Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

VIII

La comunidad es imposible sin la justicia, y perece por la justicia

El no-yo, decía un filósofo, es el yo que se objetiva, se opone a sí mismo y se toma por otro: el sujeto y el objeto son idénticos. A igual A.

Este principio, que sirve de base a todo un sistema de filosofía, y que se puede considerar como verdadero en la especulación, es también el punto de partida de la ciencia económica, y el primer axioma de la justicia distributiva. En este orden de ideas, A igual A, quiere decir que el trabajo realizado es matemáticamente igual al trabajo pensado; por consiguiente, el salario del obrero es igual a su producto, el consumo igual a la producción. Esto es verdad para el individuo que cambia con otros productores, como lo es para el trabajador colectivo que sólo cambia consigo mismo. El salario para el trabajador colectivo y para el hombre aislado, es igual a su producto; por consiguiente, los productos de todos los trabajadores son iguales entre sí, y sus salarios iguales también. Ahí está el principio de la igualdad de condiciones y de fortunas.

Así la igualdad en el hombre colectivo, no es más que la igualdad del todo con la suma de las partes; por medio de la libertad se establece después entre las corporaciones industriales y las clases de ciudadanos, y se constituye, en fin, lentamente y por oscilaciones infinitas entre los individuos. Pero la igualdad debe ser universal, porque cada individuo representa la humanidad; y siendo el hombre igual al hombre, el producto debe ser entre todos igual al producto.

El punto de vista de la comunidad no es éste. El comunismo tiene horror a las cifras, y la aritmética es mortal para él. No puede convenir en que la ley del universo, Omnia in pondere, et numero, et mensura, sea también la ley de la sociedad, y en una palabra, el comunismo no acepta la igualdad y niega la justicia. ¿Cuál es, pues, el principio que prefiere? Ya lo hemos visto; según el señor Cabet, es la fraternidad, y ... preciso será confesarlo; esta necesidad tiene entre sus partidarios hombres mucho menos inocentes que el respetable señor Cabet.

La igualdad y la justicia, según dicen estos profundos teóricos, no son más que relaciones de propiedad y de antagonismo que deben desaparecer ante la ley de amor y de abnegación. En este nuevo estado, dar es sinónimo de recibir; la dicha consiste en prodigarse, y a la emulación de los egoísmos sucede la emulación del desprendimiento. Tal es la idea superior del socialismo, idea que debemos profundizar, porque gracias a ella, perdemos todas las ideas inferiores de lo justo y de lo injusto, del derecho y del deber, de obligación, de perjuicio, etc. Marchando de idea superior en idea superior, acabaremos por no tener ninguna.

Es sabido que el hombre primitivo, entregado a sus inclinaciones materiales, apenas conoce este amor místico del semejante que Jesucristo, según Pedro Leroux, conoció imperfectamente, y que los comunistas tomaron por base de su doctrina. El estado de guerra es el estado primordial del género humano: antes de amarse, los hombres empiezan por devorarse; el sacrificio del prójimo precede siempre al sacrificio por el prójimo, y la antropofagia y la fraternidad son los dos extremos de la evolución económica. Añadamos que todo individuo reproduce en la vida, y en cada uno de sus momentos, esta doble fase de la humanidad.

La fraternidad, que expresa en nosotros el triunfo del ángel sobre la bestia, más que un sentimiento espontáneo, es un sentimiento desarrollado, fruto de la educación y del trabajo. ¿Cuál es, pues, el sistema de educación de la fraternidad? Es extraño que nos veamos reducidos todavía a dirigirnos esta pregunta después de tantas homilías fraternales.

Los comunistas razonan como si la fraternidad debiese resultar únicamente de la persuasión. Jesucristo y los apóstoles predicaban la fraternidad, y se nos predica todos los días. Sed hermanos, nos dicen, porque si no seréis enemigos; vuestra elección no es libre. ¡La fraternidad o la muerte! Ante este dilema, el hombre no ha vacilado nunca, y eligió la muerte. ¿Tiene él la culpa?

Yo no puedo comprender cómo la convicción que tengo de la necesidad de una cosa puede ser la causa eficiente de esta cosa. Yo soy libre, no porque se me demuestre la excelencia de la libertad, aunque esta demostración me haya hecho quererla, sino porque reúno las condiciones que hacen al hombre libre. Del mismo modo los hombres pasarán de la discordia a la armonía, no sólo en virtud del conocimiento que hayan adquirido sobre sus destinos, sino gracias a las condiciones económicas, políticas y demás circunstancias que constituyen la armonía en la sociedad. A la voz de Cristo, la humanidad se estremeció de amor y lloró de ternura; un santo fervor se apoderó de las almas; era el efecto de una reacción, el resultado de un largo aniquilamiento; pero esta emoción duró poco; las discordias cristianas sobrepujaron los odios de la idolatría; la fraternidad se desvaneció como un sueño, porque como nada se había previsto para sostenerla, carecía de alimento. La situación es todavía igual; la fraternidad hoy, como siempre, espera para existir un principio que la produzca: ¿cree el socialismo que basta con predicarla?

Nosotros edificamos en el vacío; perecemos miserablemente a la vista de la tierra prometida que deseamos alcanzar a través del espacio, en vez de seguir el camino designado, marchando de jornada en jornada. La fraternidad no existe; esto lo reconoce todo el mundo; y el socialismo, en vez de buscar los elementos, cree que basta con hablar. Que la fraternidad exista, dice; pero la fraternidad no puede existir.

Algunos que toman las formas por la fraternidad misma, aseguran que el decoro, el buen tono, los sentimientos que inspiran una educación generosa, las costumbres civilizadas y afectuosas de las generaciones futuras, no permiten suponer que nadie, abusando de la confianza social, haga traición a la ley del desprendimiento y de la fraternidad. Éstos se parecen a los economistas que, reemplazando el numerario con los billetes, la prenda con el signo, se figuran que abolieron el uso del dinero. Pero los billetes sólo valen si están afianzados, y la urbanidad, el decoro, las protestas de abnegación, sólo tienen valor a condición de que haya una hipoteca que los sostenga: que se me diga, pues, en dónde está esta hipoteca. Lo que hace nacer la amistad, la estimación, la confianza, etc., es la certidumbre de la reciprocidad, o lo que es lo mismo, el sentimiento de la dignidad y de la independencia personal, y un bienestar individual y legítimamente adquirido. El embeleco de los conventos, de donde la religión tuvo buen cuidado de excluir todo sentimiento de personalidad y de propiedad, ¿era la fraternidad? No, no; esos hermanos eran por sí mismos muy poca cosa para que se estimasen los unos a los otros, y por el ejemplo de las comunidades religiosas, en las cuales la humildad y la abnegación eran de regla, se pudo ver que la degradación del yo entraña siempre la ruina de la caridad. Tal fue el gran error de esos fundadores de órdenes, a quienes Dios perdone en gracia de su buena voluntad, pero cuyos sistemas están juzgados. La grosería, la holganza y la crápula de los frailes se han convertido en proverbio; todos estos vicios de las comunidades religiosas, hasta de aquellas que habían hecho del trabajo la parte esencial de su disciplina, procedieron de esa falsa teoría que busca la fraternidad fuera de la justicia.

Al testimonio de la historia, añade la teoría sus pruebas. Para que una sociedad de trabajadores pueda prescindir de la justicia y sostenerse únicamente por el movimiento de los afectos, sería necesaria una cosa sin la cual la fraternidad moriría al instante, y es la infalibilidad y la impecabilidad individual. Un hombre tiene el proyecto de publicar un libro: ¿quién hará los gastos de papel, composición, impresión, venta y porte? La comunidad, sin duda, supuesto que todo le pertenece; pero la comunidad, al imprimir este libro, se expone a hacer un gasto inútil: ¿quién lo garantizará? ¿Se nombrarán censores que examinen los manuscritos? Entonces no hay libertad de prensa. ¿Se someterán las impresiones a los sufragios? Eso es suponer que los votantes conocen el libro que se les quiere hacer leer, ¿se esperará a que el autor reúna un número suficiente de suscriptores? Entonces entramos de nuevo en el sistema de la venta y del cambio, del debe y del haber, en la negación del comunismo.

¡Cuántas dificultades invencibles! Si la comunidad es prudente, debe exigir por sí misma una garantía; es decir, debe reconocer una posesión independiente de ella y pronunciar su propia disolución: si el autor es verdaderamente leal y desprendido, debe asumir sobre sí mismo la responsabilidad de su obra; es decir, debe separarse de la comunidad. Pero esta misma abnegación, no puede producir los actos si no posee, en sí ni fuera de sí, nada que pueda sacrificar. Nemo dat quod non habet; es el Evangelio, es Jesucristo mismo el que lo dice. En donde nada habéis puesto, nada podéis recoger; y de todos los hombres, el más capaz de sacrificarse no es el comunista, sino el propietario. ¿Será preciso que presente como nueva una verdad tan trivial?

Cualquiera que sea el camino que tome, el comunismo llega fatalmebnte al suicidio. Constituído sobre el tipo de la familia, se disuelve con ella; y no pudiendo prescindir del reparto, perece con él. Obligado a organizarse, la organización lo mata: en fin, el comunismo supone el sacrificio; y suprimiendo la materia y la forma del sacrificio, lejos de poder constituir la serie necesaria a su existencia, ni siquiera puede presentar el primer término de su evolución.

Dadme algo que armonice con otra cosa, una idea cuyo objeto pueda tocarse, un hecho que se analice y que yo pueda comprender, y reconoceré este hecho o suscribiré esta idea; pero ... ¿qué queréis que os diga de una sociedad que sólo se concibe en la nada, que no se concilia con nada y que subsiste por la nada?

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