Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Parece desde entonces que todo haya concluído; parece que, cesando la humanidad de adorarse y de mistificarse a sí misma, queda para siempre descartado el problema teológico. Los dioses se han ido: el hombre no tiene ya otra cosa que hacer sino aburrirse y morir en su egoísmo. ¡Qué espantosa soledad se extiende en torno mío y se abre en el fondo de mi alma! Mi elevación se parece al aniquilamiento; desde que me he hecho Dios, no me veo ya sino como una sombra. Es posible que sea siempre un yo, pero se me hace difícil tomarme por lo absoluto; y si no soy lo absoluto, no soy más que la mitad de una idea.

Un poco de filosofía aparta de la religión, ha dicho no qué razonador irónico, y mucha filosofía nos lleva de nuevo a su seno. Observación de una verdad humillante.

Toda ciencia se desarrolla en tres épocas sucesivas, que podemos llamar, comparándolas con las grandes épocas de la civilización, época religiosa, época sofística, época científica (1). Así la alquimia constituye el período religioso de la ciencia llamada más tarde química, cuyo plan definitivo no hemos encontrado todavía; del mismo modo que la astrología forma el período religioso de otra construcción científica, la astronomía.

Y bien; he aquí que, después de haberse burlado durante sesenta años de la piedra filosofal, llevados de sus experimentos, no se atreven ya los químicos a negar la transmutabilidad de los cuerpos; al paso que los astrónomos se sienten también obligados por la mecánica del mundo a sospechar un organismo del mundo, es decir, algo precisamente como la astrología. ¿No se está en el caso de decir, a imitación del filósofo que hace poco he citado, que si mi poco de química aparta de la piedra filosofal, un mucho de química nos vuelve a la piedra filosofal, y si un poco de astronomía nos hace reírnos de los astrólogos, un mucho de astronomía nos haría creer en los astrólogos? (2).

Tengo ciertamente mucha menos propensión a lo maravilloso que muchos ateos; pero no puedo menos de pensar que las historias de milagros, de predicciones, de hechizos, etc., no son más que relatos desfigurados de efectos extraordinarios producidos por ciertas fuerzas latentes, o como se decía en otro tiempo, por potencias ocultas. Nuestra ciencia es aún tan brutal y está tan llena de mala fe; nuestros doctores se muestran tan impertinentes con lo poco que saben, y niegan tan imprudentemente los hechos que les estorban, a fin de proteger las opiniones que explotan, que desconfío a la verdad de esos espíritus fuertes, tanto como de las supersticiones. Sí, tengo esta convicción; nuestro grosero racionalismo es la inauguración de un período que, a fuerza de ciencia, llegará a ser verdaderamente prodigioso: el universo no es, a mis ojos, sino un laboratorio de magia donde es preciso estar preparado para todo ... Dicho esto, vuelvo a mi asunto.

Se engañaría uno, pues, si se fuese a imaginar, después de la rápida exposición que hice de las evoluciones religiosas, que la metafísica ha dicho su última palabra sobre el doble enigma contenido en estas cuatro palabras: existencia de Dios, inmortalidad del alma. Aquí como allí, las conclusiones más adelantadas y mejor establecidas de la razón, las que parecen haber zanjado para siempre la cuestión teológica, nos retrotraen al misticismo primordial e implican los nuevos elementos de una inevitable filosofía. La crítica de las opiniones religiosas nos hace sonreír hoy de las religiones y de nosotros mismos; y, sin embargo, el resumen de esta crítica no es más que una reproducción del problema. El género humano, en el momento en que escribo, está en vísperas de reconocer y afirmar algo que equivaldrá para él a la antigua noción de la divinidad; y esto no ya como en otro tiempo, por un movimiento espontáneo, sino con reflexión y en virtud de una dialéctica invencible.

Voy a ver si en pocas palabras me hago entender.

Si hay un punto sobre el cual los filósofos, a pesar suyo, han concluído por ponerse de acuerdo, es, a no dudado, la distinción entre la inteligencia y la necesidad, entre el sujeto y el objeto del pensamiento, entre el yo y el no yo; en términos vulgares, entre el espíritu y la materia. Sé bien que todos esos términos nada significan de real ni de verdadero; que no indica cada uno de ellos sino una escisión de lo absoluto, único verdadero y real; y que, tomados separadamente, implican tanta contradicción los unos como los otros. Pero no es tampoco menos cierto que lo absoluto nos es completamente inaccesible, y sólo le conocemos por sus términos contrarios, únicos que caen bajo el dominio de nuestro empirismo; no es menos cierto que si sólo la unidad puede obtener nuestra fe, la dualidad es la primera condición de la ciencia.

Así, ¿quién piensa y quién es pensado? ¿qué es un alma y qué es un cuerpo? Desafío a quien quiera que sea a que salga de ese dualismo. Sucede con las esencias lo que con las ideas: se presentan las primeras separadas en la naturaleza, como las segundas en el entendimiento; y del mismo modo que las ideas de Dios y de inmortalidad del alma, a pesar de su identidad, se han ido presentando y estableciendo sucesiva y contradictoriamente en la filosofía, así, a pesar de su fusión en lo absoluto, el yo y el no yo se van presentando sucesiva y contradictoriamente en la naturaleza, y tenemos a la vez seres que piensan y otros que no piensan.

Ahora bien, cualquiera que se haya tomado el trabajo de reflexionar sobre esto, sabe que una distinción tal, por realizada que esté, es lo más ininteligible, lo más contradictorio y lo más absurdo que puede encontrar la razón humana. No se concibe el ser sin las propiedades de la materia como no se concibe sin las del espíritu; de suerte que si se niega el espíritu, porque, no entrando en ninguna de las categorías de tiempo, de espacio, de movimiento, de solidez, etc., se nos presenta despojado de todos los atributos que constituyen lo real, negaré a mi vez la materia, que, no ofreciéndome de apreciable sino su pasividad, ni de inteligible sino sus formas, no se manifiesta en ninguna parte como causa (voluntaria y libre), y se me escapa enteramente como sustancia; y llegamos al idealismo puro, es decir, a la nada. Pero la nada repugna a yo no sé qué cosas que viven y raciocinan, reuniendo en sí mismas en cierto estado, no puedo decir cuál, de síntesis incipiente o de escisión inminente, todos los atributos antagónicos del ser. Nos es forzoso, pues, empezar por un dualismo cuyos términos nos consta perfectamente que son falsos, pero que, siendo para nosotros la condición de la verdad, se nos imponen de una manera irrecusable; nos es forzoso, en una palabra, empezar con Descartes y con el género humano por el yo, es decir, por el espíritu.

Pero después que las religiones y los sistemas filosóficos, disueltos por el análisis, han venido a fundirse en la teoría de lo absoluto, no sabemos tampoco qué es el espíritu, y no nos diferenciamos en esto de los antiguos sino por la riqueza de lenguaje con que decoramos la oscuridad que nos rodea. Solamente que, mientras para los hombres de otros tiempos el orden revelaba una inteligencia fuera del mundo, a los modernos les parece que la revela mejor dentro del mundo mismo. Póngasela, con todo, dentro o fuera, desde el momento en que se la reconoce a causa del orden, es preciso admitirla donde quiera que el orden se manifieste, o no admitirla en ninguna parte. No hay más razón para atribuir inteligencia a la cabeza que produjo la Ilíada, que para concederla a una masa de materia que cristaliza en forma de octaedros; y recíprocamente, es tan absurdo atribuir el sistema del mundo a leyes físicas, sin tener para nada en cuenta el yo ordenador, como atribuir la victoria de Marengo a combinaciones estratégicas, sin tener para nada en cuenta al Primer Cónsul. Toda la diferencia que cabría hacer sería la de que en este caso el yo pensante está localizado en el cerebro de Bonaparte, mientras que, con relación al universo, el yo no ocupa un lugar especial y está derramado por todas partes.

Los materialistas han creído deshacerse de la opinión contraria, con decir que, habiendo el hombre asimilado el universo a su cuerpo, terminó su comparación dando a ese universo un alma parecida a la que suponía ser el principio de su vida y de su pensamiento; y así todos los argumentos sobre la existencia de Dios se reducían a una analogía tanto más falsa cuanto que el mismo término de comparación era hipotético.

No vengo ciertamente a defender el viejo silogismo: todo arreglo supone una inteligencia ordenadora; ahora bien, existe en el mundo un orden admirable; luego el mundo es obra de una inteligencia. Este silogismo, tan repetido desde Job y Moisés, lejos de ser una solución, no es más que la fórmula del enigma que trata de descifrarse. Conocemos perfectamente lo que es el orden; pero ignoramos en absoluto lo que pretendemos decir con la palabra Alma, Espíritu o Inteligencia: ¿cómo podemos, por lo tanto, deducir de la presencia del uno la existencia de la otra? Rechazaré, pues, hasta más amplia información, la pretendida prueba de la existencia de Dios, sacada del orden del mundo; y veré a lo más en ella una ecuación propuesta a la filosofía. De la concepción del orden a la afirmación del espíritu hay por llenar todo un abismo de metafísica: no es mi ánimo, repito, tomar el problema mismo por una demostración.

Pero no se trata de eso en este momento. He querido dejar consignado que la razón humana estaba fatal e inevitablemente condenada a la distinción del ser en yo y no yo, espíritu y materia, alma y cuerpo. ¿Quién no ve ahora que la objeción de los materialistas prueba precisamente lo que tiene por objeto negar? Con distinguir en sí mismo un principio espiritual y un principio material, ¿qué otra cosa es el hombre que la naturaleza misma, proclamando sucesivamente su doble esencia y dando testimonio de sus propias leyes? Y nótese la inconsecuencia del materialismo: niega y se ve forzado a negar que el hombre es libre, y cuanta menos libertad tenga el hombre, más importancia ha de tener su palabra, y más debe ser considerada como expresión de la verdad. Cuando oigo esa máquina que me dice: Soy alma y soy cuerpo, por más que semejante revelación me pasme y me confunda, aparece a mis ojos revestida de una autoridad incomparablemente mayor que la del materialista que, corrigiendo la conciencia y la naturaleza, trata de hacerlas decir: Soy materia, y nada más que materia, y la inteligencia no es más que la facultad material de conocer.

¿Qué se diría si, tomando a mi vez, la ofensiva, demostrase que es una opinión insostenible la existencia de los cuerpos, o, en otros términos, la realidad de una naturaleza puramente corpórea? La materia, se dice, es impenetrable. ¿Impenetrable para con qué?, pregunto. Para consigo misma, sin duda, pues no se atrevería nadie a decir que para con el espíritu, cuando esto sería admitir precisamente lo que se trata de descartar, sobre lo cual hago esta doble pregunta: ¿qué sabéis vosotros de esto? ¿qué es lo que esto significa?

1° La impenetrabilidad, por la cual se pretende definir la materia, no es más que una hipótesis de físicos poco observadores, una conclusión grosera deducida de un juicio superficial. Manifiesta la experiencia en la materia una divisibilidad hasta lo infimto, una dilatabilidad hasta lo infinito, una porosidad sin límite asignable, una permeabilidad para con el calor, la electricidad y el magnetismo, y al mismo tiempo una facultad indefinida de retenerlos; afinidades, influencias recíprocas y transformaciones sin número: cosas todas poco compatibles con la existencia de un aliquidd impenetrable. La elasticidad, que, mejor que ninguna otra propiedad de la materia, podía conducir por la idea de elasticidad o de resistencia a la de impenetrabilidad, varía a merced de mil circunstancias, y depende por completo de la característica molecular; y ¿qué más inconciliable con la impenetrabilidad que esa atracción? Existe, por fin, una ciencia que se podría definir en rigor diciendo que es la ciencia de la penetrabilidad de la materia: es la química. ¿En qué difiere efectivamente de una compenetración lo que se llama una composición química? (3). En resumen, no se conoce de la materia sino sus formas; de su sustancia, nada. ¿Cómo se ha de poder, pues, afirmar la realidad de un ser invisible, impalpable, incoercible, siempre tornadizo, fugitivo siempre, impenetrable sólo para el pensamiento, para el cual no son visibles sino sus disfraces? ¡Materialistas! os permito que justifiquéis la realidad de vuestras sensaciones: en cuanto a lo que las ocasiona, cuanto digáis implica esta reciprocidad: algo (que vosotros llamáis materia) es la causa ocasional de las sensaciones que van a otro algo (que yo llamo espíritu).

2° Pero ¿de dónde procede entonces esa suposición de impenetrabilidad de la materia, que ninguna observación externa justifica, ni es verdadera? ¿cuál es su sentido?

Aquí aparece el triunfo del dualismo. La materia ha sido declarada impenetrable, no como se figuran los materialistas y el vulgo, por el testimonio de los sentidos, sino por la conciencia. Es el yo, naturaleza incomprensible, el que, sintiéndose libre, distinto y permanente, y encontrando fuera de sí mismo otra naturaleza igualmente incomprensible, pero distinta también y permanente, a pesar de sus metamorfosis, declara en virtud de las sensaciones y de las ideas que esa esencia sugiere, que el no yo es extenso e impenetrable. La impenetrabilidad es una palabra figurada, una imagen bajo la cual el pensamiento, escisión de lo absoluto, se representa la realidad material, que es otra escisión de lo absoluto; mas esa impenetrabilidad, sin la cual la materia se desvanece; no es en último análisis sino un juicio espontáneo del sentido íntimo, un a priori metafísico, una hipótesis no verificada ... del espíritu.

Así, sea que la filosofía, después de haber destruído el dogmatismo teológico, espiritualice la materia o materialice el pensamiento, idealice el ser o realice la idea; sea que, identificando la sustancia y la causa, sustituya en todas partes la fuerza, frases todas que nada explican ni significan, nos vuelve a conducir siempre al eterno dualismo, y requiriéndonos a que creamos en nosotros mismos, nos obliga a creer en Dios, si no en los espíritus. Es verdad que, con haber hecho entrar el espíritu en la naturaleza, a diferencia de los antiguos, que le separaban de ella, la filosofía ha venido como de la mano a esa conclusión famosa, que casi resume todo el fruto de sus investigaciones: En el hombre, el espíritu se sabe; mientras que en los demás seres nos parece que no se sabe. Lo que vela en el hombre, dormita en el animal y duerme en la piedra ... ha dicho un filósofo.

La filosofía, en su postrera hora, no sabe más de lo que sabía al nacer: como si no hubiese venido al mundo más que para hacer buena la palabra de Sócrates, nos dice, envolviéndose solemnemente en su sudario: Sé que no sé nada. ¿Qué digo? La filosofía sabe hoy que todos sus juicios descansan en dos hipótesis igualmente falsas, igualmente imposibles, y, sin embargo, igualmente necesarias y fatales: la materia y el espíritu. De suerte que, al paso que en otro tiempo la intolerancia religiosa y las discordias filosóficas, derramando por todas partes las tinieblas, permitían la duda y hasta cierta voluptuosa indolencia, el triunfo de la negación en todo no permite ya ni esa duda; el pensamiento, libre de toda traba, pero vencido por sus propios progresos, se ve obligado a afirmar lo que le parece evidentemente contradictorio y absurdo. Los salvajes dicen que el mundo es un gran fetiche guardado por un gran monstruo. En treinta siglos los poetas, los legisladores y los sabios de la civilización, transmitiéndose de edad en edad la lámpara filosófica, no han escrito nada más sublime que esta profesión de fe. Y henos aquí que, al fin de esa larga conspiración contra Dios, que se ha dado a sí misma el nombre de filosofía, la razón emancipada dice como la razón salvaje: El Universo es un no-yo objetivado por un yo.

La humanidad supone, pues, fatalmente la existencia de Dios; y si, durante el largo período que se está cerrando, ha creído en la realidad de su hipótesis; si ha adorado el inconcebible objeto que la motiva; si después de haberse conocido en este acto de fe persiste a sabiendas, pero no libremente, en su opinión de un ser soberano, que sabe bien que no es más que una personificación de su propio pensamiento; si está en vísperas de volver a empezar sus invocaciones mágicas, preciso es creer que su portentosa alucinación contiene algún misterio que merece ser objeto de profundo estudio.

Alucinación y misterio, digo, sin que pretenda negar por esto el contenido sobrehumano de la idea de Dios, ni admita tampoco la necesidad de un nuevo simbolismo, quiero decir, de una nueva religión. Porque si es indudable que la humanidad, afirmando a Dios, o lo que se quiera, bajo el nombre de yo o de espíritu, no se afirma a sí misma, no se puede negar por otra parte que se afirma entonces como distinta de lo que se conoce; resulta esto de todas las mitologías como de todas las teodiceas. Y puesto que, por otro lado, esta afirmación es irresistible, procede, a no dudarlo, de relaciones secretas que conviene, si es posible, determinar científicamente.

En otros términos. el ateísmo, por otro nombre humanismo, verdadero en toda su parte crítica y negativa, si se detuviese en el hombre tal cual es en la naturaleza, si descartase como juicio abusivo esa afirmación primera de la humanidad, de que es hija, emanación, imagen, reflejo o verbo de Dios, si renegase así de su pasado, el humanismo, digo, no sería sino una contradicción más. Forzoso nos es, por lo tanto, emprender la crítica del humanismo, es decir, verificar si la humanidad, considerada en su conjunto y en todos los períodos de su desarrollo, satisface a la idea divina, hecha deducción hasta de los atributos hiperbólicos y fantásticos de Dios; si satisface a la plenitud del ser, si se satisface a sí misma. Forzoso nos es, en una palabra, examinar si la humanidad tiende a Dios, según el dogma antiguo, o si pasa a ser Dios, como dicen los modernos. Quizá encontremos, al fin, que los dos sistemas, a pesar de su aparente oposición, son verdaderos a la vez, y en el fondo idénticos: quedaría en este caso altamente confirmada la infalibilidad de la razón humana, así en sus manifestaciones colectivas como en sus especulaciones reflesivas. En una palabra, hasta que hayamos verificado en el hombre la hipótesis de Dios, la negación atea no tiene nada de definitiva.

Lo que por lo tanto falta hacer es una demostración científica, es decir, empírica de la idea de Dios, demostración que no se ha ensayado nunca. Dogmatizando la teología sobre la autoridad de sus mitos y especulando la filosofía, ayudada de sus categorías, ha quedado Dios en el estado de concepción trascendental, es decir, inaccesible a la razón, y subsiste siempre la hipótesis.

Subsiste, digo, esta hipótesis más viva, más implacable que en ningún otro tiempo. Hemos llegado a una de esas épocas fatídicas, en que la sociedad, desdeñosa de lo pasado y atormentada por lo futuro, tan pronto abraza con frenesí lo presente, dejando a algunos pensadores solitarios el cuidado de preparar la nueva fe, como llama a Dios desde el abismo de sus placeres, y pide una señal de salvación, o busca en el espectáculo de sus revoluciones, como en las entrañas de sus víctimas, el secreto de sus destinos.

¿A qué insistir más? La hipótesis de Dios es legítima, porque se impone a todo hombre a pesar suyo: no podría ser, pues, censurada por nadie. El que cree, no puede menos de permitirme la suposición de que Dios existe; el que niega, no puede tampoco menos de permitirmelo, puesto que él mismo lo ha hecho antes que yo, no siendo posible negación alguna sin una afirmación previa; el que dude, basta que reflexione un instante para comprender que su duda supone necesariamente un yo no sé qué, que tarde o temprano acabará por llamar Dios.

Mas si poseo, por la misma naturaleza de mi pensamiento, el derecho de suponer a Dios, debo conquistar el derecho de afirmarlo. En otros términos, si mi hipótesis se impone de una manera invencible, es todo lo que puedo pretender por el momento. Porque afirmar, es determinar; y toda determinación, para ser verdadera, debe ser empírica. Quien dice, en efecto, determinación, dice relación, condicionalidad, experiencia. Puesto, pues, que la determinación de la idea de Dios debe salir entre nosotros de una demostración empírica, debemos abstenemos de todo lo que en la investigación de esa alta incógnita pueda ir más allá de la hipótesis, sin suministrárnoslo la experiencia, pues de lo contrario, volveríamos a caer en las contradicciones de la teología, y, por consecuencia, a suscitar de nuevo las protestas del ateísmo.


Notas

(1) Véase entre otros a Augusto Comte, Curso de filosofía positiva, y a P. J. Proudhon, Creación del orden en la humanidad.

(2) No quiero afirmar aquí de una manera positiva la transmutabilidad de los cuerpos ni señalarla como objetivo a los investigadores; mucho menos aun tengo la pretensión de decir cuál debe ser al respecto la opinión de los sabios. Quiero señalar simplemente la especie de escepticismo que hacen nacer en todo espíritu no prevenido las conclusiones más generales de la filosofía química, o, por mejor decir, las inconciliables hipótesis que sirven de soporte a sus teorías. La química es verdaderamente la desesperación de la razón: toca por todas partes lo fantástico; y cuanto más nos la hace conocer la experiencia, más se rodea de impenetrables misterios. Es la reflexión que me sugería hace poco la lectura de las Lettres sur la chimie de Liebig (París, Masgana, 1845, trad. de Bertet-Dupiney y Dubreuil Hélion).

Así el señor Liebig, después de haber desterrado de la ciencia las causas hipotéticas y todas las entidades admitidas por los antiguos, como la fuerza creadora de la materia, el horror al vado, el espíritu rector, etc. (pág. 22), admite en seguida, como condición de inteligibilidad de los fenómenos químicos, una serie de entidades no menos obscuras, la fuerza vital, la fuerza química, la fuerza eléctrica, la fuerza de atracción, etc. (pág. 146). Se diría una realización de las propiedades de los cuerpos, equivalente a la realización que han hecho los psicólogos de las facultades del alma bajo los nombres de libertad, imaginación, memoria, etc. ¿Por qué no atenerse a los elementos? ¿Por qué, si los átomos pesan por sí mismos, como parece creerlo Liebig, no serían también por sí mismos eléctricos y vivientes? ¡Cosa curiosa! Los fenómenos de la naturaleza, como los del espíritu, no se vuelven inteligibles más que suponiéndoles producidos por fuerzas ininteligibles y gobernados por leyes contradictorias; es lo que se deduce de cada página del libro de Liebig.

La materia, segun Liebig, es esencialmente inerte y está desprovista de toda actividad espontánea (pág. 148): ¿cómo pesan entonces los átomos? El peso inherente a los átomos ¿no es el movimiento propio, eterno y espontáneo de la materia?\ lo que tomamos por reposo ¿no será más bien un equilibrio? ¿Por qué suponer, pues, tanto una inercia que las definiciones desmienten como una virtualidad exterior que nada atestigua?

Desde que los átomos son pesados, Liebig concluye que son indivisibles (pág. 58). ¡Qué razonamiento! El peso no es más que la fuerza, es decir una cosa que no puede caer bajo el sentido, y que no deja percibir de ella más que sus fenómenos; una cosa por consiguiente a la cual el concepto de división e indivisión es inaplicable; ¡y de la presencia de esa fuerza, de la hipótesis de una entidad indeterminada e inmaterial, se concluye en una materialidad indivisible!

Por lo demás, Liebig confiesa que es imposible para nuestra inteligencia figurarse partículas absolutamente indivisibles; reconoce además que el hecho de esa indivisibilidad no está probado; pero agrega que la ciencia no puede pasarse sin esa hipótesis: de suerte que, en opinión de los maestros, la química tiene por punto de partida una ficción que repugna al espíritu tanto como es extraña a la expe,riencia. ¡Qué ironía! Los pesos de los átomos, dice Liebig, son desiguales, porque sus volúmenes son desiguales: sin embargo, es imposible demostrar que los equivalentes químicos expresen el peso relativo de los átomos, o, en otros términos, que lo que consideramos, de acuerdo con el cálculo de las equivalencias atómicas, como átomo, no está compuesto de varios átomos. Todo esto quiere decir que cuanto más materia pesa más que menos de materia; y puesto que el peso es la esencia de la materialidad, se concluirá de ahí rigurosamente que, siendo la pesadez idéntica en todas partes a sí misma, hay también identidad en la materia; que la diferencia de los cuerpos simples procede únicamente, sea de los diferentes modos de asociación de los átomos, sea de los diversos grados de condensación molecular, y que en el fondo los átomos son transmutables; lo que Liebig no admite.

No tenemos, dice, ningún motivo para creer que un elemento se convierte en otro elemento (pág. 135). ¿Qué sabemos? Los motivos para creer en esa conversión pueden muy bien existir sin que lo advirtáis; y no es seguro que vuestra inteligencia esté al respecto al nivel de vuestra experiencia. Pero admitamos el argumento negativo de Liebig: ¿qué deduce? Que con unas cincuenta y seis excepciones aproximadamente, que han quedado hasta el momento irreductibles, toda la materia está en metamorfosis perpetua. Ahora bien, es una ley de nuestra razón suponer en la naturaleza la unidad de substancia tanto como unidad de fuerza o unidad de sistema; por otra parte, la serie de los compuestos químicos y de los cuerpos simples mismos nos lleva a ella inevitablemente. ¿Cómo rehusamos a seguir hasta el fin de la ruta abierta por la ciencia y a admitir una hipótesis que es la conclusión fatal de la experiencia misma?

Lo mismo que Liebig niega la transmutabilidad de los elementos, rechaza la formación espontánea de los gérmenes. Ahora bien, si se rechaza la formación espontánea de los gérmenes, es forzoso admitir su eternidad; y como, por otro lado, está probado por la geologia que el globo no está habitado desde toda la eternidad, se encuentra uno obligado a admitir aún que, en un momento dado, los gérmenes eternos de los animales y de las plantas han brotado, sin padre ni madre, en la superficie del globo. Así, la negación de las generaciones espontáneas lleva a la hipótesis de esa espontaneidad: ¿qué es lo que la metafísica. tan maldecida, ofrece de más contradictorio?

Que no se crea por eso que niego el valor y la certidumbre de las teorías químicas, ni que el atomismo no me parezca cosa absurda, ni que comparto la opinión de los epicúreos sobre la generación espontánea. Todo lo que quiero hacer notar, una vez más, es que desde el punto de vista de los principios, la química tiene necesidad de una extrema tolerancia, puesto que no es posible más que a condición de un cierto número de ficciones que repugnan a la razón y a la experiencia, y que se destruyen entre sí.

(3) Los químicos distinguen la mezcla de la composición, lo mismo que los lógicos distinguen la asociación de las ideas y su sistema. Es verdad, sin embargo, que, según los químicos, la composición no sería todavía más que una mezcla, o más bien una agregación, no ya fortuita, sino sistemática de los átomos, los cuales no producirían compuestos diversos más que por la diversidad de su ordenación. Pero ésa no es más que una hipótesis del todo gratuita, una hipótesis que no explica nada, y que no tiene siquiera el mérito de ser lógica. ¿Cómo engendra propiedades fisiológicas tan diferentes una diferencia puramente numérica o geométrica en la composición y en la forma del átomo? ¿Cómo, si los átomos son indivisibles e impenetrables, su asociación, circunscrita a los efectos mecánicos, no les deja inalterables en cuanto a su esencia? ¿Dónde está aquí la relación entre la causa supuesta y el efecto obtenido?

Desconfiemos de nuestra óptica intelectual: ocurre con las teorías químicas como con los sistemas de psicología. El entendimiento, para darse cuenta de los fenómenos, obra sobre los átomos que no ve ni verá nunca, como sobre el yo, que no percibe tampoco: aplica a todas las cosas sus categorías; es decir, distingue, individualiza, concreta, enumera, opone lo que, material o inmaterial, es profundamente idéntico e indiscernible. La materia, tanto como el espíritu, desempeña ante nuestros ojos toda suerte de papeles; y como sus metamorfosis no tienen nada de arbitrario, las aprovechamos para construir esas teorías psicológicas y arómicas, verdaderas en tanto que, bajo un lenguaje de convención, nos representan fielmente la serie de los fenómenos; pero radicalmente falsas, desde que pretenden realizar sus abstracciones y deducir al pie de la letra.

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