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Discurso preliminar de la Enciclopedia

Tercera parte

Pero así como, en los mapas generales del globo que habitamos, los objetos están más o menos próximos entre sí y ofrecen un aspecto diferente según el punto de vista en que se sitúa el geógrafo que construye el mapa, así la forma del árbol enciclopédico dependerá del punto de vista donde nos coloquemos para contemplar el universo literario. Se puede, pues, imaginar tantos sistemas diferentes del conocimiento humano como mapamundis de diferentes proyecciones, y cada uno de estos sistemas podrá, además, tener alguna ventaja particular que no tienen los otros. No hay apenas sabios que no tiendan a poner en el centro de todas las ciencias aquella de que ellos se ocupan, más o menos como todos los hombres se colocaban en el centro del mundo convencidos de que el universo se había hecho para ellos. La pretensión de algunos de estos sabios, considerada desde un punto de vista filosófico, encontraría quizá, incluso al margen del amor propio, bastantes buenas razones para justificarse.

Como quiera que sea, entre todos los árboles enciclopédicos, merecería sin duda la preferencia el que ofreciera mayor número de ligazones y relaciones. Pero ¿se puede presumir de poseerlo? La Naturaleza -nunca lo repetiremos demasiado- sólo se compone de individuos que son el objeto primitivo de nuestras sensaciones y de nuestras percepciones directas. En estos individuos observamos realmente propiedades diferentes por las cuales los distinguimos, y estas propiedades, designadas con nombres abstractos, nos han llevado a formar diferentes clases en las que estos objetos han sido colocados. Pero muchas veces, un objeto que, por una o varias de sus propiedades, ha sido colocado en una clase, corresponde a otra clase por otras propiedades, y lo mismo hubiera podido tener su sitio en ella. De suerte que, necesariamente, hay algo arbitrario en la división general. La clasificación más natural sería aquella en que los objetos se sucedieran según los matices insensibles que sirven a la vez para separarlos y para unirlos. Pero el pequeño número de seres que nos es conocido no nos permite señalar esos matices. El universo no es más que un vasto océano sobre cuya superficie vsilumbramos algunas islas más o menos grandes y cuya relación con el continente desconocemos.

Se podría formar un árbol de nuestros conocimientos dividiéndolos, bien en naturales y revelados, bien en útiles y agradables, bien en especulativos y prácticos, bien en evidentes, ciertos, probables y sensibles, bien en conocimientos de las cosas y conocimientos de los signos, y así hasta el infinito. Nosotros hemos elegido una división que nos ha parecido satisfacer a la vez lo más posible al orden enclopédico de nuestros conocimientos y a su orden genealógico. Debemos esta división a un autor célebre del que hablaremos a continuación de este Discurso; mas hemos creído que debíamos introducir en él algunos cambios, de los que daremos cuenta. Pero estamos demasiado convencidos de la arbitrariedad que reinará siempre en semejante división, para creer que nuestro sistema sea el único o el mejor; nos contentaremos con que nuestro trabajo no merezca la total desaprobación de las buenas cabezas. No queremos engrosar esa multitud de naturalistas que un filósofo moderno ha censurado con tanta razón y que, constantemente ocupados en dividir los productos de la Naturaleza en géneros y en especies, han invertido en este trabajo un tiempo que hubiera estado mucho mejor empleado en el estudio de esos mismos productos. ¿Qué diríamos de un arquitecto que, teniendo que construir un edificio inmenso, se pasa la vida trazando el plano? ¿O de un curioso que proponiéndose recorrer un gran palacio empleara todo el tiempo en observar la entrada?

Los objetos de que se ocupa nuestra alma son, o espirituales o materiales, y nuestra alma se ocupa de esos objetos, mediante ideas directas o mediante ideas reflexivas. El sistema de los conocimientos directos no puede consistir más que en la colección puramente pasiva y como maquinal de esos mismos conocimientos esto es lo que se llama memoria. La reflexión es, ya lo hemos observado, de dos clases; o razona sobre los objetos de las ideas directas, o las imita. De suerte que la memoria, la razón propiamente dicha y la imaginación son las tres diferentes maneras de operar nuestra alma sobre los objetos de su pensamiento. No tomamos aquí la imaginación como la facultad que tenemos de representarnos los objetos; porque esta facultad no es otra cosa que la memoria misma de los objetos sensibles, memoria que estaría en un continuo ejercicio si no la ayudara la invención de los signos. Tomamos la imaginación en un sentido más noble y más preciso, como el talento de crear imitando.

Estas tres facultades forman por lo pronto las tres divisiones generales de nuestro sistema y los tres objetos generales de los conocimientos humanos: la Historia, que es cosa de la memoria; la Filosofía, que es fruto de la razón, y las Bellas Artes, que nacen de la imaginación. Si ponemos la razón antes de la imaginación, es porque este orden nos parece muy fundado y conforme al progreso natural de las operaciones del espíritu: la imaginación es una facultad creadora; el espíritu, antes de pensar en crear, comienza por razonar sobre lo que ve y lo que conoce. Otro motivo que debe determinar a poner la razón antes de la imaginación es que, en esta última facultad del alma, se encuentran las otras dos hasta cierto punto, uniéndose en ella la razón a la memoria. El espíritu no crea ni imagina objetos sino en tanto que son semejantes a los que ha conocido por ideas directas y por sensaciones; cuanto más se aleja de estos objetos, más extraños y poco agradables son los seres que crea. Así en la imitación de la Naturaleza hasta la invención está sujeta a ciertas reglas, y estas reglas son las que forman principalmente la parte filosófica de las Bellas Artes, hasta ahora bastante imperfecta, porque sólo puede ser obra del genio, y el genio prefiere crear a discutir.

En fin, si examinamos los progresos de la razón en sus operaciones sucesivas, nos convenceremos más aún de que aquélla debe preceder a la imaginación en el orden de nuestras facultades, puesto que la razón, por las últimas operaciones que hace sobre los objetos, conduce en cierto modo a la imaginación, pues estas operaciones no consisten más que en crear, por decirlo así, seres generales que, separados de su sujeto por abstracción, ya no son resorte inmediato de nuestros sentidos. Por eso la Metafísica y la Geometría son, entre todas las ciencias pertenecientes a la razón, aquellas en que la imaginación tiene más parte. Pido perdón a nuestros genios detractores de la Geometría: sin duda no se creían tan cerca de la misma, y tal vez sólo la Metafísica los separa de ella. La imaginación no actúa menos en un geómetra que crea que en un poeta que inventa. Verdad es que operan de modo diferente sobre su objeto: el primero lo desnuda y analiza, el segundo lo compone y lo embellece. También es verdad que esta manera diferente de operar es sólo privativa de diferentes clases de intelectos, y por eso tal vez no se encuentren nunca juntos los talentos del gran geómetra y del gran poeta. Pero se excluyan o no uno a otro, no tienen en modo alguno el derecho de despreciarse recíprocamente. De todos los grandes hombres de la antigüedad, es acaso Arquímedes el que más merece figurar al lado de Homero. Espero que se perdone esta digresión a un geómetra que ama su arte, pero al que no se acusará de ser un admirador exagerado de la misma. Y vuelvo a mi tema. La distribución general de los seres en espirituales y materiales da lugar a la subdivisión de las tres ramas generales. La Historia y la Filosofía se ocupan igualmente de estas dos clases de seres, y la imaginación sólo trabaja sobre los seres puramente materiales, nueva razón para poner la última en el orden de nuestras facultades. A la cabeza de los seres espirituales está Dios, que debe ocupar el primer puesto por su naturaleza y por la necesidad que tenemos de conocerlo. Debajo de este Ser Supremo están los espíritus cuya existencia nos enseña la Revelación. Luego viene el hombre, que, compuesto de dos principios, participa, por su alma, de los espíritus, y por su cuerpo del mundo material; y por último ese vasto universo que llamamos el mundo material o la Naturaleza. Ignoramos por qué el autor célebre que nos sirve de guía en esta distribución ha situado en su sistema a la Naturaleza antes que al hombre; parece, por el contrario, que todo induce a colocar al hombre en el punto intermedio que separa de los cuerpos a Dios y a los espíritus.

La Historia en lo que se refiere a Dios, contiene o la Revelación o la Tradición, y, desde estos dos puntos de vista, se divide en historia sagrada e historia eclesiástica. La historia del hombre tiene por objeto, o sus acciones o sus conocimientos, y es, por consiguiente, civil o literaria, es decir, se refiere a las grandes naciones y a los grandes genios, a los reyes y a los hombres de letras, a los conquistadores y a los filósofos. Por último, la historia de la Naturaleza es la de los innumerables productos que en ella se observan y se divide en una cantidad de ramas casi igual al número de estos diversos productos. Entre estas diferentes ramas, debe destacarse la historia de las artes, que no es otra cosa que la historia de los usos que los hombres han hecho de los productos de la Naturaleza, para satisfacer sus necesidades o su curiosidad.

Tales son los objetos principales de la memoria. Veamos ahora a la facultad que reflexiona y que razona. Como los seres, tanto espirituales como materiales, sobre los cuales opera, tienen algunas propiedades generales como la existencia, la posibilidad, la duración, el examen de estas propiedades constituye en primer lugar esa rama de la Filosofía de la que todas las demás toman en parte sus principios: se la denomina Ontología o ciencia del ser, o Metafísica general. De aquí descendemos a los diferentes seres particulares, y las divisiones de la ciencia de esos diferentes seres están formadas con el mismo plan que las de la Historia.

La ciencia de Dios llamada, Teología tiene dos ramas: la Teología natural no tiene otro conocimiento de Dios que el que produce la sola razón, conocimiento que no es de una extensión demasiado grande; la Teología revelada saca de la historia sagrada un conocimiento mucho más perfecto de ese Ser. De esta misma Teología revelada resulta la ciencia de los espíritus creados. También aquí hemos creído necesario apartarnos de nuestro autor. Nos parece que la ciencia, considerada como perteneciente a la razón, no puede dividirse como lo ha hecho él, en Teología y en Filosofía, pues la Teología revelada no es otra cosa que la razón aplicada a los hechos revelados; puede decirse que se relaciona con la Historia por los dogmas que enseña y con la Filosofía por las consecuencias que saca de esos dogmas; de modo que separar la Teología de la Filosofía sería arrancar del tronco un brote que es por naturaleza inseparable. Parece también que la ciencia de los espíritus corresponde mucho más íntimamente a la Teología revelada que a la Teología natural.

La primera parte de la ciencia del hombre es la del alma, y esta ciencia tiene por objeto, o el conocimiento especulativo del alma humana o el de sus operaciones. El conocimiento especulativo del alma se deriva en parte de la Teología, y en parte, de la Teología revelada y se llama Neumatología o Metafísica particular. El conocimiento de sus operaciones se subdivide en dos ramas, pues estas operaciones pueden tener por objeto, o el descubrimiento de la verdad o la práctica de la virtud. El descubrimiento de la verdad, que es el fin de la Lógica, produce el arte de trasmitirla a otros; así, el uso que hacemos de la Lógica es en parte para nuestra propia conveniencia, en parte para la de los seres semejantes a nosotros; las reglas de la Moral se refieren menos al hombre aislado y lo suponen necesariamente en sociedad con los demás hombres.

La ciencia de la Naturaleza no es otra que la de los cuerpos. Pero como los cuerpos tienen propiedades generales que les son comunes, tales como la impermeabilidad, la movilidad y la extensión, la ciencia de la Naturaleza debe comenzar también por el estudio de estas propiedades; tienen, por así decirlo, un aspecto puramente intelectual por el cual abren un campo inmenso a las especulaciones del intelecto, y un aspecto material y sensible por el cual se las puede medir. La especulación intelectual corresponde a la Física general, que no es propiamente sino la metafísica de los cuerpos; y la medida es el objeto de las matemáticas, cuyas divisiones se extienden casi al infinito.

Estas dos ciencias conducen a la Física particular, que estudia los cuerpos en sí mismos y que tiene por objeto solamente los individuos. Entre los cuerpos cuyas propiedades nos importa conocer, el nuestro debe ocupar el primer lugar, y deben seguirle aquellos cuyo conocimiento es más necesario a nuestra conservación; de aquí resultan la Anatomía, la Agricultura, la Medicina y sus diferentes ramas. En fin, todos los cuerpos naturales que hemos sometido a nuestro examen producen las otras innumerables partes de la Física razonada.

La Pintura, la Escultura, la Arquitectura, la Música y las diferentes divisiones de todas ellas, componen la tercera división general nacida de la imaginación, y cuyas partes principales quedan comprendidas bajo el nombre de Bellas Artes. Se podría también incluirlas con el título general de Pintura, puesto que todas las Bellas Artes se limitan a pintar y sólo se diferencian por los medios que emplean; podríamos igualmente agruparlas bajo el título de Poesía, tomando esta palabra, en su significado natural, que no es otro que invención o creación.

Tales son las partes principales de nuestro árbol enciclopédico. Se hallarán más detalladamente al final de este Discurso preliminar. Hemos formado con ellas una especie de mapa al cual hemos añadido una explicación mucho más extensa que la que acabamos de dar aquí. Este mapa y esta explicación han sido ya publicados en el Prospectus como para tantear el gusto del público; hemos introducido algunos cambios muy difíciles de notar, y que son el resultado, bien de nuestras reflexiones, bien de los consejos de algunos filósofos, lo bastante buenos ciudadanos como para interesarse por nuestro trabajo. Si el público esclarecido aprueba estos cambios, esta aprobación será la recompensa a nuestra docilidad, y si no los aprueba, ello nos servirá para convencernos más aún de la imposibilidad de formar un árbol enciclopédico a gusto de todo el mundo.

La división general de nuestros conocimientos derivada de nuestras tres facultades ofrece la ventaja de poder proporcionar también las tres divisiones del mundo literario: eruditos, filósofos y espíritus creadores; de modo que, después de formar el árbol de las ciencias, podríamos, con el mismo plan, formar el de los hombres de letras. La memoria es la facultad de los eruditos; la sagacidad, la de los filósofos; a los espíritus creadores les toca en suerte el goce. De manera que, si se considera la memoria como un principio de reflexión, añadiéndole la reflexión que combina y que la imita, podría en general decirse que el mayor o menor número de grandes ideas reflexivas y la naturaleza de estas ideas constituye la mayor o menor diferencia que existe entre los hombres; que la reflexión tomada en el sentido más amplio que pudiéramos darle, constituye el carácter de la mente y que distingue los diferentes géneros de la misma. Por otra parte, las tres clases de Repúblicas en que acabamos de distribuir a los hombres de letras no tienen en general otra cosa de común entre sí que el hacerse bastante poco caso unas a otras. El poeta y el filósofo se tratan mutuamente de insensatos que se alimentan de quimeras; uno y otro consideran al erudito como una especie de avaro que sólo piensa en atesorar sin ningún goce, y que acumula sin discernimiento los metales más viles junto a los más preciosos; y el erudito, que no ve más que palabras allí donde no lee hechos, desprecia al poeta y al filósofo como a gente que se cree rica porque sus gastos exceden a su hacienda.

Así nos vengamos de las ventajas que no tenemos. Los hombres de letras atenderían mejor a sus intereses si, en vez de buscar el aislamiento, reconocieran la necesidad recíproca que tienen de los trabajos de los otros y la ayuda que de ellos podrían obtener. Sin duda la sociedad debe a los espíritus creadores sus principales deleites, y sus luces a los filósofos; pero ni los unos ni los otros se dan cuenta de cuanto deben a la memoria; ella encierra la primera materia de todos nuestros conocimientos; y, muy a menudo, los trabajos del erudito han proporcionado al filósofo y al poeta los temas en que se ejercita. Cuando los antiguos llamaron a las Musas hijas de la memoria, ha dicho un autor moderno, acaso se daban muy bien cuenta de que esta facultad del alma es necesaria a todas las demás, y los romanos levantaban templos a la memoria como lo hacían a la Fortuna.

Nos queda por explicar la manera en que hemos tratado de conciliar en nuestro diccionario el orden enciclopédico con el orden alfabético. Para ello hemos empleado tres medios: el sistema figurado que va a la cabeza de la obra, la ciencia a la que se refiere cada artículo y la manera en que éste se trata. Generalmente hemos colocado, después de la palabra que constituye el tema del artículo, el número de la ciencia de que este artículo forma parte; basta con ver qué lugar ocupa esta ciencia en el sistema figurado para conocer el que le corresponde en la enciclopedia. Si ocurre que el número de la ciencia no aparece en el artículo, la lectura del mismo bastará para conocer a qué ciencia pertenece, y cuando, por ejemplo, se nos haya olvidado advertir que la palabra Bomba corresponde al arte militar, y que el nombre de una ciudad o de un país corresponde a la Geografía, confiamos lo suficiente en la inteligencia de nuestros lectores para que no se sientan extrañados de semejante omisión. Por otra parte, por medio de la disposición de materias en cada artículo, sobre todo cuando es un poco extenso, no se podrá menos de ver que este artículo se relaciona con otro que forma parte de una ciencia diferente, aquél a un tercero y así sucesivamente. Hemos tratado de que la exactitud y frecuencia de las remisiones no dejasen nada que desear; porque, en este diccionario las remisiones tienen de particular que sirven principalmente para indicar la relación entre las materias, mientras que, en las otras obras de esta clase, sirven para explicar un artículo por medio de otro. A veces, nosotros mismos hemos omitido la remisión porque los términos de arte o ciencia sobre los cuales hubiera podido recaer, están ya explicados en el artículo correspondiente, que el lector irá a buscar por sí mismo. Es sobre todo en los artículos generales sobre las ciencias donde hemos tratado de explicar la ayuda mutua que éstas se prestan. De modo que el orden enciclopédico está formado de tres cosas: el nombre de la ciencia a que pertenece el artículo; el lugar de esta ciencia en el árbol; la relación del artículo con otros de la misma ciencia o de una ciencia diferente, relación indicada por las remisiones o muy fácil de notar por los términos técnicos que se explican siguiendo su orden alfabético. No se trata aquí, pues, de las razones que nos han hecho preferir en esta obra el orden alfabético a todos los demás; las expondremos más adelante, cuando consideremos esta colección como un Diccionario de las ciencias y de las artes.

Dos cosas observamos, por lo demás, sobre la parte de nuestro trabajo que consiste en el orden enciclopédico, y que está destinada más bien a las personas esclarecidas que a la multitud: la primera es que muchas veces resultaría absurdo querer encontrar una relación inmediata entre un artículo de este Diccionario y otro artículo tomado a capricho; así, en vano buscaremos por qué secretos lazos sección cónica puede relacionarse con acusativo. El orden enciclopédico no supone que todas las ciencias se relacionen directamente entre sí. Son ramas que parten del mismo tronco, o sea del entendimiento humano. Estas ramas no suelen tener entre sí ninguna relación inmediata, y muchas de ellas no están unidas más que por el tronco común. Así sección cónica pertenece a la Geometría, la Geometría nos conduce a la Física particular, ésta a la Física general, la Física general a la Metafísica, y la Metafísica está muy cerca de la Gramática, a la cual pertenece la palabra acusativo. Pero cuando se ha llegado a esta última palabra por el camino que acabamos de indicar, nos encontramos tan lejos del camino del que partimos, que lo hemos perdido completamente de vista.

La segunda observación que tenemos que hacer es que no hay que atribuir a nuestro árbol enciclopédico más ventajas de las que pretendemos darle. El uso de las divisiones generales consiste en reunir un gran número de objetos, pero no hay que creer que este uso pueda suplir el estudio de los objetos mismos. Se trata de una especie de enumeración de los conocimientos que se pueden adquirir; enumeración frívola para el que quisiera contentarse con ella, útil para el que desee ir más allá. Un solo artículo razonado sobre un objeto particular de ciencia o de arte contiene más sustancia que todas las divisiones y subdivisiones que pueden hacerse de los términos generales; y para no salirnos de la comparación que hemos hecho antes con los mapas geográficos, quienquiera que se atenga al árbol enciclopédico para todo conocimiento, no sabrá más que el que se jactase de conocer los diferentes pueblos que habitan el globo y los Estados particulares que lo componen, por haber adquirido en los atlas una idea general del globo y de sus partes principales. Lo que no hay que olvidar, sobre todo, al considerar nuestro sistema figurado, es que el orden enciclopédico que presenta es muy diferente del orden genealógico de las operaciones del espíritu; que las ciencias que se ocupan de los seres generales sólo son útiles en cuanto conducen a aquellas cuyo objeto son los seres particulares; que no existen verdaderamente más que esos seres particulares, y que si nuestro espíritu ha creado los seres generales, ha sido para poder estudiar más fácilmente una tras otra las propiedades que por su naturaleza existen a la vez en una misma sustancia y que no pueden físicamente ser separadas. Estas reflexiones deben ser el fruto y el resultado de todo lo que hemos dicho hasta aquí, y con ellas terminaremos la primera parte de este Discurso.

Ahora vamos a considerar esta obra como Diccionario razonado de las ciencias y de las artes. El objeto es tanto más importante porque es sin duda el que más puede interesar a la mayor parte de nuestros lectores y el que más cuidados y trabajos ha exigido para su realización. Pero, antes de entrar en todos los detalles que se nos puede exigir sobre este tema, no será inútil examinar con algún detenimiento el estado presente de las ciencias y de las artes y explicar qué gradación se ha llegado a él. La exposición metafísica del origen y de la mutua relación de las ciencias nos ha sido de gran utilidad para formar el árbol enciclopédico; la exposición histórica del orden en que se han sucedido nuestros conocimientos no será menos ventajosa para iluminarnos a nosotros mismos sobre la manera como debemos trasmitir estos conocimientos a nuestros lectores. Por otra parte, la historia de las ciencias está naturalmente unida a la del corto número de grandes genios cuyas obras han contribuido a difundir la luz entre los hombres, y como estas obras nos han suministrado para la nuestra los auxilios generales, debemos comenzar a hablar de ellas antes de dar cuenta de los auxilios particulares que hemos sacado de ellas. Para no remontarnos demasiado, limitémonos al renacimiento de las letras.

Cuando se consideran los progresos del espíritu desde esta época memorable, se descubre que esos progresos se han realizado en el orden que naturalmente debían seguir. Se ha comenzado por la erudición, continuado por las bellas letras y acabado por la filosofía. Este orden difiere en realidad del que debe observar el hombre abandonado a sus propias luces o limitado al comercio de sus contemporáneos, tal como lo hemos explicado principalmente en la primera parte de este Discurso: hemos hecho ver, en efecto, que el espíritu aislado debe encontrar en su camino la Filosofía antes que las Bellas Letras. Pero al salir de un largo intervalo de ignorancia al que habían precedido siglos de luz, la regeneración de las ideas, si así puede decirse, tuvo que ser necesariamente diferente de su generación primitiva. Vamos a procurar ponerlo de relieve.

Las obras maestras que los antiguos nos dejaron en casi todos los géneros habían sido olvidadas durante doce siglos. Se habían perdido los principios de las letras y de las artes, porque lo bello y lo verdadero que parecen ofrecerse por doquier a los hombres, no les impresiona casi nunca si no les llaman la atención sobre ello. No es que esos desdichados tiempos hayan sido más estériles que otros en genios raros; la Naturaleza es siempre la misma, pero, ¿qué podían hacer aquellos grandes hombres dispersos a gran distancia unos de otros como lo están siempre, ocupados en cosas diferentes y abandonados sin cultivo a sus propias luces. Las ideas que se adquieren en la lectura y en la sociedad son el germen de casi todos los descubrimientos. Es un aire que se respira sin pensarlo y al que se debe la vida, y los hombres de que hablamos estaban privados de tal socorro. Se encontraban en situación parecida a la de los primeros creadores de las ciencias y de las artes, que sus ilustres sucesores han hecho olvidar y que, precedidos por éstos, los hubieran hecho olvidar de la misma manera. El primero que encontró la rueda y el piñón hubiera inventado el reloj en otro siglo, y Gerbert, de haber vivido en el tiempo de Arquimedes, lo hubiera quizá igualado.

No obstante, la mayor parte de los espíritus creadores de aquellos tiempos tenebrosos tomaban el nombre de poetas o filósofos. Porque ¿qué les costaba usurpar títulos que con tanta facilidad se abrogan y que, quienes lo hacen, se jactan siempre de no deber apenas a luces prestadas? Creían que era inútil buscar los modelos de la poesía en las obras de los griegos y de los romanos, cuya lengua no se hablaba ya, y confundían con la verdadera filosofía de los antiguos una tradición bárbara que la desfiguraba. La poesía se reducía para ellos a un mecanismo pueril: el examen profundo de la Naturaleza y el gran estudio del hombre eran reemplazados por mil cuestiones frívolas sobre seres abstractos y metafísicos; cuestiones cuya solución, buena o mala, exigía muchas veces una gran sutileza y, por consiguiente, un gran abuso del entendimiento. Únase a este desorden el estado de esclavitud en que estaba sumida casi toda Europa, los estragos de la superstición que nace de la ignorancia y que la reproduce a su vez, y se verá que nada faltaba a los obstáculos que se oponían al retorno de la razón y del gusto; pues solamente la libertad de obrar y de pensar es capaz de producir grandes cosas, y la libertad sólo luces necesita para preservarse de los excesos.

Por eso el género humano, para salir de la barbarie, necesitó una de esas revoluciones que hacen tomar a la Tierra un aspecto nuevo: el Imperio griego es destruido, su ruina hace refluir a Europa los pocos conocimientos que aún quedaban en el mundo: el invento de la imprenta, la protección de los Médicis y de Francisco I reaniman los espíritus, y la luz renace por doquier.

El estudio de las lenguas y de la historia, abandonado por necesidad durante los siglos de ignorancia, fue el primero que se cultivó. El espíritu humano se encontraba, al salir de la barbarie, en una especie de infancia, ávido de acumular ideas, pero incapaz de adquirirlas de pronto en un cierto orden, debido a la especie de entumecimiento en que habían permanecido durante tanto tiempo las facultades del alma. De todas estas facultades, fue la memoria la primera que se cultivó, porque es la más fácil de satisfacer y porque los conocimientos que se obtienen con su ayuda son los que más fácilmente pueden ser acumulados. No se comenzó, pues, por estudiar la Naturaleza, como debieron hacerlo los primeros hombres; se disponía de un auxilio de que aquéllos carecían: el de las obras de los antiguos, que comenzaban a ser accesibles gracias a la generosidad de los grandes y a la imprenta: se creía que, para ser sabios, bastaba con leer, y es mucho más fácil leer que ver. Así, se devoró sin discernimiento todo lo que los antiguos nos habían dejado en cada género: se tradujeron, se comentaron, y, por una especie de gratitud, se dio en adorarlos, sin conocer ni mucho menos lo que valían.

De aquí esa multitud de eruditos, profundos en las lenguas doctas, hasta desdeñar la propia que, como ha dicho un autor célebre, conocían en los antiguos todo, excepto la gracia y la sutileza, y que tan orgullosos estaban de su vano aparato de erudición porque las superioridades que menos cuestan suelen ser las que con más gusto se ostentan. Eran una especie de grandes señores que, sin parecerse en el mérito real a aquellos a quienes debían la vida, se envanecían muchísimo de creer que les pertenecían. Por otra parte, esta vanidad no dejaba de tener una especie de pretexto. El país de la erudición y de los hechos es inagotable; dijérase que se ve cada día aumentar su sustancia por las adquisiciones que en él se hacen fácilmente. En cambio el país de la razón y de los descubrimientos es de una extensión bastante pequeña, y con frecuencia, en lugar de aprender en él lo que se ignoraba, sólo se llega, a fuerza de estudio, a desechar lo que se creía saber. Por eso, con un mérito muy desigual, un erudito debe ser mucho más vanidoso que un filósofo y hasta que un poeta, pues el espíritu que inventa está siempre descontento de sus progresos, porque ve más allá, y los genios más grandes suelen encontrar en su mismo amor propio un juez secreto pero severo al que la aprobación de los demás hace callar por unos momentos, pero sin llegar nunca a corromperle. No debe pues extrañar que los sabios de que hablamos pongan tanta gloria en gozar de una ciencia espinosa, a menudo ridícula y a veces bárbara.

Verdad es que nuestro siglo, que se cree destinado a cambiar las leyes de todo género y a hacer justicia, no piensa muy bien de esos hombres antaño tan célebres. Hoy es una especie de mérito estimarlos poco, y hasta hay no pocas gentes que se contentan con este único mérito. Parece como si, con el desprecio que se siente por esos sabios, se quisiera castigarlos por la estimación exagerada en que se tenían a sí mismos, o por el poco esclarecido aprecio de sus contemporáneos, y que, pisoteando a esos ídolos, se quiera hacer olvidar sus nombres. Pero todo exceso es injusto. Disfrutemos más bien con reconocimiento del trabajo de esos hombres laboriosos. Para permitirnos extraer de las obras de los antiguos todo lo que podría sernos útil, ha sido necesario que aquellos hombres sacasen de ellas también lo que no lo era; no se puede extraer el oro de una mina sin sacar al mismo tiempo muchas materias viles o menos preciosas; si ellos hubieran venido más tarde, habrían hecho, como nosotros, la separación. La erudición, era, pues, necesaria, para conducirnos a las bellas letras.

En efecto, no fue preciso entregarse mucho tiempo a la lectura de los antiguos, para convencerse de que, en estas mismas obras en las que no se buscaba otra cosa que hechos o palabras, había algo mejor que aprender. Pronto se descubrieron las bellezas que sus autores habían puesto en ellas, pues si los hombres, como ya hemos dicho, necesitan que se les señale lo verdadero, en compensación, sólo eso necesitan ser. La admiración que se había sentido hasta entonces por los antiguos no podía ser más viva, pero comenzó a ser más justa. Sin embargo estaba muy lejos de ser razonable. Se creyó que no se podía imitarlos más que copiándolos servilmente, y que sólo en su lengua era posible decir bien. No se pensaba que el estudio de las palabras es una especie de inconveniente pasajero, necesario para facilitar el estudio de las cosas, pero que deviene un mal real cuando lo retarda; que, en consecuencia, hubiera debido limitarse a familiarizarse con los autores griegos y romanos para aprovechar lo mejor que ellos habían pensado, y que el trabajo al que había que entregarse para escribir en la lengua de aquéllos era trabajo perdido para el progreso de la razón. No se veía por otra parte que, si hay en los antiguos muchas bellezas de estilo perdidas para nosotros, debe de haber también por la misma razón muchos defectos que no vemos y que corremos el riesgo de copiar como bellezas; que, en fin, todo lo que se podría esperar del uso servil de la lengua de los antiguos seria hacerse un estilo curiosamente compuesto de una infinidad de estilos diferentes, muy correcto y hasta admirable para nuestros modernos, pero que Cicerón y Virgilio hubieran encontrado ridículo. Igualmente nos reiríamos nosotros de una obra escrita en nuestra lengua en la que el autor hubiera mezclado frases de Bossuet, de La Fontaine, de La Bruyère y de Racine, convencido con razón de que cada uno de estos escritores en particular es un excelente modelo.

Este prejuicio de los primeros sabios ha producido en el siglo XVI una multitud de poetas, de oradores y de historiadores latinos cuyas obras, hay que reconocerlo, suelen tener, con demasiada frecuencia, su principal mérito en una latinidad que apenas podemos juzgar. Algunas de ellas pueden compararse a las arengas de la mayor parte de nuestros oradores, que, hueros de cosas y semejantes a cuerpos sin sustancia, bastaría que se los pusiera en francés para que no los leyera nadie.

Los genios de letras volvieron al fin poco a poco de esta especie de manía. Parece que este cambio se debe, al menos en parte, a la protección de los grandes, que gustan de ser sabios con la condición de llegar a serIo sin trabajo, y que quieren poder juzgar sin estudio una obra de ingenio a cambio de los beneficios que prometen al autor o de la amistad con que creen honrarlo. Se comenzó a advertir que lo bello no perdería nada estando escrito en lengua vulgar; que incluso ganaría la ventaja de llegar más fácilmente a la generalidad de los hombres y que no había ningún mérito en decir cosas comunes o ridículas en ninguna lengua, fuera la que fuera, y menos aún en las que peor se debían hablar. Los hombres de letras pensaron, pues, en perfeccionar las lenguas vulgares; comenzaron por decir en estas lenguas lo que los antiguos habían dicho en las suyas. No obstante, como consecuencia del prejuicio que tanto había costado desechar, en vez de enriquecer la lengua francesa, comenzaron por desfigurarla. Ronsard la convirtió en una jerga bárbara, erizada de griego y de latín, pero, afortunadamente, la hizo lo bastante irreconocible para que no resultara ridícula. No se tardó en advertir que lo que había que trasladar a nuestra lengua eran las bellezas y no las palabras de las lenguas antiguas. Arreglada y perfeccionada por el gusto, adquirió bastante rápidamente una infinidad de giros y de expresiones felices. En fin, no se limitó a copiar a los romanos y a los griegos, ni siquiera a imitarlos; se procuró sobrepasarlos, si ello era posible, y pensar por sí mismos. Así, la imaginación de los modernos fue renaciendo poco a poco de la de los antiguos, y nacieron, casi al mismo tiempo, todas las obras maestras del pasado siglo, en elocuencia, en historia, en poesía y en los diferentes géneros literarios.

Malherbe, nutrido con la lectura de los excelentes poetas de la antigüedad, y tomando como ellos por modelo a la Naturaleza, fue el primero en dar a nuestra poesía una armonía y una belleza desconocidas antes. Balzac, demasiado desdeñado hoy, dio a nuestra prosa nobleza y número. Los escritores de Port-Royal continuaron lo que Balzac había comenzado, añadiéndole esa precisión, esa feliz elección de palabras y esa pureza que han hecho que la mayor parte de sus obras conserven hasta el presente un aire moderno y que las distingue de un gran número de obras caducas escritas en la misma época. Corneille, después de haber rendido pleitesía durante varios años al mal gusto en la carrera dramática, se liberó al fin, descubrió por la fuerza de su genio, mucho más que por la lectura, las leyes del teatro y las expuso en sus admirables Discursos sobre la tragedia, en sus Reflexiones acerca de cada una de sus obras, pero principalmente en las obras mismas. Racine, abriéndose otro camino, hizo aparecer en el teatro una pasión que los antiguos no habían conocido y desarrolló los resortes del corazón humano, añadiendo a una elegancia y a una verdad continuas algunos rasgos de lo sublime. Despréaux, en su Arte poética, imitando a Horacio, lo igualó. Molière, con la fina pintura de lo ridículo y de las costumbres de su tiempo, dejó muy atrás la comedia antigua. La Fontaine hizo que casi se olvidara a Esopo y a Fedro, y Bossuet se colocó al lado de Demóstenes.


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