Índice de Elogio de la estupidez de Erasmo de RotterdamAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

SALUDO A MARTÍN DORP

Primera parte

Un amigo mío de Amberes me enseñó una copia de tu carta -no el original- sin que yo haya podido averiguar cómo la obtuvo. Noto que lamentas lo poco afortunado de la publicación de la Estupidez, que celebras entusiastamente mi dedicación a la restauración de la obra de San Jerónimo y que rechazas una nueva edición del Nuevo Testamento.

Mi querido Dorp, lejos de molestarme, tu carta hace que me seas mucho más estimado que nunca. ¡Tal es el encanto de tu consejo, el afecto de tus observaciones y el tono cordial de tu crítica! La caridad cristiana tiene el regalo de mantener su dulzura natural aun en medio de su severidad. Recibo, cotidianamente, muchas cartas de eruditos que alaban como la gloria de Alemania, el sol y la luna, y acumulan por puro cumplimiento títulos estupendos hasta sentirme abrumado. Juro por mi vida que ninguna de ellas me ha generado tanta alegría como la carta de crítica de mi amigo Dorp. Como bien dijo Pablo, la caridad no falla nunca: si alaba, busca hacer el bien, si amonesta, su intención es la misma.

Quisiera contestar entonces a tu carta despacio, sabiendo que tengo un gran amigo. Estoy muy interesado por tu aprobación a cuanto yo hago, ya que tengo en tan alta consideración tu condición casi divina, tu saber extraordinario y tu muy acertado criterio que prefiero el voto de Dorp al de tantas otras personas. Mientras estaba todavía enfermo por el cruce del canal y cansado de la cabalgata y ocupado en ordenar mi equipaje pensé que sería mejor responder a un amigo del modo que fuese, que dejarlo en semejante opinión. Como tampoco quiero pensar si tu carta es una cuestión personal u otros te la metieron en la cabeza, obligándote a escribirla, disimulados tras un disfraz ajeno.

En primer lugar, quiero ser honesto y confesarte que casi me arrepiento de haber publicado la Estupidez. Ese librito me trajo fama o, si lo prefieres, cierto renombre. Sin embargo, yo no suelo mezclar la gloria con el odio, y bien sabe el cielo que lo que el pueblo entiende por fama no es otra cosa que una palabra vacía y una herencia pagana.

Por ahí quedan todavía varias de estas expresiones entre los cristianos como llamar inmortalidad al renombre que uno deja a la posteridad, y virtud al gusto por cualquiera de las artes. Mi único fin en la publicación de todos mis libros ha sido siempre hacer algo útil con mi trabajo. Y de no conseguirlo, por lo menos no lastimar a nadie. Tenemos ejemplos de grandes hombres que abusaron de su saber para servir a sus pasiones: uno canta sus locos desvaríos; otro usa la adulación para conseguir un favor; éste, provocado por el insulto, convierte su pluma en un arma, y aquél hace sonar su propia trompeta y canta sus propias alabanzas dejando pequeños a Tasón o Pirgopolinice.

Acepto que mi inteligencia es obtusa y mi doctrina poco sólida, pero al menos siempre he querido hacer todo el bien que pueda, o aunque sea no ofender a nadie. Se sabe que Homero se ensañó con Tersites, presentando una caricatura cruel en La Ilíada. Platón criticó duramente a infinidad de personas en sus diálogos. ¿Y a quién perdonó Aristóteles, que ni siquiera se apiadó de Platón ni de Sócrates? Demóstenes desató su furia sobre Esquines, Cicerón sobre Pirro, Salustio y Antonio. Y muchos de los nombres citados por Séneca son víctimas del ridículo y del desprecio.

Si consideramos los ejemplos cercanos, Petrarca convirtió su pluma en un puñal contra un médico, Lorenzo contra Poggio y Policiano contra Scala. ¿Hay algún autor por sereno y humilde que sea que haya dejado de arrojarse furioso contra otro? Incluso San Jerónimo, tan austero y piadoso, no dejó de atacar a Vigilancia, discutir con Joviniano y gritar fuera de sí contra Rufino. Los sabios suelen confiar al papel sus alegrías y tristezas, como amigo fiel en cuyo pecho se puede descargar toda la inquietud del corazón. Efectivamente, se pueden encontrar personas cuya sola intención al escribir un libro es esparcir todas sus emociones y así transmitirlas a la posteridad.

Pero volviendo a mi caso, ¿me puedes decir a quién he ofendido o rebajado en lo más mínimo su reputación con los muchos libros que he publicado? ¿A qué país, clase de personas o individuo he atacado directamente? Y apenas percibís, mi querido Dorp, las veces en que he estado a punto de hacerlo bajo la provocación de insultos que nadie aguantaría. Sin embargo, siempre he vencido mi rencor y mi amargura más de lo que la posteridad pudiera creer y más de lo que la baja calidad de mis acusapores merecería. Si los demás supieran los hechos como yo los conozco, nadie me juzgaría un censor tan mordaz, sino más bien justo, prudente y razonable. Entonces me pregunto, ¿por qué se meten en mis sentimientos? ¿Y por qué cualquier crítica mía debe influir en otros países y tiempos lejanos? Tendré que hacer lo que yo considere justo, no ellos.

Por otro lado, no tengo enemigo a quien no quisiera hacer mi amigo, si esto me fuera posible. ¿Por qué debería cerrarle el camino o debería escribir contra un enemigo cosas que luego podría lamentar como compuestas contra un amigo? ¿Por qué manchar con mi pluma a un personaje que, aun cuando lo merezca, ya nunca podré limpiar? Prefiero equivocarme, elogiando a quien no lo merece, que castigar a quien es digno de recriminación. El elogio infundado pasa por ingenuidad en quien lo hace. Pero si se pinta con verdaderos colores a alguien que no merece otra cosa que la reprobación, esto se atribuye a tu juicio equivocado, no a sus faltas. No quiero hablar aquí de cómo puede estallar a veces una guerra muy seria como consecuencia de unos insultos que terminan en represalias, y de cómo se propaga un peligroso incendio gracias a las injurias de una y otra parte. Pero si no es cristiano volver ofensa por ofensa, también es impropio obrar por resentimiento intercambiando ultrajes como las mujeres.

Argumentos como éstos son los que me han llevado a quitar toda maldad e ironía de mis escritos, sin nombrar a quienes actúan mal en ellos. Mi objetivo en la Estupidez fue justamente el mismo que en mis otros textos. Solamente el estilo fue distinto. En el Enchiridion simplemente traté de mostrar la vida cristiana. En mi librito Educación del príncipe cristiano presenté unas sinceras orientaciones para la enseñanza de un gobernante. En mi Panegírico hice lo mismo bajo el velo del elogio que había hecho de manera explícita en otra parte. Y en la Estupidez expuse las mismas ideas que en el Enchiridion, pero en broma. Quise aconsejar, no criticar; hacer el bien, no insultar; trabajar, pero no contra los intereses de los hombres.

Platón, un filósofo tan serio, aprueba las famosas rondas de bebedores en los banquetes porque está convencido de que determinados vicios no los corrige la austeridad, sino la alegría del vino. Y Horacio cree que una advertencia en broma es tan efectiva como una en serio. ¿Quién puede impedir -dice- que burlando se digan las verdades? También lo entendieron así los antiguos sabios que prefirieron ofrecer los más saludables consejos en forma de fábulas supuestamente infantiles. Porque la verdad puede parecer dura al no estar adornada; pero si tiene delante algo atractivo, puede introducirse más fácilmente en la mente de los mortales. Ésta es sin duda la miel que los especialistas en Lucrecio recomiendan untar en la copa de ajenjo que prescriben para los niños.

¿Los príncipes antiguos no hicieron lo mismo al traer a los bufones a sus cortes con el fin de exhibir y corregir determinadas faltas a través de su palabra sincera e inofensiva? Quizás esté bien agregar a esta lista al mismo Cristo. Pero si debemos comparar completamente las cosas divinas a las humanas, sus parábolas tienen evidentemente alguna correspondencia con las viejas fábulas. La verdad del Evangelio penetra en el espíritu más dulcemente, se asienta mejor en él si va envuelta en atractivos. Esto ya es confirmado extensamente por San Agustín en su obra Sobre la Doctrina Cristiana. Yo mismo fui testigo de la desorientación del vulgo gracias a las opiniones más absurdas en todos los aspectos de la vida. Quise encontrar el remedio más que el éxito. Y por fin creí haber encontrado un modo de introducirme en ese mundo de espíritus demasiado débiles y de curarlos de una forma agradable. Había advertido cómo un método alegre y atractivo como éste da en muchos casos felices resultados.

Si me contestas que el personaje interpretado por mí es demasiado frívolo para presentar una discusión de cuestiones tan serias, estoy dispuesto a aceptar que me equivoqué. Reclamo contra la acusación de ser demasiado riguroso, no del de loco o estúpido. Aunque también podría defenderme de éste con sólo traer el ejemplo de los muchos hombres serios a quienes escuché en el breve prólogo a la obra.

¿Es que podía hacer otra cosa? Recién volvía de Italia y era huésped de mi amigo Moro cuando un ataque de riñón me impidió salir fuera de casa durante varios días. Todavía no habían llegado mis libros, y aunque hubiesen llegado mi enfermedad no me permitiría dedicarme a estudios profundos. Sin nada que hacer por delante empecé a distraerme con el elogio de la estupidez, sin idea de publicarlo, sólo como distracción del dolor que me aquejaba. Una vez empezado, permití que algunos amigos revisaran el manuscrito para así aumentar la distracción compartiendo la broma. Quedaron encantados y me animaron a continuar. Hice lo que me pedían y en una semana, más o menos, terminé el trabajo. Demasiado tiempo para un asunto tan liviano.

Luego, los amigos que me habían animado a escribir la obra se la llevaron a Francia, donde fue impresa, si bien tomándola de una copia llena de faltas y recortada. No sé si gustó o no; lo cierto es que en el lapso de unos meses se imprimió siete veces, y en diversos lugares. Yo mismo quedé admirado de la aprobación del público. Mi querido Dorp, si a esto lo llamas insensatez o estupidez entonces confieso mi culpabilidad o, al menos, no me defiendo. Hice el loco cuando no tenía nada que hacer, incitado por los amigos, y es la primera vez que lo he hecho en mi vida. ¿Quién en todo momento es cuerdo? Tú mismo aceptas que mis otros textos han sido recibidos entusiastamente en todos lados por hombres piadosos y sabios. Pero dime: ¿quiénes son esos hombres tan severos, o mejor, esos areopagitas que no perdonan a un hombre que se cayó en la insensatez una sola vez? ¿Pueden ser tan quisquillosos como para sentirse ofendidos por un librejo ridículo y quitar el crédito rápidamente a un escritor que lo ha logrado tras incontables horas de arduo trabajo? Podría presentar varias más estupideces tomadas de otras fuentes más estúpidas que la mía. Incluso de célebres teólogos que inventan tediosas polémicas, invitan a la lucha dialéctica y pelean entre sí como si lucharan pro aris et focis.

Asimismo representan sin ninguna máscara todas estas farsas absurdas, más ridículas que las mismas de Atella. Por el contrario, yo soy mucho más reservado. Cuando quise hacer el loco lo hice en el personaje de la locura. Y así como en Platón, Sócrates enmascara su rostro para poder cantar las loas al amor, así yo me enmascaré en mi comedia.

Comentas que incluso las personas a quienes no agrada el tema admiran mi inteligencia, mi erudición y mi elocuencia, pero se sienten heridos por mi excesiva ironía. Para mí tus críticas son cumplidos superiores a los que yo querría. No estoy acostumbrado a elogios como éstos, viniendo como vienen de aquéllos en quienes no encuentro inteligencia, erudición, ni elocuencia. Mi querido Dorp, si estuviesen mejor dotados no se molestarían tanto por bromas que buscan hacer el bien más que ser una exhibición ingeniosa y erudita. Te pido en nombre de las musas que me digas qué clase de ojos, oídos y gusto tiene esta gente cuando se enoja por la ironía de semejante libro.

Entonces, en primer lugar, ¿qué ironía puede haber cuando no se nombra a nadie, ni se ataca a nadie en particular, excepto a mí? Deberían recordar lo que repite siempre San Jerónimo: que una imputación general de las faltas no ofende a ningún individuo particular. Y si alguien se enoja, no tiene por qué culpar al autor. Puede interrogarse a sí mismo, si quiere, ya que se delata a sí mismo, ya que en las palabras dirigidas a cualquiera, no a un particular, siente un ataque personal. ¿No está claro que he procurado en todo momento no mencionar por su nombre a personas y pueblos a quienes no quería criticar con demasiado rigor?

En la parte donde examino las formas de amor propio que son típicos de cada país, asigno la gloria militar a los españoles, las artes y la elocuencia a los italianos, la urbanidad y la comida exquisita a los ingleses, etc.; o sea, todo lo que cada uno puede reconocer en sí mismo sin contrariedad o lo que verdaderamente puede oír con una sonrisa. Luego, cuando repaso a todos los tipos de hombres -siguiendo el plan que me había armado para la obra- y voy anotando las faltas propias de cada uno, ¿alguna vez he lanzado una palabra hiriente o desagradable al oído? ¿Dónde escondo la ciénaga de los vicios? ¿O dónde sacudo la secreta cámara de la vida humana?

Todos sabemos cuánto se podría señalar contra pontífices indignos, obispos y sacerdotes corruptos y príncipes viciosos, en resumen, contra cualquier clase social, si con Juvenal no me avergonzara de confiar al papel asuntos de los que muchos no se avergüenzan. Me he limitado a apuntar lo que hay de cómico y de ridículo en el hombre, no lo aborrecible. Pero de tal modo que, de paso, toco cosas serias y oriento en lo que creo que la gente debe oír.

Entiendo que no tienes tiempo para bajar a estas pequeñeces, pero te pido que, cuando tengas tiempo, intentes fijarte en estas bromas ridículas de la locura. Estoy seguro de que las encontrarás mucho más afines con las ideas de los evangelistas y apóstoles que las disquisiciones de determinados teólogos, las cuales ellos suponen magníficas y, como tales, dignas de los grandes maestros. En tu carta tú mismo reconoces que la mayoría de lo que escribo es verdad. Pero crees que no es bueno rascar la herida del delicado oído con la verdad descarnada. Si consideras que nunca se debe hablar con libertad y que la libertad sólo se debe decir cuando no molesta, ¿por qué los médicos prescriben drogas amargas y utilizan de la hieraprica entre sus remedios más eficaces? Si quienes curan las enfermedades del cuerpo utilizan estos métodos, no veo por qué no deberíamos emplear los mismos a la hora de curar las enfermedades del alma. San Pablo dice: Te coloco delante de Dios a que discrepes y reprendas a tiempo y a destiempo. Si el apóstol quiere atacar las faltas desde todos los flancos, ¿cómo pretendes tú no tocar la herida, aun cuando se haga con tal delicadeza que nadie pueda molestarse a menos que él mismo quiera sentirse molesto?

En definitiva, si existe algún medio para que la gente corrija sus faltas sin lastimar a nadie, la manera más correcta es no publicar sus nombres. Otro modo sería callarse cosas que lastimen los oídos de las personas sensibles. Porque, así como determinadas escenas de la tragedia son demasiado crudas para ser presentadas a los espectadores -y es mejor su simple narración-, del mismo modo, en la vida de los hombres hay situaciones de elevada obscenidad para que puedan presentarse con decencia. Por último, si se ponen en labios de un personaje cómico de manera que agraden y diviertan, el mismo humor de la palabra impide cualquier ofensa. ¿Acaso no hemos visto todos cómo una broma oportuna y a tiempo tiene eficacia sobre los mismos tiranos?

Efectivamente, ¿piensas que una solicitud o argumento hubiera calmado mejor la ira del gran rey Pirro que la broma que le hizo el soldado? Porque -dijo- si nuestra tinaja no nos hubiese delatado, habríamos dicho peores cosas de ti. El rey rió y lo perdonó. Sus razones tuvieron los dos mayores oradores, Cicerón y Quintiliano para establecer las reglas para suscitar la risa. El poder del lenguaje con chispa y gracia es tan eficaz que hasta podemos disfrutar de una indirecta bien hecha dirigida contra nosotros, como lo comprueba la historia de Julio César.

Si aceptas la verdad de esto que digo, si te parece esto una broma y no una obscenidad, ¿qué medio mejor se puede utilizar para curar los males comunes de los hombres? En primer lugar, el placer es el que capta la atención del lector y el que la mantiene. En segundo, dos lectores no buscan lo mismo, pero el placer los somete a todos, a menos que alguien sea tan estúpido que no sienta el placer de la palabra escrita. Esos que se ofenden por un libro en el cual no se mencionan nombres creo que se parecen a esas mujeres estúpidas que se molestan si alguien critica a una mujer de mala vida, como si el insulto fuese para todas ellas. En cambio, si se elogia a las mujeres virtuosas se sienten halagadas como si un elogio a una de ellas se aplicara a todo su sexo. ¡Ojalá que los hombres estuviesen ajenos a esta tontería! ¡Y mucho más quienes se suponen sabios! ¡Y especialmente los teólogos!

Si se me acusa de algo de lo cual no me siento culpable, no me ofendo, me felicito a mí mismo por haber escapado a los males de quienes noto que tantos son víctimas. Pero si algo me afecta y me veo reflejado, tampoco hay razón para sentirme enfadado. Si soy prudente, esconderé mis sentimientos y no me delataré a mí mismo. Si soy honesto, actuaré con cautela asegurándome de que en adelante no se me censure personalmente que descubra delatado en términos generales. ¿No podemos tratar a ese libro mío como el vulgo ignorante trata a las comedias populares? ¡Cuántas acusaciones, y con qué desenvoltura atacan a monarcas, sacerdotes, monjes, mujeres, maridos! ¿Y contra quién no?

Pero no obstante, como nadie es atacado por su nombre, todo el mundo ríe y acepta sin rodeos o esconde con disimulo las propias debilidades. Los más terribles tiranos toleran a bufones y payasos, aunque algunas veces los sacuda la desvergüenza de insultos directos. El mismo emperador Vespasiano no se inmutaba cuando alguien decía que su cara parecía como si estuviese defecando. Así, ¿quiénes son esas personas tan quisquillosas que protestan porque la Estupidez se ríe de la vida común de los hombres sin señalarlos? La Comedia Antigua nunca hubiese sido silbada si se hubiese desistido de lanzar al aire los nombres de personas bien conocidas.

Querido Dorp, por tu carta advierto que mi libro de la Estupidez ha indispuesto contra mí a todo la comunidad de los teólogos. ¿Por qué tuviste que atacar a los teólogos con tanto rigor? -me preguntas, lamentando la suerte que me espera-. Hasta aquí, todo el mundo quería leer tus libros y quiere conocerte en persona. Ahora la Estupidez, como Davo, lo ha complicado todo.

Estoy seguro que dices esto con la mejor intención y quiero contestarte con sinceridad. ¿Realmente piensas que toda la cofradía de los teólogos se enoja si se dice algo contra teólogos estúpidos o deshonestos que no merecen tal título? Si ésta fuese la norma por seguir, nadie podría decir una palabra contra criminales sin ganarse como enemiga a toda la humanidad. ¿Se atreverá cualquier rey a negar que ha habido varios reyes innobles, indignos del trono que ocuparon? ¿Y obispo tan soberbio que no acepte esto mismo de su propia orden? ¿Los teólogos son la única cofradía que puede presumir que no ha tenido en su seno ningún estúpido, ignorante y fastidioso? ¿O es que debemos asentir que todos son Pablos, Basilios o Jerónimos?

Por el contrario, creo que cuanto más distinguida es una profesión, menos son quienes pueden responder a esta exigencia. Descubrirás mejores capitanes que príncipes, mejores sabios que obispos. Esto no es una crítica contra una orden o cuerpo, más bien es un homenaje a los pocos que se han comportado con nobleza en el más noble de los sentidos. Entonces, ¿por qué deberían sentirse injuriados los teólogos -si es que verdaderamente se han sentido- más que los reyes, los nobles o magistrados y más que los obispos, cardenales y sumos pontífices? ¿O más que los comerciantes, maridos, mujeres, amantes y poetas -ya que la Estupidez no excluye a ninguno de los mortales- a menos que sean tan estúpidos que a sí mismos se apliquen cualquier tipo de crítica general dirigida a los hombres deshonestos?

San Jerónimo dedicó un libro a Julia Eustoquio. En él hace el retrato de las falsas vírgenes tan perfectamente que ni un segundo Apeles lo podría ver tan vivamente a sus ojos. ¿Acaso se molestó Julia? ¿Se enojó con Jerónimo por haber injuriado la orden de las vírgenes? Para nada. ¿Y por qué no? Porque una virgen sensible nunca podía pensar que la crítica de sus falsas hermanas se dirigía a ella. Mejor debemos pensar que agradeció tal reproche que prevenía a las buenas contra el peligro de alteración, y por el cual las malas podían aprender a cambiar sus caminos.

San Jerónimo escribió Sobre la vida de los clérigos, que dedicó a Nepociano. Escribió también Sobre la vida de los monjes, texto dedicado a Rústico. Hizo un vivo retrato de ambos cuerpos, con una crítica amarga e incisiva de sus vicios. Ninguno de los dos se creyó insultado, ya que sabía que nada se aplicaba a ellos. ¿Por qué William Mountjoy -de ningún modo el menor de la nobleza cortesana- no rompe su amistad conmigo por las abundantes bromas de la Estupidez sobre los cortesanos? Simplemente porque es tan sensible como honesto, y piensa lúcidamente que la crítica de los nobles malos y estúpidos no tiene nada que ver con él. ¿Cuántas bromas no hace Estupidez a costa de obispos deshonestos y frívolos? Entonces, ¿por qué el arzobispo de Canterbury no se siente ofendido? Porque es un hombre modelo de todas las virtudes y ninguna de ellas va dirigida contra él.

No hace falta seguir y nombrar a los príncipes soberanos y demás obispos, abates, cardenales y sabios ilustres. Ninguno de los ellos ha mostrado el más mínimo signo de desaprobación de la Estupidez. Por lo que me concierne, no puedo creer que algunos teólogos estén ofendidos por este libro, a no ser esos pocos que no lo comprenden, o que son tan envidiosos o resentidos por naturaleza que nada aprueban. Entre ellos hay algunos -todos lo saben- con tan poco talento y juicio que son incapaces de cualquier estudio y menos de la teología. Luego de aprender unas cuantas reglas de gramática tomadas de Alejandro de Villadieu y a manejar cierto tipo de sofistería, agarran diez proposiciones de Aristóteles y otros tantos tópicos sacados de Scoto o de Ockham y los memorizan sin comprenderlos. Esperan completar esta formación con el Catholicon el Mammetrectus y otros diccionarios del mismo tipo que les sirven como cuerno de la abundancia. ¡Si vieras qué erguidas llevan sus cabezas! ¡Nada tan altanero como la ignorancia!

Tales personas consideran a San Jerónimo un simple gramático, porque no llegan a comprenderlo. Se burlan del griego y del hebreo e incluso del latín y, aunque son más lerdos que cerdos, no tienen sentido común, creyéndose en la cima de la sabiduría. Censuran, condenan y sentencian todo; no tienen dudas ni vacilaciones y lo saben todo. Lo llamativo es que estos dos o tres sujetos habitualmente crean problemas importantes. ¡Tan testaruda, tan insolente es su ignorancia!

Éstos son quienes se dedican a complotar contra el verdadero saber. Anhelan con ser algo en el consejo de los teólogos y les horroriza la simple idea de que un florecimiento del saber a una nueva vida los mostrará completamente ignorantes, ya que hasta aquí se los creía como conocedores de todo. Se destacan en el grito y la oposición, el ataque sistemático a hombres que se sacrifican a la verdadera ciencia. Son quienes rechazan Estupidez porque no saben griego ni latín. Si una palabra dificil aparece contra estos falsos teólogos que sólo piensan en hostigar, ¿tiene eso algo que ver con los verdaderos teólogos, una orden de auténtica distinción? Si es su piedad lo que los molesta, ¿por qué su furia va particularmente dirigida contra la Estupidez? ¿No hay mucha más impiedad, indecencia e invectiva en los escritos de Poggio? Sin embargo, en todas partes se lo aplaude como autor cristiano y se lo traduce a casi todas las lenguas. ¿Acaso Pontiano no ataca al clero con insultos y afrentas? Y, no obstante, se lo lee por su gracia e inventiva. ¿No hay más obscenidad en Juvenal? Y la gente cree que da buenas lecciones incluso desde el púlpito. Tácito no perdonó insultos y Suetonio acometió con hostilidad contra los cristianos. Plinio y Luciano se burlaron de la idea de la inmortalidad del alma. Y, no obstante, todos los leen por su sabiduría. ¡Yo con razón! Sólo la Estupidez es inadmisible porque se divirtió a sí misma con sus ocurrencias no a costa de los verdaderos teólogos, sino contra vulgares discordias de ignorantes que alardean del inadmisible título de Nuestro Maestro.

Dos o tres de esos charlatanes, disfrazados con la teología a la moda, no dejan de destilar antipatía contra mí, porque yo he avergonzado y deformado al cuerpo teologal. Por mi parte, tanto valoro el saber teológico que no llamo ciencia a ningún otro. Estimo y elogio a la orden teologal tanto que yo mismo soy miembro de él y no quiero pertenecer a ninguno otro, si bien la mesura no me permite mostrar tan célebre título. Conozco las exigencias del saber y la vida que requiere el nombre de teólogo. Hay algo en la profesión de la teología que está por encima de la capacidad humana. Es un honor propio de obispos, no de personas como yo.

Me alcanza con saber el axioma de Sócrates: Sólo sé que no sé nada, y con dedicar mis esfuerzos a ayudar a otros en todo lo posible en sus estudios. Y en verdad que no encuentro a esos dos o tres teólogos semidioses que tú dices me tienen tan poca simpatía. Desde la publicación de la Estupidez he estado en varios lugares, he vivido en universidades y grandes ciudades y nunca me he topado con ningún teólogo enojado conmigo. A su vez, naturalmente, de uno o dos de esos que rechazan los estudios liberales. Y aun éstos nunca han presentado una queja a mis oídos. No me interesa mucho lo que digan a mis espaldas, sobre todo cuando tengo conmigo hombres de tanto mérito. Mi querido Dorp, si no temiera que esto pudiese parecer más a orgullo personal que a sinceridad citaría a varios teólogos, todos ellos célebres por su santidad de vida, distinguidos en su saber y de primera fila, algunos de ellos obispos que nunca me brindaron más afecto que a partir de la publicación de la Estupidez.

También agregaría que este pequeño libro lo disfrutan más que yo. Podría citarlos por sus nombres y títulos en este momento si no temiera que tus tres teólogos extendieran su hostilidad a propósito de la Estupidez a hombres tan insignes como éstos. Uno de los responsables de esta triste situación está contigo según creo -y es sólo una sospecha- y si quisiera mostrarlo con auténtico rostro, nadie se asombraría de que a ese individuo no le gustase la Estupidez. Y no me molestaría que no le interesase, ya que tampoco me gusta a mí, pero me molesta menos porque no interese a espíritus como el suyo. Me interesa más la opinión de teólogos sabios y eruditos que en vez de acusarme de severo hasta alaban mi sinceridad y el tacto con que he tratado un tema tan delicado sin sobrepasarme, divirtiéndome sin malicia con algo tan complicado.

Y si me debo limitar a los solos teólogos -porque dices que son los únicos ofendidos- todo el mundo sabe lo mucho que el mundo habla de los falsos teólogos. La Estupidez no se mete con ninguno de ellos. Simplemente, se divierte y se burla de su modo de perder el tiempo en discusiones insignificantes que ni siquiera reprueba. Más bien condena a hombres que se consideran lo máximo en teología y que son tan dedicados a peleas verbales -como dice San Pablo- que no tienen tiempo de leer el Evangelio, ni a los profetas, ni a lós apóstoles.

Mi querido Dorp, ¡ojalá fuesen pocos quienes estén libres de esta acusación! Te podría presentar a quienes han pasado ya de los ochenta y que han perdido buena parte de su vida en bobadas de este tipo, sin siquiera haber abierto los Evangelios. Lo descubrí yo mismo y al final ellos también lo aceptaron.

Sin embargo, ni siquiera en el personaje de la Estupidez osé decir algo que oigo y que los teólogos condenan -me refiero a los verdaderos teólogos, o sea, a hombres honestos, serios e ilustrados que han bebido la enseñanza de Cristo en su misma fuente. Cuando están entre personas ante las cuales pueden liberar sus pensamientos, reprueban el nuevo género de teología surgida en el mundo y deploran que haya desaparecido la vieja teología, mucho más santa y sagrada, tan capaz de reflejar y recordar la doctrina de Cristo. No hablemos de su falta de base: monstruosa, bárbara, artificial, completamente insensible a las artes liberales y a las lenguas clásicas.

Esta nueva teología está tan enviciada por Aristóteles, por banales invenciones y regulaciones humanas que dudo si conoce algo del puro y verdadero Cristo. Al detener tanto sus ojos en el conocimiento humano pierde de vista el modelo. Por lo tanto, los teólogos más prudentes habitualmente se ven obligados a hablar en público de modo distinto a como piensan en sus corazones o a como dicen a sus amigos íntimos. Y hay veces que no saben qué contestar a quienes los consultan, sabiendo que Cristo dice una cosa y la enseñanza heredada del hombre establece otra. Te pregunto: ¿qué relación hay entre Cristo y Aristóteles o los misterios de eterna sabiduría y la sutil sofistería? ¿Qué se busca con ese laberinto de temas por discutir, que en general no son más que una pérdida de tiempo, una aspereza o una simple pelea?

No niego que se tengan que esclarecer algunos puntos y que haya que tomar decisiones. Pero no se me negará que hay muchas y grandes cuestiones que es mejor ignorar que investigar, al advertir que parte de nuestro conocimiento reside en aceptar que hay algunas cosas que no podemos conocer, y otras muchas en que la incertidumbre es mucho más productiva que la misma certeza.

Por último, si hay que tomar una decisión, me gustaría que sea con mesura, no con un sentimiento de superioridad, acorde con las Sagradas Escrituras y no como producto de la simple mente humana. Las investigaciones inútiles hoy no tienen límite, origen de todas las rupturas entre sectas y facciones, y cada día una formulación destruye a otra. En resumen, hemos llegado a un punto en que la base de la doctrina expuesta ya no se justifica tanto en la doctrina de Cristo cuanto en las definiciones de los escolásticos y en el poder de los obispos. ¡Así están las cosas! Por lo tanto, todo está tan enredado que no hay siquiera esperanza de volver a traer al mundo al verdadero Cristianismo.

Todo esto y mucho más lo advierten y lo reprueban claramente esos célebres teólogos por su santidad y ciencia. Interpretan que la primera causa de todo es la desfachatez y la insolencia de la clase moderna de teólogos. Mi querido Dorp, ¡si pudieses entrar en mi alma y leer mis pensamientos, sólo entonces podrías valorar mi cuidado para no tocar este tema! Tampoco la Estupidez toca estos asuntos o lo hace muy superficialmente, ya que no quería ofender a nadie. También fui prudente en los otros puntos, no queriendo escribir nada desagradable, difamatorio o provocativo, o lo que podría tomarse como un insulto a cualquier clase de gente.

Si algo se dice sobre la devoción de los santos, podrás percibir que siempre se hace alguna precisión que aclara que lo que se critica es la superstición de quienes celebran a los santos de modo equivocado. Algo parecido se puede decir de cuanto he alegado contra los príncipes, obispos y monjes: nunca falta una indicación de que no se trata de un insulto a la institución, sino una censura a sus miembros corruptos e indignos. Sólo así podía criticar sus faltas sin herir a ningún hombre bueno. Por último, al exponer mi tema por medio de bromas y ocurrencias salidas de la boca de un personaje fingido y cómico, creí que incluso los críticos, que normalmente son desabridos y mal dispuestos, lo disfrutarían.

En resumen, tú crees que se me condena no por exceso de severidad, sino por impiedad. ¿Cómo oídos piadosos van a aceptar que mi llamada a la felicidad de la vida termine en una especie de locura? Querido Dorp, tú eres comprensivo, y por eso me gustaría saber quién te ha enseñado ese sutil método de falsear las cosas. Lo diré de otro modo: ¿quién o qué maestro tan astuto ha sobornado tu natural honradez para lanzar esta acusación insidiosa contra mí?

Estos corruptores de la verdad utilizan un método que selecciona un par de palabras y las saca de su contexto, incluso a veces cambiando su significado e ignorando intencionadamente cuanto pudiera matizar o explicar la frase que de otra manera pudiese parecer dificil. Es una consigna que Quintiliano apunta y enseña en sus Instituciones. Nos dice que expongamos nuestra causa con toda clase de pruebas y argumentos, así como todo aquello que pueda atenuar o debilitar la contraria o por el contrario ayudar a nuestra causa. Asimismo, se deben citar los argumentos del adversario, despojados de todo esto y de la manera más detestable posibles.

Tus amigos han aprendido esta consigna, no de las enseñanzas de Quintiliano, sino de su mala vocación. Y éste es el motivo por el cual normalmente las palabras que nos hubiese gustado oír si se hubieran citado como fueron escritas, resultan ofensivas cuando se extrapolan. Te pido que vuelvas a leer el pasaje y te fijes en las etapas y en el desarrollo del argumento que lleva a mi conclusión de que la felicidad es una especie de locura. También observa las palabras que uso para explicar esto. Lo que tú puedas encontrar, lejos de ofender a oídos piadosos, les producirá un verdadero placer. Cuanto haya de ofensivo no está en mi libro sino en tu lectura del mismo.

Cuando la Estupidez argumentaba que su nombre podía aplicarse a todo el mundo y comprobaba que la felicidad de todos los humanos dependía de ella, no hacía otra cosa que revisar la vida de todo tipo de hombres, concluyendo en los reyes y pontífices. Luego siguió con los apóstoles y con el mismo Cristo, en quienes encontramos una especie de locura que las Sagradas Escrituras les adjudican. No hay peligro para nadie en imaginar que los apóstoles y el mismo Cristo estaban locos en el sentido literal.

Pero también en ellos hay una especie de debilidad, debida a los efectos humanos que comparados con la sabiduría eterna pueden parecer no enteramente prudentes. Ésta es exactamente la locura que triunfa sobre la sabiduría del mundo. Por eso el profeta indudablemente compara la justicia de los mortales con el paño sucio de la mujer menstruada. No porque la justicia de los hombres buenos esté manchada, sino porque por muy pura que sea la justicia humana sigue siendo un tanto impura si se la compara con la inefable pureza de Dios. Al presentar una estupidez o moría que es sabia, mostré también una locura que es sana y una furia que mantiene sus sentidos.

Para mitigar un poco lo que seguía sobre la felicidad de los bienaventurados cité las tres formas de furia o locura detalladas por Platón, de las cuales la más feliz es la de los amantes, ya que los saca de ellos mismos. En el caso de las personas piadosas, el éxtasis es tan sólo un anticipo de la felicidad futura en la que todos quedaremos maravillados en Dios, estando más en Él que en nosotros mismos. En definitiva, Platón entiende por locura cuando alguien es alienado de sí mismo y existe en el objeto de su amor, donde encuentra su felicidad. ¿Ahora notas mi cuidado por diferenciar en el pasaje siguiente entre tipos de insensatez y locura para que un lector demasiado superficial no interpretara mal mis palabras?

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