Índice de La esencia del cristianismo de Ludwig FeuerbachCapítulo IIICapítulo VBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO CUARTO
Dios como esencia moral o ley moral

Dios, como Dios -el ser infinito general que carece de antropomorfismos y es exclusivamente creado por la inteligencia-, no tiene para la religión mayor importancia que un principio fundamental para una ciencia especial; sólo es el supremo y último punto de contacto, es, por decir así, el punto matemático de la religión. La conciencia de la limitación y nulidad humana que se liga con la conciencia de aquel ser, no es, en ningún modo, una conciencia religiosa; más bien caracteriza al escéptico y al materialista, al naturalista y al panteísta. La fe en Dios -por lo menos en el Dios de la religión-, sólo se pierde donde, como en el escepticismo, panteísmo y materialismo, se pierde la fe en el hombre, por lo menos en el hombre tal como es en la religión. Pero, así como la religión no toma en serio la nulidad del hombre (1), así tampoco toma en serio aquel ser abstracto con que se liga la conciencia de su nulidad. La religión sólo toma en serio las determinaciones que objetivan al hombre para sí mismo. Negar al hombre significa negar la religión.

Seguramente la religión tiene un interés en que el ser objetivado sea otro que el hombre y por lo mismo recién ella tiene más interés todavía en que aquel otro ser sea a la vez humano. El que sea otro, sólo afecta a la existencia, pero él que sea humano, a la esencia intrínseca de aquel ser. Si fuere otro ser por su esencia, ¿que podría interesar al hombre su existencia o su no existencia? ¿Cómo podría tener un interés marcado en su existencia si su propia esencia no tomara parte en ella?

Un ejemplo: Si yo creo, dice el libro de las Concordias, que solamente la naturaleza humana hubiese sufrido para mí, entonces Cristo sería un mal salvador porque hasta él necesitaría de un redentor. De este modo se exige, debido a la necesidad de salvación, otro ser distinto del hombre, que sea mayor que éste. Pero tan pronto que este otro ser se ha creado, origínase también el deseo del hombre hacia sí mismo, hacia su propia esencia, y, en consecuencia, repónese en seguida el hombre: Sería un Cristo mal hecho que sólo sería un Dios, una persona divina, sin humanidad. No, amigo; donde tú pones a Dios debes poner también a la humanidad. El hombre quiere satisfacerse en la religión; la religión es su bien supremo. Pero ¿cómo podría él encontrar en Dios solaz y paz, si Dios fuese un ser esencialmente diferente? ¿Cómo puedo yo compartir la paz de un ser si yo no soy de su esencia? Cuando su ser es diferente, también lo será su paz y su paz no es para mí. ¿Cómo puedo, entonces compartir su paz si no puedo comprobar su esencia? ¿y cómo puedo compartir su esencia si soy un ser realmente diferente? Todo ser vivente siente la paz sólo en su propio elemento, sólo en su propia esencia. Si por lo tanto el hombre siente paz en Dios, sólo la siente porque Dios es su verdadera esencia. Porque recién en Dios el hombre está en sí mismo, porque donde hasta ahora buscaba la paz y lo que tomaba por su esencia, era otro ser ajeno. Por eso, si el hombre quiere satisfacerse en Dios, debe hallarse a sí mismo en Dios. Nadie gustará de la divinidad misma, pues ella quiere ser gustada solamente de tal manera que se la contemple en la humanidad de Cristo, y si no encuentras de esta manera la divinidad, no tendrás jamás la tranquilidad del espíritu. (2). Cualquier cosa descansa en el lugar en el cual ha sido nacida. El lugar de donde ha nacido Dios es la divinidad. Ella es mi patria. ¿Tengo yo un padre en la divinidad? Sí; no solamente tengo allí un padre, sino que me tengo allí a mí mismo. Antes de que yo naciera, había nacido en la divinidad. (3)

Por eso un Dios que sólo expresa la esencia de la inteligencia, se interesa no solamente por el hombre, sino también por los seres fuera del hombre, por la naturaleza. El hombre intelectual se olvida a sí mismo por la naturaleza. Los cristianos se burlaban de los filósofos paganos porque en vez de pensar en sí mismos y en su salvación, pensaban solamente en las cosas fuera de ellos. El cristianismo sólo piensa en sí mismo. La inteligencia contempla con el mismo entusiasmo a las chinches y los piojos que a la imagen de Dios, que es el hombre. La inteligencia es la indiferencia e identidad absoluta frente a todas las cosas y seres. Ni al cristianismo, ni al entusiasmo religioso -es al hombre intelectual al cual debemos la existencia de la Botánica, de la Mineralogía, de la Zoología, Física y Astronomía. En una palabra: la inteligencia es un ser universal panteístico, es el amor al Universo; pero la determinación característica de la religión, especialmente de la religión cristiana, es que ella constituye un ser absolutamente antropoteístico, el amor exclusivo del hombre hacia sí mismo, la afirmación exclusiva del ser humano y esto del ser sujetivamente; porque por cierto la inteligencia afirma también la esencia del hombre, pero la esencia objetiva, la esencia que se refiere al objeto por amor al objeto, la esencia cuya representación precisamente es la ciencia. El hombre que quiere y debe satisfacerse en la religión debe por lo tanto tener en ella todavía otra cosa que solamente la esencia de la inteligencia, y esta otra cosa debe contener el modelo propiamente dicho de la religión. La determinación intelectual y razonable de Dios, tal como se presenta en la religión y especialmente en la cristiana, es ante todo una representación de la perfección moral. Pero Dios, en su calidad de ser perfectamente moral, no es otra cosa que la idea realizada y la ley personificada de la moral (4), es la esencia moral absoluta del hombre, concebido como ser absoluto -es la propia esencia del hombre-; pues el Dios moral exige del hombre, ser así como es él mismo: Santo es Dios, y así como Dios debéis ser santos vosotros. Dios es la propia conciencia; de lo contrario ¿cómo podría temblar ante el Ser Divino, acusarse delante de él y hacerle juez de sus más íntimas ideas y pensamientos?

Pero la conciencia del ser moralmente perfecto, por ser una conciencia de un ser abstracto, insensible para todo antropopatismo, nos deja fríos y vacios, porque la distancia, el vacío que sentimos entre nosotros y este ser, es una conciencia no sentimental, pues es la conciencia de nuestra nulidad personal, y de la nulidad más sensible o sea moral. La conciencia de la omnipotencia y eternidad divina frente a mi limitación en espacio y tiempo. no me afecta; porque la omnipotencia no me manda ser omnipotente y la eternidad no me exige ser eterno. Pero de la perfección moral no puedo ser consciente sin considerarla a la vez como una ley para mí. La perfección moral depende, por lo menos para la conciencia moral, no de la naturaleza, sino exclusivamente de la voluntad, es una perfección de la voluntad, es la voluntad perfecta. Pero no puedo concebir la voluntad perfecta, la voluntad que es idéntica con la ley, que es la misma ley, sin concebirla, a la vez como objeto de la voluntad, vale decir, como deber para mí. En una palabra: la idea del ser moralmente perfecto, no es de ninguna manera sólo una idea teórica y pacífica, sino que a la vez es práctica, pues incita a la acción y a la imitación y me pone en tensión y contradicción conmigo mismo. Pues al decirme cómo debo ser, me dice a la vez sin ninguna clase de adulación lo que no soy (5), y esta discrepancia es en la religión tanto más penosa y tanto más terrible por cuanto opone al hombre su propio ser, como si fuera otro y además como si fuera un ser personal, como un ser que odia y maldice a los pecadores excluyéndolos de su gracia y de la fuente de toda salvación y felicidad.

¿Y de qué modo se salva el hombre de esta discrepancia que existe entre él y el ser perfecto, de la pena de la conciencia de sus pecados, del sufrimiento proveniente de la sensación de su nada? ¿Cómo le quita al pecado su aguijón mortífero? Sólo convirtiendo el corazón y el amor en la conciencia del poder y de la verdad, considerando el Ser Divino no ya como una ley, como un ser moral, o un ser intelectual, sino más bien como un ser amante y cordial y que subjetivamente sea también humano.

La inteligencia sólo juzga según el rigor de la ley; el corazón, en cambio, se acomoda, es benigno, benóvolo, considerado, humano. A la ley, que sólo representa la perfección moral, nadie puede satisfacerla; pero por eso mismo no basta la ley para el hombre, para el corazón. La ley condena; pero el corazón se apiada del pecador. La ley sólo me afirma como ser abstracto, el corazón como ser real. El corazón me da la conciencia de que yo soy hombre, la ley sólo me hace ver que soy un pecador, que no soy nada (6). La ley somete al hombre bajo su dominio, el amor lo hace libre.

El amor es el vínculo, el principio de medición entre el ser perfecto y el imperfecto, entre el ser pecaminoso y el puro, entre lo general y lo individual, entre la ley y el corazón, entre lo divino y lo humano. El amor es Dios mismo y fuera del amor no hay Dios. El amor hace del hombre un Dios y convierte a Dios en un hombre. El amor fortifica lo débil y debilita lo fuerte, humilla lo altivo y eleva lo humilde, espiritualiza la materia y materializa al espíritu. El amor es la unidad verdadera entre el Dios y el hombre, entre el espíritu y la naturaleza. En el amor, la naturaleza ordinaria se vuelve espíritu y el espíritu noble se vuelve naturaleza. Amor, visto desde el punto de mira del espíritu, significa anular el espíritu; visto desde el punto de la materia significa anular la materia. El amor es materialismo; un amor inmaterial carece de sentido. En el afán del amor hacia un objeto remoto, afirma el idealista abstracto, contra su voluntad, la realidad de la sensualidad. Pero al mismo tiempo el amor es el idealismo de la naturaleza; el amor es espíritu. Sólo el amor convierte al ruiseñor en un cantor; sólo el amor adorna los órganos de reproducción de la planta con un cáliz. Pero ¡cuántos milagros produce el amor en nuestra vida diaria! Lo que separa la fe, la confusión, la locura, lo une el amor. Lo que los antiguos místicos decían de Dios expresando que sería el ser más sublime y, sin embargo, más ordinario, esto vale en realidad del amor y no de un amor soñado e imaginario sino del amor real, del amor que consta de carne y de sangre.

Efectivamente, sólo del amor que consta de carne y de sangre, pues sólo este amor puede perdonar los pecados cometidos por carne y sangre. Un ser exclusivamente moral no puede perdonar lo que es contra la ley de la moralidad. Lo que niega a la ley, es negado por la ley. El juez moral que no deja penetrar sangre humana en su sentencia, condena sin consideraciones e inexorablemente al pecador. Por lo tanto, si se considera a Dios como un ser que perdona pecados, no se le contempla por cierto como un ser inmoral, pero tampoco como un ser humano. La extinción del pecado significa la extinción qe la justicia abstracta moral -y la afirmación del amor, de la misericordia, de la sentimentalidad-. Los seres abstractos no son los seres sensibles, misericordiosos. La misericordia es la justicia de la sensibilidad. Por eso Dios perdona los pecados de los hombres no como Dios abstracto, intelectual, sino como Dios sensual hecho carne. Dios, como hombre, no peca: pero reconoce y hasta se carga de los sufrimientos, de las necesidades, de las angustias, de la sensualidad. La sangre de Cristo nos limpia ante los ojos de Dios de nuestros pecados y es solamente su sangre humana la que hace a Dios misericordioso y apaga su ira, es decir, que nuestros pecados nos son perdonados no porque no somos seres abstractos, sino porque somos seres de carne y sangre (7).


Notas

(1) La imaginación o la expresión de la nulidad del hombre ante Dios dentro de la religión, es la ira de Dios; porque así como el amor de Dios es la afirmaci6n, así su ira es la negación del hombre. Pero precisamente esta ira no es seria. Dios ... no es iracundo en el sentido propio de la palabra. No es seriamente iracundo aunque se crea que él esté enojado o que castigue. Lutero, Obras completas, Leipzig 1729. Y, VIII, pág. 208. Esta edición sólo se cita indicando la parte correspondiente.

(2) Lutero, T. III, pág. 589.

(3) Sermones de varios doctores antes y después de los tiempos de Tauler, Hamburgo 1621, pág. 81.

(4) Hasta Kant dice en sus ya varias veces citadas Lecciones sobre una doctrina religiosa filosófica, que pronunció todavía bajo el reinado de Federico II (página 135). Dios es, por decir así, la misma ley moral pero considerada como una persona.

(5) Lo que menoscaba a nuestro orgullo, segÚn nuestro propio juicio, humilla. Luego humilla la ley moral inevitablemente a cualquier hombre, cuando éste compara la sensualidad de su naturaleza con esa ley, Kant, Crítica de la razón práctica, 4a. edición, página 232.

(6) Todos hemos pecado ... Con la ley empezaron los parricidas. Séneca. La ley nos mata, Lutero. (T. XVI, pág. 320).

(7) Este mi Dios y Señor ha adoptado mi naturaleza, carne y sangre, tal como yo las tengo, y ha sido tentado y ha sufrido al igual que yo, pero sin cometer pecados; por eso puede tener compasión con mi debilidad. Hebr. 5 Lutero (T. XVI, página 533): Cuanto más podamos traer a Cristo en nuestra carne, mejor. (En el mismo lugar, pág. 565): Dios mismo, si se quiere tratar con él estando uno fuera de Cristo, es un Dios terrible, donde no se encuentra solaz, sino únicamente ira y desgracia. (T. XV, pág. 298).

Índice de La esencia del cristianismo de Ludwig FeuerbachCapítulo IIICapítulo VBiblioteca Virtual Antorcha