Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I

Del papel que desempeñan las máquinas en sus relaciones con la libertad

La introducción de las máquinas en la industria se realiza en oposición a la ley de división del trabajo, y como para restablecer el equilibrio profundamente comprometido por esta ley. Para apreciar bien el alcance de ese movimiento y comprender su espíritu, se hacen necesarias algunas consideraciones generales (1).

Los filósofos modernos, después de haber recogido y clasificado sus anales, han sido llevados por la naturaleza de sus trabajos a ocuparse también de historia: y han visto entonces, no sin sorpresa, que la historia de la filosofía era en el fondo lo mismo que la filosofía de la historia; han visto además que esos dos ramos de la especulación, en la apariencia tan diversos, no eran más que la aparición en la escena de las concepciones de la metafísica, que constituye toda la filosofía.

Ahora bien, si se divide la materia de la historia universal en cierto número de cuadros, tales como matemáticas, historia natural, economía social, etc., se verá que cada una de estas divisiones contiene también la metafísica. Y sucederá lo mismo hasta con la última subdivisión de la totalidad de la historia: de suerte que la filosofía entera existe en el fondo de toda manifestación natural o de la industria, sin hacer acepción alguna de magnitudes ni de calidades; cabe emplear igualmente bien todos los paradigmas para elevarse a las más sublimes concepciones; y encontrándose los postulados todos de la razón en la más modesta industria tan bien como en las ciencias más generales, para hacer de todo artesano un filósofo, es decir, un espíritu generalizador y altamente sintético, bastaría enseñarle, ¿qué?, su profesión.

Hasta ahora, es verdad, la filosofía, como la riqueza, ha sido reservada para ciertas castas: tenemos la filosofía de la historia, la filosofía del derecho, y aun algunas otras filosofías. Es ésta una especie de apropiación que debe desaparecer, como otras muchas de tan noble origen. Mas, para consumar esa inmensa ecuación, es preciso empezar por la filosofía del trabajo, después de lo cual podrá cada trabajador emprender a su vez la filosofía de su oficio.

Así, no siendo todo producto del arte y de la industria, y toda constitución política o religiosa, del mismo modo que toda criatura orgánica o inorgánica, sino una realización, una aplicación natural o práctica de la filosofía, queda demostrada la identidad de las leyes de la naturaleza y de la razón, del ser y de la idea; y cuando, por nuestra parte, establecemos la conformidad constante de los fenómenos económicos con las leyes puras del pensamiento, la equivalencia de lo real y de lo ideal en los hechos humanos, no hacemos más que repetir, para un caso particular, esa demostración eterna.

¿Qué decimos nosotros, en efecto?

Para determinar el valor, en otros términos, para organizar en sí misma la producción y la distribución de las riquezas, la sociedad procede exactamente como la razón al engendrar los conceptos. Empieza por sentar un primer hecho, emite una primera hipótesis, la división del trabajo, verdadera antinomia cuyos resultados antitéticos se desarrollan en la economía social, del mismo modo que hubieran podido deducirse sus consecuencias en el entendimiento; de suerte que el movimiento industrial, siguiendo en todo la deducción de las ideas, se divide en una doble corriente, una de efectos útiles, otra de resultados subversivos, todos igualmente necesarios, y todos producto legítimo de la misma ley. Para constituir armónicamente ese principio de doble aspecto y resolver esta antinomia, la sociedad hace surgir otra, que será pronto seguida de una tercera; y tal será la marcha del genio social, hasta que, habiendo agotado todas sus contradicciones -supongo, pero no está probado, que la contradicción en la humanidad haya de tener un término-, vuelve de un salto sobre todas sus posiciones anteriores, y en una sola fórmula resuelve todos sus problemas.

Siguiendo en nuestra exposición ese método del desarrollo paralelo de la realidad y de la idea, encontramos una doble ventaja: ante todo ha de salvamos del cargo de materialismo, dirigido tantas veces a los economistas, para quienes los hechos son verdad sólo por ser hechos, y hechos materiales. Para nosotros, al contrario, los hechos no son materia, porque no sabemos lo que esa palabra significa, sino manifestaciones visibles de ideas invisibles. Desde este punto de vista los hechos no prueban sino según la medida de la idea que representan: ésta es la razón porque hemos rechazado como ilegítimos y no definitivos el valor útil y el valor en cambio, y más tarde la división del trabajo, por más que para los economistas fuesen todos de una autoridad absoluta.

Por otra parte, no se nos puede acusar de espiritualismo, idealismo ni misticismo; porque, no admitiendo por punto de partida sino la manifestación exterior de la idea, idea que ignoramos y no existe, ínterin no se refleje en algo, como la luz, que no sería nada si el sol existiese sólo en un vacío infinito; y descartando todo a priori teogónico y cosmogónico, toda investigación sobre la sustancia, la causa, el yo y el no yo, nos limitamos a buscar las leyes del ser y a seguir el sistema de sus manifestaciones hasta donde pueda alcanzar la razón.

A no dudarlo, en el fondo, todo conocimiento se detiene ante un misterio: lo son, por ejemplo, la materia y el espíritu que admitimos como dos esencias desconocidas, substratum de todos los fenómenos. Pero esto no es decir que el misterio sea el punto de partida del conocimiento, ni el misticismo la condición necesaria de la lógica; la espontaneidad de nuestra razón, antes al contrario, tiende a rechazar perpetuamente el misticismo y a protestar a priori contra todo misterio, porque el misterio para ella sólo sirve para ser negado, y la negación del misticismo es lo único para lo cual no necesita la razón de la experiencia.

En suma, los hechos humanos son la encarnación de las ideas humanas; así que, estudiar las leyes de la economía social, es establecer la teoría de las leyes de la razón y crear la filosofía. Podemos ahora seguir el curso de nuestras investigaciones.

Hemos dejado, al final del capítulo anterior, al jornalero en lucha con la ley de la división del trabajo: ¿cómo se las va a componer ese infatigable Edipo para resolver este enigma?

En la sociedad, la incesante aparición de las máquinas es la síntesis, la fórmula inversa de la división del trabajo; es la protesta del genio de la industria contra el trabajo parcelario y homicida. ¿Qué es, en efecto, una máquina? Una manera de reunir diversas partículas del trabajo que la división había separado. Toda máquina puede ser definida de este modo: un resumen de muchas operaciones, una simplificación de resortes, una condensación del trabajo, una reducción de gastos. Bajo todos estos puntos de vista, la máquina es la contraposición de la división del trabajo. Luego, por medio de la máquina, no podrá menos de haber restauración del trabajador parcelario, disminución de fatiga para el obrero, baja de precio en los productos, movimiento en la relación de los valores, progreso hacia nuevos descubrimientos, y aumento del bienestar general.

Así como una nueva fórmula da una nueva fuerza al geómetra, así la invención de una máquina es una reducción de mano de obra que multiplica la fuerza del productor; y se puede ya creer que la antinomia de la división del trabajo, si no está enteramente vencida, estará por lo menos contra balanceada y neutralizada. Conviene leer en el curso del señor Chevalier las innumerables ventajas que resultan para la sociedad de la intervención de las máquinas; es un cuadro lleno de interés, al cual me complazco en remitir al lector.

Las máquinas, presentándose en la economía política en abierta contradicción con la división del trabajo, representan la síntesis oponiéndose en el espíritu humano al análisis; y así como, según veremos pronto, tenemos la economía política entera en la división del trabajo y en las máquinas, así en el análisis y la síntesis tenemos toda la lógica, toda la filosofía. El hombre que trabaja procede necesaria y sucesivamente por medio de la división de funciones y con ayuda de instrumentos; y el que raciocina hace necesaria y sucesivamente síntesis y análisis, ni más ni menos. No irán nunca más allá ni la razón ni el trabajo. Prometeo, como Neptuno, llega en tres pasos a los límites del mundo.

De estos principios tan sencillos, tan luminosos como axiomas, se deducen consecuencias inmensas.

Siendo esencialmente inseparables en las operaciones intelectuales el análisis y la síntesis, y no adquiriendo por otra parte la teoría el sello de la legitimidad sino a condición de seguir paso a paso la experiencia, síguese de ahí que el trabajo, reuniendo en una acción continua el análisis y la síntesis, la teoría y la práctica, y resumiendo por consiguiente, como forma exterior de la lógica, la realidad y la idea, se presenta de nuevo como medio universal de enseñanza. Fit fabricando faber: el más absurdo de todos los sistemas de educación es el que separa la inteligencia de la actividad y divide al hombre en dos entidades imposibles, un abstruso y un autómata. Por esto nos asociamos a las justas quejas del señor Chevalier, del señor Dunoyer, y de cuantos piden las reformas de la enseñanza universitaria: en esto también se funda la esperanza de los resultados que de reforma tal nos hemos prometido. Si la educación fuese ante todo experimental y práctica, dejando el discurrir sólo para explicar, resumir y coordinar el trabajo; si se permitiese aprender por los ojos y las manos a quien nada puede aprender por la imaginación y la memoria, se vería pronto multiplicarse las capacidades con las formas del trabajo; conociendo todo el mundo la teoría de algo, sabría por la misma razón la lengua filosófica, y podría en una ocasión dada, siquiera no fuese más que una sola vez en la vida, crear, modificar, perfeccionar, dar pruebas de inteligencia y de comprensión, producir su obra maestra, en una palabra, mostrarse hombre. La desigualdad de las adquisiciones de la memoria no cambiaría en nada la equivalencia de las facultades, y el genio no nos parecería ya sino lo que es en efecto, la salud del espíritu.

Los ingenios del siglo XVIII han disputado largamente sobre lo que constituye el genio, en qué se distingue del talento, qué debe entenderse por espíritu, etc. Habían transportado al mundo intelectual las mismas distinciones que en la sociedad separan a las personas. Había para ellos genios reyes y dominadores, genios príncipes, genios ministros; luego espíritus nobles y espíritus plebeyos, talentos cívicos y talentos campesinos. Yacía en lo más bajo de la escala la grosera muchedumbre de los industriosos, clases apenas bosquejadas, excluídas de la gloria de los elegidos. Están aún llenas todas las retóricas de esas impertinencias que el interés monárquico, la vanidad de los letrados y la hipocresía socialista se esfuerzan en acreditar para la perpetua esclavitud de las naciones y el sostén del actual orden de cosas.

Pero si está demostrado que todas las operaciones del espíritu se reducen a dos, análisis y síntesis, y son necesariamente inseparables, aunque distintas; si, por una consecuencia forzosa, a pesar de la infinita variedad de los trabajos y de los estudios, el espíritu no hace nunca más que volver a empezar la misma tela, el hombre de genio no es otra cosa que un hombre de buena constitución, que ha trabajado mucho, meditado mucho, analizado mucho, comparado, clasificado, resumido, concluído; al paso que el ser limitado que vive sumergido en una rutina endémica, en vez de desarrollar sus facultades, ha matado su inteligencia con la inercia y el automatismo. Es absurdo distinguir como de diferente naturaleza lo que no difiere realmente sino por la edad, y luego convertir en exclusión y privilegio los diversos grados de un desarrollo o los azares de una espontaneidad que, por el trabajo y la educación, deben cada día ir desapareciendo.

Los psicólogos que han clasificado las almas humanas en dinastías, razas nobles, familias medias y proletariado, habían observado con todo que el genio no era universal, sino que tenía su especialidad, así que han declarado iguales y soberanos de reinos distintos a Homero, Platón, Fidias, Arquímedes y César, que les parecían ser todos primeros en su género. ¡Qué inconsecuencia! ¡Como si la especialidad del genio no revelase la ley misma de la igualdad de inteligencias! ¡Como si, por otra parte, lo constante del éxito en los productos del genio no fuese la prueba de que éste obra por principios que le son extraños, y son la garantía de la perfección de sus obras, mientras los sigue fiel y exactamente! Esa apoteosis del genio, que han soñado despiertos hombres cuya charla fue siempre estéril, haría creer en la tontería innata de la mayoría de los mortales, si no fuese la más brillante prueba de su perfectibilidad.

Así el trabajo, después de haber diferenciado las capacidades y preparado su equilibrio por medio de la división de las industrias, completa, si puedo decirlo así, el armamento de la inteligencia por medio de las máquinas. Tanto por los testimonios de la historia como por el análisis, y a pesar de las anomalías que produce el antagonismo de los principios económicos, se ve que la inteligencia difiere en los hombres, no por su fuerza, claridad, ni extensión, sino, en primer lugar, por la especialidad, o como dice la escuela, por la determinación cualitativa; y luego, por la educación y el ejercicio. En el individuo como en el hombre colectivo, la inteligencia, por lo tanto, es más bien una facultad que viene, se forma, se desarrolla, quae fit, que no una entidad o entelequia que está toda formada, con anterioridad al aprendizaje. La razón, o llámesela como se quiera, genio, talento, o industria, es en su punto de partida una virtualidad desnuda e inerte, que crece poco a poco, se fortifica, toma color, se determina, y presenta variaciones infinitas. Por la importancia de sus adquisiciones, en una palabra, por su capital, la inteligencia difiere y diferirá siempre de un individuo a otro; mas como potencia, como que es igual en todos a su origen, no puede menos de serIo también al fin, gracias a la influencia del progreso social que va perfeccionando incesantemente sus medios. Sin esto el trabajo sería siempre para los unos un privilegio, y para los otros un castigo.

Mas el equilibrio de las capacidades, cuyo preludio hemos visto en la división del trabajo, no constituye el destino todo de las máquinas: van más allá las miras de la Providencia. Con la introducción de las máquinas en la economía, se ha dado vuelo a la libertad.

La máquina es el símbolo de la libertad humana, la insignia de nuestro dominio sobre la naturaleza, el atributo de nuestro poder, la expresión de nuestro derecho, el emblema de nuestra personalidad. Libertad e inteligencia son el hombre todo, porque si descartamos como mística e ininteligible toda especulación sobre el ser humano, considerado desde el punto de vista de la sustancia (espíritu o materia), no nos quedan más que dos categorías de manifestaciones que comprenden, la primera, todo lo que se llama sensaciones, voliciones, pasiones, atracciones, instintos, sentimientos; la segunda, todos los fenómenos clasificados bajo los nombres de atención, percepción, memoria, imaginación, comparación, juicio, raciocinio, etc. En cuanto al aparato orgánico, lejos de ser el principio o la base de esos dos órdenes de facultades, se le debe considerar como su realización sintética y positiva, como su viva y armónica expresión. Porque, así como de la emisión secular que haya hecho el género humano de sus principios antagonistas ha de resultar un día la organización social, así el hombre debe ser concebido como el resultado de dos series de virtualidades.

Así, después de haberse hecho lógica la economía social, prosiguiendo su obra se hace psicológica. Son el objeto común de la economía política y la filosofía, la educación de la inteligencia y de la libertad, en una palabra, el bienestar del hombre, frases todas perfectamente sinónimas (2). Determinar las leyes de la producción y de la distribución de las riquezas, será demostrar, por medio de una exposición objetiva y concreta, las leyes de la razón y de la libertad; será crear a posteriori la filosofía y el derecho: a donde quiera que nos volvamos, estamos en plena metafísica.

Procuremos ahora, con los datos reunidos de la psicología y la economía política, definir la libertad.

Si cabe concebir la razón humana, en su origen, como un átomo lúcido y reflexivo, capaz de representar un día al universo, pero en su primer instante vacío de imágenes, se puede también considerar la libertad, en los primeros instantes de la conciencia, como un punto vivo, punctum saliens, como una espontaneidad vaga, ciega, o más bien indiferente, capaz de recibir todas las impresiones, disposiciones e inclinaciones posibles. La libertad es la facultad de obrar o de no obrar, que, por medio de una elección o determinación cualquiera (empleo aquí la palabra determinación a la vez en un sentido activo y pasivo), sale de su indiferencia y pasa a ser voluntad.

Digo, pues, que la libertad, del mismo modo que la inteligencia, es por naturaleza una facultad indeterminada, informe, que recibe su valor y su carácter de las impresiones exteriores; facultad por consecuencia negativa en su principio, pero que poco a poco se determina y se perfila por el ejercicio, esto es, por la educación.

La etimología de la palabra libertad, tal al menos como yo la entiendo, hará comprender mejor mi pensamiento. La radical es lib-et, agrada (en alemán lieben, amar); de donde se ha hecho la palabra lib-eri, hijos, los que nos son queridos, nombre reservado para los hijos del padre de familia; lib-ertas, condición, carácter o inclinación de los hijos de raza noble; lib-ido, pasión de esclavo, que no reconoce Dios, ni ley, ni patria, palabra sinónima de licentia, mala conducta. Cuando la espontaneidad se determina útil, generosamente, o en bien, toma el nombre de libertas; cuando, por el contrario, se determina de una manera nociva, viciosa y baja, o en mal, toma el de libido.

Un sabio economista, el señor Dunoyer, ha dado de la libertad una definición que, cotejada con la nuestra, acabará de demostrar su exactitud.

Llamo libertad, dice, a ese poder que el hombre adquiere de usar más fácilmente de sus fuerzas, a medida que se emancipa de los obstáculos que dificultaban en su origen su ejercicio. Digo que el hombre es tanto más libre, cuanto más libertado está de las causas que le impedían servirse de ese poder, cuanto más ha alejado de sí esas causas; cuanto más ha ensanchado y allanado su esfera de acción ... Así, se dice que un hombre tiene el espíritu libre, que goza de una gran libertad de espíritu, no sólo cuando su inteligencia no está turbada por violencia alguna exterior, sino también cuando no está oscurecida por la embriaguez, ni alterada por las enfermedades, ni en la impotencia por falta de ejercicio.

El señor Dunoyer no ha visto la libertad sino bajo su punto de vista negativo; no la ha visto sino como si fuese sinónima de destrucción de los obstáculos. Según esto, la libertad no sería una facultad en el hombre, no sería nada. Mas no tarda el señor Dunoyer, sin dejar de insistir en su definición incompleta, en mirar la cuestión bajo su verdadero aspecto. Entonces es cuando dice que el hombre, al inventar una máquina, sirve a su propia libertad, no como decimos nosotros, porque la determina, sino en el estilo del señor Dunoyer, porque le quita una de sus facultades. Así como el lenguaje articulado es un instrumento mejor que el lenguaje por señas, así hay más libertad para expresar el pensamiento e imprimido en el entendimiento de los demás por la palabra que por el gesto. Como la palabra escrita es a su vez un instrumento más poderoso que la palabra articulada, hay también más libertad para influir en el ánimo de sus semejantes cuando se sabe dar cuerpo a la palabra que cuando sólo se la sabe articular. La prensa es un instrumento dos o trescientas veces más poderoso que la pluma: hay, por lo tanto, con ella dos o trescientas veces más libertad para entrar en relaciones con los demás hombres cuando cabe esparcir sus ideas por la imprenta, que cuando sólo cabía publicadas por la escritura.

No me detendré en poner de relieve todo lo que tiene de inexacto y de ilógico esta manera de presentar la libertad. Después de Destutt de Tracy, último representante de la escuela de Condillac, se ha oscurecido el espíritu filosófico entre los economistas de la escuela francesa, cuyo lenguaje está pervertido por su miedo a la ideología; y al leerles se advierte que la adoración de los hechos les ha hecho perder el sentimiento de la teoría. Prefiero consignar que el señor Dunoyer, y con él la economía política, han sabido ver claramente la esencia de la libertad conciliándola como una fuerza, como una energía o una espontaneidad de suyo indiferente a toda acción, y por consiguiente susceptible por igual de determinaciones buenas y malas, útiles y nocivas. El señor Dunoyer ha vislumbrado tan perfectamente la verdad, que ha escrito: En vez de considerar la libertad como un dogma, la presentaré como un resultado; en vez de hacer de ella el atributo del hombre, haré de ella el atributo de la civilización, en vez de imaginar formas de gobierno para establecerla, expondré de la mejor manera que pueda cómo nace de todos nuestros progresos.

Y añade luego con no menos razón:

Se observará fácilmente cuánto difiere este método del de esos filósofos dogmáticos, que no hablan sino de derechos y de deberes; de lo que los gobiernos tienen la obligación de hacer y los pueblos el derecho de exigir, etc. No digo sentenciosamente: los hombres tienen el derecho de ser libres; me limito a preguntar: ¿cómo llegarán a serlo?

Por esta exposición, se puede resumir en cuatro líneas la obra que ha querido hacer el señor Dunoyer: es una revista de los obstáculos que traban la libertad, y de los medios (instrumentos, métodos, ideas, costumbres, religiones, gobiernos, etc.) que la favorecen. Sin las omisiones que tiene la obra del señor Dunoyer, habría sido la filosofía misma de la economía política.

Después de haber suscitado el problema de la libertad, la economía política nos da de ella una definición conforme en un todo con la que nos da la psicología y nos sugieren las analogías del lenguaje; y he aquí cómo poco a poco el estudio del hombre se encuentra transportado de la contemplación del yo a la observación de las realidades.

Ahora bien, del mismo modo que las determinaciones de la razón en el hombre han recibido el nombre de ideas (ideas sumarias, supuestas a priori, o principios, conceptos, categorías; e ideas secundarias, o más especialmente adquiridas y empíricas), así las determinaciones de la libertad han recibido el nombre de voliciones, sentimientos, hábitos, costumbres. Como luego el lenguaje, simbólico por su naturaleza, ha continuado suministrando los elementos de la primera psicología, se ha tomado la costumbre de dar a las ideas, como lugar o capacidad en que residen, la inteligencia; y a las voliciones, sentimientos, etcétera, la conciencia. Todas estas abstracciones han sido largo tiempo miradas por los filósofos como cosas reales, sin que advirtiera ninguno de ellos que toda distribución de las facultades del alma es necesariamente caprichosa, ni que es una mera ilusión su psicología.

Como quiera que sea, si concebimos ahora esos dos órdenes de determinaciones, la razón y la libertad, como reunidos y fundidos por la organización en una persona viva, racional y libre, comprenderemos al punto que se han de prestar mutua ayuda y ejercer uno sobre otro recíproca influencia. Si, por error o inadvertencia de la razón, la libertad, ciega por su naturaleza, toma falsos y funestos hábitos, no tardará la razón en resentirse del hecho; en lugar de ideas verdaderas, conformes con las relaciones naturales de las cosas, no conservará más que preocupaciones, tanto más difíciles de desarraigar luego del entendimiento, cuanto más queridas las haya hecho la edad a la conciencia. En un estado tal, la razón y la libertad están amenguadas; la primera está turbada en su desarrollo, la segunda cohibida en su vuelo, y el hombre ha errado su camino, o, lo que es lo mismo, es a la vez desgraciado y malo.

Así, cuando a causa de una percepción contradictoria y de una experiencia incompleta, ha declarado la razón, por boca de los economistas, que no había regla para el valor, y la ley del comercio era la oferta y la demanda, se ha entregado la libertad a los excesos todos de la ambición, del egoísmo y dei juego; el comercio no ha sido más que una continua apuesta, sujeta a ciertas reglas de policía; la miseria ha nacido de las fuentes mismas de la riqueza; el socialismo, también esclavo de la rutina, no ha acertado sino a protestar contra los efectos, en vez de levantar la voz contra las causas; y la razón ha debido reconocer al fin, ante el espectáculo de tantos males, que se había desviado de su camino.

No puede el hombre alcanzar su bienestar sino en cuanto su razón y su libertad marchan de acuerdo sin detenerse jamás en su desarrollo. Ahora bien, como el progreso de la libertad, del mismo modo que el de la razón, es indefinido, y como, por otra parte, estas dos fuerzas están íntimamente ligadas y son solidarias, es preciso deducir de ahí que la libertad es tanto más perfecta cuanto más se determina conforme a las leyes de la razón, que son las de las cosas; y que si esa razón fuese infinita, infinita llegada a ser también la libertad. En otros términos, la plenitud de la libertad está en la plenitud de la razón: summa lex, summa libertas.

Estos preliminares eran indispensables para apreciar bien el papel de las máquinas, y hacer resaltar el encadenamiento de las evoluciones económicas. A propósito de esto, recordaré al lector que escribo esta historia siguiendo, no el orden de los tiempos, sino la sucesión de las ideas. Las fases o categorías económicas, ya son contempóráneas en sm manifestaciones, ya están intervertidas; y de aquí procede la extrema dificultad que han encontrado en todas las épocas los economistas para sistematizar sus ideas; de aquí el caos de sus obras, aun de las más recomendables desde cualquier otro punto de vista, como las de A. Smith, J. Bautista Say y Ricardo. Pero las teorías económicas tienen también su sucesión lógica y su serie en el entendimiento; y este orden es el que nos lisonjeamos de haber descubierto, y hará a la vez de esta obra una filosofía y una historia.


Notas

(1) Marx acusa a Proudhon, que quiere adaptar a sus necesidades el método hegeliano, de no haber comprendido el sistema del filósofo alemán. ¿Pero es que Proudhon pretendía algo más que cimentar la propia argumentación?

(2) Desde el punto de vista social, escribe Proudhon en sus Confesiones de un revolucionario, libertad y solidaridad son términos idénticos ...; el hombre más libre es el que tiene más relaciones con sus semejantes.

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