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QUINTA CONFERENCIA

El héroe como literato.
Johnson.
Rousseau.
Burns.

Tercera parte

(Martes, 19 de mayo de 1840)

No puedo decir tanto de Rousseau y de su heroísmo, no es lo que llamo un hombre fuerte. Un hombre mórbido, excitable, espasmódico, más intenso que fuerte. No poseía el talento del Silencio, valioso talento, en el que sobresalen pocos franceses, mejor dicho, en el que sobresalen pocos hombres. El hombre enfermo debe ciertamente consumir su propio humo; nada se obtiene despidiendo humo, hasta que lo convertimos en fuego, en el que puede convertirse todo humo, en sentido metafórico. Rousseau no tiene profundidad ni anchura, ni serena fuerza contra la dificultad, que es la característica de la verdadera grandeza. ¡Error fundamental es llamar fuerza a la vehemencia y rigidez! El epiléptico no es fuerte, aunque no puedan sujetarlo seis hombres: el fuerte es el capaz de avanzar bajo pesada carga sin vacilar. No hay que olvidarlo, especialmente en estos estridentes dias. El que no puede refrenarse hasta que llega la hora de hablar y actuar, no es sensato.

El rostro del pobre Rousseau manifiesta lo que era: en él hay alta intensidad, pero estrecha y contraida: huesudas sienes, ojos hundidos, que miran con cierto azoramiento, punzantes como los inquietos del lince. Cara que lleva el sello del infortunio, innoble infortunio, del antagonismo sentido contra él, algo mediocre, plebeyo, redimido sólo por la intensidad, cara del que llamamos Fanático, Héroe tristemente encogido. Si lo mentamos, a pesar de sus fallas, que fueron muchas, se debe a que poseia la primera y principal caracteristica del Héroe: era esencialmente serio, con mayor intensidad que ninguno de los filósofos franceses, seriedad demasiado grande para su naturaleza sensible y débil, que finalmente lo condujo a las más extrañas incoherencias, casi delirios, llegando a trocarse en especie de vesania, pues sus Ideas se apoderaron de él como demonios, acosándolo, arrastrándolo hasta horribles despeñaderos.

El defecto e infortunio de Rousseau fue lo que expresamos fácilmente mediante una sola palabra: Egoismo, origen y suma de todos los defectos e infortunios. No logró vencer el mero Deseo, indigno Apetito de muchas facetas; ése fue el principio que lo impulsó. Sospecho que fue vanidosisimo; ávido de elogios humanos. Recordemos el relato de Gentis. Dice que una vez lo llevó al teatro, tras haberle prometido guardaria el incógnito, pues según él, no quería que lo viesen por nada del mundo; mas ocurrió que la cortinilla se deslizó, y las plateas reconocieron a Juan Jacobo, sin hacer gran caso. Indignóse Rousseau, mostrándose apático toda la noche, dejando escapar alguna que otra amarga palabra. La voluble Condesa estaba convencida de que su rabia se debia, no a que lo vieran, sino a que no lo aplaudieran. Su naturaleza estaba envenenada, animada por las sospechas, la soledad, los rudos modales; no podia vivir con nadie. Un caballero rural, que lo visitaba frecuentemente, haciéndole compañia, que lo estimaba y reverenciaba, llegó un dia en que el filósofo estaba sumido en amargo e inexplicable enfado. Señor, dijo Rousseau, ya sé a qué viene usted: a enterarse de la miserable vida que arrastro, lo poco que contiene el miserable puchero que bulle en la cocina. ¡Destápelo! Hay media libra de carne, una zanahoria y tres cebollas y ... nada mds; ¡ya puede marcharse y contarlo a todo el mundo, caballero! El que asi procede no es sensato; por eso corrian las anécdotas risibles por su teatralidad, sobre esas perversiones y posturas del pobre Juan Jacobo; para él no encerraban comicidad, siendo realidades, contorsiones de gladiador moribundo que se tambalea, al que contempla en su agonia el gozoso anfiteatro.

Y, no obstante, Rousseau, con su apasionado llamamiento a las Madres, su Contrat Social, sus alabanzas a la Naturaleza, hasta con la vida silvestre natural, vió la Realidad, ansió la Realidad, desempeñando la función de Profeta para su época, como pudo y le permitió el Tiempo. A través de aquellas fealdades, degradación, casi vesania, en el íntimo corazón del pobre Rousseau brillaba una chispa de fuego celeste real; del elemento de aquel descarnado y burlón Filosofismo, Escepticismo y Ridículo, surgió en él el inextirpable sentimiento y conocimiento de la Verdad de la Vida, no Escepticismo, Teorema o Burla, sino el Hecho, la pavorosa Realidad, siendo la Naturaleza quien se lo reveló, ordenándole lo divulgara, cosa que hizo, si no bien y claramente, mal y veladamente, con toda la claridad posible. ¿Qué son sus errores y perversidades, los hurtos de cintas, desdichas y vagabundeos confusos y sin objeto, si los interpretamos amablemente, sino parpadeo de deslumbrado, vacilación de hombre a quien se confía misión superior a sus fuerzas, que busca la senda que no halla? Los hombres siguen extraños caminos; por eso hay que mostrarse tolerantes con ellos sin perder esperanza, permitiendo intenten lo que quieran, pues mientras haya Vida hay esperanza.

No voy a extenderme sobre el talento literario de Rousseau, muy celebrado entre sus connacionales. Sus Libros, como él, me parecen enfermizos, no sanos. En él hay sensualismo, que combinado con sus dotes intelectuales describe con brillo que atrae, pero no son auténticamente poéticos; no son luz solar, sino algo teatral, especie de rosado y artificial acicalamiento que, a partir de él, es frecuente entre los franceses, casi universal. Madame de Stael tiene algo de eso, como Saint Pierre, y luego, hasta la actual Literatura de la Desesperación. Pero ese rosa no es el ajustado matiz. Volvamos los ojos hacia Shakespeare, Goethe, hacia Walter Scott; el que los haya considerado una sola vez habrá visto la diferencia entre la Verdad y la Verdad-Ficción, distinguiéndolas en lo sucesivo.

En Johnson observamos el beneficio que el Profeta puede reportar al mundo, aun luchando con toda desventaja y desorganización. En Rousseau observamos la enorme cantidad de daño que puede acompañar al beneficio, con tal desorganización. Históricamente es un espectáculo significativo éste de Rousseau. Obligado a vivir en las buhardillas de París, en la lúgubre compañía de sus Pensamientos y Necesidades, errante de Herodes a Pilatos, acosado, exasperado hasta enloquecer su corazón, llegó a sentir profundamente que ni el mundo, ni la ley del mundo eran sus amigos. A ser posible, lo conveniente hubiera sido que aquel hombre no chocase con la hostilidad de la gente. Pudieron encerrarlo en las buhardillas, reírse de él como de un loco, abandonarlo al hambre como una fiera en su jaula; pero no pudieron impedirle que incendiara el mundo. La Revolución Francesa halló en él su Evangelista. Sus semidelirantes especulaciones sobre las miserias de la vida civilizada, su preferencia por lo salvaje y cosas parecidas, contribuyeron a producir exasperado delirio en Francia. ¿Qué podían hacer con tal hombre el mundo y sus gobernantes?, pudiera preguntarse. La respuesta es difícil. Lo desgraciadamente claro es lo que pudo él hacer con ellos: guillotinar a muchísimos. Ya hemos dicho bastante sobre Rousseau.

Curioso fenómeno fue la aparición del Héroe en la persona de Roberto Bums, en aquel seco, incrédulo y desgastado siglo XVIII, entre las artificiales figuras de cartón y sus producciones. Fue como un pozo en el arenoso desierto, como súbito resplandor celeste en el artificial Vauxhall. La gente no sabía qué hacer de él. Lo consideraron parte de los fuegos artificiales; él permitió lo tomasen por tal, aunque defendiéndose medio tegado, en el estertor de la muerte. Quizá ningún hombre fue recibido tan erródeamente por sus congéneres. Una vez más un muy dispendioso drama vital se desarrolló bajo el sol.

Todos conoééis la trágica vida de Burns. Puede decirse que con nadie se mostró tan severo el destino como con él. Entre aquellas gastadas figuras mecánicas, parodia del siglo XVIII en su mayor parte, surgió una vez más el Hombre Original gigante, uno de aquellos que llega hasta las Profundidades de lo imperecedero, de la jerarquía de lo Heroico entre los hombres, viendo la luz en una pobre cabaña de Ayrshire. El alma más grande de todas las tierras Británicas apareció bajo la forma de un Campesino escocés de callosas manos.

Su padre, pobre trabajador, intentó varias cosas, pero sin éxito. El Administrador escribía amenazadoras cartas que nos hacian derramar lágrimas a todos, según dicho de Burns. El bondadoso, campesino y sufrido Padre, su buena y heroica esposa y sus hijos, entre los que se contaba Roberto, no encontraron albergue en la inmensa Tierra; figurémonoslos llorando al recibir las cartas. El buen padre fue Héroe silencioso; sin él nunca hubiera llegado su hijo a serlo expresivo. El Maestro de Escuela de Burns visitó Londres, sabiendo lo que era la buena compañía, pero declaró no encontrar hombre cuya conversación le agradase tanto como la que sostenía con él junto a su hogar. El Padre luchaba denodadamente con sus siete acres de tierra de labor y el miserable trozo de terreno arcilloso, esforzándose por ganar la vida sin lograrlo; mas aquel prudente, fiel e invencible hombre no se desanimaba, sobrellevando en silencio diariamente sus sufrimientos como Héroe invencible, sin que nadie proclamara su nobleza en las columnas de los periódicos; sin que nadie le votara condecoraciones. Sin embargo, no estaba perdido; nada se pierde: ahí está Roberto, su retoño, brote de muchas generaciones como él.

Burns surgió entre grandes desventajas: inculto, pobre, nacido para el duro trabajo manual; cuando escribió lo hizo en rústico dialecto especial, sólo conocido en una Pequeña región del país en que habitaba. De haber escrito en el idioma general de Inglaterra, se le hubiese reconocido universal e inmediatamente como uno de nuestros más grandes hombres, o capaz de llegar a serlo. La prueba de que había en él algo muy distinto a lo vulgar, es que fueron muchos los que intentaron comprender su rudo dialecto, logrando cierta fama que continúa acrecentándose en toda la extensión de nuestro dilatado mundo Sajón, allí en donde se habla alguno de sus dialectos, reconociendo unos y otros que uno de los más eminentes sajones del siglo XVIII era un campesino de Ayrshire llamado Roberto Burns. También yo declaro era modelo de la verdadera raza sajona: fuerte como la roca de Harz, arraigado en las profundidades de la Tierra, peña con veneros de viva ternura, impetuoso remolino de pasión y talento, plácidamente dormido, en cuyo corazón encerraba celeste melodía, noble y ruda autenticidad; sencillo, rústico, honrado, fuerza verdaderamente simple, con sus igneos rayos, su tierna y mitigadora piedad, como el viejo Thor noruego, el Campesino-Dios.

Su hermano Gilberto, hombre sensato y digno, me dijo que Roberto era el más alegre entre ellos en su juventud, a pesar de sus estrecheces; muchacho infinitamente juguetón y risueiío, sensato y animoso, al que oía con más gusto trabajando en las turberas y faenas parecidas que en la vida posterior, cosa que creo. Uno de los atractivos caracterlsticos de Burns es esta base de alegria (Fond gaillard, como lo llama el viejo Marqués de Mirabeau), manantial de sol y de júbilo, fundido en sus otras profundas y graves cualidades; en él había un gran caudal de Esperanza; a pesar de su trágica historia no era sombrío, desprendiéndose de sus pesares valerosamente, dominándolos como sacude el león las gotas de rocio de su melena, como el veloz caballo que se rie de la lanza. ¿No son la Esperanza y Regocijo en los hombres de la fibra de Burns el resultado del afecto cálido y generoso, como es el origen de todo en todos los hombres? Os parecería extraño que yo considerara a Burns el alma británica mejor dotada de su siglo y, no obstante, creo cercano el día en que esto podrá decirse sin peligro. Sus escritos, todo cuanto hizo entre tanta obstrucción, no son más que un pobre fragmento suyo. El Profesor Stewart observó con justicia lo que ciertamente se aplica a todos los Poetas: que su poesía no era talento particular, sino resultado general de inteligencia naturalmente vigorosa y original que se expresaba de aquel modo. El talento de Burns exteriorizado en la conversación es tema de cuantos lo trataron; poseía todos los dotes, desde la graciosa suavidad de la cortesía hasta el fuego más intenso del discurso apasionado; en él había impetuosas oleadas de alegría, suaves sollozos de afecto, énfasis lacónicos, claro discernimiento. Duquesas ingeniosas lo celebraban como hombre cuya palabra las arrebataba, cosa que sorprende, y más aun lo relatado por Lockhart, a que he aludido varias veces: que los criados y mozos de las hosterías saltaban de la cama para oír hablar de Burns. Los criados y mozos eran hombres que acudían a oír a otro hombre. Mucho he oído sobre su conversación, pero el año pasado, un venerable caballero que lo frecuentó, díjome algo muy interesante: que sus palabras se distinguían por encerrar siempre algo. No hablaba mucho en su juventud, declame el anciano; sentábase silencioso entre los demás considerándolos superiores y cuando despegaba los labios era para aclarar lo que se decia. Creo es la mejor manera de hablar. Pero si nos fijamos en la fuerza general de su espíritu, su sana robustez, la brusca integridad, la perspicacia, el generoso valor y la virilidad que en él había, ¿dónde encontraremos hombre mejor dotado que él?

Algunas veces considero que entre los hombres del siglo XVIII quizás era Burns el que más se parece a Mirabeau. Difieren mucho en su apariencia, pero si nos fijamos en ellos intrínsecamente observaremos que su fuerza corporal iguala a la espiritual, cimentados en lo que el viejo Marqués llama fondo jovial. Mirabeau es mucho más fanfarrón por naturaleza, educación y nacionalidad; bullicioso, audaz, siendo también su caracterfstica la veracidad y sensatez, potencia de discernimiento, superioridad de visión; sus palabras son dignas de recordarse; penetra las cosas con la rapidez del relámpago; así se expresaban ambos. Sus pasiones eran vehementes, capaces de manifestarse también como los más tiernos y nobles afectos, siendo los dos ingeniosos, alegres, enérgicos, rápidos, sinceros. Son tipos semejantes; también Burns era capaz de dirigir, discutir en Asambleas Nacionales, de politiquear como pocos. El valor que tuvo que poner a prueba en la captura de goleta a contrabandistas en la desembocadura del Solway, guardando silencio sobre las muchas cosas en que de nada servían las buenas palabras, sino el furor inarticulado, hubiera servido para acallar a los Ujieres de Brézé y similares; y hubiera sido visible a todos los hombres en la dirección de reinos, en el mando de épocas memorab!es. Pero sus superiores le dijeron y escribieron en son de censura: Lo que tienes que hacer es trabajar y no pensar, manifestándole no requerian su juicioso talento, el más grande en Inglaterra por aquellas fechas; que graduase cerveza, pues eso era lo único que tenía que hacer. Sorprendente, digno de mención, aunque bien sabemos qué pudiera alegarse y contestarse. Como si el pensamiento, la Facultad de Pensar, no fueran en todo tiempo, lugar y situación lo más necesario en el mundo. ¿No creéis que el hombre funesto es siempre el irreflexivo, el incapaz de ver, que va a tientas, alucinado, que yerra la naturaleza de lo que tiene que hacer? Yerra, se equivoca, como se acostumbra a decir, tomándola por lo que no es, quedando como un Bobo. Ése es el funesto, funestisimo cuando se lo encumbra. Y, ¿por qué nos quejamos de eso?, alega alguien; siempre negaron a la Eficacia que ocupase su terreno, desde remotos tiempos. Indudablemente, digo yo, y peor para el terreno. De poco sirven los lamentos; lo beneficioso es la exposición de la verdad. Que Europa, con su incipiente Revolución Francesa no aproveche a Burns, sino para graduar cerveza, es cosa que no puede regocijarme.

Digamos una vez más que la cualidad dominante en Bums es la sinceridad: en sus poesías y en su vida. Su poema no es producto de la fantasía, sino cosa sentida, realidad para él; el mérito principal de esto, como en todo lo suyo, en la Vida, es la veracidad, pudiendo afirmar que la Vida de Burns fue trágica sinceridad, especie de salvaje franqueza, sin ser cruel, mas indómita, que forcejeaba desnuda con la verdad de las cosas. En los grandes hombres hay algo del salvaje, en ese sentido.

¿Culto al Héroe, a Odin, a Burns? A estos literatos no dejó de rendírseles cierto culto como Héroes; pero, ¡en qué extraño estado ha caído hoy! Los criados y mozos de las hosterías escocesas que escuchaban a la puerta, ávidos de las palabras de Burns, reverenciaban lo Heroico inconscientemente. Johnson tuvo a Boswell como adorador; Rousseau tuvo bastantes principes que lo visitaban en su buhardilla. Los grandes, las hermosas reverenciaban al pobre lunático, portentosa contradicción para él, que no podia poner de acuerdo los dos extremos de su vida. Tuvo que sentarse a la mesa de los poderosos y copiar música para poder comer, sin lograr copiasen la suya. A fuerza de comer en Casa ajena, corrí riesgo de morir de hambre en la mía, dice. Tamb:én ofrecia la cosa dudas a los adoradores. Si la prueba de bienestar o malestar de la vida de una generación es rendir culto al Héroe bien o mal, ¿puede afirmarse que aquellas generaciones fueren inmejorables? No obstante, nuestros heroicos Literatos enseñan, gobiernan, son reyes, sacerdotes, lo que queráis llamarles; intrinsecamente nada hay que lo impida en absoluto, porque el mundo tiene que obedecer al que piensa y comprende; la gente puede alterar el modo de pensar y comprender, considerado benéfico y continuo sol estival o maléfica tormenta y huracán, con indecible diferencia de provecho para ella. La modalidad puede alterarse mucho, mientras la sustancia y realidad no se alteran por ninguna potencia terrena. Luz y, en su defecto, el rayo: ésa es la alternativa del mundo. Todo está en que tengamos fe en la palabra del Héroe, no en que lo llamemos dios, profeta, sacerdote, lo que se quiera. Si su palabra es sincera, tendremos que creerla y, al creerla le obedeceremos. El nombre o acogida que le demos o reservemos es cosa que de nosotros depende. La nueva Verdad, que revela más profundamente el Secreto del Universo, es ciertamente un mensaje de las alturas, y se hará obedecer.

Mi última observación concierne a la fase más notable en la historia de Burns: su visita a Edimburgo. Paréceme que su conducta fue la más alta prueba del fondo de dignidad y legítima virilidad que en él había. Si reflexionamos observaremos que no puede echarse carga más pesada sobre la resistencia humana. La súbita y vulgar adulación que a tantísimos pierde, no hizo mella en él. Figuraos que Napoleón, el teniente de artillería del regimiento de La Fère, hubiere sido proclamado Rey sin pasar por sus ascensos. Tenia Burns 27 años; no era ya labrador, cuando tuvo que huir a las Indias Occidentales para escapar al infortunio y a la cárcel. En un mes había variado su vida: de arruinado campesino con siete libras al año de salario (que perdió), pasó a vivir entre las galas de los potentados y bellezas, llevando del brazo a la mesa a enjoyadas duquesas, siendo el blanco de todas las miradas. Hay veces que la adversidad se ceba en un hombre y, por cada uno capaz de sobrellevar la prosperidad hay cien que pueden sufrir la adversidad. Admiremos el modo como Burns hizo frente a las dos. Quizá sea imposible indicar hombre sometido a tan duras pruebas, que tan poco se preocupase de ello; sereno, tranquilo, ni apocado ni envanecido, ni torpe ni artificioso, sintiéndose lo que es: Roberto Burns; que la jerarquía no es más que el cuño, la celebridad es luz de vela que deja ver lo que es el hombre, sin mejorarlo ni trocarlo en otro, pero, si no lo evita, puede rebajarse, convirtiéndose en estúpida y vejiga inflada, que se hincha hasta reventar, convirtiéndolo en león muerto, para el cual, como dijo alguien, no hay resurrección del cuerpo, siendo inferior a un perro vivo. En esto hay que admirar a Burns.

Sin embargo, como he dicho en otra parte, los fatuos adoradores fueron su ruina y su muerte. Le hicieron imposible la vida; lo rodearon en su granja; entorpecieron su trabajo; ningún lugar era demasiado remoto para el1os. Por más que lo intentó, Burns no pudo hacer olvidar su celebridad. Se apoderaron de él el descontento, el infortunio, el error, se le hizo amargo el mundo; perdió la salud, el carácter, la paz espiritual, quedó solitario. Verdadera tragedia. Aquellos hombres sólo venían a verlo, no por simpatía ni por odio; acudían en busca de distracción, la consiguieron a cambio de la vida del héroe.

Dice Richter que en la isla de Sumatra hay unas grandes luciérnagas, que la gente clava en cañas para iluminar de noche los caminos, así pueden viajar las personas de categoría entre luces de suave esplendor, admirables. ¡Gran honor para las luciérnagas, pero ... !

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