Índice de Elogio de la estupidez de Erasmo de RotterdamAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ELOGIO DE LA ESTUPIDEZ

Quinta parte

Habla la estupidez

LVI

¿Qué les puedo agregar que no conozcan ya de los cortesanos? Los hombres más serviles, sumisos, estúpidos y miserables, y no obstante quieren siempre aparecer en primera fila. Sólo no son presumidos en que se contentan con cubrir su cuerpo de oro, joyas, púrpura y demás símbolos de virtud y de sabiduría, y dejan a los demás el trabajo de obtenerlos. Se sienten muy dichosos al poder llamar al Rey mi señor, saber saludarlo en tres palabras, y explicar el tratamiento correcto de su Alteza, su Majestad y su Magnificencia. Siempre sonreír y adular con gracia, tales son las artes que hacen al noble y al cortesano. Pero si contemplamos más de cerca su estilo de vida, nos encontraríamos con vulgares feacios y pretendientes de Penélope ... Bueno, el resto del poema ya lo saben mejor que yo. Duermen hasta el mediodía; oyen la misa casi desde la cama, que les dice deprisa y corriendo un curita a sueldo. Después está el desayuno, que apenas terminado, requiere la comida. Luego siguen los dados, el ajedrez, juegos de azar, parásitos, bufones, cómicos, cortesanos, chistes y pasatiempos. Todo esto entre postre y postre. Finalmente, la cena, y tras ella, rondas de bebidas, no pocas, por Júpiter. Así pasan horas, días, meses y siglos sin ningún tedio de la vida.

Yo misma me marcho asqueada cuando en ocasiones percibo a estos pretenciosos. Cuando cada una de las ninfas se cree tanto más cercana a los dioses cuanto más larga es la cola que arrastra, o cuando los nobles se abren paso a codazo limpio para estar más cerca de Júpiter y, en fin, cuando cada uno se siente tanto más ufano cuanto más peso tiene la cadena que lleva al cuello, están haciendo alarde no sólo de riqueza sino también de fuerza.


LVII

Hace ya mucho tiempo que esta vida de príncipe la vienen imitando celosamente pontífices, cardenales y obispos, y creo que casi la superan. Cada uno de ellos tendría que preguntarse por el significado de su vestimenta de lino, más blanca que la nieve, símbolo de una vida del todo intachable. Qué obliga la mitra bicome, cuyas puntas unidas por un mismo lazo simbolizan el perfecto conocimiento del Antiguo y Nuevo Testamento. Qué representan los guantes que cubren las manos, sino una administración de los sacramentos pura y exenta de todo el contagio de los negocios mundanos. Qué indica el báculo, sino el cuidado vigilante de la congregación. Qué el pectoral, sino la victoria sobre los afectos humanos. Insisto, si uno de ellos se cuestionara sobre todo esto y muchas otras cosas, ¿no creen que su vida estaría llena de tristeza y angustia? Hacen bien en apacentarse a sí mismos. Por otro lado, entregan el cuidado de las ovejas a Cristo, o a los llamados frailes, o a sus vicarios. No se acuerdan que el nombre de Obispo que llevan significa trabajo, vigilancia y solicitud. Sí son obispos cuando se trata de recolectar dinero y no vigilan inútilmente.


LVIII

¿Qué pasaría si los cardenales creyeran que son sucesores de los apóstoles, y que se les piden las mismas virtudes que en ellos sobresalieron? ¿Qué si entendieran que no son señores sino administradores de los bienes espirituales, de quienes pronto deberán notificar exactamente? ¿No podrían alguna vez preguntarse durante el culto sobre el significado de la blancura de los ornamentos? Por Ventura, ¿no significa el muy apasionado amor de Dios? Y la purpúrea capa exterior, tan amplia y capaz de tapar la mula entera de su Eminencia Reverendísima, y de cubrir al mismo tiempo a un camello, ¿no significa la caridad sin límites que socorre a todos, esa caridad que enseña, exhorta, consuela, reprende, amonesta, evita la guerra, se enfrenta a los príncipes malvados, y entrega no sólo el dinero sino la misma vida? Pero ¿qué necesidad tienen de dinero unos hombres que semejan de unos apóstoles pobres? Digo yo, si en todo esto meditaran no irían tras ese puesto e incluso gratamente renunciarían a él y, como lo hicieron los primeros apóstoles, llevarían una vida de trabajo y de esfuerzo.


LIX

Si los representantes de Cristo, los Sumos Pontífices, alguna vez se plantearan imitar su vida, pobreza, fatigas, doctrina, cruz y desprecio del mundo; si entendieran qué significa ser Papa, o sea, Padre, o el título de santísimo, ¿habría alguien más afligido? ¿Habría alguien que ambicionara tal cargo por todos los medios posibles, y una vez obtenido, lo defendiera con la espada, el veneno y todo tipo de violencia? A cuántas ventajas tendrían que renunciar si tuviesen por una vez un poco de cordura. ¿Dije cordura? Sí, aquella pizca de sal de que habla Cristo sería suficiente para liberarlos de tantas riquezas, honores, tierras, victorias, cargos, beneficios, tributos, indulgencias, caballos, mulos, vasallos y comodidades. (Habrán notado que en pocas palabras he resumido un gran mercado, una gran cosecha y una gran cantidad de bienes.) Sin embargo, la cordura ocasionaría vigilias, ayunos, lágrimas, oraciones, predicaciones, estudios, lamentos y otras mil cosas similares. Pero no olvidemos lo que esto acarrearía: se moriría de hambre una caterva de escribanos, copistas, notarios, abogados, promotores, secretarios, muleros, caballerizos, banqueros y bribones -y agregaría aún algún otro nombre más elocuente, pero temo ofender sus oídos-. En resumen, toda una caterva onerosa para la Iglesia de Roma, perdón, quise decir honrosa. Sería un crimen terrible y atroz; pero aún más detestable sería que los príncipes de la iglesia, los guías del mundo, tuvieran que recurrir al bastón y a la alforja. No obstante, hoy casi todo lo que implica trabajo se lo encomiendan a San Pedro y San Pablo, que para eso tienen tiempo, guardándose para sí todo lo que significa lujo y bienestar. Por lo tanto -y gracias a mí- no hay clase social que como ellos viva tan cómoda y lujosamente. Piensan que Cristo está complacido con ellos si saben cumplir su papel de obispos, impartiendo bendiciones y excomuniones, desplegando su escénico y misterioso atuendo, sus ceremonias, y sus títulos de beatitud, reverencia y santidad. Consideran anticuado y poco actual hacer milagros; arduo enseñar al pueblo; propio de escolásticos interpretar la Sagrada Escritura; una pérdida de tiempo rezar; repugnante y vulgar derramar lágrimas; deshonroso ser pobre; una tribulación sufrir la derrota, que no puede aceptar quien apenas consiente que los reyes más soberanos besen sus santos pies; finalmente, inaceptable la muerte; y una infamia la crucifixión.

Como únicas armas sólo les quedan esas dulces bendiciones que alude San Pablo, y que tan soberbiamente prodigan: prohibiciones, suspensiones, excomuniones y condenaciones, infamias y, principalmente, ese rayo fulminador, por cuya virtud las almas de los mortales son lanzadas al más profundo abismo. Estos santísimos padres en Cristo -y ungidos suyos- contra nadie fulminan con tanta furia sus rayos vengadores como contra aquéllos que movidos por el demonio intentan disminuir o menguar el patrimonio de San Pedro. Por este nombre ellos comprenden: tierras, ciudades, señoríos, soberanías; aunque en el Evangelio sus palabras digan: lo dejamos todo y te hemos seguido. Quemados por el celo de Cristo, luchan a sangre y fuego por defender estos bienes, creyendo defender de manera apostólica a la Iglesia, esposa de Cristo, por medio del exterminio de quienes consideran sus enemigos. ¡Como si los impíos pontífices no fuesen los peores enemigos de la Iglesia que, con su silencio, dejan que Cristo quede desfigurado, maniatado con sus leyes de mercenarios, falseado con forzadas interpretaciones y perturbado con su nauseabunda vida!

Se sabe que la Iglesia cristiana fue fundada con sangre, fortalecida con sangre y propagada con sangre. Ahora bien, éstos todo lo solucionan a punta de lanza como si Cristo estuviera irreversiblemente muerto y ya no pudiese socorrer a los suyos, como él quiere y sabe. También se sabe que la guerra es tan terrible que es más propia de fieras que de hombres; tan sin sentido que los mismos poetas la suponen como engendro de las Furias; tan mortal que trae la corrupción de todas las costumbres; tan injusta que es sabiamente administrada por la peor calaña de criminales; tan impía que nada tiene que ver con Cristo. Y, no obstante, los Papas todo lo abandonan para dedicarse a ella. Encontramos a ancianos decrépitos despuntar por su ardor juvenil, no reparar en gastos, ni cansarse por las fatigas ni acobardarse por nada con tal de cambiar de arriba abajo las leyes, la religión, la paz, en fin, todos los asuntos humanos. Ni tampoco faltan eruditos obsequiosos que llaman celo, piedad y valor a esta ostensible soberbia. Según ellos, parecería que se puede conciliar usar un arma mortal para hundirla en las entrañas de su propio hermano, sin perder la caridad que todo cristiano debe a su prójimo, según la enseñanza de Cristo.


LX

Lo cierto es que todavía no tengo muy claro si los Papas fueron quienes sirvieron de ejemplo a algunos obispos alemanes, o más bien éstos lo tomaron de ellos. Porque estos obispos simplemente han abandonado el culto, las bendiciones y demás ceremonias para dedicarse a vivir como sátrapas, al punto de considerar cobarde y poco digno de un obispo entregar su valerosa alma a Dios si no es en el campo de batalla. Así, los curas de a pie consideran pecado criticar la Santidad de sus prelados, y hay que ver cuán agresivamente defienden su derecho a los diezmos con espadas, dardos, piedras y toda clase de armas; cómo agudizan la vista para obtener y obligarle a pagar algo más que el diezmo a la pobre gente. No obstante, nunca se fijan en los muchos textos que hablan del servicio que deben prestar al pueblo. Ni siquiera la tonsura misma les sirve de recordatorio de que el sacerdote debe estar libre de ambiciones mundanas y que debe pensar solamente en las del cielo.

Pero estos afables hombres están completamente persuadidos de que cumplen con su deber, balbuceando de cualquier modo sus oracioncitas, que, por Hércules, no hay dios que las oiga ni entienda, ya que ni ellos mismos las oyen ni las comprenden, a pesar de gritarlas. Sin embargo, tienen algo en común con los laicos y es que todos están pendientes de hacer su negocio, y todos saben muy bien sus derechos. En definitiva, si aparece una carga, hábilmente la rechazan hacia hombros ajenos pasándola como pelota de mano en mano.

Al igual que los príncipes de este mundo delegan la administración del reino a su ministro, y éste a su vez a otro subordinado y otro, así los clérigos delegan todo el cuidado pastoral, indudablemente por modestia, al pueblo. Éste a su vez lo encomienda a los llamados eclesiásticos, como si el pueblo no perteneciera a la Iglesia, y como si las promesas del bautismo nada significasen. A su vez, los sacerdotes, que a sí mismos se llaman seculares -como si estuviesen consagrados al mundo y no a Cristo-, descargan su obligación sobre los regulares, los regulares la pasan a los monjes; los monjes más frívolos a los más austeros. Y a su vez, todos cargan sobre los mendicantes, los mendicantes sobre los cartujos, entre quienes se esconde la piedad, y tanto se esconde que apenas se puede ver.

Del mismo modo, los pontífices, tan activos en la recolección de dinero, delegan en los obispos los trabajos demasiado apostólicos, los obispos en los curas, los curas en sus vicarios y los vicarios en los frailes mendicantes. Y a su vez, éstos los ponen en manos de quienes esquilan la lana de las ovejas. Pero no me propongo arremeter contra la vida de pontífices y sacerdotes. Que nadie piense que estoy urdiendo una sátira en vez de un elogio, ni que nadie piense que al criticar a los buenos príncipes, estoy elogiando a los malos. Al tratar resumidamente todo esto, lo que he querido decir es que no hay mortal que pueda vivir feliz si no está iniciado en mis misterios, y no me desdeña.


LXI

¿Podría ser de otra forma, si la misma Rhamnusia, dispensadora de la suerte en los asuntos humanos, está de acuerdo conmigo, y siempre ha sido la enemiga más tenaz de los sabios, mientras que concede toda clase de favores a los insensatos, incluso cuando duermen? Todos recuerdan el caso del general ateniense Timoteo, el significado de su nombre, y el dicho que corría sobre él: Hasta cuando duerme, su red pesca. O aquel otro: La lechuza es ave de mal agüero y aquellos otros adagios que describen perfectamente a los sabios: nació con mala estrella; tiene el caballo de Seyo, o posee oro de Tolosa. Pero dejémonos de refranes, no piense mi amigo Erasmo que estoy plagiando sus Adagios.

Volviendo a nuestro tema, advertimos que la fortuna ama a los insensatos, a los más osados, a hombres que lo apuestan todo a una carta. Mientras tanto, la sabiduría vuelve a los hombres escrupulosos, y esa es la razón de que los sabios habitualmente vivan asociados a la pobreza y al hambre, arrinconados, sin fama, despreciados. En cambio, el dinero cae en las manos de los tontos; ellos tienen las riendas del Estado y, en definitiva, prosperan en todos los aspectos. Porque si alguien concentra su felicidad en halagar a los príncipes y en codearse con estos semidioses llenos de joyas, ¿no advertirá que no hay nada tan inútil como la sabiduría o tan despreciado por esta clase de personas? Por ejemplo, supónganse que alguien quiere volverse rico. ¿Podrá juntar dinero guiado por la sabiduría? Evidentemente se detendrá ante la traición, se avergonzará si se lo agarra mintiendo y atiende aunque sea mínimamente a los escrúpulos que tanto preocupan a los sabios ante robos y usuras. Quien persiga el placer, percibirá que las muchachitas protagonistas de esta comedia, se enloquecen por los tontos y huyen y se horrorizan del sabio como de un escorpión. En resumen, quien quiera vivir con un poco de alegría y buen humor cierra la puerta al sabio y se la abre a cualquier otro ser viviente.

En resumen, diremos que se mire por donde se mire -pontífices, príncipes, jueces, magistrados, amigos, enemigos, grandes, pequeños- todo se arregla con dinero. Y como el sabio desprecia al dinero, por eso éste se cuida mucho de huir de él.

Así, finalizaré, aunque mis elogios no acaben nunca. Y no quiero terminar sin antes haber comprobado que ha habido respetables autores que me han alabado en sus obras y en su vida. No quiero que se crea que soy tan estúpida que sólo trato de complacerme a mí misma, o que los leguleyos puedan desacreditarme alegando que no presento en mi favor prueba alguna. Siguiendo su ejemplo, aduciré pruebas que nada tienen que ver con el tema.


LXII

Así, recordaré un dicho que todos conocen: Donde no hay hechos, lo mejor es fingirlos. Por eso indudablemente tan pronto se enseña este verso a los niños: Pasar por loco a tiempo es el colmo de la sabiduría. Ustedes mismos se imaginan ya el gran bien de la insensatez, ya que su falsa sombra e imagen promueve tantos elogios de parte de los sabios. Aún nos manda mezclar con más franqueza la insensatez con la cordura, ese cerdo lustroso y ufano salido de la piara de Epicuro, aunque desbarra un poco al decir sólo por un tiempo. En otro lugar escribe: A veces es agradable pasar por loco. Y en otra parte apunta que prefiere pasar por estúpido y torpe, que por sabio y displicente. En Homero, Telémaco, a quien el poeta ensalza muchos títulos, recibe el nombre de tontuelo, calificativo que los mismos trágicos aplican gustosos a los niños y a los adolescentes, como signo de buen augurio. ¿De qué trata ese divino poema de La Ilíada sino de las iras insensatas de pueblos y reyes? ¿Hay un mejor elogio que el de Cicerón cuando dijo: El mundo está lleno de estúpidos? Efectivamente, nadie desconoce que cuanto más difundido está un bien, tanto más atractivo es.


LXIII

Quizá para los cristianos sea de poco peso la autoridad de los pensadores que acabo de citar. Si les parece, entonces, acudiré al testimonio de las letras sagradas, o mejor dicho, como prefieren los sabios, me basaré en ellas para comprobar mis elogios. Quiero pedir permiso antes a los teólogos para obtener su consentimiento. Y luego, dado que emprendemos una tarea dificil, y dado que quizá sea imposible hacer realizar tan largo viaje a las musas desde el Helicón para un asunto que no les interesa, creo que mientras represento mi papel de teólogo, y camino por estos lugares llenos de espinas, sería mejor que el alma de Escoto -espinosa como puercoespín y erizo- emergiese de su Sorbona un poco y se encajara en mi pecho. Podría irse donde quisiese, hasta al demonio. ¡Quién me permitiera cambiar de rostro y tener carácter teológico! Pero me temo que al aparecerme con tanta teología, se me acuse de plagio, como si hubiese estado espiando secretamente el atril de nuestros maestros. Nadie debe extrañarse que tras extendido y estrecho trato con los teólogos se me haya adherido algo de su ciencia. El mismo dios Príapo, tallado en madera de higuera, pudo aprender y recordar algunas palabras griegas mientras su maestro leía. Y el gallo de Luciano no tuvo dificultad para comprender el lenguaje humano, después de haber vivido mucho tiempo con los hombres. Pero empecemos bien nuestro asunto.

Leemos en el capítulo primero del Eclesiastés lo siguiente: Es infinito el número de los insensatos. Al aseverar que el número es infinito, ¿no parece abarcar a todos los hombres, exceptuando a unos pocos, que dudo que alguien haya podido ver? Jeremías es aún mucho más terminante cuando en su capítulo 10 dice: Se embrutece el hombre con su saber. A Dios solamente atribuye la sabiduría, dejando a todos los hombres la insensatez.

Y más atrás: El sabio no se ufane en su saber. Querido Jeremías, ¿por qué no quieres que el hombre se gloríe de su sabiduría? Él responderá que evidentemente porque no tiene la sabiduría. Volvamos al Eclesiastés cuando expresa: Vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿ Qué debemos entender sino -como ya expusimos- que la vida humana no es más que el ejercicio de la estupidez? Con esto no hace más que agregar su voto al elogio que me profesa Cicerón y que acabo de citar: El mundo está lleno de estúpidos.

Cuando aquel sabio del Eclesiástico dice: El insensato cambia como la luna, el sabio permanece como el sol, ¿acaso no sugiere que todos los mortales son insensatos y que sólo a Dios le corresponde el nombre de Sabio? La luna se debe interpretar como la naturaleza humana, el sol, la fuente de toda luz, que es Dios. Esto viene a corroborar aquello que Cristo dice en el Evangelio, que nadie es bueno sino Dios. Si, como pretenden los estoicos, el que es sabio no es estúpido, y el que es bueno es también sabio, entonces debemos concluir que la estupidez abarca a todos los hombres.

A su vez, Salomón en el capítulo 15 de Proverbios dice: Divierte su poco juicio al insensato, con lo cual expresa claramente que no hay nada agradable en la vida sin la estupidez. A esto también alude aquel otro texto: A más sabiduría más aflicción, y aumentando el saber se aumenta el sufrir. ¿No declara tal célebre predicador lo mismo en el capítulo 7: El sabio piensa en la casa en duelo, el estúpido piensa en la casa en fiesta? Indudablemente, por eso pensó que no le alcanzaba con conocer la sabiduría sin conocerme a mí. Y si no creen en mis palabras, lean lo que escribe en el capítulo 1: Me puse a examinar la sabiduría, la locura y la estupidez. Aquí conviene prevenir que para mí es un honor el que haya citado a la estupidez en último lugar. El Eclesiastés dice y, como saben, éste es el estilo eclesiástico- que ocupe el último lugar quien mayor dignidad tenga, con esto recordando al menos el precepto evangélico. Así también lo señala el Eclesiástico -sea quien sea su autor- en el capítulo 44, cuando asegura que la estupidez va por delante de la sabiduría. Pero por favor, yo no citaré sus palabras antes que ustedes ayuden a mi discurso con su respuesta adecuada, como hacen quienes discrepan con Sócrates en Platón. Entonces, yo les pregunto: ¿qué se debe cuidar más, las cosas especiales y de valor, o las ordinarias y baratas? ¿No saben? Aun cuando se encojan de hombros, hay un proverbio griego que responderá por ustedes: El cántaro a la puerta. Y para que nadie lo contraríe irreverentemente, sepan que Aristóteles lo dijo, el dios de nuestros maestros. ¿Es alguno de ustedes tan estúpido que deja el oro y las joyas en la calle? Me imagino que no. Esconden estos tesoros en el cuarto más secreto, y por las dudas, los depositan en los rincones de cajas de máxima seguridad, mientras abandonan la basura en la calle. Entonces, si lo que tiene valor se guarda, y lo despreciable se deja a la vista, ¿no es evidente que la estupidez que él manda ocultar es menos apreciable? Aquí están sus mismas palabras: Mejor es quien oculta su locura que quien oculta su sabiduría. Las Escrituras reconocen asimismo una bondad de espíritu a los estúpidos, mientras que los sabios no reconocen a nadie por encima de ellos. Así es como yo interpreto lo escrito en el capítulo 10 del Eclesiastés: El insensato va por su camino llamándolos estúpidos a todos. ¿No creen que es rectitud de alma pensar que todos son iguales a ti mismo, y compartir con todos tus propios méritos, en un mundo en que todos se creen superiores a los demás? El mismo rey Salomón no se molestó con este calificativo, ya que en el capítulo 30 dice: Yo soy un estúpido, menos que hombre. También San Pablo, maestro de los paganos, acepta gratamente el nombre de insensato en su carta a los Corintios: Si se trata de hacer el loco, yo más, como si fuese una vergüenza ser superado por alguien en estupidez.

Ya veo a esos helenistas presumidos venir, y con ojos de lechuza intentan confundir a tantos teólogos contemporáneos, esparciendo humo a su alrededor con sus observaciones. En este gremio, mi amigo Erasmo -y lo llamo por su nombre muchas veces para alabarlo-, si no es alfa, sí es omega. Qué cita tan graciosa -dicen-, propia de la estupidez. El pensamiento del Apóstol está muy lejos de aquello que tú sueñas. Con estas palabras no quiso insinuar que era más estúpido que los demás. Lo que dijo fue: ¿Qué sirven a Cristo? Yo más. Como si quisiera alardear al igualarse a los demás, se apura a corregirse a sí mismo diciendo: Yo más, sabiendo que no sólo era igual en su ministerio a los demás apóstoles, sino incluso superior. Quería convencer de esto, pero sin que sus palabras fuesen pedantes y agraviantes. Y para esto se guareció tras el pretexto de la insensatez: Voy a decir una estupidez, conciente de que es un privilegio de los estúpidos decir la verdad sin ofender.

Dejo que estos helenistas debatan lo que pensaba San Pablo al escribir esto. Yo sigo a esos grandes, lustrosos, gordos y célebres teólogos, con quienes la mayoría de los sabios, ¡voto a Júpiter!, prefiere equivocarse a coincidir con tales sabios trilingües. Efectivamente, ninguno de ellos hace más caso a estos helenistas pretenciosos que a simples charlatanes, especialmente cuando un distinguido teólogo, cuyo nombre no digo para que nuestros pequeños charlatanes no clamen contra él aquella ofensa de el burro de la flauta, explica de forma magistral y teológica este pasaje. Empezando con las palabras: Voy a decir una estupidez, yo más, abre un nuevo capítulo, y a partir de un trabajo dialéctico, hace una nueva división que interpreta de esta manera (citaré sus propias palabras textualmente): Voy a decir una estupidez, esto es, si les parece que soy un insensato al equipararme a los falsos apóstoles, les pareceré aún más estúpido al colocarme por encima de ellos. No obstante, poco después parece olvidarse de sí mismo, pasando a otro tema.


LXIV

Pero ¿por qué me obligo a defenderme con solo un ejemplo, cuando a los teólogos se les permite estirar el cielo, esto es, la Sagrada Escritura, como si fuese una piel? Efectivamente, advertimos que en San Pablo las palabras de la Escritura presentan algunas contradicciones, si bien San Jerónimo, aquel maestro de cinco lenguas, no encuentra ninguna contradicción en su contexto. Mientras el Apóstol estaba en Atenas vio una inscripción en un altar y cambió su significado convirtiéndolo en argumento en favor de la fe cristiana. Apartó las palabras que no le servían, conservando las últimas: el Dios desconocido. Incluso cambió un tanto el texto, ya que la inscripción completa decía así: A los Dioses de Asia, de Europa y de África, a los dioses desconocidos y extranjeros. Todo el tiempo este modelo lo siguen los hijos de los teólogos. Agarrando de aquí o de ahí cuatro o cinco palabrejas de distintos contextos, si es preciso, violentan su significado para acomodarlo a su asunto, aunque las que preceden y las que siguen no tengan nada que ver o resulten contradictorias con el tema. Y lo hacen con tal impudencia que en general los mismos teólogos son objeto de envidia de los abogados.

Ignoro hasta dónde ya pueden terminar cuando ese gran maestro -casi se me escapa su nombre, pero una vez más me ataja el dicho griego- ha logrado extraer un significado de determinas palabras de San Lucas tan afin con el espíritu de Cristo como el fuego con el agua. El momento del peor peligro es cuando los vasallos leales cierran filas y luchan codo a codo con su dueño con todos los medios a su alcance. Ahora bien, Cristo intentaba que sus discípulos no confiaran en tales ayudas. Y por eso les preguntó si les había faltado algo al ser enviados sin provisiones para el viaje, sin calzado que protegiera sus pies de las espinas y piedras del camino, y sin alforja contra el hambre. Cuando ellos respondieron que no habían necesitado nada, continuó: Entonces ahora, quien tenga bolsa, que la agarre, y también la alforja; y quien no tenga, que venda el manto y se compre un machete. Si la doctrina de Cristo inspira nada más que la humildad, la tolerancia y el desprecio de la vida, ¿quién no entiende el sentido de este pasaje? Cristo quería desarmar a sus enviados aún más: que no se inquietaran por el calzado y por la alforja, que se quitaran su túnica para entregarse desnudos y liberados a la obra del evangelio. Y sólo con una espada, pero no esa espada que utilizan ladrones y asesinos, sino la espada del espíritu que penetra hasta lo más hondo del pecho y que de un solo tajo separa todas las pasiones, dejando en el corazón nada más que la piedad.

Les pido que ustedes mismos perciban la distorsión que nuestro admirado teólogo hace del texto: traduce la espada como defensa contra la persecución, y con la bolsa o alforjas se cubren todas y cada una de las necesidades de la vida.

Como si Cristo hubiese cambiado de parecer y, convencido de haber enviado a sus discípulos poco regiamente equipados, tratara de retractarse de su anterior mandato. O como si se hubiese olvidado de lo dicho anteriormente: que serían bienaventurados sufriendo ultrajes, insultos y suplicios, no resistiendo a los malos tratos, porque la bienaventuranza es de los mansos, no de los violentos. Como si no recordase que los había invitado a seguir el ejemplo de los pájaros y de los lirios, partir sin espada. Y por eso ahora los mandaba comprarla a cambio de tener que vender la túnica, prefiriendo que fuesen desnudos a sin armas. A su vez, considera que así como la palabra espada designa todo lo que necesita para defenderse de la agresión, así con la bolsa se refiere a todas las necesidades de la vida.

Así, el intérprete del pensamiento divino hace salir a los apóstoles bien equipados con lanzas, ballestas, hondas y cañones a predicar al Crucificado. También los carga con cajas, maletas y paquetes como si tuviesen que salir de la posada sin haber comido. A nuestro hombre ni siquiera detiene el hecho de que Cristo mandara comprar una espada con anterioridad, para poco después mandar envainarla. Efectivamente, nadie ha escuchado nunca que se ordenara a los apóstoles que empuñaran la espada o el escudo contra la fuerza de los paganos, cosa que hubiesen hecho si Cristo hubiese tenido la intención que éste le adjudica.

No voy a nombrar por respeto a su honor a otro teólogo, efectivamente, de los más famosos. Utiliza las tiendas que alude Habacuc -angustiadas veo las tiendas de Cusán- para relacionarlas con la piel de San Bartolomé desollado. Hace poco yo misma asistí a un debate teológico, cosa que hago frecuentemente, en el cual uno preguntó con qué autoridad de la Escritura se ordenaba quemar a los herejes, en vez de convencerlos por la razón. Cierto anciano huraño, cuya arrogancia me hizo advertir que era teólogo, respondió, con alguna indignación, que había sido el apóstol San Pablo cuando dijo: Al que introduzca división, repruébalo hasta dos veces, luego no tengas que ver con él. Una y otra vez con voz tronante repetía estas palabras, tanto que muchos se preguntaron qué le ocurría al hombre. Concluyó explicando que hay que apartar al hereje de la vida. Algunos rieron, pero no faltaron quienes sacaran en su explicación una prueba teológica contundente. Como algunos no estaban de acuerdo, se levantó uno de esos que llaman tenedios, abogado y autor incuestionable, y dijo: Escuchen lo que está escrito: y ese profeta o vidente de sueños será ejecutado. Todo hereje es un criminal: luego, etc. Todos los presentes se asombraron del ingenio de nuestro hombre y se pasaron rápidamente a su bando. No obstante, a ninguno se le ocurrió que tal ley se aplicaba solamente a brujos, tahúres y magos, a quienes los hebreos llaman Mekaschephim (malvados), sino también habría que castigar con la pena de muerte a fornicadores y borrachos.


LXV

¡Qué tonta soy, para qué seguir con tan interminables ejemplos que ni en los volúmenes de Crisipo o de Dídimo podrían tener lugar! Sólo quería recordarles que si a estos santos maestros se les permiten tales permisos, también es justo que a mí, aprendiza de teólogo, no se me corrija si mis citas no son del todo precisas. Vuelvo a San Pablo que de sí mismo dice: Porque ustedes soportan gustosamente a los insensatos. Y en otra parte: Acéptenme, aunque sea como insensato. Y no hablo según Dios, sino desvariando. También dice: Nosotros, locos por Cristo. Noten ¡qué gran elogio a la insensatez por tan gran autor! ¿Y qué decir cuando se pronuncia abiertamente en favor de la estupidez, como lo más necesario y saludable? El que se las da de listo entre ustedes a la manera de este mundo, vuélvase estúpido para ser listo de verdad. Y Jesús, en San Lucas llama insensatos, torpes, a los dos discípulos que se le unieron en el camino. ¿Nos sorprenderemos de esto, si el mismo San Pablo atribuye a Dios su poco de locura? Porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, dice. Aunque Orígenes niega que esta locura se pueda entender como la de los hombres, según el texto: El mensaje de la cruz para quienes se pierden resulta una locura. Pero ¿por qué me preocupo en citar tantos textos si Cristo mismo se dirige a su Padre con estas palabras de los Salmos: Tú conoces mi ignorancia? No es casual que a Dios tanto le gusten los insensatos. Y supongo que el motivo es que los grandes gobernantes consideran mal y como a enemigos a hombres demasiado inteligentes. Como ocurrió con Julio César respecto a Bruto y Casio -sin que temiera al borracho de Antonio-, con Nerón en relación a Séneca, y con Platón y Dionisio. Por el contrario, disfrutan con ingenios más simples y torpes. Cristo mismo rechaza y condena a esos sabios que siempre confian en su prudencia. También San Pablo los rechaza sin rodeos: Lo estúpido del mundo se lo escogió Dios. Por eso hizo a bien salvar a quienes creen con esa locura que predicamos, ya que no podían ser salvados por la sabiduría. Dios mismo claramente lo asevera a través del profeta: Fracasará la sabiduría de sus sabios y se eclipsará la prudencia de sus prudentes. Cristo agradece por habérseles ocultado el misterio de la salvación a los sabios, y por haber sido descubierto a los niños, esto es, a los necios, ya que en griego la palabra nepíos significa niño y loco, opuesto a los sabios (sofoi). Esto nos permite entender las denuncias que en el Evangelio Cristo dirige a escribas, fariseos y sabios de la ley, mientras que defiende celosamente a los ignorantes. ¿Qué significa: ¡Ay, de ustedes escribas y fariseos!, sino: ¡Ay, de ustedes, sabios!? Será que Cristo disfrutaba estar con los niños, las mujeres y los pescadores. Y de los mismos animales los que más le gustaban eran los más alejados de la astucia de la zorra. Por eso quiso montar sobre un burro, pudiendo, de haberlo querido, ir sin riesgo encima de un león. El Espíritu Santo descendió no como águila o halcón, sino como paloma. A su vez, en la Escritura constantemente se menciona a ciervos, venados y corderos. Y Jesús llama sus ovejas a los destinados a la vida eterna. Ahora bien, no hay animal más simple que la oveja. Así lo atestigua el dicho de Aristóteles que habla del espíritu borreguil, tomado sin duda de la estupidez de este animal, y que, según él, solía aplicarse como insulto contra tontos y estúpidos. Así, Cristo se declara pastor de este rebaño. Y hasta él mismo se complace con el nombre de cordero, como cuando Juan lo presenta: Éste es el Cordero de Dios. Además, en el Apocalipsis este calificativo aparece varias veces.

¿Acaso todos estos hechos no nos están mostrando que todos los mortales son insensatos, incluso los piadosos? El mismo Cristo al venir en ayuda de la estupidez humana se hace estúpido a pesar de ser la sabiduría del Padre, al asumir la naturaleza de hombre y aparecer en forma humana. Se hizo pecado para poder curar los pecados. Y sólo quiso curarlos por medio de la insensatez de la cruz, y con apóstoles simples y rústicos. A éstos les predica la estupidez y les enseña que se aparten de la sabiduría, exigiéndoles imitar a los niños, a los lirios, al grano de mostaza y a los pájaros; todos ellos seres simples, sin ambiciones, que se dejan guiar por el instinto, sin artificio y cuidado alguno. También les prohíbe que se preocupen de lo que deberán decir ante los jueces y que no traten de averiguar los tiempos y ocasiones, que es como decir que no deben confiar en su propia inteligencia, sino sólo en Él. Esto también explica por qué Dios prohibió al hombre comer del árbol de la sabiduría, como si el conocimiento fuese veneno para la felicidad. No es extraño entonces que San Pablo desapruebe la ciencia que agranda y lleva a la perdición. También San Bernardo opina lo mismo cuando interpreta el monte de la ciencia como aquél en el cual Lucifer instauró su trono.

Tampoco se debe soslayar el hecho de que la estupidez siempre ha encontrado favorables a los cielos, ya que sólo a ella se concede el perdón de los pecados, mientras que no al sabio. Quienes se arrepienten, aunque hayan pecado con conciencia plena, de algún modo se amparan y pretextan insensatez. Si recuerdo bien, así es como en el Libro de los Números, Aarón pide perdón a su esposa: Perdón, no nos exijas cuentas del pecado que hemos cometido insensatamente. Por otro lado, Saúl utiliza las mismas palabras cuando pide perdón a David por su culpa: He sido un estúpido, me he equivocado totalmente. Y a su vez, David aplaca así al Señor: Señor, perdona la culpa de tu siervo, porque he hecho una locura. Como si sólo pudiese lograr el perdón al declarar su insensatez e ignorancia. El argumento que Cristo emplea en la cruz cuando pide por sus enemigos es más elocuente: Padre, perdónalos, sin dar otra excusa que la de su ignorancia: porque no saben lo que hacen. En el mismo sentido, San Pablo escribe a Timoteo: Como lo hacía con la ignorancia de quien no cree, Dios tuvo misericordia de mí. ¿Qué significa lo hacía con la ignorancia, sino obrar de un modo insensato y no por maldad? ¿Y qué es Dios tuvo misericordia de mí, sino que no la hubiese conseguido de no haberse amparado en la insensatez? El Salmista también está de nuestro lado, a quien se me olvidó citar antes: No te acuerdes de los pecados y delitos de mi juventud. Habrán podido percibir dos justificaciones que le sirven de excusa: la juventud -que es siempre mi compañera- y los delitos o errores -en plural- para que veamos la extraordinaria fuerza de la estupidez.


LXVI

En resumen -porque no quiero que el tema se vuelva interminable- pienso que la religión cristiana tiene algún parentesco con la estupidez, sin que nada tenga que ver con la sabiduría. Si quieren pruebas de ello, observen cómo niños, ancianos, mujeres y personas sencillas son quienes más se regocijan con las ceremonias sagradas y religiosas, y cómo siempre están lo más próximos a los altares, indudablemente, elevados por el simple impulso natural. Luego verán que los primeros pilares de la religión, amigos de la humildad, fueron enemigos acérrimos de las ciencias. Por último, no hay locos más rematados que aquéllos que están poseídos por la pasión de la piedad: entregan lo que tienen, olvidan los insultos, se dejan engañar, no diferencian entre amigos y enemigos, desprecian los placeres, abundan en ayunos, vigilias, lágrimas, tormentos y sufrimientos; desprecian la vida y sólo ansían la muerte. En síntesis: parecen haber perdido el sentido común, como si su espíritu viviese en otra parte y no en el cuerpo. ¿Y qué es esto más que locura? Por otro lado, esto no debe sorprender, ya que los mismos apóstoles fueron tenidos por borrachos de mosto, y Festo consideró como loco a Pablo.

Pero ya que estoy en la piel de león, autoríceseme a decir lo siguiente: la felicidad que buscan los cristianos con tanto esfuerzo no es más que una especie de locura e insensatez. No se ofendan por las palabras, mejor busquen su sentido.

En primer lugar, cristianos y platónicos coinciden en que el alma está sumida y ligada por los lazos del cuerpo, que por su misma pesadez no le permite remontarse a la contemplación y al disfrute de la verdad. En segundo lugar, Platón define la filosofia como preparación para la muerte porque aparta al alma de las cosas visibles y corporales, y eso es lo que hace la muerte. Ahora bien, mientras el alma usa correctamente los órganos del cuerpo expresamos que aquélla está en sus cabales, pero cuando comienza a romper sus cadenas y a lograr su libertad, como si tratara de escapar de la cárcel, se la llama demente. Si esto es el resultado de una enfermedad o defecto orgánico, todos convienen en llamarla locura. A pesar de esto, advertimos cómo esos hombres adivinan el futuro, saben lenguas y ciencias nunca antes aprendidas, y llevan la marca de lo divino. Indudablemente, esto ocurre porque el alma está empezando a sentirse libre del cuerpo, mostrando así su fuerza natural. Creo que esto explica por qué quienes lidian con la muerte experimentan habitualmente algo similar, llegando a hablar cosas asombrosas como si estuviesen inspirados. Quizás es el resultado de un celo religioso, aunque no sea el mismo tipo de locura, pero es tan semejante, que la mayoría de la gente la considera como la misma demencia. Ése es el caso especial de unos pocos hombrecitos que hacen su vida al margen del uso común de los mortales.

A éstos les ocurre algo semejante a lo que sucede en el mito de Platón. Los encadenados en la caverna contemplan las sombras de las cosas. Un hombre que consigue huir, vuelve a ésta y anuncia a sus compañeros que ha visto las cosas verdaderas, advirtiéndoles que están muy equivocados si creen que no existen más que las sombras miserables. Este hombre que ha alcanzado la sabiduría se compadece de sus compañeros y censura su locura; ellos a su vez se burlan de él como de un chiflado y lo echan fuera. Del mismo modo, el común de los mortales goza sólo las cosas del cuerpo y casi cree que son las únicas que existen. En cambio, la gente piadosa rechaza todo lo referente al cuerpo, para entregarse más a la contemplación de las cosas invisibles. El hombre común valora primero las riquezas; segundo, los placeres corporales; y finalmente al alma que, como no se ve con los ojos, muchos ni siquiera creen que existe. Al contrario, el piadoso se apoya primeramente en Dios, Ser simplicísimo, y luego en el alma, en estrecha relación con Él. No piensan en el cuidado del cuerpo, desprecian el dinero y lo rechazan como inmundicia. Obligados a tratar estas cuestiones, lo hacen con aversión y repulsión, teniendo como si no tuvieran y poseyendo como quien no posee.

Sin embargo, entre ellos en muchos casos aún hay diferencias muy notables. Para empezar, digamos que si bien todos los sentidos tienen cierta afinidad con el cuerpo, algunos son más ordinarios, por ejemplo, el tacto, el oído, la vista, el olfato y el gusto. Otras facultades están más separadas de la materia, como la memoria, la inteligencia, la voluntad. Por consiguiente, la fuerza del alma las protegerá de sus inclinaciones. Si toda la fuerza del hombre piadoso se dirige hacia aquello que está más apartado de los sentidos más materiales, evidentemente, éstos se debilitan y entumecen. Por el contrario, ocurre que el vulgo se concentra mucho en los sentidos y muy poco en las facultades espirituales. Esto explica lo que hemos oído de algunos santos varones que bebieron aceite por vino. En relación con las tendencias del espíritu, indudablemente, algunas tienen más relación con la bajeza del cuerpo que otras, tales como la libido, el apetito y el sueño, la ira, la soberbia y la envidia. El hombre piadoso traba una guerra sin cuartel contra éstas, mientras que el vulgo cree que no hay vida sin ellas. Luego vienen las que podríamos denominar afecciones intermedias y cuasi naturales, tales como el amor patrio, el afecto a los hijos, familiares y amigos. La gente vulgar tiene en alta estima todos estos sentimientos, mientras que las personas piadosas tratan de apartarlos de su alma o, por lo menos, los subliman en la parte más alta de su espíritu. Quieren amar a su padre no como padre -¿ha engendrado él algo más que el cuerpo, que también se debe a Dios padre?-, sino como a un hombre bueno en quien se refleja la imagen de la mente suprema, a la única que designan Summum Bonum (Bien Supremo), fuera del cual nada merece amarse ni buscarse. Con esta misma regla miden las otras cuestiones de la vida, de modo que todo lo visible, si no se debe despreciar totalmente, sí se debe valorar menos que las cosas invisibles. Además, dicen que en los sacramentos y en los ejercicios de piedad se encuentran cuerpo y espíritu. Dan poca importancia a la abstención de carnes y de cena, hecho considerado por el vulgo como ayuno absoluto. Éste debe ir dirigido al control de las pasiones, de manera que la ira y la soberbia destaquen menos por sus respetos. Y así, el espíritu no siente tanto el peso de la materia del cuerpo y pueda aspirar a paladear y disfrutar los bienes celestiales. Piensan lo mismo en relación con la Eucaristía. Afirman que, si bien no se debe rechazar lo que se realiza en el rito, no beneficia y hasta puede ser nocivo, si no se llega hasta el elemento espiritual que representan los signos visibles. Representa la muerte de Cristo, que los mortales deben expresar a través del dominio y la extinción de sus pasiones carnales, enterrándolas de alguna manera en la tumba, a fin de que puedan resucitar a una nueva vida, donde puedan vivir unidos con Él y con sus hermanos. Así actúa el hombre piadoso y a esto tiende. Al contrario, el vulgo cree que el sacrificio de la misa no significa más que amontonarse en tomo al altar, oír el estrépito de las voces y ser mero espectador de otras ceremonias similares. No sólo en los ejemplos que he citado, sino en todo, el hombre piadoso se separa de las cosas corporales de su vida y se dirige hacia las eternas, invisibles y espirituales. Por supuesto, ya que en todo hay una discrepancia completa entre ambas partes, se tildan mutuamente de locos. Aunque, me parece, este apelativo coincide menos con el vulgo que con el hombre piadoso.


LXVII

Se entenderá mejor esto que acabo de decir si, como he prometido, compruebo brevemente que el Cielo, ese premio supremo, no es más que una especie de locura. En primer lugar, deben recordar que ya Platón imaginó algo parecido cuando escribió que la locura de los amantes es la más feliz de todas. Efectivamente, quien ama apasionadamente ya no vive en sí sino en el objeto de su amor, y cuanto más se aparta de sí mismo para entregarse a su amor, más feliz es. Ahora bien, cuando el alma trata de emigrar fuera de su cuerpo y de no utilizar sus órganos naturales, se piensa, y con razón, que se la puede llamar loca. ¿Qué es lo que quieren decir los dichos populares: está enajenado, vuelve en ti o ha vuelto en sí? Entonces, cuanto más perfecto es el amor, mayor es la locura y mayor la felicidad.

Por lo tanto, ¿cuál puede ser esa vida bienaventurada a la que aspiran con tanto anhelo tantas almas piadosas? El espíritu será más fuerte y dominará y arrastrará al cuerpo. Y lo hará más fácilmente por haber purgado y debilitado en parte el cuerpo en esta vida en busca de su transformación. Luego, el alma será atraída por el Espíritu Supremo, como más fuerte que sus infinitas partes. De esta manera, el hombre llegará a estar fuera de sí, y será feliz solamente porque está tan enajenado que compartirá de forma inefable el supremo bien, que atrae hacía sí todas las cosas. Ciertamente, esta felicidad sólo alcanzará su plena perfección cuando las almas, recuperado su primitivo cuerpo, alcancen la inmortalidad. No obstante, sucede que estas personas piadosas, cuya vida es una contemplación y anticipación de la otra, sienten a veces como una anticipación y un gozo de ese premio. Es una gota de bienaventuranza si se compara con el goce eterno, pero excede ampliamente a todos los placeres del cuerpo. Colocados todos los placeres juntos, los mortales no podrían igualar esa suprema felicidad. ¡Tan superior es lo espiritual a lo material, lo invisible a lo visible!

Así, nada debe extrañar lo que promete el profeta: Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios fuera de ti, que hiciera tanto por quien espera en él. Es esa parte de estupidez que no desaparece por el cambio de la vida, sino que se perfecciona. Por lo tanto, quienes han podido percibirla por anticipado, y han sido muy pocos, experimentan algo que se parece mucho a la locura. Hablan de una manera bastante incoherente, no natural, emiten voces sin sentido, cambiando súbitamente la expresión de su rostro. Pasan de la exaltación a la depresión, ya lloran, ya ríen o suspiran; en resumen, están absolutamente enajenados. Y por último, cuando vuelven en sí, afirman no saber dónde han estado, en el cuerpo o fuera de él, si estaban despiertos o dormidos. No recuerdan lo que han oído o visto, qué han dicho o hecho, como si estuviesen en una nebulosa o sueño. Sólo saben que fueron felices durante este éxtasis. Se lamentan de haber vuelto a la razón, ya que nada desean más que vivir eternamente este tipo de locura. ¡Y no es más que una pequeña prueba de la futura felicidad!


LXVIII

Sin embargo, hace tiempo que, olvidándome de quién soy, estoy pasándome de la raya. Si les he dicho algo con exagerada arrogancia o desparpajo, recuerden que ha sido la Estupidez la que les ha hablado, que encima, es mujer. Tampoco olviden aquel dicho griego: Con frecuencia hasta el loco dice la verdad, a menos que consideren que esto no se aplica a las mujeres.

Noto que aguardan un epílogo. No obstante, sería tonto pretender que yo pueda recordar algo, después de la cantidad de palabras que he pronunciado. Un antiguo dicho establece: Desprecio al invitado de buena memoria. Y este otro: Odio al oyente que recuerda. ¡Diviértanse, entonces! ¡Vivan, celebren, beban, gloriosos seguidores de la Estupidez!

Índice de Elogio de la estupidez de Erasmo de RotterdamAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha