Índice de La ciudad del Sol de Tomaso CampanellaOctava parteBiblioteca Virtual Antorcha

NOVENA PARTE


ARTÍCULO TERCERO

Sobre si la comunidad de mujeres es más conforme a la naturaleza y más útil a la procreación, y por consiguiente a toda la República, o bien la propiedad de las mujeres y de los hijos.

Aristóteles cree más conveniente la propiedad y perjudicial la promiscuidad, oponiendo en contra de esta última lo siguiente:

Primera objeción. Sócrates opina que aumentaría el amor entre los ciudadanos por el hecho de que cada cual consideraría a los viejos como padres suyos; y éstos a los jóvenes como hijos y a los iguales como hermanos. Pero esto más bien destruiría todo amor. Porque, si se toma la palabra todos en sentido colectivo, resulta cierto que todos los viejos son padres de todos los jóvenes. Mas en este caso el amor de cada viejo en particular sería muy pequeño, como una gota de miel arrojada en gran cantidad de agua, y se extinguiría muy pronto, pues ni los padres conocerían a sus hijos ni éstos a sus padres. Si, por el contrario, se toma dicha palabra en sentido individual de manera que cada uno se considere padre de uno solo, esto aumentaría el amor, pero es imposible que nadie tenga más de una madre y de un padre. Por otra parte, todos conocerían a sus propios hijos por la fisonomía y entonces les profesarían un mayor afecto.

Segunda objeción. Surgirían discordias entre las mujeres y con frecuencia también entre los padres y los hijos inciertos.

Tercera objeción. En la promiscuidad no se conoce la prole y, sin embargo, es natural al hombre querer conocer la descendencia propia en que se perpetúa.

Cuarta objeción. Habría adulterios, fornicaciones e incestos con las hermanas, las madres y las hijas, celos para con las mujeres y las hijas, celos para con las mujeres y rivalidades por causa de aquellas a las que quisieran abrazar.

Quinta objeción. Escoto opone las palabras: Erunt duo in carne una. Por lo tanto, es imposible tener, sin dispensa divina, más de una mujer.

Sexta objeción. La comunidad de mujeres fue la herejía de los Nicolaítas.

En primer lugar, contestamos en general con la autoridad de San Clemente en el citado Canon: Conjuges secundum Apostolorum doctrinam communes esse debere. Sin embargo, como esto iría en contra de la honestidad cristiana, debe admitirse la glosa a este pasaje: Communes quoad obsequium, non quoad thorum. Y, en verdad, como atestigua Tertuliano, así vivieron los primeros cristianos, quienes todo lo tenían en común, excepto las mujeres en cuanto al lecho, pues es evidente que por otro lado las mujeres servían a todos. Pero los Nicolaítas establecieron la comunidad, incluso en cuanto al lecho. Yo también condeno esta herejía y sostengo la comunidad en las funciones, no en lo referente a la gobernación del Estado. La mujer no puede ser magistrado ni instruir a los hombres, sino sólo entre las mujeres y en el ministerio de la procreación. A las mujeres se encomiendan ocupaciones que exigen poca fatiga y además la guerra, para que defiendan las murallas. Sabemos que las mujeres espartanas defendieron su patria en ausencia de los maridos. Entre los animales las hembras se defienden como machos. Las amazonas otrora en Asia y ahora en África combaten en la guerra. En su libro De pulchro dice Cayetano que esto no se ajusta a la naturaleza, por lo cual se veían obligadas a cortarse el seno derecho para poder manejar la lanza. Sin embargo, yo diré con Galeno, acaso con mayor fundamento, que lo hacían con el fin de que la fuerza destinada a nutrir el seno derecho pasase a reforzar el brazo del mismo lado. Tampoco es cierto que el seno derecho impida completamente manejar la lanza. Lo único que impide es apoyarla en el pecho. Además hay otras muchas maneras de combatir, adecuadas a las mujeres, como se ve en los africanos. Por otro lado, Aristóteles no pudo refutar este argumento de las amazonas. Nosotros no las mezclamos en todas las ocupaciones bélicas, sino únicamente en la defensa de las murallas y en aprontar socorros. Tampoco queremos hacer con ellas una República de amazonas. Solamente las reforzamos para que sirvan a la defensa y a la prole. Aristóteles rechaza el argumento de las hembras que combaten en medio de las fieras, porque éstas no cuidan las cosas familiares, a diferencia de nuestras mujeres, que son las únicas en hallarse destinadas a ello por la naturaleza. Sin embargo, se engaña, pues las fieras cuidan de sus hijos y les procuran alimento y defensa. Viceversa, muchos hombres se ocupan de las cosas familiares, como ocurre en particular con los monjes. Por consiguiente, esto no va contra la naturaleza, como dice él.

Decimos además que la promiscuidad de mujeres, especialmente en la forma establecida por nosotros, no se opone al derecho natural. Antes bien, resulta muy ajustada a él. Por lo tanto, no es herejía el defenderla en un estado regido por las solas luces naturales, sino únicamente después de conocer el derecho divino y el derecho positivo eclesiástico, como no es herejía comer carne todos los días y defender en el estado natural que esto es útil; pero después de la promulgación de la ley eclesiástica sobre la prohibición de ciertos alimentos en determinados días por causa de la abstinencia cristiana, es una herejía comer carne y decir que ello es lícito. Esto se prueba además porque, como enseña Santo Tomás, todo pecado contra la naturaleza o bien destruye el individuo o la especie, o bien conduce a esta destrucción. Por eso, los asesinatos, el hurto, el robo, la fornicación, el adulterio, la sodomía, etc., van contra la naturaleza porque ofenden al prójimo, impiden la procreación o tienden a ello. Pero la promiscuidad sexual no destruye las personas ni impide la procreación. Por lo tanto no se opone al orden natural, sino que por el contrario ayuda grandemente al individuo, la procreación y el Estado, como se echa de ver por el texto.

Debe tenerse en cuenta que hay tres modos de promiscuidad carnal: uno, en el que cada cual puede unirse sexualmente con quien desee y en la forma que quiera. Esto se opone a la naturaleza racional del hombre, si bien es propio de algunas bestias, como los caballos, los asnos, las cabras, etc. Por tal razón, la naturaleza cuida de que tales bestias se sientan urgidas a la procreación únicamente en determinado tiempo. Pero, si los hombres pudieran unirse sexualmente a cualquier mujer, como siempre están dispuestos a ello, se debilitarían continuamente y todos irían siempre con las más bellas. De aquí resultaría que, por la confusión del germen sexual y sus acciones opuestas, no concebirían, como ocurre a las meretrices. Las mujeres feas, impulsadas por los celos y por el dolor, tramarían toda suerte de males contra las hermosas. A consecuencia de todo lo anteriormente dicho, semejante confusión carnal es una herejía y una impiedad contra la naturaleza. Fue precisamente la de los Gnósticos, los Nicolaítas, algunos herejes modernos y ciertos religiosos pertenecientes a la secta de Mahoma en Africa, los cuales consideran lícita la cohabitación con cualquier mujer, incluso en público.

Otro modo de promiscuidad carnal es el que tiene lugar después de las nupcias legales, realizando la unión sexual en determinado tiempo y por virtud del cual es lícito unirse en secreto a todo aquel que ocasionalmente se presenta, como se ha descubierto recientemente en determinadas comarcas de Galia y Alemania. Algunos reconocieron haberse unido carnalmente a sus madres. También es esto una herejía contra la naturaleza e indudablemente contra la ley divina positiva, pues su fin no es la procreación, sino solamente el placer. Es preferible la promiscuidad de las bestias, porque éstas engendran y no se opone a la naturaleza por surgir la prole. Mas en las uniones de herejes la llegada de la prole, si acontece, es por casualidad. Su fin es únicamente la lujuria, porque para la procreación bastan los maridos.

Finalmente la tercera forma de promiscuidad es la descrita por nosotros en una sociedad casi natural, o sea, aquella en la cual engendran solamente los más robustos y los mejores, siguiendo la dirección de los médicos y magistrados, en el tiempo propicio a la procreación, según la astrología, con temor y obsequio a la dignidad y sólo desde los veinticinco años hasta los cincuenta y tres. Hemos señalado a las mujeres un tiempo, es decir, aquel en el que son aptas para tal función y hemos prohibido las uniones inconvenientes, o sea, las que tienen lugar habida cuenta únicamente de las riquezas y por virtud de las cuales o el Estado no logra descendencia de las mismas o resulta una prole vil, deforme e imbécil, como se ve por experiencia e hizo ya notar el gran filósofo Pitágoras. Hemos impedido igualmente la debilidad derivada del coito excesivamente frecuente o los males derivados de la esterilidad. Pues, si una mujer no concibe con un hombre, puede logrado con otro. Y en este asunto la naturaleza nos advierte que algo se debe reformar. Además lo que nuestras leyes han establecido, a saber, que cada cual se una exclusivamente a su propia mujer, aunque sea estéril, no puede ser fácilmente aprobado por el filósofo, quien se atiene solamente a las luces naturales. Por eso, yo sostengo que los teóricos de una República no pecan defendiendo con solas las luces naturales la promiscuidad de mujeres, antes de saber por la revelación que no debe hacerse así. Por tal razón, Durando y otros sostienen que tampoco la fornicación se opone a la ley natural; y muchos teólogos confiesan que solamente está prohibida por la ley positiva. La razón de Santo Tomás, según la cual aquella se opone a la procreación y a la educación, no es válida cuando se sabe que la mujer es estéril. Y, sin embargo, yo estoy de acuerdo en esto con Santo Tomás, al afirmar que por medio de largas deducciones puede llegarse a probar su falta de fundamento con sola la razón, pero no todos pueden conocerlo. Por eso Sócrates no pecó al verse obligado por la ley a beber el veneno, aunque los teólogos prueben que incurrió en pecado, por la sencilla razón de que nadie puede ser constreñido por la ley a obrar en contra de sí mismo. Mas estas sutiles deducciones, procedentes de la luz evangélica, no podían ser conocidas por los filósofos antiguos, quienes por el contrario probaron que es lícito suicidarse y que somos dueños de nuestra vida, como creyeron Catón, Séneca y Cleomenes. Por consiguiente, sostengo que la comunidad de mujeres, en la forma establecida por nosotros no se opone al derecho natural o, si va contra él, esto no puede ser conocido por el filósofo por medio únicamente de las luces naturales, pues tal cosa no se deduce directamente del derecho natural, como conclusión inmediata, sino sólo como conclusión lejana y fundada más bien en el derecho positivo, que es variable. Por otro lado, los razonamientos de Aristóteles no arrancan de la naturaleza del asunto. Su único origen es la envidia contra Platón. Y él mismo recuerda muchas naciones que vivieron de este modo. En apoyo de nuestra posición se encuentra también Santo Tomás, quien en la 2a. de la 2a., quest. 154, art. 9 confiesa que ninguna unión carnal va contra la naturaleza a no ser la del hijo con la madre y la del padre con la hija, pues, en opinión de Aristóteles, incluso los caballos huyen de esto con horror. Yo mismo vi en Montedoro un caballo que se negaba a aparearse con su madre. Y no porque de ello no resulte descendencia, sino por reverencia natural. No obstante, fue uso común entre los persas, según el testimonio de Ptolomeo, unirse sexualmente los hijos con las madres. Entre los animales, las gallinas y otras muchas bestias practican lo mismo. A pesar de ello, en nuestra República yo he renunciado a establecer que las madres se unan a los hijos o los padres a las hijas, si bien este último caso se opone en menor grado a la naturaleza. Apoyándose en el espíritu de Santo Tomás y en la razón natural, prueba Cayetano que la unión sexual con la hermana o con los afines o consanguíneos no va contra el derecho natural, sino solamente contra el legal, y que es un precepto judicial, mas no moral, la prohibición en los restantes grados, pues los hijos de Adán se unieron a sus hermanas, como hicieron también los patriarcas Abraham y Jacob, del primero de los cuales Sara era hermana. Santo Tomás aduce dos razones para justificar tales prohibiciones, a saber, el respeto a los padres, a fin de que pudieran vivir juntos sin escrúpulo, y para que mediante los matrimonios se multiplicasen las amistades y no resultase más dulce la lujuria cometida con la propia sangre. Según Cayetano, estas razones decidieron la ley cristiana. Sin embargo, en la República del Sol no tendrían lugar, porque las mujeres habitan separadamente y la unión camal se verifica exclusivamente según la ley, las épocas y los lugares prefijados. Lo que en la República del Sol se admite para evitar la sodomía y males mayores, se admite también en la religión cristiana, según la cual el marido, sin incurrir en pecado puede cohabitar con su esposa, aunque esté embarazada, para aplacar el instinto sexual y no con el fin de la procreación. Por otra parte, yo he tomado precauciones para evitar la pérdida del germen sexual y he dado todos los preceptos destinados a la conservación de la República. Los restantes no son rechazados por los mismos filósofos por fundarse en el derecho natural. En bien de la salud, recomienda Aristóteles la cohabitación a quienes no engendran, como ya Hipócrates y otros lo aconsejaron para evitar males mayores.

Ahora contesto en particular a la primera objeción. La palabra todos puede tomarse en los dos sentidos, porque hasta una determinada edad, señalada en el texto, todos son padres de todos colectiva y separadamente. Lo primero es verdad por el acto natural; lo segundo, por el amor natural. No por esto disminuye el amor, sino únicamente la ambición y la avaricia, pues en el régimen de propiedad el hombre está dispuesto a amar a sus propios hijos más de lo conveniente y a despreciar sin medida a los ajenos. El sabio prefiere a los mejores, aunque sean hijos de otros y cuida con mayor atención a los malos para mejorarlos. Resulta desagradable ver en la especie humana tantas deformidades y por eso tenemos horror de los cojos, los ciegos y los miserables, pues son de nuestra especie y representan a los ojos de cada cual su propia infelicidad. Por lo demás, mediante la comunidad de los hijos, hermanos, padres y madres se consigue disminuir el excesivo amor propio que es la codicia y aumentar el amor común, es decir, la caridad. Por eso San Agustín dice: amputatio proprietatis est augmentum charitatis. Y se debe creer a San Agustín antes que a Aristóteles. Con el primero está también San Pablo al decir: Caritas non quaerit quae sua sunt, es decir, antepone las cosas comunes a las propias, no las propias a las comunes. En la congregación de los monjes es lo mismo, pues como el monje no posee nada propio, ama a la comunidad como el pie a todo el cuerpo. Si posee algo en propiedad, es como un miembro cortado o un pie amputado, que cuida únicamente lo que es suyo. Lo mismo sucedió en la República romana. Mientras los ciudadanos eran pobres y rica la República, ambicionaban todos morir por la patria. Mas, cuando los ciudadanos se enriquecieron, cada cual hubiese llegado a sacrificar la patria en provecho propio. El Apóstol presenta el ejemplo de los miembros y el cuerpo; y lo mismo enseñan San Ambrosio y San Juan Crisóstomo. Por consiguiente, en la comunidad el amor no sería una gota de miel arrojada en una gran cantidad de agua, sino a la manera de un fuego pequeño aplicado a una estopa grande. El amor es una de las principales cosas del mundo y naturalmente expansivo como el fuego. En una sociedad numerosa la felicidad se logra por la fama, la difusión del nombre, el recuerdo y las numerosas ayudas que se reciben.

Cuando todos forman una sola cosa en el amor, cada cual puede ser amado de todos separadamente, aunque haya sido engendrado por uno solo. Así el tío ama a los sobrinos, aunque no han sido engendrados por él, porque se considera de la misma familia. ¿Y quién no ve cuánto aman el Papa y los Cardenales a sus sobrinos y consanguíneos, a pesar de no haberlos engendrado? Nosotros amamos a los amigos y a los hijos de éstos. En los monasterios los viejos quieren a los novicios, especialmente a los virtuosos. Guarde silencio, pues, el enemigo del amor.

La fisonomía engaña, pues no siempre los hijos se parecen al padre, sino con frecuencia a los extraños. Y aquella propensión resultaría un pequeño obstáculo en nuestra República, donde todo está regido por la ley de la naturaleza y el mérito. Jacob quiso más a José y, en general, unos prefieren a otros. Mas esto no perjudicaría la comunidad ni el amor. Aquí los hijos no conjurarían entre sí, ya que todos viven bajo la misma disciplina. Las santas mujeres de los patriarcas, como Raquel y Lía, consideraban como suyos propios los hijos de sus esclavas. Pero Aristóteles no conoció un amor de esta naturaleza.

Respuesta a la segunda objeción. Cuando la totalidad está gobernada por las leyes y la ciencia de los médicos, las matronas y la astrología, se niega la consecuencia. Las inclinaciones morales nacen y se conocen por la posición del cielo, como afirma Santo Tomás (Polit. 5, lect. 3). Los habitantes de la Ciudad del Sol considerarían ilícito unirse entre sí por puro placer y por razones de salud. Para estos casos se han tomado otras providencias. Por lo que se refiere a las querellas, consulta el texto.

Respuesta a la tercera objeción. Siendo todos miembros de un mismo cuerpo, todos tienen por hijos a los jóvenes menores y en aquella comunidad saben perpetuarse mejor que en los hijos propios. Por otra parte, la vida de la fama lograda mediante las buenas obras es, en opinión de todos, preferible a la conseguida por medio de los hijos. Los filósofos logran hijos con la semilla de su doctrina, no con el germen carnal. Los piojos, aunque nazcan de nosotros, no son hijos nuestros. Los verdaderos hijos de Abraham no son ahora los judíos, sino los cristianos. En Dios buscamos la eternidad y mediante la República aspiramos a una vida feliz, como enseña San Ambrosio. Los animales no conocen a sus hijos, una vez crecidos. Indirectamente esto se debe a la naturaleza.

Respuesta a la cuarta objeción. Decimos con Cayetano y Santo Tomás que únicamente es incesto contra la naturaleza el cometido con la madre; y nosotros lo evitamos en la República. El realizado con las hermanas u otras personas sólo es legal y, donde dicha ley no existe, no hay incesto ni adulterio alguno. El adulterio puede ser natural o legal. El natural tiene lugar entre animales de diversa especie, como entre el asno y la yegua, según enseña San Ambrosio en el 5 Hex. cap. 3. El legal se realiza cuando, en contra de las normas legales, alguien se une sexualmente a la mujer ajena. Ahora bien, en nuestra República no existen tales preceptos, sino que en ella hay procreadores públicos, más útiles para el desempeño de dicha función. Por lo tanto, no hay en ella adulterio, hijos adulterinos ni unión ilegal. Análogamente entre los monjes, donde todas las cosas son comunes, no constituye hurto el hecho de que alguno coma pan. El adulterio no consiste en el placer. De lo contrario, será adúltero el marido que por placer realiza la unión carnal. Consiste en el hecho de cohabitar con una mujer ajena. Pero, cuando la ley la hace suya, no causará perjuicio a la República mas que en caso de realizar la unión carnal en contra de lo prescrito, de la misma forma que el monje roba bienes del monasterio cuando sin permiso usurpa las cosas comunes. Mas -se dirá-, Santo Tomás enseña que todos los mandamientos del Decálogo son preceptos naturales. Contestamos que ello es cierto en la hipótesis de existir la propiedad, como no existe el hurto más que en el caso de hallarse establecida la propiedad de bienes. Además otros doctores sostienen que no todos esos preceptos son de derecho natural. Téngase también en cuenta que en nuestra República no hay distribución de la propiedad, sino solamente del uso, y aun esto en determinadas ocasiones para mantener el ingenio y la fuerza de los ciudadanos. Por otra parte, el hecho de que la fornicación sea pecado no puede ser conocido por solo la naturaleza de las cosas. En la República del Sol no hay fornicación, por existir la promiscuidad sexual. Los actos torpes, los celos y las querellas no pueden asimismo tener lugar allí donde las cosas están reguladas por una ley y disciplina agradable a todos. Ni se cometen las acciones propias de las bestias y de ciertos herejes. Consulta el texto.

Respuesta a la quinta objeción. Si fuese de derecho natural tener una sola mujer, el mismo Dios no podría dispensarnos de ello, como sostiene Santo Tomás. Sin embargo, Jacob se unió carnalmente a dos hermanas; David, a cinco mujeres; Salomón, a setecientas; y casi todos los patriarcas tuvieron más de una mujer. Aunque comúnmente se admita, no hay en esto dispensa alguna. Es evidente que la pluralidad de mujeres no se opone a la naturaleza. A excepción quizás de la tórtola y del palomo, que se une a su única hermana, todos los demás animales se aparean con varias hembras. En esta República, regida por leyes naturales y no por las reveladas, eso no podía ser conocido. Antes al contrario, la naturaleza invita a quien no engendra con una mujer, a unirse con otra. Esto es lo que Sara pidió a Abraham, como cosa natural, por carecer de la revelación que a ello se oponía. Lía y Raquel entregaron a su marido sus propias esclavas. ¿ Y cómo los habitantes de la Ciudad del Sol podrían saber que tal cosa va contra la naturaleza si ni los hombres ni los animales pueden descubrirlo? Además los ciudadanos del Sol no tienen una mujer ni muchas, sino que en el tiempo prescripto para la procreación se une cada cual a aquella que la ley le destina en bien de la República. Entre ellos la procreación se verifica en bien del Estado y no en provecho propio. Aun entre nosotros el padre tiene sobre el hijo menos poder que el Estado, puesto que la parte se halla destinada al todo, y no viceversa. Si, por consiguiente, en la República del Sol el Estado cuida de la totalidad y no la confía a los particulares, obra convenientemente. Cuando por placer el marido se une a discreción a la mujer, produce una descendencia débil y degenerada. Cuidamos de obtener una inmejorable descendencia en nuestros caballos, pero descuidamos la de la especie humana. Para Aristóteles resulta una confusión, opuesta a la naturaleza, el hecho de que un hombre de ánimo servil intente unirse a mujeres generosas y efectivamente se una a ellas a su arbitrio. San Juan Crisóstomo en el libro del Sacerdocio reprueba simbólicamente al Obispo ignorante que se une a la Iglesia generosa.

El Señor dijo: Erunt duo in carne una. Esto es cierto y así sucede en nuestra República, pues Dios no enseñó con ello que nadie deba unirse exclusivamente a una misma mujer. De lo contrario ni Jacob hubiese tenido simultáneamente dos mujeres ni, al morir una, sería lícito tomar otra. Por lo tanto, se hace de dos una sola carne, para que de la mezcla de los dos gérmenes nazca una prole. Y San Ambrosio dice con San Pablo: no habrías conocido este pecado, si la ley no lo ordenase.

Respuesta a la sexta objeción. La herejía de los Nicolaítas consistía en admitir que es lícito a cualquier hombre unirse carnalmente a voluntad con cualquier mujer. Esto se opone al derecho natural e impide la procreación, como ya dijimos. Pero en la República del Sol la unión se verifica siguiendo las reglas de la Filosofía y la Astrología y tan ordenadamente que la descendencia resulta mejor y más numerosa. Por lo tanto, dicha unión se ajusta a la naturaleza y no es herejía, si después no ha sido condenada por la Iglesia. Hortensio, o sea Catón, hombre muy sabio y muy docto, prestó su propia mujer a Bruto para tener descendencia, como si aquel rígido estoico quisiese enseñar con esto que dicho acto no iba contra el orden natural. ¿Cómo, pues, pueden saber los habitantes de la Ciudad del Sol, guiándose únicamente por las luces naturales, que a excepción de nuestra forma de matrimonio todas las demás son pecado, si los mismos hebreos y romanos admitieron el divorcio, los filósofos aceptaron el trueque y Sócrates y Platón lo enseñaron? Aristóteles les reprocha su inutilidad, pero no les censura el faltar al derecho natural. Antes bien, cuenta que algunas naciones vivieron de esta manera. Admito que esto es ahora una herejía en la Iglesia cristiana pero, dejándose guiar solamente de la naturaleza, no se puede conocer que sea un mal, a no ser que se realice a la manera de las bestias o al modo de los Nicolaítas. Santo Tomás afirma que el matrimonio va contra la naturaleza cuando no favorece la prole y la sociedad. Pero en nuestra República la unión carnal es más bien sumamente favorable a las dos.

Los argumentos suscitados por Aristóteles contra la promiscuidad sexual (a saber, que es superflua, como si alguien quisiese hacer versos de un solo pie o intentase armonías con una sola cuerda) son pueriles y opuestos a la caridad y a las comunidades de monjes y apóstoles, a los que debería condenar porque tenían un solo corazón y una sola alma y negaban que fuese propia cosa alguna, sino que todo lo tenían en común.

Esta unidad no destruye la pluralidad, sino que la fortifica por la unión no ya de un solo hombre sino de todos los estados y condiciones, cosa que no ocurre en la República de Aristóteles. Nuestra armonía no procede de una sola cuerda sino de muchas. Aristóteles establece únicamente la discordia, pues su República está construída sobre dos elementos contrarios. En cambio nosotros permanecemos unidos y formamos como un verso, pues todas las cosas concuerdan entre sí. Aristóteles hace un verso con dos pies contrarios y discordantes, como se ha mostrado en el examen de su República. Por el contrario, la nuestra es totalmente apostólica, porque, como se ve en nuestro diálogo, establece la comunidad no por placer, sino por obsequio.

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