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Capítulo 7

El arte de los escogidos

Pero si el arte es una actividad que tiene por objeto transmitir de un hombre a otro los sentimíentos mejores y más elevados del alma humana, ¿cómo explicar que la humanidad, durante todo el período moderno, haya prescindido de tal actividad y la haya substituído por una actividad artisticá inferior, sin otro fin que el placer?

Para contestar a tal pregunta necesita destruir previamente el error que se comete, por lo común, atribuyendo a nuestro arte la categoría de arte universal. Estamos tan acostumbrados a considerar la raza de que formamos parte como la mejor de todas, que, al hablar de nuestro arte, tenemos la absoluta convicción no sólo de que es verdadero, sino que es el mejor de todos. En realidad sucede lo contrario; lejos de ser nuestro arte el único, sólo se dirige a una ínfima parte de las razas civilizadas. Se puede hablar de un arte nacional judío, griego, egipcio, chino, e indio. Tal arte, común a una nación entera, también existió en Rusia hasta Pedro el Grande, y en el resto de Europa hasta el siglo XIII y XIV. Pero desde que las clases superiores, habiendo perdido la fe en las doctrinas de la Iglesia, quedaron sin fe ninguna, no hay duda de que puede llamarse arte europeo o nacional. Desde entonces, el arte de esas clases superiores se divorció del que profesaba el pueblo y hubo dos artes: el del pueblo y el de los delicados. Resulta de ahí, que no ha vivido la humanidad sin arte en los tiempos modernos, sino que solamente han vivido sin arte las clases superiores de nuestra sociedad europea y cristiana.

La consecuencia de esta falta de arte verdadero se ha patentizado por la corrupción de las clases que padecen esa falta. Todas las teorías confusas e incomprensibles sobre las obras de arte, y en particular la persistencia con que nuestro arte se enloda y atasca en el camino; todo esto es consecuencia de esta afirmación tan repetida, a pesar de lo absurda que es: que el arte de nuestras clases superiores es el arte entero, el verdadero, el universal, el único. Aseguramos que el arte que poseemos es él solo, arte reaI. Y sin embargo, los dos tercios de la raza humana viven y mueren sin tener noticia siquiera de este arte único y supremo. Hasta en nuestra sociedad cristiana, apenas si un hombre entre cien se cuida de él; los otros noventa y nueve viven y mueren, de generación en generación, aplastados por el trabajo, sin gustar nuestro arte, que es, por otra parte, de tal especie, que aun cuando cuidaran de él, no lo comprenderían. Se objetará que si todos no participan del arte actual, no puede achacarse la culpa al arte, sino a la falsa organización de nuestra sociedad, y que puede preverse para lo porvenir un estado social en que el trabajo físico lo harán en gran parte las máquinas y estará aliviado por una distribución más general y equitativa. Entonces no habrá hombres que estén obligados a pasarse la vida entera entre bastidores para hacer los cambios de decorados, o a tocar el cornetin en la orquesta, o a imprimir libros; los hombres que harán tales trabajos sólo emplearán en ellos algunas horas, y podrán gozar de las delicias del arte el resto del día.

Esto es lo que dicen los defensores del arte actual. Seguro estoy de que ni ellos mismos creen lo que dicen. No pueden ignorar que el arte, tal como lo entienden, tiene por condición necesaria la opresión de las masas y sólo perdura gracias a esta opresión. Es indispensable que masas obreras se consuman trabajando para que nuestros artistas, escritores, músicos, bailarines y pintores, alcancen el grado de perfección que les permite producirnos placer. Emancipad a los esclavos del Capital y será tan imposible producir ese arte, como imposible es, hoy por hoy, hacer gozar de él a esos mismos esclavos.

Suponiendo que esta imposibilidad desapareciera y que se hallara un medio para poner el arte, tal como ahora se entiende, a disposición del pueblo, otra consideración aparece para probar que este arte no puede ser universal: la de que es absolutamente incomprensible para el pueblo. Antes los poetas escribían en latín; ahora las producciones artísticas son tan ininteligibles para la mayoría de los hombres como si estuvieran escritas en sánscrito.

¿Se contestará, acaso, que la culpa de ello debe echarse a la falta de cultura, y que el día en que todos hayan recibido igual educación, todos podrán comprender nuestro arte? También ésta es una respuesta insensata, pues vemos que el arte de las clases superiores ha sido siempre un mero pasatiempo para ellas, sin que los demás hombres hayan lIegado a comprenderlo. Aun cuando las clases inferiores se hayan civilizado, el arte que no engendran elIas siempre les ha sido extraño. Les es y les será extraño siempre porque expresa y transmite sentimientos propios de una clase ajenos al resto de los hombres.

Así es que, por ejemplo, sentimos cómo el honor, el patriotismo, la galantería y la sensualidad, que informan el arte actual, sólo provocan en el hombre del pueblo indignación, desprecio o asombro. Si las clases trabajadoras pudieran oír, ver y leer lo que forma la esencia del arte contemporáneo (lo que es posible en las ciudades por medio de museos, conciertos populares y bibliotecas), el hombre de esas clases, si no estuviese pervertido y conservase el espíritu de su condición, nada podría comprender de nuestro arte, o si, por casualidad comprendiese algo, ese algo no elevaría su alma, sino que antes bien la pervertiría.

Aquel que reflexiona sinceramente, ve que el arte de las clases superiores no podrá ser nunca el arte de una nación entera. Sin embargo, si el arte es una cosa importante, si tiene la importancia que se le atribuye, si es tan importante como la religión, debe ser en tal caso accesible a todos. Y como el arte actual no lo es, se deduce de ahí que, o no tiene la importancia que se le atribuye, o se llama arte a lo que no lo es.

El dilema es fatal; los hombres inteligentes e inmorales lo esquivan negando que la masa del pueblo tenga derecho al arte. Estos hombres, proclaman, con perfecta imprudencia, que sólo deben gozar del arte los escogidos, los intelectuales o los super-hombres para emplear la expresión de Nietzsche; y que el resto de los hombres, vil rebaño incapaz de saborear tales goces, debe limitarse a conseguir que los otros los saboreen. Por lo menos esta afirmación tiene la ventaja de no tratar de conciliar lo irreconciliable y de confesar que nuestro arte sólo sirve para una clase privilegiada. Así es, en efecto, y así lo comprenden los que lo practican; pero esto no impide que aseguren que el arte de las clases privilegiadas es el único que la humanidad debe reconocer.


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