimismo que, por otra parte, puede tener algo de verdad y de utilidad cuando se lo toma en el más alto sentido. El pesimismo, en efecto, consiste en quejarse, no de lo que hay en la vida, sino de lo que falta. Lo que hay en la vida no constituye casi el objeto principal de las lamentaciones humanas, y la vida, en sí misma, no es un mal. En cuanto a la muerte, es, simplemente, la negación de la vida. Se querría no morir, uno y los suyos, pero es por aspiración a una existencia superior, como se quisiera conocer la verdad, ver a Dios, etc. El niño que quiere alcanzar la luna, llora durante un cuarto de hora y se consuela; el hombre que quisiera poseer a la eternidad llora también, por lo menos interiormente; escribe un grueso libro si es filósofo, un poema si es poeta, nada si es incapaz; después se consuela y vuelve a comenzar la vida indiferente de todo el mundo -indiferente no, porque tiene apego a ella: en el fondo, la vida es agradable. El verdadero pesimismo se reduce substancialmente al deseo de lo infinito; la gran desesperación a la esperanza infínita; precisamente porque es infinita e inextinguible se transforma en desesperación. ¿A qué se reduce, en gran parte, la conciencia misma del sufrimiento? Al pensamiento de que sería posible escapar a él, a la concepción de un estado mejor, es decir, de una especie de ideal. El mal es el sentimiento de una impotencia; probaría la impotencia de Dios, si se supusiera un Dios, pero, cuando. se trata del hombre, prueba, por el contrario, su relativa potencia. Sufrir se convierte en la señal de una superioridad. El único ser que habla y piensa, es también el único capaz de llorar. Un poeta ha dicho: El ideal germina entre los que sufren. ¿No será el mismo ideal quién hace germinar el sufrimiento moral, quién da al hombre la plena conciencia de sus dolores?Ciertos dolores son, de hecho, una señal de superioridad: no todo el mundo puede sufrir de esa forma. Las grandes almas cuyo corazón está desgarrado, se semejan al pájaro herido por una flecha en lo más alto de su vuelo; lanza un grito que llena el cielo, va a morir y, sin embargo, vuela todavía. Leopardi, Heine o Lenau no hubiesen cambiado probablemente por goces muy vivos esos momentos de angustia durante los que han compuesto sus más bellos cantos. El sufrimiento de Dante era capaz de inspirar piedad cuando escribió su poema sobre Francisca de Rímini: ¿quién de nosotros no querría experimentar un sufrimiento semejante? Hay opresiones del corazón infinitamente dulces. Hay también puntos en el dolor y el placer agudos que parecen confundirse; los espasmos de la agonía y del amor, no dejan de tener ciertas analogías; el corazón se funde en la alegría como en el dolor. Los sufrimientos fecundos están acompañados por un goce inefable; se parecen a esos sollozos que, transportados a la música por un maestro, se convierten en armonía. Sufrir y producir, es sentir en sí una fuerza nueva despertada por el dolor; se es como la Aurora esculpida por Miguel Angel, que, al abrir sus ojos llorosos, parece no ver la luz más que a través de sus lágrimas; sí, pero si esta luz de los días tristes es luz todavía, vale la pena de ser mirada.

La acción, en su fecundidad, es también un remedio para el escepticismo; ella se da a sí misma, como hemos visto, su certidumbre interior. ¿Qué se yo si viviré mañana, si viviré dentro de una hora, si mi mano podrá acabar esta línea que comienzo? La vida está, en todas partes, rodeada por lo desconocido. Sin embargo obro, trabajo, acometo empresas; y en todos mis actos, en todos mis pensamientos, presupongo ese porvenir con el que nada me autoriza a contar. Mi actividad sobrepasa cada minuto al instante presente, se desborda en el porvenir. Gasto mi energía, sin temer que ese gasto sea una pérdida absoluta, me impongo privaciones suponiendo que el porvenir las compensará, sigo mi camino.. Esta incertidumbre que, al oprimirme igualmente por todas partes, equivale para mí a una certidumbre y hace posible mi libertad, es, con todos sus riesgos, uno de los fundamentos de la moral especulativa. Mi pensamiento va delante de ella, como mi actividad; arregla el mundo, dispone del porvenir. Me parece que soy dueño del infinito, porque mi poder no es equivalente a ninguna cantidad determinada; cuanto más hago, más espero.

La acción, para tener las ventajas que acabamos de atribuirle, debe dirigirse a alguna obra precisa y, hasta cierto punto, próxima. Querer hacer bien, no al mundo, ni a la humanidad entera, sino a determinados hombres; remediar una miseria actual; aligerar a alguien de un peso, de un sufrimiento, he aquí lo que no puede engañar; se sabe lo que se hace, se sabe que el fin merecerá vuestros esfuerzos, no en el sentido de que el resultado obtenido tendrá una importancia considerable para, la masa de las cosas, sino en el de que tendrá seguramente un resultado; que vuestra acción no se perderá en el infinito, como un ligero vapor en el opaco azul del éter. Hacer desaparecer un sufrimiento, es ya un fin satisfactorio para un ser humano. Por ello, se cambia en un infinitésimo la suma total del dolor del universo. La piedad subsiste -inherente al corazón del hombre y vibrando en sus instintos más profundos- hasta cuando la justicia puramente racional y la caridad universalizada parecen, a veces, perder sus fundamentos. Se puede amar hasta en la duda; hasta en la noche intelectual que nos impide perseguir algún fin lejano, se puede tender la mano al que llora a vuestros pies.




Notas

(1) Frase en griego que, como ya lo hemos señalado en otras notas, nos es imposible reproducir ya que ello nos obligaría a reconfigurar nuestro teclado, lo que, en definitiva, no estamos dispuestos a hacer. Chantal López y Omar Cortés.

(2) Entiéndase bien, que jamás hemos pensado considerar, como nos lo han reprochado Boirac, Lauret y otros críticos, iguales para el pensamiento humano a todas las hipótesis metafísicas. Hay una lógica abstracta de las hipótesís, desde cuyo punto de vista se las puede clasificar, ordenar según la escala de las probabilidades. Sin embargo, su fuerza práctica no será, de aquí a mucho tiempo, exactamente correspondiente a su valor teórico. (Ver en nuestro volumen acerca de La irreligión del porvenir, el capítulo relativo al progreso de las hipótesis metafísicas).

(3) Véase la Ciencia social contemporánea, por Fouillée, libro V.


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