Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonPresentación de Chantal López y Omar CortésSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PRÓLOGO

I

Si a través de sus transformaciones sucesivas sigo la idea de Dios, encuentro que esta idea es ante todo social; quiero decir con esto, que es más un acto de fe del pensamiento colectivo que una concepción del individuo. Ahora bien, ¿cómo y en qué ocasión se verifica este acto de fe? Importa determinarlo.

Bajo el punto de vista moral e intelectual, la sociedad, o el hombre colectivo, se distingue del individuo principalmente por la espontaneidad de acción o, con otras palabras, por el instinto. Mientras que el individuo no obedece, o se figura no obedecer, más que a motivos que conoce plenamente y que es dueño de aceptar o de rechazar; mientras que, en una palabra, se cree libre, y tanto más libre, cuanto más razonador y más instruído se siente, la sociedad tiene movimientos involuntarios, donde, a la primera ojeada, no vemos nada que indique deliberación ni proyecto previos, y poco a poco, sin embargo, nos parece ver la acción de un consejo superior que existe fuera de la sociedad y la empuja con irresistible fuerza hacia un término desconocido. El establecimiento de las monarquías y de las Repúblicas, la distinción de castas, las instituciones judiciales, etc., son otras tantas manifestaciones de esa espontaneidad social, cuyos efectos es mucho más fácil notar que indicar su principio o dar su razón. Los esfuerzos de todos los que se han dedicado a la filosofía de la historia, aun de los que lo han hecho después de Vico, Bossuet, Herder y Hegel, se han reducido hasta aquí a dejar consignada la existencia del destino providencial que preside todos los movimientos humanos. Y observo, a propósito, que la sociedad antes de obrar no deja nunca de invocar su genio, como si quisiese hacerse ordenar por el cielo lo que espontáneamente ha resuelto ya. Los sortilegios, los oráculos, los sacrificios, las aclamaciones populares, las plegarias públicas son la más ordinaria forma de esas deliberaciones tardías de la sociedad.

Esa facultad misteriosa, toda intuitiva, y por decirlo así supersocial que, aunque poco o nada palpable en las personas, se cierne sobre la humanidad como un genio inspirador, es el hecho primordial de toda psicología.

Ahora bien, a diferencia de las demás especies animales, sometidas como él a la vez a apetencias individuales y a impulsos colectivos, el hombre tiene el privilegio de percibir e indicar a su propio pensamiento el instinto o fatum que le dirige, y también, como veremos más adelante, la facultad de penetrar y hasta de influir en sus decretos. Y el primer movimiento del hombre, embelesado y animado por el entusiasmo (el aliento divino), es adorar la invisible Providencia de que se siente depender y que llama DIOS, es decir, Vida, Ser, Espíritu o más simplemente, Yo: palabras todas que en las antiguas lenguas son sinónimas y homófonas.

Yo soy YO, dice Dios a Abraham, y yo trato contigo ... Y a Moisés: Yo soy el Ser. Hablarás a los hijos de Israel, y les dirás: El Ser me envía a vosotros. Estas dos palabras, el Ser y Yo, tienen en la lengua original, la más religiosa que hayan hablado los hombres, la misma característica (1). En otra ocasión, cuando Jehová, haciéndose legislador por órgano de Moisés, atestigua su eternidad y jura por su esencia, dice, como fórmula de juramento: Yo; o bien redoblando la energía: Yo, el Ser. Así el Dios de los hebreos es el más personal y el más voluntarioso de todos los dioses, y nadie mejor que él expresa la intuición de la humanidad.

Dios se presenta por lo tanto al hombre como un yo, como una esencia pura y permanente que se pone ante él como un monarca ante su vasallo, y habla, ya por boca de los poetas, los legisladores y los adivinos, musa, nomos, numen, ya por medio de la aclamación popular: Vox populi, vox Dei. Esto puede servir, entre otras cosas, para explicar cómo hay oráculos verdaderos y oráculos falsos; porque los individuos, secuestrados desde su nacimiento no llegan por sí solos a la idea de Dios, al paso que se apoderan de ella con avidez en cuanto les es presentada por el alma colectiva; cómo, por fin, las razas estacionarias, tales como la de los chinos, acaban por perderla (2). Por de pronto, respecto de los oráculos, es indudable que toda su certidumbre nace de la conciencia universal que los inspira; y en cuanto a la idea de Dios, es también fácil comprender por qué el aislamiento y el statu quo le son igualmente mortales. Por una parte, la falta de comunicación mantiene el alma absorbida en el egoísmo animal; por otra, la ausencia de movimiento, cambiando poco a poco la vida social en rutina y mecanismo, elimina al fin la idea de voluntad y de providencia. ¡Cosa extraña! La religión que muere por el progreso, muere también por la inmovilidad.

Observemos por lo demás que, refiriendo a la conciencia vaga y por decirlo así objetivada de una razón universal, la primera revelación de la divinidad, no prejuzgamos absolutamente nada sobre la realidad o la no realidad de Dios. Admitamos, en efecto, que Dios no sea otra cosa que la razón universal o el instinto colectivo: faltará todavía saber qué esa razón universal es en sí misma. Porque, como demostraremos más tarde, la razón universal no está dada en la razón individual; o para expresamos mejor, no es sino enteramente empírico, ni hubiera sido jamás adquirido a priori por vía de deducción, inducción ni síntesis, el movimiento de las leyes sociales, o sea la teoría de las ideas colectivas, por más que sea una deducción de los conceptos fundamentales de la razón pura. De donde se sigue que la razón universal, a la que referimos esas leyes, considerándolas como su propia obra; la razón universal, que existe, razona y trabaja en una esfera que le es propia, y como una realidad distinta de la razón pura, del mismo modo que el sistema del mundo, por más que esté creado según el sistema de las matemáticas, es una realidad distinta de las matemáticas, de la cual no habría sido posible deducir ni la existencia de las matemáticas mismas: la razón universal, digo, es precisamente, en lenguaje moderno, lo que los antiguos llamaron Dios. La palabra ha cambiado: ¿qué sabemos de la cosa?

Sigamos ahora las evoluciones de la idea divina.

Una vez sentado el Ser Supremo por un primer juicio místico, el hombre generaliza inmediatamente este tema con otro misticismo, la analogía. Dios, por decirlo así, no es aún más que un punto: llenará en seguida el mundo.

Del mismo modo que al sentir su yo social había el hombre saludado a su autor, así al descubrir deliberación o intención en los animales, las plantas, las fuentes, los meteoros y el universo todo, atribuye a cada objeto particular, y luego al todo, un alma, espíritu o genio que los preside, prosiguiendo esa inducción deificante desde la más elevada cima de la naturaleza, que es la sociedad, a las más humildes existencias, a las cosas inanimadas e inorgánicas. Desde su yo colectivo, tomado por polo superior de la creación, hasta el último átomo de materia, el hombre extiende por lo tanto la idea de Dios, es decir, la idea de personalidad y de inteligencia, como nos cuenta el Génesis que extendió el mismo Dios el cielo, es decir, creó el espacio y el tiempo, capacidades de todas las cosas.

Así, sin un Dios, artífice supremo, no existirían el universo ni el hombre: tal es la profesión de fe social. Pero tampoco sin el hombre habría sido pensado Dios -saltemos este intervalo-, no sería Dios nada. Si la humanidad necesita de un autor, Dios, los dioses, no necesitan menos de un revelador: la teogonía de los historiadores del cielo, del infierno y de sus moradores, esos sueños del pensamiento humano, son el reverso del mundo, que ciertos filósofos han llamado en cambio el sueño de Dios. Y ¡qué magnificencia en esa creación teológica, obra de la sociedad! Quedó eclipsada la creación del demiurgos, vencido el que llamamos el Todopoderoso; y durante siglos dejó de fijarse la encantada imaginación de los mortales en el espectáculo de la naturaleza por la contemplación de las maravillas olímpicas.

Bajemos de esta región fantástica. La implacable razón llama a la puerta; es preciso responder a sus temibles preguntas.

¿Qué es Dios? dice; ¿dónde está? ¿cuántos es? ¿qué quiere? ¿qué puede? ¿qué promete? Y he aquí que, ante la antorcha del análisis, las divinidades todas de la tierra, del cielo y de los infiernos quedan reducidas a un no sé qué incorpóreo, impasible, inmóvil, incomprensible, indefinible, a la negación, en una palabra, de todos los atributos de la existencia. Y sea, en efecto, que el hombre atribuya a cada objeto un espíritu o genio especial; sea que conciba el universo como gobernado por un poder único, no hace nunca sino suponer una entidad incondicional, es decir, imposible, para deducir de ella una explicación tal cual de fenómenos que de otro modo le parecen inconcebibles. ¡Misterio de Dios y de la razón! A fin de hacer cada vez más racional el objeto de su idolatría, el creyente le va despojando poco a poco de todo lo que podía hacerle real; y después de prodigios de lógica y de genio, resulta que ha dado al Ser por excelencia los mismos atributos de la nada. Esta evolución es inevitable y fatal: el ateísmo está en el fondo de toda teodicea.

Procuremos hacer comprender ese progreso.

Apenas ha creado nuestra conciencia a Dios, creador de todas las cosas; en otros términos, apenas hemos elevado a Dios de la idea de yo social a la idea de yo cósmico, cuando nuestra reflexión se pone a demolerle so pretexto de perfeccionarle. ¡Perfeccionar la idea de Diosl ¡Depurar el dogma teológico! Esta fue la segunda alucinación del género humano.

El espíritu de análisis, Satanás infatigable que interroga y contradice sin cesar, debía tarde o temprano buscar la prueba del dogmatismo religioso. Ahora bien, determine el filósofo la idea de Dios, o declárela indeterminable; acérquese a su razón o aléjese de ella, sostengo que esa idea no deja de sufrir quebranto; y como es de todo punto imposible que la especulación se detenga, la idea de Dios no puede menos de desaparecer a la larga. El movimiento ateo es, pues, el segundo acto del drama teológico; y este segundo acto nace del primero, como el efecto de la causa. Los cielos cuentan la gloria del Eterno, dice el salmista; añadamos: y su testimonio lo destrona.

En efecto, a medida que el hombre observa los fenómenos, cree distinguir cosas intermedias entre la naturaleza y Dios: relaciones de número, de sucesión, de figura; leyes orgánicas, evoluciones, analogías; cierto encadenamiento, por fin, con que se manifiestan o se suscitan las manifestaciones de la vida. Observa incluso que en el desarrollo de esa sociedad de que forma parte, entran por algo las voluntades particulares y las deliberaciones comunes; y se dice que el Supremo Espíritu no obra directamente, ni por sí mismo sobre el mundo, ni de un modo arbitrario y por capricho, sino mediatamente, por resortes u órganos sensibles y en virtud de ciertas y determinadas reglas. Y subiendo mentalmente por la cadena de los efectos y de las causas, coloca en la extremidad, como en un balancín, a Dios.

Más allá de los cielos todos,
El Dios de los cielos mora,

ha dicho un poeta. Así, al primer salto que da la teoría, queda reducido el Ser Supremo a la función de fuerza motriz, clavija maestra, clave de bóveda, o si se me permite una comparación aun más vulgar, a la función de soberano constitucional que reina, pero no gobierna, jurando obedecer la ley y nombrar ministros que la ejecuten. Pero impresionado por la ilusión que le fascina, el deísta no ve en ese ridículo sistema más que una nueva prueba de la sublimidad de su ídolo, que hace, según él, servir a sus criaturas de instrumento de su poder, y redundar en su gloria la sabiduría de los mortales.

Pronto, no satisfecho el hombre con limitar el imperio del Eterno, por un respeto cada vez más deicida, pide participación en él.

Si soy un espíritu, un yo sensible que emito ideas, continúa diciendo el deísta, yo participo también de la existencia absoluta; soy libre, creador, inmortal, igual a Dios. Cogito, ergo sum; pienso, luego soy inmortal: este es el corolario, esta la traducción del Ego sum qui sum: la filosofía está de acuerdo con la Biblia. La existencia de Dios y la inmortalidad del alma son producto de la conciencia en un solo y mismo juicio; allí habla el mortal en nombre del universo, a cuyo seno transporta su yo; aquí habla en su propio nombre, sin advertir que en esa ida y venida no hace más que repetirse.

La inmortalidad del alma, verdadera escisión de la divinidad, que en el momento de su primera promulgación, ocurrida después de un largo intervalo, se presentó como una herejía a los ojos de los fieles del dogma antiguo, no por esto fue menos considerada como el complemento de la majestad divina, como el postulado necesario de la bondad y la justicia eternas. Sin la inmortalidad del alma no se comprende a Dios, dicen los deístas, y son en esto parecidos a los teóricos de la política, para los que son condiciones esenciales de la monarquía una representación suprema y funcionarios en todas partes inamovibles. Pero tan exacta es la paridad entre las doctrinas como flagrante la contradicción entre las ideas: así el dogma de la inmortalidad del alma fue pronto la piedra de escándalo de los teólogos filósofos, que desde los tiempos de Pitágoras y de Orfeo se esfuerzan inútilmente por armonizar los atributos divinos con la libertad humana y la razón con la fe. ¡Motivo de triunfo para los impíos! ... Pero la ilusión no podía desaparecer tan pronto: el dogma de la inmortalidad del alma, precisamente porque era una limitación del Ser increado, era un progreso. Si el espíritu humano se ilumina con la adquisición parcial de la verdad, no retrocede jamás, y esta perseverancia en su marcha es la prueba de su infalibilidad. Vamos a adquirir de este aserto una nueva prueba.

Haciéndose el hombre parecido a Dios, hacía a Dios parecido a sí mismo; y esa correlación, calificada de execrable durante muchos siglos, fue el invisible resorte que determinó el nuevo mito. En tiempo de los patriarcas, Dios celebraba pactos de alianza con el hombre; ahora, y para mejor cimentar el pacto, Dios va a hacerse hombre. Tomará nuestra carne, nuestro semblante, nuestras pasiones, nuestras alegrías y nuestras penas; nacerá de una mujer, y morirá como nosotros. Luego, después de esa humillación de lo infinito, pretenderá aún el hombre haber agrandado el ideal de su Dios, haciendo, por una conversión lógica del que había hasta entonces llamado creador, un conservador, un redentor. No dice aun la humanidad: yo soy Dios, porque se horrorizaría en su piedad ante usurpación tamaña; pero dice ya: Dios está conmigo, Emmanuel, nobiscum Deus. Y en el momento en que la filosofía con orgullo y la conciencia universal con espanto exclamaban unánimes: los dioses se van, excedere Deos, se abrió un período de ferviente adoración y de fe sobrehumana que debía durar dieciocho siglos.

Pero se acerca el término fatal. Toda monarquía que se deja circunscribir acaba en la demagogia; toda divinidad que se define, es decir, que se determina, se pierde en un pandemonio. La cristolatría es el último término de esa larga evolución del pensamiento humano. Los ángeles, los santos, las vírgenes, reinan con Dios en el cielo, dice el catecismo; los demonios y los réprobos están en los infiernos sufriendo eternos suplicios. La sociedad ultramundana tiene su izquierda y su derecha: es hora ya de que la ecuación se consuma, es hora ya de que esa jerarquía mística baje a la tierra y se manifieste en toda su realidad.

Cuando Milton representa a la primera mujer mirándose en una fuente y tendiendo con amor los brazos a su propia imagen como para alcanzarla, pinta rasgo por rasgo al género humano. -: Ese Dios que tú adoras, ¡oh hombre!, ese Dios que has hecho bueno, justo, todopoderoso, sabio, inmortal y santo, eres tú mismo; ese ideal de perfecciones es tu imagen depurada en el espejo ardiente de tu conciencia. Dios, la naturaleza y el hombre son el triple aspecto del ser uno e idéntico; el hombre es el mismo Dios, que llega por mil evoluciones a adquirir conciencia de sí mismo; se ha sentido Dios en Jesucristo, y el cristianismo es verdaderamente la religión del Dios-Hombre. No hay otro Dios que el que desde un principio ha dicho: yo; no hay otro Dios que tú. Tales son las últimas conclusiones de la filosofía, que expira rasgando el velo que cubría el misterio de la religión y el suyo propio.


Notas

(1) Ie-hovah, y en composición Jah, el ser; Iao, iu-piter, con la misma significación; ha-iah, hebr., fue; ei, griego, es; ei-nai, ser; an-i, hebr. y en conjugación th-i, yo; e-go, io, ich, i, m-i, m-e, t-ibi, t-e y todos los pronombres personales en los que la vocal i, e, ei, oi, representa la personalidad en general, y las consonantes n, s o t, sirven para indicar el número de orden de las personas. Por lo demás, que se dispute acerca de esas analogías; yo no me opongo a ello: en esa profundidad, la ciencia de la filología no es más que nube y misterio. Lo que importa y lo que observo, es que la relación fonética de los nombres parece traducir la relación metafísica de las ideas.

(2) Los chinos han conservado en sus tradiciones el recuerdo de una religión que habría cesado de existir entre ellos desde el siglo V o el VI antes de nuestra era. (Ver Pauthier, Chine, Paris, Didot). Una cosa más sorprendente aun, es que ese pueblo singular, al perder su culto primitivo, parece haber comprendido que la divinidad no es otra cosa que el yo colectivo del género humano: de suerte que desde hace más de dos mil años, China, en su creencia vulgar, habría llegado a los últimos resultados de la ciencia de Occidente. Lo que el cielo quiere y entiende -se dice en el Chu-King- no es más que lo que el pueblo quiere y entiende. Lo que el pueblo juzga digno de recompensa y de castigo, es lo que el cielo quiere castigar y recompensar. Hay una comunicación íntima entre el cielo y el pueblo: que los que gobiernan al pueblo estén, pues, atentos y sean reservados. Confucio ha expresado el mismo pensamiento de otro modo: Gana el afecto del pueblo, y ganarás el imperio. Pierde el afecto del pueblo y perderás el imperio. He ahí, pues, la razón general, la opinión tomada por reina del mundo, y por otra parte ésa ha sido la revelación. El Tao-te-King es todavía más decisivo. En esta obra, que no es más que una crítica esbozada de la razón pura, el filósofo Lao tsé identifica perpetuamente, bajo el nombre de Tao, la razón universal y el ser infinito; y es esa identificación constante de principios, que nuestros hábitos religiosos y metafísicos han diferenciado tan profundamente, lo que, en mi opinión, constituye toda la obscuridad del libro de Lao tsé.

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