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Capítulo 5

El arte verdadero

¿Cómo sucede que ese mismo arte no religioso que en los tiempos antiguos apenas se toleraba, haya llegado a pasar por cosa excelente, con tal de que procure un placer?

He aquí, en resumen, la causa de ello. La estimación del valor del arte (es decir, del valor de los sentimientos que transmite) depende de la idea que se forma del sentido de la vida y de lo que se considera como bueno o malo en esta vida. La ciencia que distingue lo bueno de lo malo lleva el nombre de religión.

La humanidad hállase, por naturaleza, inclinada a ir sin cesar de una concepción más baja, parcial y obscura de la vida a otra más alta, general y clara. En este movimiento de progreso, como en todos los movimientos, la humanidad obedece a jefes, a hombres que comprenden el sentido de la vida con más claridad que los otros; y entre esos hombres que viven en una esfera superior a su tiempo, hay siempre alguno que ha expresado su concepción personal con más claridad que los otros, en sus palabras o en su conducta. La expresión que da este hombre al sentido de la vida, unida a las supersticiones, tradiciones y ceremonias que rodean la memoria de los grandes hombres, formó en todas las épocas las religiones. Estas son el enunciado de Ia concepción que forman de la vida los mejores hombres de cierta época, y hacia esa concepción marcha luego, inevitable e irresistiblemente, el resto de la humanidad. Así se explica que, en todo tiempo, sólo las religiones hayan servido de base para valuar los sentimientos humanos. Estos, que acercan al hombre hacia el ideal que les indica su religión, y están en armonía con él, se reputan buenos; los sentimientos que alejan al hombre del ideal de su religión, se califican de malos.

Si ahora, como ocurría entre los judíos antiguos, la religión hace consistir el sentido de la vida en la adoración de un Dios y en el cumplimiento de su voluntad, los sentimientos de sumisión a la ley divina se reputan buenos; así son los que constituyen el buen arte expresados por las profecías, los salmos y los poemas épicos del Génesis. Todo lo opuesto a este ideal, como por ejemplo la expresión de sentimientos de piedad hacia dioses extraños, o bien otros sentimientos incompatibles con la ley de Dios, todo eso se considera como arte pecaminoso. Si, por el contrario, como sucedía entre los griegos, la religión hace consistir el sentido de la vida en la dicha terrestre, la fuerza y la belleza, será buen arte aquel que exprese la alegría y la energía de la vida, y arte pecaminoso aquel que exprese sentimientos de cansancio o depresión.

Si, como ocurría entre los romanos, el sentido de la vida consiste en colaborar en la grandeza de un Estado, o como entre los chinos en los honores prodigados a los antepasados y en la continuación de su método de vida, se dice entonces que es buen arte el que expresa la alegría del sacrificio del bienestar personal en provecho del bien de la nación, o el que expresa el respeto de los antepasados y el deseo de imitarlos; y todo arte que exprese sentimientos opuestos. será tenido por malo. Si el sentido de la vida consiste en libertarse del yugo de la animalidad, como ocurre entre los budistas, se reputa arte bueno aquel que eleva el alma y rebaja la carne, y por malo aquel que expresa sentimientos que tienden a favorecer las pasiones corporales. En todas las épocas y en toda sociedad humana, hay un sentido religioso de lo que es bueno y de lo que es malo, común a la humanidad entera; y es este sentido religioso el que decide el valor de los sentimientos expresados por el arte. Así sucedió entre los judíos, griegos, romanos, chinos, egipcios e indios, y así también entre los primeros cristianos.

El cristianismo de los primeros siglos no reconocia como arte bueno más que las leyendas, las vidas de santos, los sermones, las oraciones y los himnos; todo lo que expresaba el amor de Jesucristo, la admiración de su vida, el deseo de seguir su ejemplo, la renuncia de los placeres del mundo, la humildad, la caridad y todas las obras de arte expresando sentimientos de goce corporal, todo era considerado como malo y condenable: las representaciones plásticas sólo se admitían cuando representaban símbolos, y todo el arte pagano estaba condenado. Así ocurría entre los primeros cristianos que concebían la doctrina de Jesucristo, si no en su forma verdera, por lo menos en otra distinta de la pervertida y paganizada que esta doctrina revistió más tarde.

Al lado de este cristianismo se formó otro, un paganismo de Iglesia más parecido al paganismo que a la doctrina de Jesucristo. Y este cristianismo de Iglesia, consecuente con sus doctrinas, estimó de otro modo las obras de arte. Habiendo substituido a los principios esenciales del verdadero cristianismo una jerarquía celeste parecida a la mitologia pagana, habiendo introducido en la religión el culto de Jesucristo, de la Virgen, de los Ángeles, de los Apóstoles, de los Santos, y hasta de sus lmágenes, creó un arte que expresase del mejor modo posible este nuevo ideal.

Ciertamente que este cristianismo no tenía nada que ver con el de Jesucristo; cierto que era inferior, no sólo al verdadero cristianismo, sino hasta a la concepción que de la vida tenían los estoicos romanos o el emperador Juliano; pero, a pesar de todo eso, para los bárbaros que lo adoptaban, resultaba una doctrina superior a su antigua adoración de dioses y héroes, de buenos y malos espíritus. El arte que derivó de esta religión, expresaba el amor hacia la Virgen, hacia Jesús y los Santos y los Ángeles, la sumisión ciega a los decretos de la Iglesia, el miedo a los tormentos del infierno y la esperanza en los placeres del Cielo; y todo arte opuesto a éste, era considerado como malo.

Y este arte, aunque reposaba sobre una perversión de la doctrina de Jesucristo, no dejaba de ser un arte verdadero, ya que respondía a la concepción religiosa de los hombres, entre los cuales nació. Los artistas de la Edad Media, inspirándose en el mismo manantial de sentimientos que la masa del pueblo y expresando esos sentimientos por la arquitectura, la pintura, la música, la poesía o el drama, eran verdaderos artistas; y sus obras, como conviene a las obras de arte, transmitían sus sentimientos a toda la comunidad que les rodeaba.

Tal fue el estado de la sociedad hasta el día en que, entre las clases nobles y ricas de la sociedad europea se elevaron algunas dudas acerca de la verdad de tal concepción de la vida, expresada por el cristianismo de Iglesia. Cuando después de las Cruzadas estaba en todo su apogeo el poder papal, las clases superiores empezaron a comprender la sabiduría de los autores clásicos y cuando vieron el buen sentido y la claridad de enseñanza de los griegos y la incompatibilidad de la doctrina de la Iglesia con la enseñanza de Jesucristo, les fue imposible seguir creyendo en la doctrina de la Iglesia. Sin embargo continuaban sumisas en apariencia a los formulismos de su Iglesia, pero no era más que por inercia o por conservar su influencia sobre las masas, cuya fe y sumisión subsistían. De hecho el cristianismo de la Iglesia había dejado de ser la doctrina religiosa común a todos los cristianos. Las clases superiores hallábanse en igual situación que los romanos instruídos antes del cristianismo; no admitían la religión de la masa, pero carecían de creencias que pudieran reemplazar la doctrina de la Iglesia, de la cual se alejaron.

La única diferencia consistía en que los romanos, que habían perdido su fe en los emperadores-dioses, no podían pensar en aprovechar nada de las mitologías complicadas que precedían a la suya, y se veían obligados a formarse una concepción de la vida enteramente nueva, mientras que los hombres del Renacimiento, que habían dudado de la verdad del cristianismo de Iglesia no tenían que ir muy lejos para hallar mejor doctrina. Con sólo librarse de las perversiones introducidas por la Iglesia en la verdadera doctrina de Jesucristo, estaban al cabo de la calle. Esto es lo que hicieron no sólo los reformadores Wiclef, Huss, Lutero, Calvino, sino también los adeptos del cristianismo no eclesiástico, los paulinianos, los bogomils, los valdenses y otros. Pero aquella vuelta al cristianismo primitivo, sólo la realizaron pobres gentes sin poder temporal. Hubo algunos ricos, como Francisco de Asís, que admiraron la doctrina de Cristo y le sacrificaron sus privilegios sociales, pero la mayoría de los hombres de las cIases superiores, aunque hubiesen perdido toda su fe en la doctrina de la Iglesia, no quisieron ni pudieron seguir su ejemplo, porque la esencia del verdadero cristianismo consistía en admitir la fraternidad y la igualdad entre todos los hombres, lo cual anulaba los privilegios de que gozaban. Esos hombres de las clases superiores, Papas, Reyes, duques, y todos los grandes de la tierra permanecieron sin religión, no guardando de ella más que las formas exteriores, por la cuenta que les tenía no renunciar a los privilegios de que gozaban. Eran preclsamente estos hombres los que, teniendo poder y riqueza, pagaban y dirigían a los artistas. Notemos que precisamente estos hombres crearon un arte nuevo, un arte que se estimaba no en la medida de la expresión de los sentimientos religiosos de su tiempo, sino en la medida de su belleza, es decir, del placer que podían procurar. Incapaces desde entonces de creer en una religión de la cual descubrieran la falsedad, pero incapaces también de aceptar el verdadero cristianismo que condenaba su manera de vivir, esos ricos y esos poderosos tenían que volver a la concepción pagana que hacía consistir el sentido de la vida en el placer personal. Entonces se produjo entre las clases superiores lo que se llama el Renacimiento de las ciencias y de las artes. La época del Renacimiento fue un período de escepticismo completo para las clases superiores. No teniendo fe alguna religiosa, los hombres de las clases superiores adoptaron por regla el placer personal. Y habiendo admitido como criterio de buen arte el placer, o en otros términos, la belleza, sintiéronse dichosos al poder aceptar la concepción artística -muy grosera, por otra parte- de los antiguos griegos. Su nueva teoria del arte fue el resultado directo de su nueva manera de comprender la vida.


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