Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Segunda época - Las máquinas

He visto con profunda pena la continuación de la miseria en los distritos fabriles del Reino.

Palabras de la reina Victoria en su discurso de la Corona.

Si hay algo que merezca hacer reflexionar a los soberanos, es que, espectadores más o menos impasibles de las calamidades humanas, se hallan, por la constitución misma de la sociedad y la naturaleza de su poder, en la absoluta imposibilidad de curar los sufrimientos de los pueblos: les está hasta vedado ocuparse en ellos. Debe permanecer fuera de las atribuciones del poder, dicen de común acuerdo los teóricos economistas y los representativos, toda cuestión de trabajo y de salario. Desde la elevada esfera en que los ha colocado la religión, los tronos, las dominaciones, los principados, las potencias y toda la celestial milicia, miran, inaccesibles a las tempestades, la tormenta por que pasan las sociedades; pero no se extiende su poder a los vientos y a las olas. Nada pueden los reyes para la salvación de los mortales. Y a la verdad, esos teóricos tienen razón: el príncipe ha sido establecido para conservar, no para revolucionar; para proteger la realidad, no para procurar la realización de la utopía. Representa uno de los principios antagónicos, y creando la armonía se eliminaría a sí mismo, cosa que sería por su parte soberanamente inconstitucional y absurda.

Pero como, a despecho de las teorías, el progreso de las ideas cambia sin cesar la forma exterior de las instituciones, haciendo continuamente necesario aquello mismo que el legislador no ha querido ni previsto, y que asimismo, por ejemplo, las cuestiones de tributos se hacen cuestiones de distribución de la riqueza; las de utilidad pública, cuestiones de trabajo nacional y de organización de la industria; las de hacienda, operaciones de crédito; las de derecho internacional, cuestiones de aduanas y de mercados; queda demostrado que el príncipe, no debiendo intervenir jamás, según la teoría, en cosas que, sin que la teoría lo haya previsto, se hacen, sin embargo, cada día por un movimiento irresistible objeto de gobierno, no es ni puede ya ser, por más que se haya dicho, sino una hipótesis, una ficción, como la Divinidad de que emana.

Y como al fin es imposible que el príncipe y los intereses que ha de defenderse consientan en empequeñecerse y anularse ante los principios que surgen y los nuevos derechos que se crean, síguese de ahí que el progreso, después de haberse infiltrado insensiblemente en los espíritus, se realiza bruscamente en la sociedad; y que la fuerza, a pesar de las calumnias de que es objeto, es la condición sine qua non de las reformas. Toda sociedad en que esté comprimida la fuerza de insurrección, es una sociedad muerta para el progreso: no hay en la historia verdad mejor demostrada.

Y lo que digo de las monarquías constitucionales, es igualmente cierto respecto de las democracias representativas: en todas partes el pacto social ha atado las manos al poder y conjurado la vida, sin que haya podido ver el legislador que trabajaba contra su propio objeto, ni haya tampoco podido obrar de otro modo.

Deplorables actores de las comedias parlamentarias, monarcas y representantes, he aquí al fin lo que sois: ¡talismanes contra el porvenir! Se os presentan todos los años las quejas del pueblo, y cuando se os pide el remedio, vuestra sabiduría oculta el rostro. ¿Se hace preciso apoyar el privilegio, es decir, esa consagración del derecho del más fuerte que os ha creado, y todos los días cambia? De repente, a la menor señal de vuestra cabeza, una numerosa milicia se agita, corre a las armas, y se pone en orden de batalla. Y cuando se queja el pueblo de que a pesar de su trabajo, y precisamente a causa de su trabajo, le devora la miseria; cuando la sociedad os pide de qué vivir, le recitáis actos de misericordia. ¡No tenéis energía sino para la inmovilidad, y toda vuestra virtud se va en aspiraciones! ¡Como el fariseo, en lugar de alimentar a vuestro padre, oráis por él! ¡Ah! yo os lo digo, sabemos el secreto de vuestra misión: no existís sino para impedirnos que vivamos. Nolite ergo imperare, ¡idos! ...

En cuanto a nosotros, que concebimos desde un punto de vista completamente distinto la tarea del poder; que queremos que el trabajo especial del gobierno sea precisamente explorar el porvenir, buscar el progreso, procurar a todos libertad, igualdad, salud, riqueza, continuemos con valor nuestra crítica, seguros de que cuando hayamos puesto al descubierto la causa del mal de la sociedad, el origen de sus fiebres, el motivo de sus agitaciones, no nos ha de faltar fuerza para aplicar el remedio.

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