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Discurso preliminar de la Enciclopedia

Segunda parte

Con respecto a las ciencias matemáticas, que constituyen el segundo límite de que hemos hablado, su naturaleza y su número no debe resultarnos imponente. Su certeza la deben principalmente a la sencillez de su objeto. Hay que reconocer incluso que como todas las partes de las matemáticas no tiene una finalidad tan sencilla, tampoco la certidumbre propiamente hablando, la que está basada en principios necesariamente ciertos y evidentes por sí mismos, pertenece a todas estas partes ni igualmente ni de la misma manera. Apoyadas en principio físicos, es decir, en verdades empíricas o en simples hipótesis, muchas de estas partes no ofrecen, por así decirlo, más que una certidumbre de experiencia o incluso hipotética. Hablando con exactitud, solamente pueden considerarse selladas por la evidencia las que tratan del cálculo del tamaño y de las propiedades generales de la extensión, es decir: el Algebra, la Geometría y la Mecánica. Y en la luz que estas ciencias ofrecen a nuestra mente hay aún que observar una especie de gradación y de matiz. Cuanta mayor extensión tenga el objeto que abarcan y sea tratado en forma más general y abstracta, tanta mayor claridad tendrán sus principios; por eso la Geometría es más sencilla que la Mecánica y ambas menos fáciles que el Álgebra. Esto no resultará una paradoja para los que han estudiado estas ciencias como filósofos; las nociones más abstractas, esas que la mayor parte de los hombres considera más inaccesibles, son con frecuencia las que llevan consigo más luz: la oscuridad embarga nuestras ideas a medida que examinamos en un objeto más propiedades sensibles. La impenetrabilidad, unida a la idea de extensión, parece presentarnos un misterio más; la naturaleza del movimiento es un enigma para los filósofos; el principio metafísico de las leyes de la percusión les está igualmente vedado; en una palabra: cuanto más ahondan en la idea que se hacen de la materia y de las propiedades que la representan, más parece que se les entenebrece y se les escapa esta idea.

No se puede menos de reconocer que la inteligencia no está satisfecha en el mismo grado por todos los conocimientos matemáticos; avancemos un poco más y examinemos sin prevención a lo que se reducen estos conocimientos. A primera vista se descubre que son numerosísimos y hasta, en cierto modo, inagotables; pero si después de haberlos acumulado los enumeramos filosóficamente, advertimos que somos mucho menos ricos de lo que creíamos. No hablo aquí de la escasa aplicación y el poco uso que puede hacerse de varias de estas verdades; esto seria quizá un argumento bastante débil contra ellas: me refiero a esas verdades consideradas en si mismas. Todos esos axiomas que tanto enorgullecen a la Geometría ¿qué son sino la expresión por medio de dos signos o palabras diferentes? El que afirma que dos y dos son cuatro, ¿tiene más conocimiento que el que se limita a decir que dos y dos son dos y dos? Las ideas de todo, de parte, de mayor y de menor, ¿no son, propiamente hablando, la misma idea simple e individual, puesto que no se puede tener una sin que se presenten todas al mismo tiempo? Como han observado algunos filósofos, debemos muchos errores al abuso de las palabras; a este mismo abuso debemos quizá los axiomas. No obstante, yo no pretendo condenar absolutamente su empleo: quiero hacer notar solamente a lo que se reduce: a hacernos, por la costumbre, más familiares las ideas más sencillas y más adecuadas a los diferentes usos a que podemos aplicarlas. Lo mismo digo, aproximadamente, si bien con las limitaciones de rigor, acerca de los teoremas de matemáticas. Vistos sin prejuicio, se reducen a un pequeño número de verdades primitivas. Examínese una serie de proposiciones de geometría deducidas las unas de las otras, de suerte que dos proposiciones vecinas se toquen inmediatamente y sin ningún intervalo, y se advertirá que todas ellas no son sino la primera proposición que se desfigura, por decirlo así sucesivamente y poco a poco al pasar de una consecuencia a la siguiente, pero que sin embargo no ha sido realmente multiplicada por este encadenamiento y no ha hecho más que recibir diferentes formas. Es aproximadamente como si se quisiera expresar esta proposición mediante una lengua que se hubiera desnaturalizado insensiblemente, y se expresara sucesivamente de diversas maneras que representaran los diferentes estados por los que ha pasado la lengua. Cada uno de estos estados se reconocería en el contiguo; pero, en un estado más apartado, no podríamos discernirlo, aunque fuera dependiente de los precedentes y estuviera destinado a trasmitir las mismas ideas. Podemos, pues, considerar el encadenamiento de varias verdades geométricas como traducciones más o menos diferentes y más o menos complicadas de la misma proposición, y muchas veces de la misma hipótesis. Estas traducciones son, por lo demás, muy ventajosas por los diversos usos que nos permiten hacer del teorema que expresan usos más o menos estimables en proporción a su importancia y a su extensión. Pero reconociendo el mérito real de la traducción matemática de una proposición, hay que reconocer también que este mérito reside originariamente en la proposición misma. Esto debe hacernos sentir cuánto debemos a los genios inventores que al descubrir alguna de esas verdades fundamentales, fuente y origen, por decirlo así, de otras muchas, han realmente enriquecido la geometría y extendido su dominio.

Lo mismo ocurre con las verdades físicas y las propiedades de los cuerpos, cuya relación percibimos. Todas estas propiedades estrechamente unidas sólo nos ofrecen, propiamente hablando, un conocimiento simple y único. Si otras muchas las separamos formando verdades diferentes, esta triste ventaja se la debemos a nuestras luces; y puede decirse que nuestra abundancia en este aspecto es efecto de nuestra misma indigencia. Los cuerpos eléctricos en los cuales se han descubierto tantas propiedades singulares, pero que no parecen depender unas de otras, son tal vez en cierto sentido los cuerpos menos conocidos, porque parecen serIo más. La virtud de atraer pequeños corpúsculos, que adquieren al ser frotados, y la de producir en los animales una conmoción violenta, son dos cosas para nosotros; si pudiéramos remontarnos a la causa primera, sería una sola. El universo, para quien supiera abarcarlo desde un solo punto de vista, no sería, si así puede decirse, más que un hecho único y una gran verdad.

Los diferentes conocimientos, tanto útiles como agradables, de que hemos hablado hasta aquí, y cuyo primer origen han sido nuestras necesidades, no son los únicos que se han debido cultivar. Hay otros que les son relativos, y a los cuales, por esta razón, se han dedicado los hombres al mismo tiempo que se entregaban a los primeros. Por eso habríamos hablado al mismo tiempo de todos si hubiéramos creído más oportuno y más conforme al orden filosófico de este Discurso enfocar primero sin interrupción el estudio general que los hombres han hecho del cuerpo, porque por este estudio han comenzado ellos, aunque en seguida se hayan unido al mismo otros. He aquí aproximadamente el orden probable en que se han sucedido. La ventaja que los hombres han encontrado en ampliar la esfera de sus ideas, sea por sus propios esfuerzos, sea con la ayuda de sus semejantes, les ha hecho pensar que sería útil reducir a arte la manera misma de adquirir conocimientos y la de comunicarse recíprocamente sus propios pensamientos; este arte ha sido encontrado y llamado Lógica. Enseña a poner las ideas en el orden más natural, a formar con ellas la cadena más inmediata, a descomponer las que encierran un excesivo número de simples, a enfocarlas en todas sus facetas, a presentarlas, en fin, a los demás, bajo una forma que las haga fáciles de entender. En esto consiste esa ciencia del razonamiento que se considera con justicia la llave de todos nuestros conocimientos. No obstante, no hay que creer que le corresponda el primer lugar en el orden de la invención. El arte de razonar es un presente que la Naturaleza hace voluntariamente a las buenas inteligencias, y puede decirse que los libros que tratan de él no son apenas útiles más que a quien puede pasarse sin ellos. Se han hecho muchos razonamientos justos mucho antes de que la lógica reducida a principios enseñara a discernir los malos, o incluso a paliarlos a veces con una forma sutil y falaz.

Este arte tan precioso de poner en las ideas el encadenamiento conveniente y de facilitar en consecuencia el paso de unas a otras, proporciona en cierto modo el medio de aproximar hasta cierto punto a los hombres que más parecen diferir. En efecto, todos nuestros conocimientos se reducen primitivamente a sensaciones, que son aproximadamente las mismas en todos los hombres; el arte de combinar y de relacionar ideas directas no añade apropiadamente a estas mismas ideas más que un orden más o menos exacto y una enumeración que puede resultar más o menos sensible a los demás. El hombre que combina fácilmente ideas no difiere apenas del que las combina con dificultad, más que difiere el que juzga de una ojeada un cuadro del que necesita para apreciarlo que le hagan observar sucesivamente todas las partes: uno y otro, al echar un primer vistazo, han tenido las mismas sensaciones, pero sobre el segundo no han hecho, por así decirlo, más que resbalar, y, para llevarlo al mismo punto en que el otro se ha encontrado de pronto, le hubiera bastado con detenerse y fijarse más tiempo sobre cada uno. Por este medio las ideas reflexivas del primero hubieran devenido tan al alcance del segundo como las ideas directas. Por lo tanto, es acaso justo decir que no existe casi ciencia o arte en las que no se pueda en rigor, y con una buena lógica, instruir al entendimiento más limitado; porque hay pocas, cuyas proposiciones o reglas no puedan ser reducidas a nociones simples y dispuestas entre ellas en un orden tan inmediato, que la cadena no se encuentre interrumpida en ningún punto. La mayor o menor lentitud de las operaciones del espíritu exige más o menos esta cadena, y la ventaja de los más grandes genios se reduce a necesitarla menos que los otros, o más bien a formarla rápidamente y casi sin darse cuenta.

La ciencia de la comunicación de las ideas no se limita a poner orden en las ideas mismas; debe también enseñar a expresar cada idea de la manera más clara posible, y por conseguiente, a perfeccionar los signos destinados a expresarla; esto es lo que los hombres han ido haciendo poco a poco. Sin duda las lenguas, nacidas con las sociedades, no han sido al principio más que una colección bastante extraña de signos de toda especie, y los cuerpos naturales que caen bajo nuestros sentidos han sido, en consecuencia, los primeros objetos designados con nombres. Pero hasta donde podemos juzgar, las lenguas, en esta primera formación, destinadas al uso más apremiante, debieron de ser muy imperfectas, poco abundantes y estar sometidas a muy pocos principios fijos; y las artes o las ciencias absolutamente necesarias pudieron haber hecho muchos progresos cuando las reglas de dicción y de estilo estaban todavía por nacer. Sin embargo, la comunicación de las ideas no adolecía apenas de esa falta de reglas, ni siquiera de la penuria de palabras; o más bien no sufría tanto como era necesario para obligar a cada hombre a aumentar sus propios conocimientos por medio de un trabajo tenaz, sin apoyarse demasiado en los demás. Una comunicación demasiado fácil puede mantener a veces el alma embotada e impedir los esfuerzos de que sería capaz. Fijémonos en los prodigios de los ciegos, sordos y mudos de nacimiento, y veremos lo que pueden hacer los recursos del entendimiento a poco vivos que sean y puestos en acción por las dificultades a vencer.

Sin embargo, como la facilidad de expresar y recibir ideas mediante un comercio mutuo tiene a su favor ventajas incontestables, no es de sorprender que los hombres hayan buscado cada vez el aumento de esta facilidad. Para ello han comenzado por reducir las palabras a signos, porque son, por decirlo así, los símbolos que tienen más a la mano. Además, el orden de la generación de las palabras ha seguido el orden de las operaciones del intelecto: después de nombrar a los individuos, se han nombrado las cualidades sensibles, que, sin existir por ellas mismas, existen en estos individuos y son comunes a varios; poco a poco se ha llegado finalmente a esos términos abstractos de los cuales unos sirven para unir entre sí las ideas, otros para designar las propiedades generales de los cuerpos, otros para expresar nociones puramente intelectuales. Todos esos términos que los niños tardan tanto en aprender, sin duda han tardado todavía más tiempo en ser descubiertos. Finalmente, reduciendo el uso de las palabras a preceptos, se ha formado la Gramática, que puede considerarse como una de las ramas de la Lógica. Iluminada por una Metafísica sutil y penetrante, dilucida los matices de las ideas, enseña a distinguir estos matices con signos diferentes, da reglas para hacer de estos signos el uso más conveniente, descubre muchas veces, por ese espíritu filosófico que se remonta a las fuentes de todo, las razones de la elección, extraña en apariencia, que hace preferir un signo a otro, y sólo deja en fin de ese capricho nacional que se llama uso, lo que no puede de ninguna manera quitarle.

La Cronología y la Geografía son los dos brotes y los dos sostenes de la ciencia de que hablamos: la una sitúa a los hombres en el tiempo, la otra los distribuye sobre el globo. Las dos sacan una gran ayuda de la historia de la Tierra y de la del cielo, es decir, de los hechos históricos y de las observaciones celestes; y si fuera permitido que los poetas nos prestaran su lengua, podríamos decir que la ciencia del tiempo y la del lugar son hijas de la Astronomía y de la Historia.

Uno de los principales frutos del estudio de los imperios y de sus revoluciones es el de examinar cómo los hombres separados por decirlo así, en varias grandes familias, han formado sociedades diversas; cómo estas sociedades diferentes han originado diversas clases de gobiernos; cómo han procurado el distinguirse las unas de las otras, tanto por las leyes que se han dado como por los signos particulares que cada una ha imaginado entre ellos. Tal es el origen de esta diversidad de lenguas y de leyes que, para nuestro mal, se ha convertido en un objeto considerable de estudio. Tal es también el origen de la política, una especie de moral de un género particular y superior, a la cual los principios de la Moral corriente no pueden, a veces, acomodarse más que con mucha sutileza, y que, penetrando en los resortes principales del gobierno de los Estados, discierne lo que puede conservarlos, debilitarlos o destruirlos; estudio quizá el más difícil de todos por los conocimientos que exige se tengan sobre los pueblos y sobre los hombres, y por la extensión y la variedad de las facultades que presupone, sobre todo cuando la política no quiere olvidar que la ley natural, anterior a todos los convenios particulares, es también la primera ley de los pueblos, y que para ser hombres de Estado, no se debe dejar de ser hombre.

He aquí las principales ramas de esta parte del conocimiento humano, que consiste, bien en las ideas directas que hemos recibido por medio de los sentidos, o en la combinación y comparación de estas ideas, combinación que, en general, se llama Filosofía. Estas ramas se subdividen en una infinidad de otras, cuya enumeración sería inmensa y que pertenecen más bien a la Enciclopedia misma que a su prefacio.

Como la primera operación de la reflexión consiste en aproximar y unir las nociones directas, hemos tenido que comenzar en este Discurso por enfocar la reflexión en este aspecto y recorrer las diferentes ciencias que de ella resultan. Pero las reflexiones formadas por la combinación de las ideas primitivas no son las únicas que nuestro intelecto es capaz de concebir. Hay otra clase de conocimientos reflexivos de los cuales nos toca ahora hablar. Consisten en las ideas que nos formamos nosotros mismos al imaginar y componer seres semejantes a los que son objeto de nuestras ideas directas: esto es lo que se llama imitación de la Naturaleza, tan conocida y recomendada por los antiguos. Como las ideas directas que nos impresionan más vivamente son las que más fácilmente conservamos en la memoria, son también las que más tratamos de despertar en nosotros mediante la imitación de sus objetos. Si los objetos agradables nos impresionan más si son reales que si están simplemente representados, lo que pierden de agradable en este último caso se compensa en cierto modo con el placer que resulta de la imitación. En cuanto a los objetos que, siendo reales, sólo provocarían sentimientos tristes o tumultuosos, su imitación es más agradable que los objetos mismos, porque ella nos coloca a esa justa distancia en la que sentimos el placer de la emoción sin sufrir el desorden. En esta imitación de los objetos capaces de provocar en nosotros sentimientos vivos o agradables, de cualquier naturaleza que sean, consiste en general la imitación de la Naturaleza bella, sobre la cual han escrito tantos autores sin darnos una idea clara, sea porque la Naturaleza bella solamente puede ser apreciada por un sentimiento exquisito, sea porque, en esta materia, los limites que distinguen lo arbitrario de lo cierto no están aún completamente establecidos y dejan todavía mucho espacio libre a la opinión.

A la cabeza de los conocimientos que consisten en la imitación deben colocarse la Pintura y la Escultura, porque en esta clase de conocimientos la imitación se aproxima más que en otro alguno a los objetos que representan, y hablan lo más directamente posible a los sentidos. Se les puede añadir el arte de la Arquitectura, nacido de la necesidad y perfeccionado por el lujo, y que, elevándose gradualmente desde las cabañas hasta los palacios, resulta a los ojos del filósofo la máscara embellecida de una de nuestras mayores necesidades. La imitación de la Naturaleza bella es en la Arquitectura menos impresionante y más concreta que en las otras dos artes de que acabamos de hablar; éstas expresan la Naturaleza indiferentemente y en todas sus partes sin restricción, y la representan tal y como es, uniforme o variada; en cambio la Arquitectura se reduce a imitar, combinando y uniendo los diferentes cuerpos que emplea, el orden simétrico que la Naturaleza observa más o menos sensiblemente en cada individuo, y que tan bien contrasta con la bella variedad de todo conjunto.

La Poesía, que viene después de la Pintura y de la Escultura, y que para la imitación emplea solamente las palabras dispuestas conforme a una armonía agradable al oído, más bien habla a la imaginación que a los sentidos; le presenta de una manera viva e impresionante los objetos que componen este universo, y, por el calor, el movimiento y la vida que sabe darles, más bien parece crearlos que pintarlos. Finalmente, la Música, que habla a la imaginación y a los sentidos al mismo tiempo, ocupa el último lugar en el orden de la imitación; no es que la imitación sea menos perfecta en los objetos que se propone representar, sino que parece limitarse hasta ahora a un pequeño número de imágenes, lo que se debe atribuir no tanto a su naturaleza como a la escasez de invención y de recursos de la mayor parte de los que la cultivan. No resultarán inútiles unas cuantas observaciones sobre esto. La música, que en su origen no estaba quizá destinada a representar más que el ruido, ha llegado poco a poco a ser una especie de discurso o hasta de lengua, con la que se expresan los diferentes sentimientos del alma, o más bien sus diferentes pasiones; pero, ¿por qué reducir esta expresión a las simples pasiones, y no extenderla todo lo posible a las sensaciones mismas? Aunque las percepciones que recibimos por diversos órganos difieren entre ellas tanto como sus objetos, se puede, no obstante, compararlas desde otro punto de vista que les es común, es decir, por la situación de gozo o de desagrado en que ponen a nuestra alma. Un objeto que causa miedo, un ruido terrible, producen en cada uno de nosotros una noción por la cual podemos llegar a ellos hasta cierto punto, y que solemos designar en uno y en otro caso, o con el mismo nombre, o con nombres sinónimos. No veo, pues, por qué un músico que tuviera que pintar un obejto que causa miedo no podría conseguirlo buscando en la Naturaleza la especie de ruido que puede producir en nosotros la emoción más semejante a la que este objeto suscita. Lo mismo digo de las sensaciones agradables. Pensar de otro modo sería querer restringir los límites del arte y de nuestros placeres. Reconozco que la pintura de que se trata exige un estudio sutil y profundo de los matices que distinguen nuestras sensaciones, pero no hay que esperar que esos matices sean aquilatados por un talento ordinario. Captados por el hombre de genio, sentidos por el hombre de gusto, percibidos por el homre inteligente, escapan a la multitud. Toda música que no pinta nada no es más que ruido, y a no ser por la costumbre que todo lo desnaturaliza, apenas causaría más deleite que una serie de palabras armoniosas y sonoras sin orden ni trabazón. Verdad es que un músico atento a pintarlo todo nos presentaría en varias circunstancias cuadros de armonía que no estarían hechos para sentidos vulgares; pero la única conclusión que se debe sacar de esto es que, después de haber hecho un arte de la enseñanza de la música, se debiera hacer otro arte del escucharla.

Terminaremos aquí la enumeración de nuestros principales conocimientos. Si los consideramos ahora todos juntos y buscamos los puntos de vista generales que pueden servir para discernirlos, encontramos que unos, puramente prácticos, tienen por objeto la ejecución de alguna cosa; que otros, simplemente especulativos, se limitan al examen de su objeto y a la contemplación de sus propiedades; que otros, en fin, sacan del estudio especulativo de su objeto el uso que de él puede hacerse en la práctica. La especulación y la práctica constituyen la principal diferencia que distingue las Ciencias de las Artes, y siguiendo aproximadamente esta noción, se ha dado uno u otro nombre a nuestros conocimientos. Hay que reconocer, a pesar de ello, que nuestras ideas no son todavía fijas a este respecto. Muchas veces no se sabe qué nombre dar a la mayor parte de los conocimientos en los que la especulación se une a la práctica, y todos los días se discute, por ejemplo, en las escuelas si la Lógica es un arte o una ciencia; el problema quedaría resuelto en seguida contestando que es a la vez ambas cosas. ¡Cuántas cuestiones y cuántas dificultades se ahorrarían si se determinara al fin el significado de las palabras de una manera clara y precisa!

Se puede en general dar el nombre de Arte a todo sistema de conocimientos que se pueden reducir a reglas positivas, invariables e independientes del capricho o de la opinión, y, en este sentido, podría decirse que varias de nuestras ciencias son arte, consideradas en su aspecto práctico. Pero así como hay reglas para las operaciones del entendimiento o del alma, las hay también para las del cuerpo, es decir, para las que, limitadas a los cuerpos exteriores, sólo necesitan de la mano para ser ejecutadas. De aquí la distinción de las artes en liberales y en mecánicas, y la superioridad que se concede a las primeras sobre las segundas. Esta superioridad, es sin duda, injusta en varios aspectos. No obtante, en todo prejuicio, por muy ridículo que pueda ser, hay su razón, o, mejor dicho, su origen, y muchas veces la filosofía, impotente para corregir los abusos, puede al menos averiguar la fuente de los mismos. Como la fuerza del cuerpo ha sido el primer principio que ha hecho inútil el derecho que todos los hombres tenían a ser iguales, los más débiles, siempre en mayor número, se han unido para reprimirla, y han establecido, con ayuda de las leyes y de las diferentes clases de gobiernos, una desigualdad convenida cuyo principio no es ya la fuerza. Una vez bien afianzada esta desigualdad, los hombres, reuniéndose con razón para conservarla, no han dejado de reclamar secretamente contra ella por ese deseo de superioridad que nada puede destruir en ellos. Han buscado, pues, una especie de compensación en una desigualdad menos arbitraria, y como la fuerza encadenada por las leyes no puede ya ofrecer ningún medio de superioridad, se han visto reducidos a buscar en la diferencia de los espíritus un principio de desigualdad tan natural como la fuerza más apacible y más útil a la sociedad. Así la parte más noble de nuestro ser se ha vengado en cierto modo de las primeras ventajas que la parte más vil había usurpado, y los talentos del espíritu han sido generalmente reconocidos como superiores a los del cuerpo. Dependiendo las artes mecánicas de una operación manual, y bajo la servidumbre, permítaseme la expresión, de una especie de rutina, han sido abandonadas a los hombres que los prejuicios han situado en la clase más baja. La indigencia que ha obligado a estos hombres a dedicarse a trabajo tal, más a menudo que ha podido llevarlos a él el gusto y el genio, ha sido luego una razón para despreciarlas, que tanto daña la indigencia a todo lo que la acompaña. En cuanto a las operaciones libres del espíritu, han sido el lote de los que se han creído, en este punto, más favorecidos por la Naturaleza. Pero la ventaja que tienen las artes liberales sobre las artes mecánicas, por el trabajo que las primeras exigen del espíritu y por la dificultad de distinguirse en ellas, queda suficientemente compensada por la utilidad muy superior que las últimas procuran para la mayoría. Esta utilidad misma es lo que ha obligado a reducirlas a operaciones puramente maquinales, para facilitar la práctica de las mismas á un mayor número de hombres. Pero la sociedad, que respeta con justicia a los grandes genios que la iluminan, no debe envilecer las manos que la sirven. El descubrimiento de la brújula es tan importante para el género humano como lo sería para la física la explicación de las propiedades de esta aguja. En fin, si consideramos en sí mismo el principio de la distinción de que hablamos. ¡hay tantos supuestos sabios cuya ciencia no es en realidad más que un arte mecánico! Y ¿qué diferencia real existe entre una cabeza llena de hechos sin orden, sin aplicación y sin relación, y el instinto de un artesano reducido a la ejecución maquinal?

El desprecio que se siente por las artes mecánicas parece haber influido hasta cierto punto sobre sus inventores mismos. Los nombres de estos bienhechores del género humano son casi todos desconocidos, mientras que la historia de sus destructores, o sea de los conquistadores, no lo ignora nadie. Sin embargo, es acaso en los artesanos donde hay que buscar las más admirables pruebas de la sagacidad del entendimiento, de su paciencia y de sus recursos. Reconozco que la mayor parte de las artes han sido inventadas muy lentamente y que se han necesitado muchos siglos para llevar, por ejemplo, los relojes al punto de perfección en que los vemos actualmente. Pero ¿no ocurre lo mismo con las ciencias? ¿Cuántos descubrimientos que han inmortalizado a sus autores no habían sido preparados por los trabajos de los siglos precedentes, muchas veces incluso llevados a su madurez, hasta el punto de no requerir ya sino un paso que dar? Y para no salir de la relojería. ¿por qué aquellos a quienes debemos la espiral de los relojes, el disparador y la repetición no son tan estimados como los que han trabajado sucesivamente en perfeccionar el álgebra? Por otra parte, si hemos de creer a algunos filósofos a quienes ei desprecio de la multitud por las artes no les ha impedido estudiarlas, hay ciertas máquinas tan complicadas y cuyas partes todas dependen de tal modo una de otra, que es difícil que su invención se deba a un solo hombre. Ese genio raro cuyo nombre ha quedado enterrado en el olvido, ¿no hubiera sido muy digno de figurar junto al pequeño número de espíritus creadores que nos han abierto caminos nuevos en las ciencias?

Entre las artes liberales que han sido reducidas a principios, las que se proponen la imitación de la Naturaleza han sido denominadas Bellas Artes, porque su principal objeto es el placer. Pero no es esto lo único que las distingue de las artes liberales más necesarias o más útiles, como la Gramática, la Lógica y la Moral. Estas últimas tienen reglas fijas y determinadas, que todo hombre puede trasmitir a otro, mientras que la práctica de las Bellas Artes consiste principalmente en una invención que no toma apenas leyes más que del genio; las reglas que se han escrito sobre estas artes no son propiamente más que la parte mecánica de las mismas; producen aproximadamente el efecto del telescopio: sólo ayudan a los que ven.

De todo lo que hemos dicho hasta aquí, resulta que las diferentes maneras de operar nuestro entendimiento sobre los objetos, y las diferentes aplicaciones que saca de los objetos mismos, son el primer medio que encontramos para discernir en general nuestros conocimientos unos de otros. Todo en ellos se refiere a nuestras necesidades, sea de precisión absoluta, sea de conveniencia o de recreo, sea incluso de costumbre o capricho. Cuanto más lejos y más difíciles de satisfacer son las necesidades, más tardan en aparecer los conocimientos destinados a este fin. ¿Qué progresos no hubiera hecho la Medicina a expensas de las ciencias de pura especulación, si fuera tan exacta como la Geometría? Pero existen además otros caracteres muy señalados en la manera como nos afectan nuestros concimientos y en los diferentes juicios que nuestra alma hace de esas ideas. Estos juicios son designados con las palabras de evidencia, certeza, probabilidad, sentimiento y gusto.

La evidencia corresponde propiamente a las ideas cuya relación percibe el intelecto de pronto; la certeza, a aquellas cuya relación sólo puede ser conocida con auxilio de cierto número de ideas intermedias, o, lo que es lo mismo, a las proposiciones cuya identidad con un principio evidente por sí mismo no puede ser descubierta sino a través de un circuito más o menos largo, de donde se deduce que, según la naturaleza de los intelectos, lo que es evidente para uno puede a veces no ser más que cierto para otro. Podría también decirse, tomando en otro sentido las palabras de evidencia y certeza, que la primera es el resultado de las únicas operaciones del intelecto y se refiere a las especulaciones metafísicas y matemáticas, y que la segunda es más propia de los objetos físicos, cuyo conocimiento es fruto de la relación constante e invariable de nuestros sentidos. La probabilidad corresponde principalmente a los hechos históricos, y, en general, a todos los acontecimientos pasados, presentes o futuros que atribuimos a una especie de azar porque no averiguamos las causas. La parte de este conocimiento que tiene por objeto el presente y el pasado, aunque sólo se basa en el simple testimonio, produce a veces en nosotros una persuasión tan fuerte como la que nace de los axiomas. El sentimiento es de dos clases. Una de ellas, destinada a las verdades de la moral, se llama conciencia; es una consecuencia de la ley natural y de la idea que tenemos del bien y del mal, y podríamos llamarla evidencia del corazón, porque, aun siendo tan diferente de la evidencia del entendimiento propia de las verdades especulativas, nos domina con el mismo imperio. La otra clase de sentimiento se refiere particularmente a la imitación de la Naturaleza bella y a lo que se llaman bellezas de expresión. Percibe con arrojo las bellezas sublimes y visibles, descubre con sagacidad las bellezas ocultas y proscribe lo que no tiene sino la apariencia de belleza. Muchas veces hasta pronuncia sentencias severas sin tomarse el trabajo de explicar los motivos, porque esos motivos dependen de una serie de ideas difíciles de desarrollar en el momento, y más difíciles aún de trasmitir a los demás. A esta clase de sentimiento debemos el gusto y el genio, que se distinguen entre sí en que el genio es el sentimiento que crea, y el gusto el sentimiento que juzga.

Después de la explicación que hemos dado sobre las diferentes partes de nuestros conocimientos y sobre los caracteres que los distinguen, sólo nos resta trazar un árbol genealógico o enciclopédico que los reúna bajo un mismo punto de vista y que sirva para señalar su origen y las relaciones que tienen entre ellos. Explicaremos en un momento el uso que pensamos hacer de este árbol. Pero la ejecución del mismo no deja de ofrecer dificultades. Aunque la historia filosófica que acabamos de dar del origen de nuestras ideas sea muy útil para facilitar este trabajo, no hay que creer que el árbol enciclopédico puede ni siquiera debe estar servilmente sujeto a esta historia. El sistema general de las ciencias y de las artes es una especie de laberinto, de camino tortuoso, en el que la inteligencia se interna sin conocer muy bien el rumbo que debe seguir. Acuciado por sus necesidades y por las del cuerpo al que está unido comienza por estudiar los primeros objetos que se le ofrecen; penetra lo más que puede en el conocimiento de estos objetos; no tarda en encontrar dificultades que lo detienen, y sea por la esperanza o incluso por la desesperanza de vencerlos, se lanza a un nuevo camino; vuelve luego sobre sus pasos; franquea a veces las primeras barreras para encontrar otras nuevas; y, pasando rápidamente de un objeto a otro, hace sobre cada uno de estos objetos, en diferentes intervalos y como a saltos, una serie de operaciones en las que la discontinuidad es un efecto necesario de la misma generación de sus ideas. Pero este desorden, por muy filosófico que sea por parte del espíritu, desfiguraría, o más bien destruiría enteramente un árbol enciclopédico en el que quisiéramos representarlo.

Por otra parte, como ya lo hemos indicado al hablar de la Lógica, la mayor parte de las ciencias en las que se consideran comprendidas los principios de todas las demás y que, por esta razón, deben ocupar los primeros lugares en el orden enciclopédico, no observan el mismo rango en el orden genealógico de las ideas, porque no han sido inventadas las primeras. En efecto, nuestro estudio primero ha debido ser el de los individuos; sólo después de considerar sus propiedades particulares y palpables, hemos examinado, por abstracción de nuestro intelecto, las propiedades generales y comunes y formado la Metafísica y la Geometría; sólo después de un largo uso de los primeros signos, hemos perfeccionado el arte de esos signos hasta el punto de crear una ciencia de los mismos; sólo, en fin, después de una larga serie de operaciones sobre los objetos de nuestras ideas, hemos dado, por reflexión, reglas a esas mismas operaciones.

Por último, el sistema de nuestros conocimientos se compone de diferentes ramas, varias de las cuales tienen un mismo punto de unión; y como, partiendo de este punto, no es posible internarse a la vez en todos los caminos, lo que determina la elección es la naturaleza de los diferentes intelectos. Por eso es bastante raro que una misma mente recorra a la vez gran número de sendas. En el estudio de la Naturaleza, los hombres han comenzado por dedicarse todos, como de acuerdo, a satisfacer las necesidades más urgentes; pero cuando han llegado a los conocimientos menos absolutamente necesarios, han tenido que distribuírselos y avanzar cada cual por su lado, aproximadamente al mismo paso. Por eso han sido contemporáneas, por decirlo así, varias ciencias; pero, en el orden histórico de los progresos del espíritu, sólo sucesivamente se las puede abarcar.

No ocurre lo mismo en el orden enciclopédico de nuestros conocimientos. Este último consiste en reunirlos en el espacio más pequeño posible y en situar, por decirlo así, al filósofo por encima de ese vasto laberinto, en un punto de vista muy alto desde donde pueda dominar a la vez las ciencias y las artes principales, abarcar de una ojeada los objetos de sus especulaciones y las operaciones que puede hacer sobre estos objetos; distinguir las ramas generales de los conocimientos humanos, los puntos que los separan o que los unen, y hasta entrever a veces los caminos secretos que los unen. Es una especie de mapamundi que debe mostrar los principales países, su posición y su dependencia mutua, el camino en línea recta que hay de uno a otro, camino muchas veces ocupado por mil obstáculos que sólo pueden conocer en cada país los habitantes o los viajeros, y que sólo pueden ser mostrados en mapas particulares muy detallados. Estos mapas particulares serán los diferentes artículos de la Enciclopedia, y el mapamundi será el Arbol o Sistema figurado.


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