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Capital y trabajo 4

La jornada de trabajo

Siempre y cuando las demás condiciones de producción no varíen, la jornada de trabajo necesaria, para que el trabajador sustituya el valor o precio de su fuerza laboral, que le ha comprado el capitalista, posee una magnitud limitada por ese mismo valor. Dicha magnitud asciende, por ejemplo, a seis horas si la producci6n de los medios de vida cotidianos del obrero, calculados por término medio, exige seis horas laborales. Según eso, pues, si el trabajo excedente que rinde la plusvalía al capitalista dura 4, 6, ... horas, todo el día laboral ascenderá a 10, 12, ... horas. Cuanto más se alargue el trabajo excedente, tanto más durará, si no varían las demás circunstancias, la jornada de trabajajo. (VIII, 177.).

Con lado, el trabajo excedente y con él la jornada laboral se pueden extender hasta ciertos límites excusivamente. Así como, v. gr., un caballo sólo puede trabajar, un día con otro, 8 horas por término medio, de igual guisa el hombre diariamente sólo puede trabajar determinado tiempo. Aparte de este límite puramente físico, la prolongación de la jornada de trabajo tropieza con ciertas fronteras de carácter moral. El obrero necesita una parte del tiempo para satisfacer necesidades espirituales y sociales cuyo número y extensión dependen del nivel general de cultura. Estas barreras que tiene echadas la jornada de trabajo presentan empero tanta elasticidad que nos encontraremos con jornadas de 8, 10, 12, 14, 16 y 18 horas, y aun más. (VIII, 178.).

En todo caso, la jornada laboral ha de ser más breve que un día natural de 24 horas; pero hay que preguntarse, ¿cuánto?

Al respecto el capitalista tiene puntos de vista muy peregrinos. Como capitalista, él no es más que el capital personificado. Su alma es el alma del capital. Y el capital no tiene más que un instinto vital: el instinto de acrecentarse, de crear plusvalía, de absorber con su parte constante los medios de producción, la mayor masa posible de trabajo excedente. El capital es trabajo muerto que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que chupando trabajo vivo, y que vive más cuanto más trabajo vivo chupa. El capitalista compra la fuerza de trabajo como una mercancía. Su afán, como el de todo comprador, es sacar el mayor provecho posible del valor de uso de su mercancía. Pero, de pronto, se alza la voz del obrero, diciendo al capitalista algo que suena así: la mercancía que te he vendido, dice esta voz, se distingue de la chusma de las otras mercancías en que su uso crea valor, más valor del que costó. Por eso, y no por otra cosa, fue por lo que tú la compraste. Lo que para ti es explotación de un capital, es para mí estrujamiento de energías. Para ti y para mi no rige en el mercado más ley que la del cambio de mercancías. Y el consumo de la mercancía no pertenece al vendedor que se desprende de ella, sino al comprador que la adquiere. El uso de mi fuerza diaria de trabajo te pertenece, por tanto, a ti. Pero hay algo más, y es que el precio diario de venta abonado por ella tiene que permitirme a mí reproducirla diariamente, para poder venderla de nuevo. Prescindiendo del desgaste natural que lleva consigo la vejez, etc., yo, obrero, tengo que levantarme mañana en condiciones de poder trabajar en el mismo estado normal de fuerza, salud y diligencia que hoy. Tú me predicas a todas horas el evangelio del ahorro y la abstención. Perfectamente. De aquí en adelante voy a administrar mi única riqueza, la fuerza de trabajo, como un hombre ahorrativo, absteniéndome de toda necia disipación. En lo sucesivo, me limitaré a poner en movimiento, en acción, la cantidad de energía estrictamente necesaria para no rebasar su duración normal y su desarrollo sano. Alargando desmedidamente la jornada de trabajo, puedes arrancarme en un solo día una cantidad de energía superior a la que yo alcanzo a reponer en tres. Por este camino, lo que tú ganas en trabajo lo pierdo yo en sustancia energética. Una cosa es usar mi fuerza de trabajo y otra muy distinta desfalcarla. Calculando que el periodo normal de vida de un obrero medio, que trabaje racionalmente, es de treinta años, tendremos que el valor de mi fuerza de trabajo, que tú me abonas un día con otro, representa uno sobre trescientos sesenta y cinco por treinta, o sea, 1/10950 de su valor total. Pero si dejo que la consumas en diez años y me abones 1/10950 en vez de 1/3650 de su valor total, resultará que sólo me pagas 1/3 de su valor diario, robándome, por tanto, 2/3 diarios del valor de mi mercancía. Es como si me pagases la fuerza de trabajo de un día, empleando la de tres. Y esto va contra nuestro contrato y contra la ley del cambio de mercancías. Por eso exijo una jornada de trabajo de duración normal y, al hacerlo, sé que no tengo que apelar a tu corazón, pues en materia de dinero los sentimientos salen sobrando. Podrás ser un ciudadano modelo, pertenecer acaso a la Liga de Protección de los Animales y hasta vivir en olor de santidad, pero ese objeto a quien representas frente a mí no encierra en su pecho un corazón. Lo que parece palpitar en él son los latidos del mío. Exijo, pues, la jornada normal de trabajo y, al hacerlo, no hago más que exigir el valor de mi mercancía, como todo comprador. (VIl, 178-180.).

Como se ve, el capitalista y el trabajador apelan ambos a la ley del cambio de mercancías; (pero) sólo la fuerza puede decidir cuando se trata de reivindicar derechos contrapuestos. Por eso, en la historia de la producción capitalista, la reglamentación de la jornada de trabajo se nos revela como una lucha que se libra en torno a los límites de la jornada; lucha ventilada entre el capitalista universal, o sea, la clase capitalista, de un lado, y de otro el obrero universal, o sea, la clase obrera. De los informes de los inspectores de fábrica ingleses se infiere que para los fabricantes no hay medio que sea demasiado pequeño o demasiado malo, cuando se trata de saltarse o de infringir las leyes que norman el tiempo laboral. Con verdadera hambruna se echan sobre cada minuto que pueden arrebatar, tanto que los propios inspectores lo califican de raterías de minutos. Los informes correspondientes son verdaderamente horripilantes. Los comisarios de la salud hablan en general de que, si no se imponen barreras fijas al abuso de explotación del capital, sobrevendrá un estropeo general, corporal y espiritual. (VIII, 187.).

Al capitalista le vendría de maravilla si se conviniera en que la jornada de trabajo fuera de 24 horas, como lo testimonia el sistema de turnos de día y noche. El capital no se pregunta por la duración de la vida de la fuerza de trabajo; lo que le interesa es sólo y exclusivamente cuál es el máximum de fuerza laboral que se puede hacer líquida por día. Sin duda ha de tener alguna sospecha de que esta conducta criminal acarreará algún final espantoso, pero piensa que ese final no acaecerá tan presto. Todos los que especulan con acciones saben que algún día tendrá que estallar la tormenta, pero todos confían en que estallará sobre la cabeza del vecino, después de que ellos hayan recogido y puesto a buen recaudo la lluvia de oro. Por eso al capital se le da un ardite de la salud y la duración de la vida del obrero, a menos que la sociedad le obligue a tomarlas en consideración. (VIII, 212.).

Desde mediados del siglo XIV hasta finales del XVII, se alargó por vías legales la jornada laboral a los trabajadores de Inglaterra; al menos igual derecho tiene ahora la sociedad para acortar la jornada de trabajo. (VIII, 212.).

Según estaban las cosas antes de la época de la gran industria, por lo que respecta al tiempo laboral, se infiere por ejemplo que todavía hacia fines del siglo pasado (Siglo XVIII), había quejas de que muchos obreros sólo trabajaban cuatro días por semana. Un ferviente precursor de la tiranía del capital propuso en 1770 que se erigiera una casa de trabajo, que fuera una casa de terror en la que se trabajara doce horas diarias, y adonde fueran los que cayeran en la beneficencia pública. Entonces una institución que tuviera una jornada de doce horas de trabajo se consideraba como casa de terror, mientras que sesenta y tres años después, cuando por fuerza estatal se rebajo el tiempo laboral a doce horas en cuatro ramas fabriles, si se trataba de muchachos de trece a dieciocho años, surgió entre los capitalistas una tormenta de furor. (VIII, 218.).

La lucha por el acortamiento de la jornada de trabajo se llevó a cabo con tesón entre los trabajadores de Inglaterra desde 1802. Durante treinta años lucharon en vano, vale decir; si bien es cierto que lograron estipular cinco leyes fabriles, nada había en ellas que garantizara su aplicación forzosa. Sólo después de 1833 fue implantándose poco a poco el día normal de trabajo. (VIII, 219.).

En primer lugar se limitó el trabajo de los niños y de las personas menores de dieciocho años. Rugieron los fabricantes contra tales leyes, mas luego, como su oposición no tuvo éxito, idearon sistemas formales para infringirlas.

Desde 1838, el clamor de los obreros fabriles en pro de la jornada normal de trabajo de diez horas fue cada vez más alto y general. En 1844, se limitó también a doce horas la jornada de trabajo de las mujeres mayores de dieciocho años, prohibiéndoseles el trabajo nocturno. El trabajo de los niños menores de trece años se rebajó, al mismo tiempo, a un total de seis y media a siete horas. Se previno (?) e impidió cuanto se pudo que se eludieran las leyes, como que las mujeres o los niños tomaran sus comidas en los locales de trabajo. (VIII, 223.).

La limitación del trabajo de las mujeres y de los niños tuvo, como secuela, que en general, sólo se trabajara doce horas en las fábricas sujetas a esas reglas obligatorias. La ley fabril del 8 de julio de 1847 estipuló que la jornada laboral de las personas de trece a dieciocho años y de todas las obreras fuera de once horas, pero que a partir del 1° de mayo de 1848 la jornada sería de diez horas. Aquí estalló entre los capitalistas una auténtica revuelta. Como la deducción de primas, etc., no doblegaron a los trabajadores a que reclamaran la limitación de su libertad; como todas las tretas imaginables, para hacer imposible el control, no surtieron efecto, se quebrantó la ley abiertamente. No fue raro que los tribunales, compuestos de capitalistas, dieran la razón a sus hermanos, a pesar de las palpables infracciones de la ley. Por fin, uno de los cuatro tribunales más altos declararon que el tenor de la ley carecía de sentido. (VIII, 224-5, 231.).

Finalmente, a los obreros se les acabó la paciencia; tomaron actitud tan amenazadora que los capitalistas tuvieron que avenirse a una transacción, la cual se puso en vigor con la ley fabril adicional del 5 de agosto de 1850. Fue así como concluyó de una vez por todas el sistema de relevos. (VIII, 232.).

De ahora en adelante, la ley fue rigiendo paulatinamente la jornada laboral, aunque continuaron fuera de ellas, a pesar de todo, significativas categorías de trabajadores. (VIII, 234-235.).

Mientras que en Inglaterra, cuna de la producción capitalista, la jornada normal de trabajo iba ganando terreno paso a paso, en medio de la oposición enfurecida de los capitalistas y por la resistencia más admirable de los operarios, en Francia nada se movía a este respecto, hasta que la Revolución de Febrero de 1848 trajo de un golpe la jornada normal de trabajo de doce horas para todos los trabajadores. En los Estados Unidos de Norteamérica, la lucha por la jornada normal de trabajo empezó sólo después de la abolición de la esclavitud. El Congreso Obrero General de Baltimore propuso el 16 de agosto de 1866 una jornada normal de trabajo de ocho horas, y desde entonces se luchó por ella casi sin interrupción, aunque con poco éxito. El mismo año, el Congreso Obrero Mundial (de Ginebra) demandaba también la jornada de ocho horas. (VIII, 239-240.).

Si una forma social socialista acepta reivindicaciones vitales más altas para los trabajadores, no puede limitar tampoco la jornada laboral al tiempo imprescindible para la reproducción de los medios de vida necesarios. Pero en ella los productores trabajarán sólo para sí mismos, no para el poseedor de materias primas capitalista y para el aristócrata ocioso. La jornada se reducirá de manera incomparable con la sociedad actual, porque trabajará toda persona capaz, porque en la economía capitalista hay inevitable desperdicio de fuerza y porque, con la formación por los cuatro costados del trabajador, la dinámica productiva del trabajo social tomará un impulso hasta ahora insospechado.


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