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Dios y el Estado

Miguel Bakunin

Capítulo segundo


Observemos primeramente que ninguno de los hombres ilustres que se han conquistado un justo renombre, ni cualquier otro pensador idealista de alguna consecuencia en nuestros días, ha prestado la debida atención al lado lógico, propiamente hablando de nuestro tema. Ninguno ha tratado de probar filosóficamente la posibilidad del divino salto mortal desde la región pura y eterna del espíritu, al cieno inmundo del orden material.

¿Es que han temido aproximarse a esta irreconciliable contradicción, que han desesperado de resolverla, vista la impotencia de los grandes genios de la historia, o que han cerrado sobre ella dándola por suficientemente discutida y comprobada? Este es, sin duda alguna, su secreto.

Lo cierto es que han descubierto la demostración teórica de la existencia de Dios, limitándose al desenvolvimiento de sús motivos y consecuencias prácticas. Sí; han admitido como un hecho el universal consentimiento en la existencia de Dios, y por esto mismo, por la única prueba que les facilita lo establecido en la antigüedad; y esta condición universal de la creencia en el Ser Supremo la suponen, la creen fuera de toda duda.

Esta imposición unánime, a los ojos de muchos hombres y escritores ilustres -citaremos a los más famosos, Joseph de Maistre y el gran patriota italiano, Guiseppe Mazzini- es de más valor que todas las demostraciones de la ciencia; y si la dialéctica de un pequeño número de pensadores lógicos y muy poderosos, pero aislados, le es contraria, tanto peor, dicen, para esos pensadores y su lógica, porque la adopción primitiva y general de una idea ha sido siempre considerada como el testimonio más auténtico de su verosimilitud.

El sentimiento universal, esa convicción que se encuentra y se mantiene siempre en todas partes, no puede engañarse; tiene su raíz en una necesidad inherente en absoluto a la misma naturaleza humana. Y puesto que todos los pueblos pasados y presentes han establecido, puesto que han creído y creen todavía en la existencia de Dios, claro está que todos aquellos que tienen la desgracia de ponerlo en duda, cualquiera que sea la lógica que a ello les conduzca, no son más que seres excepcionales, anómalos y monstruosos.

Así, pues, la antigüedad y la universalidad de una creencia, aunque sea contraria a la ciencia y a la lógica, debe estimarse como prueba suficiente e irreprochable de su verdad. ¿Y por qué? Hasta el siglo de Galileo y Copérnico todo el mundo creía que el sol giraba alrededor de la tierra, y sin embargo, todo el mundo estaba en un error.

¿Qué hay, por otra parte, más antiguo y más universal que la esclavitud? El canibalismo probablemente. Desde el origen histórico de nuestra sociedad hasta nuestros días se ha ejercido siempre y en todas partes la explotación del trabajo de las masas -esclavos, siervos o asalariados- por una minoría dominante: opresión del pueblo por la Iglesia y por el Estado. ¿Deduciremos de ello que semejante explotación y tiranía son necesidades inherentes en absoluto a la misma existencia de la sociedad humana?

Ejemplos son estos que demuestran la falsedad de los argumentos de los apologistas de Dios misericordioso.

Nada, en efecto, es tan universal, tan antiguo, como la iniquidad y el absurdo; la verdad y la justicia, por el contrario, son lo menos universal, lo más reciente en el desenvolvimiento de la sociedad. En este hecho se halla también la explicación de un fenómeno histórico constante: la persecución ejercida contra los que primeramente proclaman la verdad, y que han sido y continúan siendo objeto de las iras de los representantes oficiales interesados en el desarrollo de las creencias universales y tradicionales, y frecuentemente también lo son de las mismas masas populares que, antes de haberlos torturado por completo, acaban siempre por adoptar sus ideas, rindiéndose a la evidencia.

Para nosotros, materialistas y revolucionarios, nada hay de asombroso y terrorífico en ese fenómeno histórico. Fuertes en nuestra conciencia, en nuestro amor por la verdad, a pesar de todos los peligros; en esa pasión por la lógica, que constituye por sí sola un gran poder, firmes en nuestra pasión por la justicia, en nuestra inquebrantable fe por el triunfo de la humanidad sobre todas las bestialidades teóricas y prácticas; fuertes, finalmente, en nuestra mutua confianza y en el apoyo que nos prestan los pocos hombres que participan de nuestras convicciones, nos resignamos a luchar con todas las consecuencias de este fenómeno histórico, en el que vemos la manifestación de una ley social, tan natural, tan natural, tan necesaria y tan invariable como todas las leyes que gobiernan el mundo.

Esa ley es consecuencia lógica e inevitable del origen animal de la sociedad humana; y en presencia de todas las pruebas científicas, fisiológicas y psicológicas que se han acumulado en nuestros días, así como frente a los brutales conquistadores de Francia, que dan de ello una demostración tan completa, no es posible dudar; pero desde el momento que se acepta este origen animal del hombre, explícase todo. La historia se nos presenta entonces como la negación revolucionaria, ya lenta, apática, adormecida, ya apasionada y potente del pasado: consistente en la negación progresiva de la primera animalidad del hombre por el desarrollo de su humanidad; éste, bestia feroz, sobrino de gorila, parte de las tinieblas del instinto animal a la luz del espíritu y de la razón, lo que explica de una manera complenamente natural su pasado de errores y nos consuela en cierto modo de sus errores del presente. Emancipado primeramente de la esclavitud animal, y pasando a través de la esclavitud divina, una condición temporal entre su animalidad y su humanidad, marcha en este momento decisivamente a la conquista y realización de la libertad humana. De todo esto resulta que la antigüedad de una creencia, de una idea, lejos de probar nada en su favor, nos conduce por el contrario a sospechar de ella. Tras nosotros queda la animalidad; por el contrario, la humanidad es el faro luminoso que va siempre delante de nosotros; la razón humana es lo único que nos da vida, conciencia y ciencia, lo único que puede emanciparnos, darnos dignidad, libertad y felicidad, lo único capaz de realizar la fraternidad entre nosotros, nunca, relativamente a la época en que vivimos, se halla al principio, sino al final de la historia. Adelante, siempre adelante, por lo tanto; jamás volvamos la vista atrás, porque caminando hacia adelante hallaremos la luz, la libertad; hallaremos en fin, nuestra redención. Si es justificable y aún necesario y útil volver la vista al pasado para estudiarlo, es solamente con el objeto de indagar lo que hemos sido y lo que es preciso dejemos de ser para siempre, lo que hemos creído y pensado y lo' que es necesario que no creamos ni pensemos por más tiempo, lo que hemos hecho y no debemos volver a hacer.

Tanto por la antigüedad como por la universalidad de un error no se prueha más que una cosa: la similitud, ya que no la identidad perfecta de la naturaleza humana, en todas las épocas y bajo todos los climas. Y desde el momento en que todos los pueblos, en todos los los períodos de su vida, han creído y aún creen en Dios, nosotros debemos concluir categóricamente que la idea divina, una idea externa, fuera de la naturaleza, es un error histórico necesario en el desenvolvimiento de la humanidad, y preguntar cómo y por qué se produjo en la historia, y por qué una inmensa mayoría de la raza humana la acepta todavía como una verdad.

En tanto no nos demos cuenta de la manera como la idea de un mundo divino o sobrenatural se ha desenvuelto, y tuvo por precisión que desenvolverse en la evolución histórica de la conciencia humana, toda demostración científica de su absurdo será nula: hasta entonces nunca lograremos destruirlo en la opinión de la mayoría porque nunca iremos a combatirlo a lo más profundo del ser humano, allí en donde tiene su asiento. Condenados a una lucha estéril sin principio ni fin, no debemos contentarnos nunca con combatirlo en la superficie solamente, en sus innumerables manifestaciones, porque este absurdo apenas es destruido por los golpes del sentido común, cuando reaparece en una nueva forma no menos ridícula. En tanto que todos los absurdos que atormentan al mundo no sean destruidos, la creencia en Dios permanecerá intacta y nunca dejará de producir nuevos errores. Así, en nuestros tiempos, ciertas gentes de la alta sociedad van cediendo a la tendencia del espiritismo que se desenvuelve sobre las ruinas del cristianismo.

No es solo en interés de las masas, sino en el de la salud de nuestros propios espíritus, por lo que nosotros nos esforzamos en interpretar y conocer el génesis histórico, la sucesión de las causas que han producido y desarrollado la idea de Dios en la conciencia de los hombres. En vano es que nos llamemos y creamos ateos, en tanto no comprendamos estas causas, porque hasta entonces tendremos que sufrir siempre ser más o menos dominados por los clamores de esta conciencia universal, cuyo secreto no hemos descubierto todavía. El individuo más fuerte y constante es por naturaleza débil ante toda la poderosa influencia de las circunstancias sociales que le rodean, y así nos hallamos siempre en peligro de caer, más o menos pronto, en una u otra forma, en el abismo del absurdo religioso. Los ejemplos de tales conversiones son muy frecuentes en la sociedad.
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