Índice de La esencia del cristianismo de Ludwig FeuerbachCapítulo XXIICapítulo XXIVBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIGÉCIMO TERCERO
La contradicción en la esencia de Dios en general

El principio supremo; el punto central del sofisma cristiano, es el concepto de Dios. Dios es el ser humano y, sin embargo, debe ser otro, un ser sobrehumano. Dios es el ser general puro, es la idea absoluta del ser, y sin embargo, debe ser un ser personal e individual; o con otras palabras: Dios es persona, y sin embargo debe ser Dios un ser general, es decir, un ser impersonal. Dios existe; su existencia está segura, más segura que la nuestra; él tiene una existencia separada de nosotros y de las demás cosas, una existencia individual; y sin embargo esta existencia debe ser pensada como una existencia espiritual, es decir, no como una existencia que puede percibirse o como ser especial. En el debe ser se niega siempre lo que se afirma en el es. El concepto fundamental es una contradicción que sólo está cubierta por sofismas. Un Dios que no se preocupa de nosotros, no escucha nuestras plegarias, no nos ve, no nos ama, no es Dios; luego, lo humanitario se convierte en un predicado esencial de Dios; pero al mismo tiempo se dice: un Dios que no existe en sí mismo, fuera del hombre, por encima del hombre, como un ser distinto, es un fantoche; luego se convierte el ser super-humano en un predicado esencial de la divinidad. Un Dios que no es como nosotros, que no tiene conciencia, ni inteligencia, que no tiene una inteligencia personal y una conciencia personal, como la tiene más o menos la substancia de Espinoza, no es Dios. La unidad esencial con nosotros es la condición principal de la divinidad; el concepto de la divinidad se hace depender del concepto de la personalidad, de la conciencia de algo que es lo más alto que pueda pensarse. Pero un Dios así se dice en seguida que no es esencialmente distinto de nosotros, no es ningún Dios.

El carácter de la religión es la concepción inmediata, arbitraria, inconsciente del ser humano como de otro ser. Pero de este ser, considerado como un ser objetivo, se hace un objeto de la reflexión, de la teología, convirtiéndose así en una fuente inagotable de mentiras y engaños, con tradiciones y sofismas.

Un ardid especialmente característico y una ventaja del sofisma cristiano, es la aseveración de que la esencia divina es inescrutable e inconcebible. Pero el secreto de esta aseveración consiste en que una propiedad conocida se convierte en una desconocida; una cualidad natural, en una sobrenatural, es decir no natural, lográndose de este modo la apariencia y la ilusión de que el ser divino es otro que el ser humano y que por eso mismo es inconcebible. En el sentido original de la religión, la inconcebibilidad sólo tiene el significado de una expresión afectiva. Así nosotros también en el afecto exclamamos, al ver una aparición sorprendente: es increíble, esto pasa todos nuestros conceptos, aunque más tarde, cuando hemos vuelto en nosotros, encontramos al objeto de nuestra veneración absolutamente concebible. La incomprensibilidad religiosa no es el punto muerto, que pone la reflexión cada vez que le falta la inteligencia, sino una exclamación patética de la impresión que es la fantasía sobre el alma. La fantasía es el órgano y la esencia originales de la religión. En el sentido original de la religión hay, entre Dios y el hombre, por un lado, sólo una diferencia de existencia, en cuanto Dios se enfrenta al hombre como un ser independiente: por otro lado sólo hay una diferencia cuantitativa, es decir, una diferencia según la fantasía, porque la diferencia de la fantasía es solamente cuantitativa. La infinidad de Dios en la religión es una infinidad cuantitativa: Dios es y tiene todo lo que el hombre es y tiene: pero lo tiene en una medida infinitamente aumentada. La esencia de Dios es la esencia objetivada ds la fantasía (1). Dios es un ser sensitivo, pero separado de los límites de la sensibilidad: el ser ilimitado y sensitivo. Pero, ¿qué es la fantasía? Es la sensualidad ilimitada. Dios es la existencia eterna, es decir, la existencia en todos los tiempos: Dios, es la existencia omnipresente, es decir, la existencia en todos los lugares; Dios es el ser omnisapiente o sea el ser para el cual todas las cosas, todo lo que es sensitivo sin diferencia alguna, sin limitación de tiempo y de lugar, es un objeto.

La eternidad y la omnipresencia son propiedades sensitivas o sensuales; porque en ellas no se niega la existencia del tiempo y del espacio, sólo se limita la limitación exclusiva a un tiempo determinado y a un lugar determinado. Del mismo modo la omnisciencia es una propiedad sensitiva, es un saber sensitivo. La religión no tiene inconveniente en atribuir a Dios hasta los sentidos nobles: Dios ve y oye todo. Pero la omnisciencia divina es un saber sensitivo del cual se ha quitado la propiedad, o sea el carácter determinante y esencial del saber real y sensitivo. Mis sentidos me presentan los objetos sensitivos sólo al lado del otro o detrás del otro; pero Dios presenta todo lo que es sensitivo al mismo tiempo, todo lo que está en el espacio sin espacio, todo lo que es temporal sin tiempo lo que es sensitivo sin manera sensitiva (2). En otras palabras: yo amplío el horizonte sensitivo mediante la fantasía yo me represento, en una imaginación confusa de todas las cosas, cualquier objeto, hasta los que por su lugar están ausentes, y atribuyo esta representación afectiva y benéfica, que me eleva por encima del punto de vista sensiblemente limitado, a una esencia divina. Yo siento como una barrera que cierra mi saber, que está ligado solamente a un punto de vista local y a una experiencia sensitiva; lo que yo siento como una barrera, lo suprimo en la fantasía, que facilita a mis sentidos libre acción. Esta negación realizada por la fantasía, es la posición de la omnisciencia como de un poder de una esencia divina. Pero, sin embargo, existe entre la omnisciencia y mi ciencia sólo una diferencia cuantitativa; la cualidad del saber es la misma. Además yo no podría, en efecto, atribuir la omnisciencia a un objeto, a un ser que existe fuera de mí, si ella fuese esencialmente distinta de mi saber, si ella no fuese un modo de pensar que yo mismo tengo, si no existiese en mi poder imaginativo. Lo sensitivo es, del mismo modo, objeto y contenido de la conciencia divina como de mi saber. La fantasía suprime sólo el límite de la cantidad, no de la cualidad. Nuestro saber es limitado, es decir, sólo sabemos algunas cosas, muy pocas, no todas.

El efecto benéfico de la religión descansa en esta impresión de la conciencia sensitiva. En la religión, el hombre está como bajo el aire libre; en la conciencia sensitiva se encuentra en su domicilio estrecho y limitado. La religión se refiere esencial y originalmente -y sólo en su origen puede ser algo santo, verdadero, puro, y bueno- se refiere exclusivamente a la conciencia no ilustrada simplemente sensitiva; ella es la supresión de los límites sensitivos. Hombres y pueblos limitados y encerrados conservan la religión en su sentido original, porque ellos mismos quedan al lado de la fuente primordial de la religión. Cuanto más reducido es el horizonte del hombre, cuanto menos sabe de la historia, de la naturaleza, de la filosofía, tanto más adhiere a su religión.

Por eso, el que, es religioso siente la necesidad de la ilustración. ¿Por qué no tenían los hebreos ningún arte, ninguna ciencia, como los que tienen los griegos? Porque no tenían necesidad de ellos. ¿Y por qué no tenían necesidad? Jehová les sustituyó esa necesidad. En la omnisciencia divina el hombre se eleva por encima de los límites de su saber (3), en la omnipresencia divina por encima de los límites de su punto de vista local, en la eternidad divina por encima de los límites del tiempo. El hombre religioso es feliz en su fantasía; ella le proporciona todo, ya no necesita nada. Jehová me acompaña en todos lados, no necesito buscar algo fuera de mí, en mi Dios tengo el contenido de todos los tesoros y preciosuras, de todo el saber- y de todo lo que es digno de pensar. En cambio, la ilustración depende de otras cosas extrínsecas y provoca necesidades, porque ella sólo vence los límites de la conciencia sensitiva y de la vida misma mediante una actividad real y sensitiva, y no mediante la fuerza mágica de la fantasía religiosa. Por eso la religión cristiana, como ya se ha dicho antes, no tiene en su esencia ningún principio de cultura y de ilustración, porque ella supera los límites y las molestias de la vida terrestre sólo mediante la fantasía, sólo en Dios, en el cielo. Dios es todo lo que anhela el corazón. Dios ofrece todas las cosas, todos los bienes. Si buscas amor o fidelidad, verdad o consuelo o presencia continua, todo lo encuentras en él sin límite y sin medida. Si buscas belleza, él es el más bello de todos. Si anhelas riquezas, él es el más rico de todos. Si ansías poder, él es el más poderoso. Y cualquier cosa que tu corazón exija, lo encuentras mil veces en él por ser Dios el bien más sublime y más perfecto (4). Pero, quien tiene todo en Dios, quien disfruta felicidad celestial en la fantasía, ¿cómo podría sentir aquella necesidad y pobreza que es el estímulo de toda criatura humana? La cultura no tiene ningún otro objeto que realizar un cielo terrenal; pero el cielo religioso es también realizado o adquirido mediante una actividad religiosa.

La diferencia, en un principio solamente cuantitativa, entre el ser divino y humano, se transforma ahora, mediante la reflexión, en una diferencia cualitativa y hace, de lo que en un principio sólo era un afecto sensitivo, una expresión de la fantasía sobre el alma. Se convierte en una cualidad objetiva, en una inconcebibilidad real. La más preferida expresión de la reflexión en este sentido es que nosotros, de Dios, comprendemos la existencia, pero jamás la esencia. Que por ejemplo a Dios le corresponde el predicado del creador, que él ha creado el mundo, no de una materia existente, sino mediante su omnipotencia de la nada, esto es claro y seguro; pero ¿cómo ha sido posible? Eso excede naturalmente nuestra inteligencia limitada. Es decir, el concepto específico es claro y cierto, pero el concepto genérico no lo es.

El concepto de la actividad, de la creación, es de por sí un concepto divino; por eso se aplica sin dificultad a Dios. En su actividad, el hombre se siente libre, ilimitado, feliz; en cambio, cuando sufre, se siente limitado, oprimido, infeliz. La actividad es un sentimiento positivo de la independencia, y positivo, en general, es lo que en el hombre está acompañado por la alegría. Por eso Dios, como ya hemos dicho anteriormente, es el concepto de la alegría pura e ilimitada. Sólo tenemos éxito cuando obramos con alegría; la alegría lo vence todo. Una actividad alegre es aquella que coincide con nuestra esencia, que no sentimos como una barrera, y en consecuencia tampoco como una obligación. Ahora bien; la actividad más beata y más feliz es la actividad productiva. Leer, por ejemplo, es precioso. La lectura es una actividad pasiva; en cambio, el crear cosas dignas de leer, es más precioso. Más feliz es aquel que da que aquel que acepta; este proverbio vale también aquí. El concepto específico de la actividad productiva se aplica luego a Dios, vale decir, es subjetivado en realidad como una actividad y como una esencia divinas. Sólo se elimina cualquier determinación especial, cualquier clase de actividad; sólo queda la determinación fundamental, pero que es en el fondo una determinación fundamental humana: la producción de una cosa extrínseca. Dios no ha producido nada, ni ésto ni aquéllo, ni nada especial como lo hace el hombre; más bien toda su actividad es sufrimiento universal e ilimitado. Por eso se comprende, y es una consecuencia necesaria, que la forma cómo Dios ha producido todo, es sencillamente inconcebible, porque esta actividad no es ninguna clase de actividad, porque la pregunta por el cómo es una pregunta insensata, una pregunta que debe rechazarse debido al concepto fundamental de la actividad ilimitada. Cualquier actividad especial produce, de una manera especial, sus efectos, porque aquí la actividad es más bien un modo determinado de actividad; luego se presenta aquí necesariamente la pregunta: ¿cómo produjo esto? Pero la contestación a la pregunta de cómo ha hecho Dios el mundo, debe ser necesariamente negativa, porque la actividad creadora del mundo excluye toda actividad determinada, que sola pudiera justificar esta pregunta, y excluye también toda actividad ligada a un contenido determinado, a una materia. En esta pregunta se intercala indebidamente, entre el sujeto que es la actividad creadora y el objeto que es el objeto creado, una cosa intermedia que no pertenece acá y que debe excluirse: el concepto de la particularidad. Pues la actividad sólo se refiere a lo que es colectivo: a todo el mundo. Dios ha creado todo, pero no una cosa determinada; ha creado lo que es entero e indeterminado, lo particular, tal como es objeto para los sentidos, o tal como es objeto de la inteligencia en totalidad como Universo. Todo lo que se forma, se forma de una manera natural; es algo determinado, y tiene, como tal (lo que es nada más que una tautología), una causa determinada. Dios no ha creado el diamante, sino el carbón; esta sal debe su origen sólo a la unión de este ácido determinado con una base determinada, no a Dios, Dios sólo ha creado todo en conjunto, sín diferencia ninguna.

Según la creencia religiosa, Dios ha creado también cada una de las cosas que existen porque ya todo está contenido en el Universo, pero sólo de un modo indirecto; porque no ha creado los seres particulares, ni ha producido lo determinado de un modo determinado, de lo contrario sería un ser determinado. Por cierto, es inconcebible cómo de esta actividad general e indeterminada puede haber surgido lo determinado y lo particular; pero sólo porque yo aquí atribuyo al objeto de la contemplación sensitiva y natural lo particular, porque subordino a la actividad divina otro objeto que aquél que le pertenece. La religión no tienen ningún concepto físico del mundo, ni se interesa tampoco por una explicación natural que sólo puede darse con la generación. Pero la generación es un concepto teórico y propio de la filosofía natural. Los filósofos paganos se ocuparon de la generación de las cosas, pero el concepto religioso cristiano detestó este concepto por ser un concepto pagano e irreligioso, colocando en su lugar el concepto de la creación práctica o subjetiva humana, que no es otra cosa sino la prohibición de pensar que las cosas se hayan formado de una manera natural; es una interdicción de toda filosofía natural y de toda la física. La conciencia religiosa liga el mundo directamente con Dios; todo lo deduce de éste, porque para esta conciencia no hay ningún objeto particular y real, y nada que pudiera ser objeto de la inteligencia. Todo proviene de Dios; esto es suficiente, esto satisface perfectamente a la conciencia religiosa. La cuestión cómo Dios ha creado las cosas, es una duda indirecta de que Dios ha creado el mundo. Con esta pregunta el hombre llegó a ser ateo, materialista y naturalista. Quien pregunta de este modo declara que el mundo es objeto de la teoría física, es decir, objeto en su realidad y en su contenido determinado. Pero este contenido contradice el concepto de una actividad indeterminada e inmaterial. Y esta contradicción hace negar el concepto fundamental. La creación por parte de la omnipotencia sólo tiene lugar, sólo es allí una verdad donde todos los fenómenos y acontecimientos del mundo se derivan de Dios. Pero la creación, como ya se ha dicho, se convierte en un mito de tiempos pasados donde interviene la física, donde el hombre toma por objeto de su investigación las determinadas causas, el cómo de los fenómenos. Por eso, para la conciencia religiosa la creación no contiene ninguna incomprensibilidad, es decir, ningún momento que no le satisfaga, a no ser en los momentos de la irreligiosidad, de la duda, donde se aleja de Dios y se dirige hacia las cosas creadas; pero sí existe esta incomprensibilidad para la reflexión y para la teología que contempla con un ojo el cielo y con el otro el mundo. Cuanto hay en la causa, tanto hay en el efecto. Una flauta sólo produce sonidos de flauta y no sonidos de trompeta o de otro instrumento. Si oyeras el sonido de una trompeta, pero no conocieras ningún otro instrumento fuera de la flauta, no comprenderías como ella podría producir semejante tono. Lo mismo sucede aquí, sólo que no coincide la comparación por cuanto la flauta misma es un instrumento determinado. Pero, imagínate, si es posible, un instrumento sencillamente universal, que reúna en sí a todos los instrumentos, sin ser un instrumento determinado, y comprenderás que sería una contradicción tonta exigir de un instrumento determinado del cual has quitado todo lo que caracteriza a los instrumentos determinados, un sonido que sólo puede pertenecer a un instrumento determinado. Pero esta incompresibilidad tiene por objeto alejar la divinidad activa de la humana, y destruir la semejanza, conformidad o mejor dicho unidad esencial de la misma con la actividad humana, para convertirla en una actividad esencialmente distinta. Esta diferencia entre la actividad divina y humana, es la nada. Dios hace algo -hace algo que está fuera de él, como, por ejemplo, el hombre-. Hacer es un concepto fundamentalmente humano. La naturaleza procrea, produce y el hombre hace. Hacer es algo que puedo omitir, es un hacer intencional, premeditado, exterior, es un hacer en que no participa directamente mi propio ser intrínseco, algo en que no participa como el que sufre. En cambio, una actividad indiferente, es una actividad idéntica con mi esencia, es necesaria para mí, como la producción espiritual, que es para mí una necesidad intrínseca y que por eso mismo me conmueve en la forma más honda, excitando mis afectos hasta patológicamente. Las obras espirituales no se hacen -hacer es solamente una actividad extrínseca- ellas se generan en nosotros (5). En cambio, hacer es una actividad indiferente y por eso libre, es decir, arbitraria. Hasta este punto Dios es, por lo tanto, idéntico con el hombre, y en ninguna forma diferente de él. Al contrario, se acentúa especialmente porque su hacer es libre y arbitrario. A Dios le ha complacido crear el mundo. De este modo el hombre deifica aquí la complacencia en su propia voluntad, en su arbitrariedad sin límite. La determinación puramente humana de la actividad divina, se convierte, por la representación de la arbitrariedad, en una actividad puramente humana; y Dios, de un espejo del ser humano, en un espejo de la vanagloria y de la vanidad humana.

Pero ahora se disuelve de repente la armonía en desarmonía; el hombre que hasta ahora no tenía dificultades, se ve frente a un secreto: Dios hace algo de la nada: Dios crea, hacer algo de la nada es crear; es ésta la diferencia. La determinación esencial es una determinación humana pero al destruirse en seguida la exactitud de esta determinación fundamental, convierto la reflexión en una reflexión no humana. Pero debido a esta destrucción, el concepto, la inteligencia, nos abandona; sólo queda una imaginación nula, sin contenido, porque la posibilidad de pensar y de imaginar está agotada, es decir, que la diferencia entre la determinación divina y humana es, en realidad, una nada, una determinación puramente negativa de la inteligencia. Y la nada, como objeto, significa una confesión de la nulidad de la inteligencia. Dios es el amor, pero no el amor humano; es inteligencia, pero no una inteligencia humana; no, es una inteligencia esencialmente distinta. ¿Pero en qué consiste esta diferencia? No puedo imaginarme ninguna inteligencia o presentármela fuera de la forma determinada en que actúa dentro de nosotros; no puedo dividir la inteligencia en dos partes o hasta en cuatro, de manera que yo tuviera varias inteligencias; sólo puedo pensar con una y la misma inteligencia. Por cierto, puedo imaginarme una inteligencia en sí, libre de limitaciones casuales; pero entonces no le quito la esencial forma determinada. En cambio, la reflexión religiosa destruye precisamente la forma determinada que convierte una cosa en aquella que es. Sólo aquello en que la inteligencia divina es idéntica con la humana, sólo aquello es algo, es la inteligencia, es un concepto real; pero aquello que lo debe convertir en otro y hasta esencialmente distinto, es objetivamente considerado una nada, y subjetivamente considerado una pura imaginación.

Otro ejemplo característico es el secreto inescrutable de la generación del Hijo de Dios. La generación de Dios es naturalmente otra que la vulgar, que la natural; es una generación sobrenatural, es, en realidad, una generación ilusoria y aparente, a la cual le falta la forma determinada por la que la generación es una generación; porque le falta la diferencia del sexo. Es, por lo tanto, una generación que contradice a la naturaleza y a la inteligencia; pero precisamente porque es una contradicción, porque no expresa nada en concreto, porque no da nada que pensar, da a la fantasía un campo amplio de acción, haciendo así una impresión de misterio sobre el alma. Dios es el Padre y el Hijo. ¡Piénsese! Dios, Dios mismo. El afecto se apodera del pensamiento, la sensación de la unidad con Dios encanta al hombre hasta ponerlo fuera de sí -lo más lejano se expresa por medio de lo más cercano, lo que es lo más sublime por medio de lo más común, lo sobrenatural se considera como natural, lo que es divino se considera como humano; y hasta niega que lo divino es otra cosa distinta que lo humano. Pero esta unidad de lo divino con lo humano se niega en seguida: lo que Dios tiene de común con el hombre, esto dicen, significa en Dios algo muy diferente de lo que significa en el hombre. De este modo, lo que es del hombre, se convierte nuevamente en una cosa ajena; lo conocido, en algo desconocido; lo más cercano, en lo más lejano. Dios no genera como la naturaleza, no es padre, no es hijo como nosotros. ¿Pero entonces, cómo lo es? Precisamente esto es lo inconcebible, es la profundidad inenarrable de la generación divina. Y de este modo la religión, o más bien, la teología, coloca lo que es natural y humano, después de haberlo destruído, nuevamente en Dios y ahora en oposición con la esencia del hombre, con la esencia de la naturaleza, porque dice que en Dios es algo muy diferente, cuando en realidad no lo es.

Pero en todas las demás determinaciones de la esencia divina, es esta nada de la diferencia una cosa oculta; en cambio en la creación es una nada patente, expresada y objetivada; por eso, en la diferencia de la teología con la antropología, es una nada oficial y notoria.

Pero la determinación fundamental, por la cual el hombre convierte su propio ser en un ser ajeno e inconcebible, es el concepto, la representación de la independencia, de la individualidad, o lo que sólo es una expresión abstracta de la personalidad. El concepto de la existencia recién se realiza en el concepto de la revelación; pero el concepto de la revelación, por ser el concepto del acto de la generación de Dios, se realiza recién en el concepto de la personalidad. Dios es un ser personal; es ésta la sentencia, que de un golpe transforma como en un encanto lo representado en realidad, lo subjetivo en objetivo. Todos los predicados, todas las determinaciones de la esencia divina son, en el fondo, humanos: pero las determinaciones de un ser personal distinto e independiente del hombre, aparentan ser también directamente determinaciones distintas y reales, pero de tal modo que sin embargo ponen siempre todavía por base la unidad esencial. De este modo se forma para la reflexión el concepto de los llamados antropomorfismos. Los antropomorfismos son semejanza entre Dios y el hombre. Las determinaciones del ser divino y humano no son las mismas; pero se parecen las unas a las otras.

Por eso es también la personalidad el antídoto contra el panteismo; es decir, debido a la imaginación de una personalidad, la reflexión religiosa afirma la diferencia entre el ser divino y humano. La expresión grosera pero siempre característica del panteísmo es: el hombre es una emanación o una parte del ser divino, es de descendencia divina. En cambio, la expresión religiosa dice: el hombre es una imagen de Dios o también; un ser emparentado con Dios; según la religión el hombre no procede de la naturaleza, si no es de género divino, de descendencia divina. Pero el parentesco es una expresión no determinada. Hay grados de parentesco, un parentesco lejano y cercano. ¿A qué clase de parentesco se alude aquí? Pero en la relación del hombre con Dios en el sentido de la religión sólo existe una relación de parentesco: la más próxima, más íntima, más santa que puede imaginarse; la relación del Hijo al Padre. Por tanto Dios y el hombre se distinguen de la siguiente manera: Dios es el Padre de los hombres, el hombre es el Hijo, el Hijo de Dios mismo. Aquí se ha tomado la independencia de Dios y la dependencia del hombre por objeto de los sentimientos y esto en forma inmediata, mientras que en el panteísmo cada una de las partes aparece tan independiente como la anterior, porque este entero es considerado como un conjunto compuesto de sus partes. Sin embargo, esta diferencia es una apariencia solamente. El Padre no es el Padre sin Hijo; los dos forman un ser común. En el amor, el hombre renace a su independencia, rebajándose a formar una parte -una humillación que sólo se recompensa por el hecho de que el otro individuo también se rebaja a formar una parte, que ambas se someten a un poder superior- al poder del espíritu familiar que es el amor. Por eso hay aquí la misma relación entre Dios y el hombre que en el panteísmo; sólo que aquí es una relación impersonal y general; en el panteísmo se expresa lógicamente, pero por eso en forma determinada y directa, lo que en la religión es velado por la fantasía. La unidad o más bien la no diferencia de Dios y el hombre, se cubre pues aquí por el hecho de que se considera a ambos como personas o individuos y a Dios a la vez (aparte de su paternidad), como un ser independiente; pero cuya independencia sólo es una apariencia; porque el que, como el Dios religioso, es padre de corazón, tiene su vida y su esencia en su hijo.

La mutua y tierna relación de dependencia de Dios como Padre y del hombre como Hijo, no puede anularse por la distinción de que sólo Cristo sea el hombre natural, pero que los hombres sean hijos adoptivos de Dios, que por lo tanto Dios tenga una relación de independencia esencial sólo con respecto a Cristo por ser éste su hijo unigénito, pero de ninguna manera a los hombres. Porque esta diferencia es solamente una diferencia teológica, es decir, ilusoria. Dios adopta solamente a los hombres y no a los animales. La causa de la adopción está en la naturaleza humana. El hombre adoptado por la gracia divina es sólo el hombre consciente de su naturaleza y dignidad divinas. A más de esto el Hijo Unigénito mismo no es otra cosa que el concepto de la humanidad, que el hombre preposesionado de sí mismo, el hombre que se oculta de sí mismo y ante el mundo en Dios -el hombre celestial. El Logos es el hombre secreto, taciturno, el hombre terrenal; en cambio, es el Logos manifiesto o expresado. El Logos es solamente el avant-propos del hombre. Lo que vale del Logos vale también de la esencia del hombre (6). Pero entre Dios y el Hijo Unigénito no hay ninguna diferencia esencial -quien conoce al Hijo conoce al Padre-, luego tampoco existe diferencia entre Dios y el hombre.

Es el mismo caso como con la semejanza de Dios. La imagen no es aquí un ser muerto, sino viviente. El hombre es la imagen de Dios; esto no quiere decir otra cosa sino que el hombre es un ser similar, el hombre es semejante a Dios porque es el hijo de Dios. Entre seres vivientes descansa en el parentesco natural: el hombre es semejante a Dios porque es hijo de Dios. La semejanza es solamente el parentesco que salta a la vista; de aquélla deducimos éste.

Pero la semejanza es aquí una imaginación tan ilusoria, tan engañadora como el parentesco. Sólo la idea de la personalidad es la que destruye la unidad natural. La semejanza es la unidad que no quiere admitir que sea una unidad que se esconde detrás de un medio turbulento, detrás de la niebla de la fantasía. Si se destruye la niebla, aparece la unidad desnuda. Cuanto más semejantes son los seres, menos se distinguen. Si conozco al uno conozco al otro. Por cierto, la semejanza tiene sus grados. El hombre bueno y piadoso es más semejante a Dios que el hombre que sólo tiene la naturaleza del hombre como causa de su semejanza. Luego se puede suponer la existencia del grado máximo de la semejanza, aunque ésta no se logra aquí sino en el más allá. Pero lo que en el hombre será un día, ya le pertenece ahora -por lo menos según la posibilidad. Pero el grado máximo de la semejanza es cuando dos individuos o seres dicen y expresan lo mismo, de manera que no hay otra diferencia sino que son precisamente dos individuos y no uno. Las cualidades esenciales, o sea aquellas mediante las cuales diferenciamos las cosas, son las mismas en ambos individuos. Luego no puedo distinguirlos mediante el pensamiento, mediante la razón -porque hasta han desaparecido todos los puntos de apoyo-; sólo puedo distinguirlos mediante la representación o imaginación sensitivas. Si no me dijeran mis ojos que son efectivamente dos seres diferentes según la existencia-, mi inteligencia los tomaría a ambos por un mismo ser. Por eso, hasta mis propios ojos los confunden. Sólo puede confundirse lo que exclusivamente es diferente por el sentido y no por la inteligencia, o más bien lo que solo es diferente según su existencia y no según la esencia. De ahí que personas que son absolutamente semejantes entre sí originan un interés extraordinario tanto para ellas como para la fantasía. La semejanza da motivo para toda clase de mistificaciones e ilusiones; porque mi ojo se burla de mi inteligencia, para la cual el concepto de una distancia independiente siempre está ligado al concepto de una diferencia determinada.

La religión es la luz del espíritu que se divide en dos mediante la fantasía y el sentimiento, haciendo ver un mismo ser como si fuera doble. La semejanza es la unidad de la inteligencia, que es interrumpida en el terreno de la realidad por la representación directamente sensitiva, pero en el terreno de la religión por la representación de la fuerza imaginativa: en una palabra, es la identidad intelectual dividida por la representación de la individualidad o personalidad. No puedo descubrir ninguna diferencia real entre el Padre y el Hijo, entre el original y la copia, entre Dios y el hombre, a no ser intercalando la idea de la personalidad. La semejanza es la unidad que afirma la verdad mediante la inteligencia, pero que es negada por la imaginación; es la unidad que deja subsistir una apariencia de diferencia -una idea de apariencia que no dice directamente ni sí ni no.


Notas

(1) Esto se ve entre otras cosas especialmente en el superlativo y en la preposición sobre, que se coloca delante de los predicados divinos y que siempre -por ejemplo en los neoplatónicos, que son los cristianos entre los filósofos paganos- han jugado un rol principal en la teología.

(2) Dios sabe, por lo tanto, cuál es el número de las pulgas, mosquitos y pescados. El sabe cuántos nacen y cuántos mueren; pero Él no sabe esas cosas una tras otra, sino que las sabe a la vez, al mismo tiempo, Petrus Lomb. (Lib. I, dist. 39, c. 3).

(3) Los que saben a Dios, que sabe todo, ellos no pueden desconocer ninguna cosa. Liber. meditat, cap. 26 (Pseudo-Agustín).

(4) J. Tauler I. c. pág. 312.

(5) En los tiempos modernos se ha convertido, en efecto, la actividad del genio, en una actividad creadora, abriendo así un nuevo campo para la imaginación religiosa filosófica. Un objeto interesante de la crítica, sería el modo cómo la especulación religiosa ha tratado de reconciliar la libertad, o más bien la arbitrariedad, es decir, la falta de necesidad de la creación qua contradice a la inteligencia con la necesidad de la misma, o sea con la inteligencia. Pero esta crítica está fuera de nuestro objeto. Sólo criticamos la especulación mediante la crítica sobre la religión, limitándonos a lo original y fundamental. La crítica sobre la especulación se obtiene luego por una simple deducción.

(6) La más grande unión que Cristo ha tenido con el Padre, la puedo yo lograr también. Todo lo que Dios dio a su hijo, me lo ha dado a mí en forma tan perfecta como a él (Sermones de varios doctores antes y después de los tiempos de Tauler, Hamburgo 1621, pág. 14). Entre el Hijo Unigénito y el alma no hay diferencia. (Allí mismo, página 68).

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