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CAPÍTULO QUINTO
El secreto de la encarnación o sea Dios como ser sentimental

Es por la conciencia del amor por la cual el hombre se reconcilia con Dios o más bien consigo mismo, o sea con su ser que se le enfrenta en la ley, como si fuera otro ser. La conciencia del amor divino o lo que es lo mismo, la contemplación de Dios como un ser humano, es el secreto de la encarnación, del Dios que se ha hecho sangre, o que se ha convertido en hombre. La encarnación no es otra cosa sino la aparición perceptible y efectiva de la naturaleza humana de Dios. Dios no se ha hecho hombre a causa de sí mismo; es la angustia, la necesidad del hombre -una necesidad que por lo demás hoy todavía reside en un alma religiosa- la causa de la encarnación. Dios se ha hecho hombre por misericordia, luego ya en sí mismo era un Dios humano antes de que se convirtiera en un hombre real; porque afectó a su corazón la necesidad humana, la miseria humana. La encarnación era una lágrima de la misericordia divina, luego es solamente la manifestación de un ser de sentimientos humanos y por eso de sentimientos esencialmente sensitivos.

Cuando uno, en la encarnación, sólo contempla al Dios hecho hombre; por lo tanto dicha encarnación aparece como un acontecimiento sorprendente, inexplicable y maravilloso. Pero el Dios hecho hombre sólo es la aparición del hombre hecho Dios; por eso a la condescendencia del Dios hacia el hombre, preside necesariamente la elevación del hombre a Dios (1). El hombre ya existía en Dios, ya era Dios mismo, antes de que Dios se convirtiera en un hombre, es decir, se manifestara como hombre. De lo contrario, ¿cómo podría Dios haberse hecho hombre? El viejo principio de nada, nada se hace vale también en este caso. Un rey que no se preocupa de la salud de sus súbditos; que desde su trono no vive con su espíritu en los hogares de aquéllos que en su modo de pensar no habla como el hombre común, tal rey tampoco corporalmente descenderá de su trono para hacer feliz a su pueblo con su presencia personal. ¿Acaso no ha ascendido el súbdito hacia el rey antes de que el rey ascienda al súbdito? Y si el súbdito se siente enterado y feliz por la presencia de su rey, acaso este sentimiento sólo se refiere a esta presencia visible como tal o más bien a la presencia del espíritu de aquel rey humano que es la causa de esta presencia. Pero lo que en realidad para la religión es la causa, esto se convierte en la conciencia de la religión, en una consecuencia. Así, la elevación del hombre a Dios se ha convertido en una consecuencia de la condescendencia de Dios hacia el hombre. Dios, dice la religión, se humanizó para divinizar al hombre (2).

Lo profundo e inconcebible, es decir, lo contradictorio que se encuentra en la frase Dios es o se hace hombre, sólo proviene del hecho de que se confunda el concepto o las determinaciones del ser general ilimitado metafísico con el concepto o las determinaciones del Dios religioso, o sea las determinaciones de la inteligencia con las determinaciones del corazón -una confusión que es el mayor obstáculo del conocimiento verdadero de la religión. Pero en realidad trátase sólo de la forma humana de Dios, que ya en su esencia, en lo más profundo de su alma, es un Dios misericordioso, humano.

En la doctrina eclesiástica esto se expresa de tal manera que no se encarna la primera persona de la divinidad, sino la segunda, que representa al hombre en y delante de Dios. Pero esta segunda persona es, en realidad, como se verá más adelante, la verdadera, total y primera persona de la religión. La encarnación sólo sin este concepto de medición, que representa su punto de partida, parece ser misteriosa, inconcebible, especulativa; mientras que considerada en unión con ese concepto de medición, que representa su punto de partida, ese concepto de medición, es necesaria y lógica. De ahí que asegurar que la encarnación sea un hecho puramente empírico o histórico que sólo puede conocerse mediante una revelación teológica, es la manifestación de un materialismo religioso absolutamente estúpido; pues la encarnación es una consecuencia que descansa en una premisa muy fácil de comprender, pero asimismo es erróneo si se quiere deducir a la encarnación de razones puramente especulativas, es decir, metafísicas y abstractas; porque la metafísica sólo pertenece a la primera persona que no encarna y que no es una persona dramática. Semejante deducción a lo sumo podría justificarse en el caso de que se quisiera deducir conscientemente de la metafísica la negación de ella misma.

De este ejemplo vemos cómo se distingue la antropología de la filosofía especulativa. La antropología no considera a la encarnación como un misterio especial y estupendo tal como lo es la especulación seguida por la apariencia mística; ella más bien destruye la ilusión de que después de la encarnación hubiera un secreto especial y sobrenatural; ella critica el dogma y lo reduce a sus elementos naturales innatos al hombre, a su origen intrínseco y su punto central o sea al amor.

El dogma nos da dos objetos: Dios y el amor. Dios es el amor; pero ¿qué significa esto? ¿Es Dios todavía algo fuera del amor; un ser diferente del amor? ¿Es eso lo mismo que cuando el yo, de una persona humana exclama conafecto: ella es el amor mismo? Por cierto es lo contrario: debería yo renunciar al nombre Dios, que expresa un ser especial y personal, un sujeto diferente del predicado. De este modo se hace del amor algo especial: Dios ha enviado su Hijo Unigénito por amor. De tal manera el amor es rebajado debido a su fondo oscuro. Dios, el amor, se convierte en una cualidad personal aunque sea esencial; pero en el espíritu y en el alma, objetiva y subjetivamente, sólo tiene el rango de un predicado o de un sujeto, no de la esencia; se convierte en una cosa secundaria y se esfuma de la vista como algo accidental. Dios se me presenta bajo otra forma que la del amor, se me presenta en forma de la omnipotencia, de una fuerza sombría no ligada por el amor, de una fuerza en la cual participan, aunque sea en grado menor, hasta los demonios, los diablos.

Mientras que el amor no sea elevado al rango de una substancia y de una esencia, existirá en el fondo del amor un sujeto que, también sin el amor, puede ser un monstruo, un ser demoníaco cuya personalidad difiere del amor y es realmente del mismo y que goza con la sangre de los herejes e infieles -es el fantasma del fanatismo religioso-. Pero sin embargo, el amor es lo esencial en la encarnación, aunque esté ligado todavía a cierta oscuridad de la conciencia religiosa. El amor determina a Dios a despojarse de su divinidad (3). Pero no por su divinidad como tal, y según la cual es él el sujeto en la frase: Dios es el amor, sino por el amor, o sea el predicado llegó a negar su divinidad; luego es el amor una potencia y una verdad superior a la divinidad. El amor vence a Díos. Era al amor al cual Dios sacrificaba su majestad divina y ¿qué clase de amor era? ¿Acaso era otro que el amor nuestro, al cual nosotros sacrificamos nuestros bienes y nuestra sangre? ¿Era acaso el amor a sí mismo, a sí mismo como a Dios? No, era el amor hacia el hombre, ¿pero no es el amor al hombre un amor humano? ¿Puedo yo amar al hombre sin amarlo humanamente, sin amarlo así como él mismo ama si es que ama en verdad? ¿De lo contrario no sería el amor acaso un amor diabólico? Pues hasta el diablo ama al hombre, pero no por amor al hombre, sino por amor a sí mismo, es decir, por egoísmo, para aumentar y extender su poder. Pero Dios, al amar al hombre, lo ama por amor al hombre mismo, para hacerlo bueno, feliz y santo. ¿Acaso no ama entonces al hombre de tal manera como el hombre verdadero ama al hombre? ¿Y tiene el amor en general pluralidad? ¿No es acaso siempre idéntico consigo mismo, no es el texto genuino y no falsificado de la encarnación, simplemente el texto del amor, sin ningún agregado, sin diferencia entre el amor divino y humano? Porque aunque exista un amor egoísta entre los hombres, el amor verdadero, humano, que sólo es digno de este hombre, es aquel que sacrifica lo que tiene por amor hacia el prójimo. ¿Quién es por lo tanto nuestro redentor y reconciliador? ¿Dios o el amor? Es el amor, porque no Dios como Dios nos ha redimido, sino el amor, que está por encima de la diferencia entre la personalidad divina y la humana. Así como Dios ha renunciado a sí mismo por amor, así también nosotros por amor deberíamos renunciar a Dios; porque si no sacrificamos a Dios el amor, sacrificamos el amor a Dios, y tendríamos, a pesar del predicado del amor, aquel Dios que es el mdigno del fanatismo religioso.

Ahora bien; habiendo sacado este texto de la encarnación hemos al mismo tiempo documentado la mentira del dogma y hemos reducido el ministerio aparentemente sobrenatural y sobreintelectual a una verdad sencilla y natural para el hombre, a una verdad que no es exclusiva de la religión cristiana, sino que se encuentra en forma más o menos desarrollada en cualquier religión como religión. Pues toda religión que reclama para sí este nombre, supone que Dios no es indiferente frente a los seres que lo adoran, que por lo tanto lo humano no le es ajeno, que él, como objeto de la veneración humana, es un Dios humano. Cada oración descubre el secreto de la encarnación; en efecto, cada oración es una encarnación de Dios. En la oración yo hago descender a Dios a la miseria humana, lo hago participar de mis sufrimientos y necesidades. Dios no es sordo a mis quejas; él se apiada de mí, luego deniega su majestad divina, su sublimidad que está por encima de todo lo finito y todo lo humano; se convierte en un hombre compañero de los hombres; pues me oye, se apiada de mí, es afectado por mis sufrimientos. Dios ama al hombre -esto quiere decir: Dios sufre por el hombre. El amor no es concebible sin sentimiento, sin compasión; ¿tengo yo acaso compasión de un ser que no siente? No, sólo siento para los que sienten y sólo por aquello, que yo siento en mí mismo, cuyo sufrimiento yo mismo puedo sentir. La compasión supone seres iguales. La expresión de esta diferencia esencial entre el Dios y el hombre es la encarnación, es la providencia, es la oración (4).

La teología, por cierto, que tiene e insiste en sus determinaciones intelectuales metafísicas con respecto a la eternidad, lo indeterminable, lo invariable y otras determinaciones abstractas que expresan la esencia de la inteligencia, esta teología niega la posibilidad de que Dios sufra, pero con ello mismo niega también la verdad de la religión (5). Pues el hombre religioso, cree, al hacer un acto de devoción en la plegaria, en una participación verdadera del ser divino en sus sufrimientos y necesidades, cree en una voluntad de Dios, que se deja determinar por la insistencia de la oración, es decir, por la fuerza del corazón. cree en la realización de su pedido causado por la oración. El hombre verdaderamente religioso confía su corazón sin reparos a Dios; Dios le es un corazón sensible para todo lo humano. El corazón solo puede dirigirse al corazón; sólo encuentra solaz en sí mismo, en su propio ser.

La aseveración de que la realización del pedido mediante la oración, ya sea determinada desde la eternidad o ya sea incluída en el plan de la creación del mundo, es una ficción abstracta y desabrida de un modo de decir mecánico, que contradice absolutamente a la esencia de la religión. Nosotros necesitamos -dice con razón Lavater en el sentido de la religión- un Dios arbitrario. Además, Dios es, también, en aquella ficción, un ser determinado por el hombre en la misma forma que en la realización real de un pedido efectuado por la fuerza de la oración; sólo que la contradicción con la variabilidad y la indeterminabilidad de Dios, en que reside la dificultad, es alejado a la distancia engañosa del pasado o de la eternidad. En el fondo, es lo mismo si Dios decide ahora, a raíz de mi oración, realizar mi pedido o si se ha decidido a ello antes de que el mundo existiera.

Es la inconsecuencia más grande rechazar como humano e indigno la idea de un Dios que se deja determinar por la oración, vale decir, por la fuerza del sentimiento. Cuando se cree en un ser que es el objeto de la veneración, el objeto de la oración, el objeto del sentimiento, en un ser que es previsor y cuidadoso -una providencia que no es concebible sin amor-, en un ser que es amante y que tiene como causa principal de su esencia el amor, entonces se cree también que aquel ser tiene un corazón psíquico y humano, aunque no sea anatómico. El sentimiento religioso, como ya he dicho, todo lo confía a Dios -excepción hecha de lo que el sentimiento mismo rechaza. Los cristianos no daban a su Dios afectos contradictorios a sus conceptos morales, pero los sentimientos y los efectos sentimentales del amor y de la compasión, los atribuyeron a él sin reparo y tienen que atribuírselos. Y el amor que atribuye a Dios por el sentimiento religioso, es un amor propio, real y verdadero, no solamente imaginado o supuesto. Dios es amado y ama a su vez, sólo en el amor divino se objetiva y se afirma, pues, el amor humano. En Dios sólo se ahonda el amor.

Contra este significado de la encarnación aquí desarrollado, no se puede objetar que la cuestión de la encarnación cristiana tenga un carácter especial y por lo menos un sentido muy diferente -lo que en cierto modo, es verdad, como veremos más adelante- que la encarnación de los dioses paganos, por ejemplo los de los griegos o indios. Estas encarnaciones aparecen como productos humanos u hombres divinizados mientras que en el cristianismo existe la idea del Dios verdadero; pues la unión del ser divino con el humano recién aquí adquiere importancia especulativa. Júpiter se halla transformado en un toro, y las encarnaciones paganas de los dioses sólo son fantasías; en el paganismo la esencia de Dios no supera a su apariencia; en cambio en el cristianismo Dios es el ser diferente y sobrehumano y como tal se ha hecho hombre. Pero esta objeción se refuta por la aseveración ya hecha de que también la premisa de la encarnación cristiana contiene el ser humano. Dios ama al hombre; además, Dios tiene en sí mismo a su hijo; Dios es padre; las relaciones humanas no están excluídas de Dios: lo humano no es ajeno a Dios, no le es desconocido. Por eso tampoco aquí la esencia de Dios supera a la apariencia de Dios. En la encarnación, la religión sólo confiesa lo que en la reflexión de sí mismo, como teología, quisiera negar, o sea que Dios es un ser absolutamente humano. La encarnación. el secreto del Dios hombre, no es, por lo tanto, ninguna composición misteriosa de objetos, no es ningún hecho científico, como quiere asegurar la filosofía especulativa de la religión, porque si halaga en contradicciones, es más bien un hecho analítico una palabra humana con sentido humano. Si hubiera una contradicción en ella, ésta se habría cometido antes y fuera de la encarnación, en la unión de la providencia y del amor con la divinidad; pues si el amor es real, entonces no puede ser esencialmente diferente de nuestro amor -sólo hay que suprimir los límites- y entonces la encarnación sólo es la expresión más fuerte, más vigorosa, más sublime, más sensible y más sincera de aquella providencia y de aquel amor. El amor no conoce mayor felicidad para su objeto, que halagado con su presencia personal haciéndose visible para él. Poder ver al benefactor invisible; verle cara a cara es el deseo más ardiente del amor. Ver es un acto divino, la felicidad reside en el sólo aspecto del ser querido. La mirada es la certeza del amor, y la encarnación no tiene otro objeto ni otro significado u otro fin que dar la certeza indudable del amor de Dios hacia el hombre. El amor queda, pero la encarnación pasa; la apariencia era limitada con respecto al tiempo y al lugar, sólo pocos la percibieron; pero la esencia de la aparición es eterna y general. Todavía debemos creer en la aparición y no por ella sino por su esencia: pues sólo nos ha quedado el aspecto del amor.

La demostración más clara y más irrefutable de que el hombre en la religión se considera a sí mismo como objeto divino y como fin divino, que en la religión sólo expresa la relación a su propio ser o sea a sí mismo, es el amor de Dios hacia el hombre, que constituye el fundamento y el centro de la religión. Dios se despoja de su divinidad por amor hacia el hombre. En esto reside la expresión más sublime de la encarnación: el ser supremo se humilla por amor hacia el hombre. En Dios veo por lo tanto mi propia esencia; yo tengo valor para Dios; la importancia divina de mi ser aquí se me revela. ¿Cómo puede apreciarse el valor del hombre en una forma más sublime que cuando Dios, por amor al hombre, se convierte en un hombre y cuando el hombre se convierte en el objeto final del amor divino? El amor de Dios hacia el hombre es una determinación esencial del ser divino: Dios me ama a mí y ama al hombre en general. En esto reside el significado y el efecto fundamental de la religión. El amor de Dios me hace amar; el amor de Dios al hombre es la causa del amor de los hombres hacia Dios: el amor divino causa y despierta el amor humano. Querémosle a él porque él nos ha querido primero (6). ¿Qué es por lo tanto lo que yo quisiera en Dios? Es el amor, el amor hacia el hombre. ¿Pero si yo amo y adoro al amor con que Dios ama a los hombres, no amo yo entonces al hombre, no es mi amor hacia Dios indirectamente también un amor hacia el hombre? ¿No es aquello más íntimo lo que yo quiero, tengo yo un corazón si no quiero? No, sólo el amor es el corazón del hombre. ¿Pero qué es el amor sin aquello que yo quiero? Luego lo que yo quiero es mi corazón, es mi contenido, es mi ser. ¿Por qué está el hombre de duelo. por qué pierde hasta las ganas de vivir cuando ha perdido el objeto amado, por qué? Porque con el objeto querido ha perdido su corazón, el principio de la vida, por eso si Dios quiere al hombre, es el hombre el corazón de Dios -y el bienestar del hombre su interés íntimo. Por eso cuando el hombre es el objeto de Dios, ¿no es entonces el hombre, en Dios, el objeto para sí mismo? ¿No es el ser humano el contenido del ser divino, cuando Dios es el amor, pero el contenido esencial de este amor es el hombre? ¿No es el amor de Dios hacia el hombre, ese fundamento y centro de la religión, el amor del hombre hacia sí mismo, objetivado y considerado como la verdad más sublime y como el ser más sublime del hombre? ¿No es la frase Dios ama al hombre un orientalismo -la religión es esencialmente oriental- que en nuestro idioma expresado diría: lo más sublime es el amor del hombre?

La verdad que aquí ha sido reducida mediante el análisis del misterio de la encarnación, se ha hecho presente también a la conciencia religiosa. Así dice por ejemplo, Lutero: Quien concibe esto (es decir, la encarnación de Dios), en verdad, debería amar a todos los seres de sangre y de carne por amor hacia la sangre y la carne que está arriba, a la derecha de Dios, y no debería jamás estar enojado con ningún hombre. Por eso, la sublime humanidad de Cristo, de nuestro Dios debería llenar a todos los corazones de alegría, de manera que ningún pensamiento de ira o no amistoso tuviera cabida en él. Y cada hombre debería considerar al otro con gran cariño y esto por amor a nuestra carne y sangre. Por eso nos debería llenar de gran alegría y de feliz orgullo el hecho de que nosotros hemos sido tan honrados por encima de todas las demás criaturas y hasta por encima de los ángeles; podemos vanagloriarnos en verdad: mi propia carne y sangre está sentada a la derecha de Dios y gobierna todo. Semejante honor no lo tiene ninguna criatura ni tampoco ningún ángel. Esto debería ser como un horno en el cual se funden para formar un solo corazón y debería encender tanto amor entre nosotros los hombres que nos amáramos los unos a los otros de corazón (7). Pero lo que significa para la verdad religiosa la esencia de la fábula y la cosa principal, es para la conciencia religiosa sólo la moral y una cosa secundaria.


Notas

(1) Semejantes descripciones, donde la Escritura habla de Dios como de un hombre y le apropia todo lo que es humano, son muy humanas y agradables, es decir, cuando habla amistosamente con nosotros y de cosas que los hombres suelen hablar entre ellos, cuando se alegra, se aflige y sufre como un hombre, por causa del misterio de la futura humanidad de Cristo, Lutero, (T. II, página 334).

(2) Dios se ha hecho hombre, a fin de que el hombre se convierta en Dios, Agustín, (Serm. ad. pop.). Pero tanto Lutero como varios padres eclesiásticos han dicho cosas que expresan la verdadera realidad. Con ello -dice Lutero por ejemplo (T. 1, página 334)- que Moisés llama al hombre la imagen de Dios, igual a Dios, ha querido insinuar en forma oscura, que Dios debía convertirse en hombre. Aquí, pues, se considera a la encarnación de Dios como una consecuencia de la divinidad del hombre.

(3) Así, en este sentido, la antigua fe entusiasta e incondicional celebraba la encarnación. El amor venció a Dios -dice por ejemplo San Bernardo-. Y sólo en el significado de una verdadera abnegación de sí mismo y de una negación de la divinidad se encuentra la realidad, la fuerza y el significado de la encarnación, aunque esta autonegación es de por sí solo una fantasía; porque considerada a la luz, Dios no se niega a la encarnación, sino que se muestra sólo lo que es un ser humano. Lo que la mentira de la teología posterior racionalística-ortodoxa y bíblica, pietística-racionalista, arguye contra las imaginaciones embriagadoras y las expresiones de la antigua fe con respecto de la encarnación, no merece ser mencionada, ni mucho menos refutada.

(4) Nosotros sabemos que Dios tiene compasión de nosotros y que no solamente ve nuestras lágrimas sino que hasta cuenta nuestras lagrimitas, como lo dice el salmo 56: El Hijo de Dios es realmente conmovido por los sentimientos de nuestros sufrimientos Melanchthonis et aliorum Declamat Argentor, T. III, páginas 286-450. Ninguna lagrimita -dice Lutero con respecto al versículo 9 del salmo 56- ha de ser en balde, está escrito con grandes letras en el cielo. Pero un ser que hasta cuenta y recoge las lagrimitas del hombre, es, por cierto, un ser sumamente sentimental.

(5) San Bernardo quiere salir del paso con un juego de palabras precioso y sofístico: Impassibilis est Deus, sed non incompassibilis, cui proprium est misereri semper et pareere. Dios el siempre misericordioso no sufre pero no es sin compasión (Sup. Canto Sermo 26). Como si la compasión no fuera sufrimiento, un sufrimiento del amor, un sufrimiento del corazón. Pero ¿qué es lo que sufre a no ser el corazón compasivo? Sin amor no hay sufrimientos. La materia, la fuente del sufrimiento es precisamente el corazón general, el vínculo general de todos los seres.

(6) I. Johannis 4, 19.

(7) Lutero, T. XV, página 44.

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