Índice de El banquete o Del amor de Platón | Presentación de Chantal López y Omar Cortés | Segunda parte | Biblioteca Virtual Antorcha |
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EL BANQUETE
O
DEL AMOR
PRIMERA PARTE
APOLODORO Y UN AMIGO DE APOLODORO - SÓCRATES - AGATÓN FEDRO - PAUSANIAS - ERIXIMACO - ARISTÓFANES - ALCIBÍADES
APOLODORO. - Me considero muy bien preparado para dar a conocer lo que me piden, pues hace poco, cuando iba yo de mi casa de Faleras a la ciudad, un conocido mío que venía unos pasos atrás de mí, me vio y me llamó: ¡Hombre de Faleras! Gritó con familiaridad. ¡Apolodoro! ¿Puedes acortar el paso? - Me detuve y le esperé.
- Me dijo: Justamente estaba buscándote porque quería preguntarte qué sucedió en casa de Agatón el día que Sócrates, Alcibíades y otros más comieron allí. Se dice que la conversación giró en torno al amor. Me enteré de algunas cosas por alguien a quien Fénix, hijo de Filipo, contó una parte de los discursos pronunciados, pero no supo referirme los detalles de la plática y sólo atinó a decirme que tú lo sabías. Cuéntamelo, pues debes dar a conocer lo que mencionó tu amigo. Pero primero que nada, ¿presenciaste la conversación?
- No es exacto y ese hombre no te dijo la verdad, le respondí. Puesto que citas tal discurso como si hubiera sido reciente y como si yo hubiera asistido.
- Eso creí.
- Le dije: ¿Cómo, Glaucón? ¿No sabes que hace muchos años que Agatón no viene a Atenas? Respecto a mí, no tiene ni tres años que conozco a Sócrates y me propongo estudiar con aplicación sus palabras y sus acciones. Antes andaba de un lado a otro, y creyendo que llevaba una vida racional, era el más infeliz de los hombres. Igual que tú ahora, creía que uno debía ocuparse de cualquier cosa menos de la filosofía.
- Vamos, no te burles, y dime cuándo ocurrió esa conversación.
- Al día siguiente de que Agatón recibió el premio con su primera tragedia, y ofreció un sacrificio a los dioses en honor de su triunfo, rodeado de sus coristas.
- Según creo, fue hace mucho tiempo. ¿Quién te dijo lo que sabes? ¿Sócrates?
- ¡No, por Zeus! Me lo contó el mismo individuo que se lo refirió a Fénix, Aristodemo, del pueblo de Cidatenes, un hombre de baja estatura que siempre anda descalzo. Estuvo presente, y si no me equivoco, era uno de los más fieles seguidores de Sócrates. A él le pregunté sobre los detalles que me había contado Aristodemo y concordaban.
- Glaucón me dijo: ¿Por qué te demoras tanto en relatarme la conversación? En qué otra cosa mejor podemos usar el tiempo que tardaremos en llegar a Atenas?
- Estuve de acuerdo, y continuando con nuestro camino, entramos en materia.
Como dije antes, estoy listo y sólo hace falta que me prestes atención. Además del provecho que encuentro en hablar o escuchar de filosofía, nada en el mundo me produce tanto placer. Al contrario, me fastidia oír a ustedes, hombres ricos y de negocios, cuando platican de sus intereses. Lamento su arrebato y la de sus amigos; creen que hacen maravillas y no hacen nada bueno. Quizá ustedes también se compadecen de mí y me parece que tienen razón. Pero no es una mera creencia mía, sino que estoy seguro de que son dignos de compasión.
EL AMIGO DE APOLODORO. - No cambias, Apolodoro. Siempre hablas mal de ti y de los demás, estás convencido de que todos los hombres, a excepción de Sócrates, son unos miserables, empezando por ti. No sé por qué te dieron el nombre de Furioso, pero me doy cuenta que algo de ello envuelve a tus discursos. Siempre estás enojado contigo y con todos, menos con Sócrates.
APOLODORO. - ¿Te parece, querido, que se necesita ser un furioso y un insensato para hablar así de uno mismo y de los demás?
EL AMIGO DE APOLODORO. - No pelees, Apolodoro. Recuerda tu promesa y háblame de los discursos pronunciados en casa de Agatón.
APOLODORO. - Más o menos, esto es lo que sucedió. No, es mejor que tomemos la historia desde el principio, tal como me la contó Aristodemo. Me dijo:
Encontré a Sócrates, que salía del baño, con las sandalias calzadas, contra su costumbre. Le pregunté a donde iba tan ataviado, y me contestó:
- Voy a comer a casa de Agatón. Me negué a asistir a la fiesta que dio ayer para celebrar su victoria porque la concurrencia excesiva me hace sentir incómodo. Pero di mi palabra para hoy, por eso me encuentras tan arreglado. Me he embellecido para ir a la casa de tan bello joven. Aristoderno, ¿no quieres acompañarme, aunque no te hayan invitado?
- Como quieras, le dije.
- Entonces ven conmigo y cambiemos el proverbio, demostrando que un hombre de bien puede ir a comer a casa de otro hombre de bien aunque no le hayan convidado. Con gusto acusaría a Homero no sólo de haber cambiado este proverbio, sino de haberse burlado de él cuando después de representar a Agamenón como un gran guerrero, y a Menelao como un combatiente muy débil, hace que éste asista al festín de aquél sin haber sido invitado. Es decir, presenta a un inferior en la mesa de un hombre que está muy por encima de él.
- Me da miedo, le dije a Sócrates, no ser tal como tú lo dices, sino más bien según Homero. Es decir, una persona que carece de prendas relevantes que se sienta a la mesa de un sabio sin ser invitado, por lo demás, voy contigo y te corresponde defenderme porque no confesaré que asisto sin haber sido convidado, y diré que eres tú quien me invita.
- Somos dos, contestó Sócrates, y a ninguno nos faltará qué decir. Vayamos.
Nos dirigimos a la casa de Agatón mientras platicábamos, pero antes de llegar, Sócrates se detuvo inmerso en sus pensamientos. Me paré a esperarlo, pero me dijo que siguiera adelante. Cuando llegué a la casa, la puerta estaba abierta y me sucedió algo singular. Un esclavo de Agatón me condujo enseguida a la sala donde se llevaba a cabo el festejo, todos estaban ya sentados a la mesa y sólo esperaban que se les sirviera. Cuando Agatón me vio, exclamó:
- ¡Aristodemo! Si vienes a comer con nosotros, eres bienvenido. Si se te ofrece otra cosa, hablaremos después. Ayer te busqué para invitarte, pero no te encontré. ¿Por qué no viniste con Sócrates? Volví la vista y me di cuenta de que Sócrates no estaba atrás de mí, entonces le dije a Agatón que venía acompañándolo, pues él era quien me había invitado.
- Hiciste bien, replicó Agatón. ¿Pero dónde está Sócrates?
- Venía atrás de mí, no sé que le pasó.
- Esclavo, dijo Agatón, ve a buscar a Sócrates y tráelo para acá. Tú, Aristodemo, siéntate junto a Eriximaco. Esclavo, lávale los pies para que pueda sentarse.
En ese momento llegó un esclavo a avisar que había encontrado a Sócrates parado frente a la puerta de la casa de al lado, y que al haberle invitado, no quiso venir.
- ¡Qué extraño! Dijo Agatón. Regrésate y no lo dejes hasta que haya entrado.
- No, déjenlo, intervine yo.
- Está bien, si así lo quieres, dijo Agatón. Ustedes, esclavos, sírvanos. traigan lo que deseen, como si no tuvieran que recibir órdenes de nadie, pues eso es algo que nunca he querido hacer. Considérenos, a mí y a mis amigos, sus propios invitados. Pórtense lo mejor que se pueda, que allí va su crédito.
Empezamos a comer y Sócrates no aparecía.
Agatón quería que se le fuese a buscar a cada momento, pero yo siempre lo impedí. En fin, Sócrates entró después de haber hecho esperar mucho tiempo, según acostumbraba, cuando estábamos ya a media comida. Agatón, que estaba solo en el extremo de la mesa, le invitó a que se sentara junto a él.
- Ven, Sócrates, permite que esté muy cerca de ti para ver si puedo ser partícipe de los maravillosos pensamientos que acabas de descubrir, pues estoy plenamente seguro que encontraste lo que buscabas, de lo contrario no habrías entrado.
Sócrates se sentó y dijo:
- Agatón, ojalá la sabiduría fuera algo que pudiese pasar de un alma a otra, cuando dos individuos están en contacto, como el agua corre a través de una mecha de lana, de una copa llena a una vacía. Si el pensamiento fuese así, entonces yo me sentiría feliz estando cerca de ti, y a mi parecer, colmado de la buena y vasta sabiduría que tú posees. La mía es mediana y equívoca, o mejor dicho, es un sueño. Por el contrario, la tuya es magnífica y rica en hermosas esperanzas, tal como lo comprueba el vivo resplandor que arroja ya en tu juventud, y los aplausos que acaban de darte más de treinta mil griegos.
- Qué burlón eres, replicó Agatón. Pero ya analizaremos cuál es mejor, si tu sabiduría o la mía, Dionysos será nuestro juez. Ahora debemos comer.
Cuando Sócrates y los demás invitados terminaron de comer, se hicieron ceremonias y sacrificios, se cantó un himno en honor del dios, y después del resto de los rituales acostumbrados, se habló de beber.
Pausanias intervino entonces:
- Bebamos sin excedernos. En cuanto a mí, todavía me siento mal resultado del convivio de ayer, y necesito respirar un poco; creo que la mayoría está en la misma situación, pues también asistieron ayer. Entonces, los exhorto a que bebamos con moderación.
- Pausanias, dijo Aristófanes, me da gusto que desees que se beba con moderación, pues yo fui uno de los que anoche se excedió.
- ¡Me da mucho gusto que estés de humor! Dijo Eriximaco, hijo de Acumenes. Pero hay que consultar la opinión de uno. ¿Cómo estás, Agatón?
- Igual que ustedes, respondió.
- Mejor para todos, replicó Eriximaco, para mí, Aristodemo, Fedro y los demás, pues si ustedes que son los valientes se dan por vencidos, imagínense a nosotros que somos malos bebedores. No hablo de Sócrates, quien siempre bebe lo que juzga conveniente y poco lo importa la resolución que se toma. Así, ya que no veo a nadie que desee excederse en la bebida, seré menos inoportuno si digo unas cuantas verdades sobre la embriaguez. Mi experiencia como médico me ha comprobado que el exceso de vino es funesto para el hombre. En la medida de lo posible, lo evitaré y jamás lo aconsejaré a los demás; sobre todo cuando su cabeza esté afectada por la orgía de la noche anterior.
- Comparto tu opinión con mucho gusto, dijo Pedro de Mirrinos interrumpiéndolo, sobre todo cuando hablas de medicina. Pero hoy todos son muy prudentes.
Hubo una sola voz; se decidió de común acuerdo beber por placer y no llegar a la embriaguez.
- Como convenimos que nadie se excederá, intervino Eriximaco, y que cada cual beberá lo que le parezca, opino que despidamos a la tocadora de la flauta; que la toque para sí, y si lo prefiere, para las mujeres que están en el interior. Respecto a nosotros, iniciaremos una conversación general, y si están de acuerdo, hasta sugeriré el tema si les parece.
Todos aplaudieron la idea y le invitaron a que entrara en materia. Eriximaco repuso:
Comenzaré con este verso de La Melanipa de Eurípides: este discurso no es mío, sino de Fedro; porque él me dijo con una especie de indignación: ¡Oh, Eriximaco! ¿No es extraño que tantos poetas que han hecho himnos y cánticos en honor de la mayoría de los dioses, ninguno haya elogiado a Eros, que es un gran dios? Los sofistas, que son entendidos, componen grandes discursos en prosa alabando a Heracles y los demás semidioses; testigo el famoso Pródico, y eso no es sorprendente. Vi un libro, de título el Elogio de la sal, donde el sabio autor exageraba las maravillosas cualidades de la sal y los grandes beneficios que brinda al hombre. En una palabra, apenas encontrarás cosa que no reciba su elogio. ¿Por qué en medio de este furor de alabanzas universales, hasta hoy nadie ha decidido celebrar dignamente a Eros, y se ha olvidado de dios tan grande como éste? Yo, continuó Eriximaco, apruebo la indignación de Fedro. Quiero pagar mi tributo al amor, y hacérmele favorable. Al mismo tiempo, considero que honrar a este dios, concordaría muy bien en una sociedad como la nuestra. Si están de acuerdo, no busquemos otro tema de conversación. Cada uno improvisará 10 mejor que pueda un discurso en alabanza de Eros. Correrá la voz de izquierda a derecha. Así, Fedro será el primero en hablar, porque le toca y porque es el autor de la proposición que he formulado.
- No dudo, Eriximaco, dijo Sócrates, que tu sugerencia será aprobada por unanimidad. Al menos, no seré yo quien la rebata, pues hago profesión de no conocer otra cosa que el amor. Tampoco lo harán Agatón, ni Pausanias, ni seguramente Aristófanes, a pesar de que está consagrado por completo a Dionysos y a Afrodita. De igual manera puedo responder por todos los demás que están presentes; aunque, a decir verdad, no sea partido igual para los últimos que nos sentamos. En todo caso, si los que nos preceden cumplen con su deber y agotan la materia, a nosotros nos bastará con dar nuestra aprobación. Que Fedro inicie bajo los más felices auspicios y que rinda alabanza a Eros.
La opinión de Sócrates fue unánimemente adoptada. En este momento, no puedes esperar que te dé cuenta, palabra por palabra, de los discursos que se pronunciaron, pues no habiéndomelos dicho Aristodemo, quien me los refirió, no podré transmitir a la perfección, y habiendo retenido algunas cosas de la historia que me contó, sólo podré decir lo más esencial. Éste es poco más o menos el discurso de Fedro, según la referencia que me dieron:
- Eros es un gran dios, muy digno de ser honrado por los dioses y por los hombres por mil razones, sobre todo, por su ancianidad; porque es el más anciano de los dioses. La prueba es que no tiene padre ni madre, ningún poeta ni prosador se los ha atribuido. Según Hesíodo, el caos existió al principio, y enseguida apareció tierra con su basto seno, base eterna e inquebrantable de todas las cosas, y de Eros. Por lo tanto, Hesíodo hace que la Tierra y Eros sucedan al caos. Perménides opina esto de su origen: Eros es el primer dios que fue concebido, y Acusilao está de acuerdo con la opinión de Hesíodo. De esta manera, convienen en que Eros es el más antiguo de todos los dioses. También es el que hace más bien a los hombres, porque no conozco mayor ventaja para un joven que tener un amante virtuoso; ni para un amante, que amar un objeto virtuoso. Nacimiento, honores, riquezas, nada como el amor para inspirar al hombre lo que necesita para vivir honradamente; quiero decir, la vergüenza del mal y la emulación del bien. Sin estos dos atributos no es posible que un individuo o un Estado haga cosas ni bellas ni grandes. Me atrevo a decir que si un hombre que ama hubiese cometido una mala acción o sufrido un ultraje sin rechazarlo, más vergüenza le daría presentarse ante la persona que ama, que ante su padre, un familiar o cualquier otra persona. Lo mismo sucede con el que es amado, nunca se siente tan avergonzado como cuando su amante le atrapa en alguna falta. De manera que si, por algún tipo de encantamiento, un Estado o un ejército pudiera conformarse de amantes y de amados, no habría pueblo que tuviera más horror al vicio y emulara más la virtud. Hombres unidos de este modo, aunque en pequeño número, podrían vencer al mundo entero; porque si hay alguno de quien un amante no querría ser visto desertando de las filas o arrojando las armas, es la persona que ama. Y preferiría morir mil veces antes que abandonar al amado viéndolo en peligro y sin darle auxilio; porque no hay hombre tan cobarde a quien Eros no inspire el mayor valor y no le haga semejante a un héroe. Lo que dice Homero de que los dioses inspiran audacia a ciertos guerreros, puede decirse con más razón de Eros que de ninguno de los demás dioses. Sólo los amantes saben morir el uno por el otro. Y no sólo hombres, sino las mismas mujeres han dado su vida para salvar a los que amaban. La Hélade tiene un gran ejemplo en Alcestes, hija de Palias, sólo ella quiso morir por su esposo aunque éste tenía padre y madre. El amor del amante sobrepujó tanto la amistad por sus padres, que los declaró, por decirlo de alguna manera, personas extrañas a su hijo, y como si fuesen parientes sólo de nombre. Incluso cuando se han llevado acabo en el mundo muchas acciones magníficas, es muy corto el número de las que han rescatado del Hades a los que habían entrado. Pero la de Alcestes es tan bella a los ojos de los hombres y de los dioses, que encantados éstos con su valor, la volvieron a la vida. ¡Qué cierto es que los dioses mismos estiman un amor noble y generoso!
A Orfeo, hijo de Eagro, no lo trataron así, sino que le arrojaron del Hades, sin concederle lo que pedía. En lugar de devolverle a su mujer, que andaba buscando, le presentaron un fantasma, una sombra de ella, porque como buen músico le faltó el valor. Lejos de imitar a Alcestes y de morir por la persona amada, se las ingenió para bajar vivo al Hades. Así que, indignados los dioses, castigaron su cobardía haciéndole morir a manos de mujeres. Por el contrario, honraron a Aquiles, hijo de Tetis, y le recompensaron mandándolo a las islas de los bienaventurados, porque habiéndole predicho su madre que si mataba a Héctor moriría en el acto, y que si no le combatía volvería a la casa paterna, donde moriría después de una larga vejez, Aquiles no dudó, y prefiriendo que Patroclo se vengara con su propia vida, quiso no sólo morir por su amigo, sino hacerlo sobre su cadáver. Por eso los dioses le han honrado más que a todos los hombres, dándole su admiración por el sacrificio que hizo por la persona que le amaba. Esquilo se burla de nosotros cuando dice que el amado era Patroclo. Aquiles era más hermoso, no sólo que Patroclo, sino que los demás héroes. Todavía no tenía pelo de barba y era mucho más joven, como dice Homero. Los dioses aprueban lo que se hace por la persona que se ama, pero estiman, admiran y recompensan mucho más lo que hace la persona que nos ama. En efecto, el que ama tiene un no sé qué de más divino que el que es amado, porque en su alma existe un dios; por eso se trató mejor a Aquiles que a Alcestes después de su muerte, en las islas de los afortunados. Concluyo pues, que de todos los dioses Eros es el más antiguo, más augusto, y más capaz de hacer al hombre feliz y virtuoso durante su vida y después de su muerte.
Así concluyó Fedro. Aristodemo pasó en silencio algunos otros, cuyos discursos había olvidado, y se fijó en Pausanias, que habló así:
- Fedro, yo no apruebo la proposición de alabar a Eros tal como se ha hecho. Estaría bien si no hubiese más que un Eros, pero como no es así, hubiera sido mejor decir antes a cuál debe alabarse.
Es lo que me propongo hacer ver. Primero diré qué Eros merece ser alabado, y después lo alabaré lo más dignamente posible. Es indudable que no se concibe a Eros sin Afrodita, y si sólo hubiese una Afrodita, no habría más que un Eros; pero como hay dos Afroditas, hay dos Eros. ¿Quién duda que haya dos Afroditas? Una, de más edad, hija de Uranos y que no tiene madre, le llamaremos la Urania; la otra más joven, hija de Zeus y de Dione, la llamaremos la Afrodita popular o pandemia. Por lo tanto, de los dos Eros, que son los ministros de estas dos Afroditas, es preciso llamar al uno celeste y al otro popular. Todos los dioses sin duda son dignos de ser honrados, pero distingamos bien las funciones de estos dos amores.
Toda acción en sí misma no es bella ni fea; lo que hacemos aquí, beber, comer, discurrir, nada de esto es bello en sí, pero puede convertirse en tal mediante la manera como se hace. Es bello si se hace conforme a las reglas de la honestidad; y feo, si se hace contra estas reglas. Lo mismo sucede con el amor; en general, el amor no es ni bello ni laudable, si no es honesto. El amor de la Afrodita popular es popular también y sólo inspira acciones bajas; es el amor que reina entre el común de las personas, que aman sin elección, lo mismo las mujeres que los jóvenes, dando preferencia al cuerpo sobre el alma. Cuanto más irracional es, tanto más lo persiguen porque sólo aspiran al goce y con tal de conseguirlo, les importa muy poco por qué medios. Por eso sienten afección por lo que se presenta, bueno o malo, porque su amor es el de la Afrodita más joven, nacida de varón y de hembra. Pero como la Afrodita urania no nació de hembra, sino sólo de varón, el amor que la acompaña nada más busca a los jóvenes. Ligados a una diosa de más edad y que por consiguiente no tiene la sensualidad fogosa de la juventud, los inspirados por este amor gustan del sexo masculino, naturalmente más fuerte y más inteligente. Éstas son las señales mediante las que pueden conocerse a los verdaderos servidores de este amor: no buscan a los individuos demasiado jóvenes, sino aquellos cuya inteligencia comienza a desarrollarse, es decir, que les empieza a nacer el vello del bigote. Pero, en mi opinión, su objeto no es aprovecharse de la imprudencia de un amigo demasiado joven, seducirle para abandonarle después y, cantando victoria, dirigirse a otro; sino que se unen a él con el propósito de no separarse y pasar su vida con la persona que aman. Sería magnífico que hubiese una ley que prohibiera amar a los demasiado jóvenes para no perder el tiempo en algo tan incierto. ¿Pues quién sabe lo que resultará un día de tan tierna juventud; qué giro tomarán el cuerpo y el espíritu, y hacia qué punto se dirigirán, al vicio o a la virtud? Los sabios ya se imponen una ley muy justa; pero sería conveniente hacer que la cumplan rigurosamente los amantes populares de los que hablamos, y prohibirles esta clase de compromisos, como se les impide, en cuanto es posible, amar a las mujeres de condición libre. Estos son los que han deshonrado el amor a tal punto, que han hecho decir que era vergonzoso conceder sus favores a un amante. Su amor intempestivo e injusto por la juventud demasiado tierna es lo único que ha dado lugar a semejante opinión, de tal manera que nada de lo que se hace según principio de sabiduría y de honestidad puede ser reprendido justamente.
No es difícil comprender las leyes que rigen al amor en otros países porque son precisas y sencillas, sólo las costumbres de Atenas y de Lacedemonia necesitan explicación. En la Elide, por ejemplo, y en la Beoda, donde se cultiva nada más el arte de la palabra, se dice sencillamente que es bueno conceder nuestros amores a quien nos ama, y a nadie le parece malo esto, sea joven o viejo. Es preciso creer que en estos países está autorizado así el amor para vencer las dificultades y para hacerse amar sin necesidad de recurrir a los artificios del lenguaje, que desconoce aquella gente. Pero en la Jonia y en todos los países dominados por los bárbaros, se considera infame este comercio; se prohibe igualmente la filosofía y la gimnasia porque a los tiranos no les gusta ver que entre sus súbditos se formen grandes corazones o amistades y relaciones vigorosas, que es lo que el amor sabe crear muy bien. Los tiranos de Atenas vivieron en otro tiempo la experiencia. La pasión de Aristogitón y la fidelidad de Harmodio trastornaron su dominación. Es claro que en estos Estados, donde es vergonzoso conceder los amores a quien nos ama, dicha severidad nace de la iniquidad de los que la han establecido, de la tiranía de los gobernantes y de la cobardía de los gobernados; y que en los países donde simplemente se dice que es bueno conceder sus favores a quien nos ama, esta indulgencia es una prueba de grosería. Esto está más sabiamente ordenado entre nosotros. Pero, como dije ya, no es fácil comprender nuestros principios en este concepto. Por una parte, se dice que es mejor amar a la vista de todo el mundo que amar en secreto, y que es preferible amar a los más generosos y más virtuosos, aunque sean menos bellos que los demás. Es sorprendente cómo todo el mundo se interesa por el triunfo del hombre que ama; se le anima, lo cual no se haría si el amar no tuviese por cosa buena; se le aprecia cuando triunfa su amor, y se le desprecia cuando no ha triunfado. La costumbre permite al amante emplear medios maravillosos para llegar a su objeto, y ni uno solo de estos medios le hace perder la estimación de los sabios, si se sirve de ellos para únicamente para hacerse amar. Porque si un hombre, con el objeto de enriquecerse, de obtener un empleo o lograr cualquier otra posición de este género, se atreviera a tener por algún individuo la menor de las complacencias que tiene un amante con la persona que ama; si emplease las súplicas, si se valiese de las lágrimas y los ruegos, si hiciese juramento, si durmiese en el umbral de su puerta, si se rebajase a bajezas que un esclavo se avergonzaría de practicar, sus enemigos o sus amigos no impedirían que se humillara hasta este punto. Unos le echarían en cara que se conduce como adulador y como esclavo; otros se ruborizarían y se esforzarían por corregirlo. Sin embargo, todo esto refleja maravillosamente a un hombre que ama; no sólo se admiten estas bajezas sin tenerlas por deshonrosas, sino que se considera un hombre que cumple muy bien con su deber; y lo más extraño es que se quiere que los amantes sean los únicos perjuros que los dioses no castiguen, porque se dice que los juramentos no obligan en asuntos de amor. Tan cierto es, que en nuestras costumbres los hombres y los dioses todo le permiten a un amante. No hay en esta materia nadie que no esté convencido de que en esta ciudad es muy digno de alabanza amar y reciprocamente hacer lo mismo con los que nos aman. Por otra parte, si se considera con qué cuidado un padre pone un pedagogo cerca de sus hijos para que los vigile, y que el principal deber de éste es impedir que hablen a los que los aman; que sus camaradas mismos, si les ven sostener tales relaciones, los hostigan y molestan con burlas; que los de más edad no se oponen a tales burlas, ni reprenden a los que las usan; al ver este cuadro, ¿no se creerá que estamos en un país donde es una vergüenza mantener semejantes relaciones? Por eso es preciso explicar esta contradicción. El amor, como dije al principio, no es ni bello ni feo. Es bello si se siguen las reglas de la honestidad; y es feo si no se tienen en cuenta esas reglas. Es deshonesto conceder sus favores a un hombre vicioso, o por malos motivos. Es honesto, si se conceden por motivos justos a un hombre virtuoso. Llamo hombre vicioso al amante popular que ama al cuerpo en lugar del alma; su amor no puede ser duradero, puesto que ama una cosa efímera. Tan pronto como la flor de la belleza de lo que amaba se marchita, vuela a otra parte, sin acordarse ni de sus palabras ni de sus promesas. Pero el amante de un alma bella permanece fiel toda la vida, porque lo que ama es durable. Así, pues, la costumbre entre nosotros quiere que uno se mire bien antes de comprometerse; que se entregue a los unos y huya de los otros; ella anima a unirse a aquéllos y a huir de éstos, porque discierne y juzga de qué especie es así el que ama como el que es amado. Por esto se mira como vergonzoso el entregarse ligeramente, y se exige la prueba del tiempo, que es el que hace conocer mejor todas las cosas. También es vergonzoso entregarse a un hombre poderoso y rico, ya se sucumba por temor o por debilidad; o que se deje deslumbrar por el dinero o la esperanza de optar a empleos; porque además de que estas razones no pueden engendrar nunca una amistad generosa, descansa por otra parte sobre fundamentos poco sólidos y durables. Sólo resta un motivo por el que se puede favorecer a un amante en nuestras costumbres; así como la servidumbre voluntaria de un amante para con el objeto de su amor no se tiene por adulación, ni puede echársele en cara tal cosa, de igual forma hay otra especie de servidumbre voluntaria, que no puede nunca ser reprendida y es aquella en la que el hombre se compromete en vista de la virtud. Hay entre nosotros la creencia de que un hombre se somete a servir a otro con la esperanza de perfeccionarse a través de él en una ciencia o en cualquier virtud particular; esta servidumbre voluntaria no es vergonzosa y no se llama adulación. Hay que tratar al amor igual que a la filosofía y a la virtud; que sus leyes tiendan al mismo fin, si se quiere que sea honesto favorecer a aquel que nos ama. Si el amante y el amado se aman mutuamente bajo estas condiciones, el primero, en reconocimiento de los favores del que ama, estará dispuesto a hacerle todos los servicios que la equidad le permitan; y el amado a su vez, en recompensa del cuidado que su amante hubiere tomado para hacerle sabio y virtuoso, tendrá con él todas las consideraciones debidas; si el amante es capaz de dar ciencia y virtud a la persona que ama, y la persona amada tiene un verdadero deseo de adquirir instrucción y sabiduría; si todas estas condiciones se verifican, entonces únicamente es decoroso conceder sus favores al que nos ama. El amor no puede permitirse por ninguna otra razón, y entonces no es vergonzoso verse engañado. En cualquier otro caso es vergonzoso, véase o no engañado, porque si con una esperanza de utilidad o de ganancia se entrega uno a un amante, que se creía rico, que después resulta pobre y que no puede cumplir su palabra, no es menos indigno, porque es ponerse en evidencia y demostrar que mediando el interés se arroja a todo, y esto no tiene nada de bello. Por el contrario, si luego de haber favorecido a un amante, que se le creía hombre de bien, y con la esperanza de hacerle uno mejor por medio de su amistad, llega a resultar que este amante no es tal hombre de bien y que carece de virtudes, no es deshonroso verse engañado porque ha mostrado el fondo de su corazón y ha puesto en evidencia que por la virtud y con la esperanza de llegar a una mayor perfección, es capaz de emprenderlo todo, y no hay nada más glorioso que este pensamiento. Es bello amar cuando la causa es la virtud. Este amor es el de la Afrodita uranía; es celeste por sí mismo; es útil a los individuos y a los Estados, y digno para todos de ser objeto de principal estudio, puesto que obliga al amante y al amado a vigilarse a sí mismos y a esforzarse por hacerse mutuamente virtuosos. Los demás amores pertenecen a la Afrodita popular. Esto es, Fedro, todo lo que puedo decirte de improviso sobre Eros.
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