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Capítulo 16

Consecuencias del mal funcionamiento del arte

El arte es uno de los dos órganos del progreso de la humanidad. Por medio de la palabra, el hombre comunica sus sentimientos a todos los hombres, no sólo de su época, sino también de las generaciones presentes y futuras. Y está en la naturaleza del hombre servirse de esos dos órganos, de tal suerte que la perversión de uno de ellos no puede dejar de marcar consecuencias funestas para la sociedad en que se produce.

Las consecuencias de esta perversión pueden ser de dos clases: tenemos en primer lugar la ineptitud de la sociedad para realizar los actos que deben ser realizados por el órgano pervertido; y en segundo lugar un mal funcionamiento del órgano pervertido. Ahora bien; estas dos clases de consecuencias se han producido en nuestra sociedad. Como quiera que el órgano del arte está pervertido, la sociedad de las clases superiores se ve privada de todas las acciones que ese órgano podía realizar. Y propagándose entre nosotros de un modo increíble remedos del arte destinados únicamente a divertir y distraer a los hombres, y al lado de estas falsificaciones, obras más artísticas, pero de un arte particular, egoista, exclusivo, inútil y perjudicial, se ha atrofiado o desnaturalizado en la mayor parte de los hombres de nuestra sociedad la facultad de sentir la impresión de las verdaderas obras de arte; razón por la cual nuestra sociedad no puede penetrarse de esos sentimientos superiores hacia lo que propende la humanidad y que sólo el arte logra transmitir a los hombres.

Todo lo que se ha realizado de bueno en el arte, todo eso permanece ignorado de una sociedad privada de los medios de conmover por el arte; y en vez de eso, la sociedad admira remedos mentirosos o un arte inútil y vano que ella persiste en considerar importantísimo. Los hombres de nuestro tiempo y de nuestra sociedad admiran en poesía a los Baudelaire, los Verlaine, los Moréas, los Ibsen y los Maeterlinck; en pintura a los Manet, los Monet, los Puvis de Chavannes, los Burne-Jones, los Boecklin y los Stuk; en música los Wágner, los Liszt y los Strauss; pero son incapaces de comprender el arte verdadero, no diré el más elevado, sino hasta el más sencillo.

De aquí resulta que en nuestras clases superiores, así privadas de la facultad de sufrir el contagio de las obras de arte, los hombres crecen y se educan sin recibir la acción benigna y mejoradora del arte, y de aquí procede otro resultado fatal: el de que no sólo dejan de caminar hacia el bien y la perfección, sino que por lo contrario, y a pesar del desarrollo de su pretendida civilización, son sin cesar más groseros, más salvajes y menos compasivos.

Tal es el resultado de la falta, en nuestra sociedad, de la función que debe realizar el órgano indispensable del arte. Pero las consecuencias que se derivan del mal funcionamiento de este órgano son aún más.

La primera de estas consecuencias salta a la vista. Es el gasto enorme del trabajo humano para obras no sólo inútiles, sino a menudo nocivas: un gasto de trabajo y de vida que nunca vemos compensado. Se estremece uno al pensar en todas las fatigas y las privaciones que padecen millones de hombres con el sólo objeto de imprimir durante doce o catorce horas al día libros que se llaman artísticos y que no tienen más mira que la de extender esta misma depravaclón mediante los teatros, los conciertos y las exposiciones. Pero asusta aún más pensar que niños hermosos, llenos de vida, dotados para el bien, pasan al salir de la cuna, los unos a teclear un piano durante seís, ocho o diez horas diarias, los otros a bailar de puntillas y otros a estudiar solfeo, algunos a dibujar del antiguo o del natural o bien a escribir frases sin sentido sometidas a las reglas de cierta retórica. De año en año los desdichados van perdiendo en estos ejercicios mortíferos todas sus fuerzas físicas e intelectuales, toda su aptitud para comprender la vida. Se habla mucho del vergonzoso y lamentable espectáculo ofrecido por diminutos acróbatas que se desconyuntan en público: pero aun constituye un espectáculo más siniestro ver a niños de diez años que dan conciertos, y ver colegiales de la misma edad que saben de memoria las excepciooes de la gramática latina. Pierden así sus fuerzas físicas e intelectuales; al propio tiempo que se depravan moralmente, y resultan incapaces e inútiles para la humanidad. Representando en la sociedad el papel de juglares de los ricos, pierden todo sentimiento de dignidad humana. La necesidad de elogios se desarrolla en ellos hasta un punto tan monstruoso, que padecen toda su vida a consecuencia de ese desarrollo, y gastan toda su energía moral tratando de satisfacer una necesidad insaciable.

Hay una cosa más trágica, y es que esos hombres que sacrifican toda su vida al arte, y que se pierden para la vida por amor al arte, no sólo no producen provecho alguno al arte, sino que le causan daño inmenso. Pues en las academias, en los colegios, en los conservatorios, aprenden los medios de falsificar el arte, y conocidos ya, son incapaces de concebir el arte verdadero, y en cambio contribuyen a difundir el falso arte de que está lleno el mundo.

Otra consecuencia no menos funesta del mal funcionamiento del arte es que, produciendo en condiciones tan horribles el ejército de artistas profesionales, da a la gente rica la posibilidad de vivir, como vive, una vida que no sólo no es buena, sino que hasta es contraria a los principios que profesa. Vivir como viven las personas ricas y ociosas de nuestro tiempo, y sobre todo las mujeres, lejos de la naturaleza y de la vida, en condiciones artificiales, con los músculos atrofiados o deformadas por la gimnasia, con la energía vital incurablemente debiIitada, no sería posible sin eso que se llama arte. Únicamente este pseudo-arte produce la distracción, las diversiones que apartan nuestros ojos de lo absurdo de nuestra vida, y les evitan el aburrimiento que resulta de tal vida. Quitad a las personas ociosas y ricas los teatros y conciertos, exposiciones y pianos, novelas y poemas que les entretienen, creyendo que son esas ocupaciones refinadas y estéticas. Quitad a los aficionados que compran cuadros, que dan ánimo a los músicos, que invitan a los literatos, quitadles la posibilidad de proteger este arte que creen tan importante; y no se sentirán ya capaces de proseguir su vida, y perecerán de tristeza y fastidio, y reconocerán lo absurdo y la inmoralidad de su modo de vivir.

Una tercera consecuencia del mal funcionamiento se produce en la inteligencia de los niños y de las gentes del pueblo. En los hombres que no están pervertidos por las falsas teorías de nuestra sociedad, en los artesanos y los niños la naturaleza ha puesto una concepción bien definida de lo que merece ser aplaudido o vituperado. Según el instinto de las gentes del pueblo y de los niños, los aplausos sólo se deben a la fuerza física (Hércules, los héroes, los conquistadores), o a la fuerza moral (Sakya-Muni, renunciando a la belleza y al poder por salvar a los hombres, Cristo muriendo en la cruz para redimirnos, los santos mártires, etc.). Estas son nociones de una claridad perfecta. Las almas sencillas y rectas comprenden que no es posible dejar de respetar la fuerza física ya que ella misma se hace respetar, y la fuerza moral del hombre que trabaja para el bien también debe respetarse, pues les arrastra hacia ella toda su energía interior. He aquí que estas almas sencillas ven de pronto que además de los hombres respetados por su fuerza física o moral, hay otros más respetados, admirados y recompensados que todos los héroes de la fuerza y de la bondad, simplemente porque saben cantar, bailar o hacer versos. Ven que los cantores, bailarines, pintores, literatos, ganan millones, que se les rinde más homenajes que a los santos, y las gentes sencillas, niños y hombres del pueblo, se sienten cada vez más confusos.

Cuando cincuenta años después de la muerte de Puchkine sus obras se esparcieron entre el pueblo y se le levantó un monumento en Moscú, recibí más de cien cartas de campesinos preguntándome por qué se exaltaba así a ese Puchkine. Hace pocos días que un menestral de Saratof, hombre instruido, vino a Moscú para reprochar al clero la aprobación del monumento al señor Puchkine.

En efecto, representémonos sólo la situación de un hombre del pueblo que lee en su periódico, que oye decir que el clero, el gobierno, y todos los hombres mejores de Rusia elevan con entusiasmo un monumento a un gran hombre, a un bienhechor, a una gloria nacional, Puchkine, de quien jamás oyera hablar hasta entonces. En todas partes le hablan de Puchkine; supone, pues, que para que se le rindan tantos homenajes, debe haber hecho algo extraordinario, muy grande o muy bueno. Trata, pues, de averiguar quién era Puchkine, y sabiendo que éste no era ni un héroe, ni siquiera un General, sino un simple escritor, imagina que ciertamente Puchkine fue un hombre de costumbres más que ligeras, que murió en desafío, es decir, mientras trataba de matar a otro hombre, y que todo su mérito consiste en haber escrito unos versos de amor...

Que los héroes, que Alejandro el Grande, Gengis-Khan o Napoleón fueron grandes hombres, lo comprende muy bien, porque esos hombres hubieran podido aniquilarle a él y a millares de sus semejantes. Comprende también que Buda, Sócrates y Jesucristo hayan sido grandes, porque siente y sabe que él y todos sus semejantes debieran parecerse a aquéllos. Pero que un hombre sea grande porque haya escrito versos hablando del amor de las mujeres, eso es lo que no puede comprender de ningún modo.

Igual estupor debe sentir un campesino bretón o provenzal cuando sabe que se va a elevar un monumento o una estatua a Baudelaire, autor de las Fleurs du Mal, o a VerIaine, un borrachín que escribió versos incomprensibles. Las gentes del pueblo deben asombrarse también cuando saben que la Patti o la Taglioni reciben cien mil francos por una temporada, que hay pintores que cobran igual suma por un solo cuadro, y novelistas que ganan la misma cantidad porque saben describir escenas de amor.

Lo propio ocurre en el cerebro de los niños. Recuerdo que yo también experimenté tal estupor y tal asombro.

Es una consecuencia fatal del mal funcionamiento del arte en nuestra sociedad.

La cuarta consecuencia de ese mal funcionamiento consiste en que los hombres de las clases superiores, viendo reproducirse más y más a menudo la oposición entre la belleza y la bondad, llegan a considerar el ideal de aquélla como el más alto de los dos, zafándose así de las exigencias de la moral. Trastocando los papeles, esos hombres, en vez de reconocer que el arte que admiran es una cosa inferior, pretenden que esto es lo que le ocurre a la moral, de la que dicen que no tiene significación para seres llegados a un grado de desarrollo como el que ellos creen alcanzar.

Esta consecuencia de la perversión del arte sentíase hace tiempo, pero ha tomado un desarrollo extraordinario, gracias a los escritos de Nietzsche y a las paradojas de estetas inglesas que, siguiendo las huellas de Oscar Wilde, preconizan la destrucción de toda moral y la apoteosis de la perversidad.

Esta concepción del arte repercute en la enseñanza física. Acabo de recibir de América un libro titulado la Survivence du plus apte; ou la Philosophie de la Force, por Ragnar Redbeard (Chicago, 1897). La idea principal de este libro expresa la creencia de que es absurdo continuar avalorando lo bueno por las máximas de la falsa filosofia de los profetas judios y de los Mesías lacrimosos. El derecho, según el autor, se funda en la fuerza. Todas las leyes, todos los preceptos que nos dicen que no debemos hacer a los demás lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros, carecen de sentido y sólo sirven para dirigir a los hombres cuando van acompañados de los vapuleos, los sablazos y la cárcel. El hombre verdaderamente libre no debe obedecer a ninguna ley humana ni divina. Toda obligación es señal de degeneración; la ausencia de las obligaciones es el sello de los héroes. Los hombres deben cesar de creerse obligados a respetar errores que se imaginaron para dañarles. El universo entero no es más que un campo de batalla. Los vencidos deben ser explotados, atormentados y despreciados. El hombre osado puede coquistar el mundo. Y como consecuencia, los hombres deben estar eternamente en guerra. luchando por la vida, por la tierra, por el amor, por la mujer, por el poder, por el oro. La tierra y sus frutos son la presa del más audaz.

Viéndolas así expuestas en forma científica escandalizan tales ideas. En realidad están contenidas en toda concepción que sitúe a la belleza como fin del arte. Este es el que ha producido y desarrollado entre ciertos hombres el ideal del superhombre, aun cuando este ideal fuera el de Nerón, el de Gengis-Khan, el de Stenka-Rasine, el de Napoleón y de todos semejantes aventureros y advenedizos. Asusta pensar lo que sucedería si la masa del pueblo adoptara tal idea. Creo que empieza a adoptarla.

El mal funcionamiento del arte produce aún una quinta consecuencia, y es que el mal arte que florece en nuestras clases superiores las pervierte y acentúa en ellas los sentimientos más notables para la dicha de los hombres, los de la superstición, los del patriotismo, los del sensualismo.

El arte contribuye en nuestro tiempo a pervertir a los hombres en lo que concierne a las relaciones sexuales. Sabemos todos a qué terribles padecimientos morales y físicos y a qué inútil gasto de fuerzas se exponen los hombres, entregándose al instinto sexual. Desde que el mundo es mundo, desde Troya arruinada por la pasión sexual hasta los suicidios y crímenes de que van llenos los periódicos a diario, todo atestigua la acción nefasta de esta pasión, que es la fuente principal de la desdicha de los hombres.

Y, sin embargo, ¿qué es lo que vemos? Vemos que todo el arte, el falsificado y el verdadero, está dedicado a describir y provocar las diversas formas del amor sexual. Bástenos recordar esas novelas lujuriosas de que está llena nuestra literatura, todos los cuadros y estatuas en que se muestra desnudo el cuerpo de la mujer, y todas las imágenes obsenas que se pegan en las esquinas a guisa de anuncios, y las óperas, operetas, canciones y romanzas que nos rodean ... El arte contemporáneo no tiene más que un sólo objeto: excitar y esparcir la depravación.

Tales son las más graves consecuencias de la perversión artística de nuestra sociedad. Lo que hoy llamamos arte no sólo no contribuye al progreso de la humanidad, sino que tiende a destruir la posibilidad del bien en nuestra vida.

La pregunta que hice al principio de este libro, la de saber si es justo sacrificar a lo que se llama arte el trabajo y la vida de millares de hombres, requiere la respuesta siguiente: no, no es justo, ni debe ser. Tal es a la vez la respuesta de la sana razón y del sentido moral no pervertido. Si se preguntara si vale más para nuestro mundo cristiano, perder lo que hoy se llama arte, falso o verdadero, o perder lo bueno que existe en este mundo, creo que el hombre razonable y moral debería contestar lo que Platón en su República, lo que todos los maestros religiosos de la humanidad, cristianos, e islamitas: que es preferible renunciar a todas las artes, que sostener el arte que existe hoy dìa, y que deprava a los hombres. Por fortuna, no hay que hacer tal pregunta, porque el arte verdadero nada tiene que ver con el pseudo arte contemporáneo. Lo que podemos y debemos hacer nosotros, que nos alabamos de ser hombres civilizados, y a quienes nuestra situación permite que comprendamos el sentido de las diversas manifestaciones de la vida, es reconocer el error en que nos encontramos, y no someternos a él, sino, por el contrario, buscar el medio de escapar de sus garras.


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