Índice del libro Investigaciones filosóficas sobre el origen y naturaleza de lo bello de Denis DiderotCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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La mayoría de las demás bellezas de la poesía y de la elocuencia siguen la ley de lo bello relativo. La conformidad con lo verdadero hace las comparaciones, las metáforas y las alegorías bellas, incluso cuando no existe ninguna belleza absoluta en los objetos que representan.

Hutcheson insiste sobre la inclinación que demostramos hacia la comparación. He aquí, según él, cuál es su origen. Las pasiones producen casi siempre en los animales los mismos movimientos que en nosotros, y los objetos inanimados de la naturaleza tienen frecuentemente posturas que recuerdan a las actitudes del cuerpo humano en ciertos estados anímicos. No ha sido preciso nada más, añade el autor que analizamos, para hacer del león el símbolo del furor, del tigre el de la crueldad, de una encina recta, cuya copa se eleva orgullosa hasta las nubes, el emblema de la audacia, de los movimientos de un mar agitado el retrato de las convulsiones de la cólera y de la suavidad del tallo de una adormidera, cuya flor se dobla bajo el peso de una gota de lluvia, la imagen de un moribundo.

Tal es el sistema de Hutcheson, que parecerá, sin duda, más original que verdadero. No podemos, sin embargo, recomendar demasiado la lectura de su obra, sobre todo en el original (8); se encontrará en él un gran número de delicadas observaciones sobre el modo de alcanzar la perfección en la práctica de las bellas artes. Vamos a exponer ahora las ideas del jesuita P. André (9). Su Ensayo sobre lo bello es el sistema más aceptado, más divulgado y mejor leído de los que conozco. Me atrevería a afirmar que es, en su género, lo que el Tratado de las Bellas Artes reducidas a un solo principio (10) es en el suyo. Son dos buenas obras, a las que no les ha faltado nada más que un capítulo para ser excelentes, y hay que tenerlo en cuenta para explicar la mala disposición, respecto a estos dos autores, por haberlo omitido. El Abate Batteux (11) refiere todos los principios de las bellas artes a la imitación de la bella naturaleza, pero en modo alguno nos instruye sobre lo que sea la bella naturaleza. El P. André divide, con más sagacidad y filosofía, lo bello en general en sus diferentes especies. Las define todas con precisión, pero no se halla, en ninguna parte de su libro, la definición de género, y la de lo bello en general, a menos que no lo radique en la unidad, como San Agustín. Habla sin cesar de orden, de proporción, de armonía, etc., pero no dice una sola palabra sobre el origen de estas ideas.

El P. André distingue las nociones generales del espíritu puro, que nos da las reglas eternas de lo bello, los juicios naturales del alma en los que el sentimiento se mezcla con las ideas puramente espirituales, pero sin destruirlas, y los prejuicios de la educación y la costumbre que a veces parecen trastrocar los unos y los otros. Distribuye su obra en cuatro capítulos. El primero está dedicado a lo bello visible, el segundo a lo bello en las costumbres, el tercero a lo bello en las obras del espíritu y el cuarto a lo bello musical.

Plantea tres cuestiones en cada uno de estos objetos: pretende que se descubra en ellos un bello esencial, absoluto, independiente de toda institución, incluso divina; un bello natural dependiente de la institución del creador, pero independiente de nuestras opiniones y de nuestros gustos; un bello artificial y, en cierta manera, arbitrario, pero con alguna dependencia de las leyes eternas.

Hay que situar lo bello esencial en la regularidad, el orden, la proporción, y la simetría en general; lo bello natural, en la regularidad, el orden, las proporciones, la simetría, observados en los seres de la naturaleza; lo bello artificial, en la regularidad, el orden, la simetría y las proporciones observadas en nuestras producciones mecánicas, nuestros adornos, nuestras construcciones, nuestros jardines. Destaca la mezcla de arbitrariedad y de absolutez que tiene este último tipo de lo bello. En arquitectura, por ejemplo, percibe dos clases de reglas, unas que se infieren de la noción independiente de nosotros, de lo bello original y esencial, y que exigen indispensablemente la perpendicularidad de las columnas, el paralelismo de las plantas, la simetría de los miembros, la soltura y la elegancia del dibujo y la unidad en el todo. Las otras, que están basadas en las observaciones particulares que los maestros han formulado en diversas épocas, y mediante las cuales han determinado las proporciones de las partes en los cinco órdenes de la arquitectura. Como resultado de estas reglas se explica cómo, en el toscano, la altura de la columna contiene siete veces el diámetro de su basa, en el dórico ocho veces, nueve en el jónico, diez en el corintio y otras tantas en el compuesto, cómo también las columnas tienen un abultamiento desde su nacimiento hasta el tercio del fuste, cómo los otros dos tercios disminuyen paulatinamente al aproximarse al capitel, cómo los intercolumnios tienen como máximo ocho módulos y como mínimo tres, cómo la altura de los pórticos, arcadas, puertas y ventanas es el doble de su anchura. Estas reglas, al estar basadas únicamente en las observaciones hechas a simple vista y en ejemplos equívocos, resultan siempre un tanto inciertas y no son absolutamente indispensables. Vemos también que algunas veces los grandes arquitectos se sitúan por encima de ellas y añaden, rebaten e imaginan nuevas según las circunstancias.

He aquí, pues, en las producciones artísticas, un bello esencial, un bello de la creación humana y un bello de sistema: un bello esencial, que consiste en el orden, un bello de la creación humana, que consiste en la aplicación libre y dependiente del artista de las leyes del orden, y un bello del sistema, que nace de las observaciones y hace posible las variantes incluso entre los artistas más sabios, pero jamás en perjuicio de lo bello esencial, que es una barrera que nunca se debe franquear, Hic murus aheneus esto. Si alguna vez ocurriera que los grandes maestros se dejasen arrebatar por su genio más allá de esta barrera, esto tendría lugar en las raras ocasiones en las que previeron que esta desviación serviría más para añadir belleza que para quitarla, pero por ello no han dejado de cometer una falta que se les pueda reprochar.

Lo bello arbitrario se subdivide, según este mismo autor, en un bello de genio, un bello de gusto y un bello de puro capricho: un bello de genio, basado en el conocimiento de lo bello esencial, que proporciona las reglas inviolables; un bello de gusto, basado en el conocimiento de las obras de la naturaleza y de las producciones de los grandes maestros, que dirige la aplicación y el empleo de lo bello esencial; un bello de capricho, que sin basarse en nada, no debe ser admitido en ninguna parte.

¿Qué lugar ocupan el sistema de Lucrecio y los pirrónicos dentro del sistema del P. André? (12). ¿Qué se deja al azar? Casi nada; además, como única respuesta a la objeción de aquellos que pretenden que la belleza es educación y prejuicio, se contenta con señalar el origen de su error. Veamos, nos dice, cómo han razonado: buscaron en las mejores obras los ejemplos de lo bello de capricho, sin llegar a molestarse por reconocer y demostrar cómo lo bello que distinguían en ellas era de capricho, tomaron ejemplos de lo bello de gusto y no demostraron con suficiente claridad lo que había además de arbitrario en este tipo de lo bello, y sin ir más lejos, sin darse cuenta que su enumeración era incompleta, concluyeron que todo lo que se llamaba bello era algo arbitrario y de capricho. Pero se comprende fácilmente que su conclusión sólo era justa en relación a la tercera rama de lo bello artificial y que su razonamiento no afectaba a las otras dos ramas de lo bello, ni a lo bello natural, ni a lo bello esencial.

El P. André pasa inmediatamente a la aplicación de sus principios a las costumbres, a las obras del espíritu y a la música, y demuestra cómo hay en estos tres objetos de lo bello, un bello esencial, absoluto e independiente de toda institución, incluso divina, que hace que una cosa sea una; un bello natural dependiente de la institución del creador, pero independiente de nosotros; un bello arbitrario dependiente de nosotros pero sin perjuicio de lo bello esencial.

Un bello esencial en las costumbres, en las obras de espíritu y en la música, basado en el orden, la regularidad, la proporción, la precisión, la decencia y la convención que se destacan en una bella acción, una buena pieza, un bello concierto, y que hacen que las producciones morales, intelectuales y armónicas sean unas.

Un bello natural, que no supone otra cosa, en las costumbres, que la observación de lo bello esencial en nuestra conducta, en función de lo que somos entre los demás seres de la naturaleza; en las obras del espíritu, la imitación y el retrato fiel de toda clase de producciones de la naturaleza; en la armonía, una sumisión a las leyes que la naturaleza ha situado en los cuerpos sonoros, su resonancia y la disposición del oído.

Un bello artificial que, en lo que se refiere a las costumbres, consiste en adaptarse a los usos de su nación, al genio de sus conciudadanos y a sus leyes; en las obras del espíritu, en respetar las reglas del discurso, en conocer la lengua y en seguir el gusto dominante; en la música, en insertar a propósito la disonancia y en conformar sus producciones a los movimientos y a los intervalos aprendidos.

De lo que se deduce que, según el P. André, lo bello esencial y la verdad no se muestran en ninguna parte con tanta profusión como en el universo, lo bello moral en la filosofía cristiana, y lo bello intelectual en una tragedia con acompañamiento de música y decoración.




Notas

(8) P. Verniere señala que la frase tiene un matiz irónico respecto a la traducción francesa de la obra, realizada por Eidous, y que casi garantiza la lectura de Diderot directamente del original inglés.

(9) La referencia a los escritos del P. André es, en este artículo, continua, al menos en lo que respecta a la información histórica de las ideas estéticas. El Essai sur le beau apareció, por primera vez, en 1741 y se le puede considerar como uno de los primeros intentos serios de historia de la estética.

(10) Obra del Abate Batteux.

(11) Al Abate Batteux hay que situarlo entre los teóricos de la estética clasicista. Recordemos lo ya dicho en el prólogo: la naturaleza está regida por unos principios, principios que debe desvelar el conocimiento por el procedimiento cartesiano de la claridad y distinción. Lo que vale para el conocimiento de la naturaleza también vale para su imitación. Todas las perspectivas parciales se refieren, en las artes, a un mismo principio unitario, el de la imitación.

(12) Lucrecio, poeta latino, autor de De rerum natura, divulgó las doctrinas de Epicuro. Pirrón de Elis fue el fundador de la escuela escéptica.


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