Parte veintidos de El anticristo de Federico Nietzsche. Captura y diseño, Chantal Lopez y Omar Cortes para la Biblioteca Virtual Antorcha
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XXII

Cuando el cristianismo abandonó su primitivo terreno, es decir, los estratos sociales más humildes, el subsuelo del mundo antiguo; cuando alcanzó poderío entre los pueblos bárbaros, no contó ya, como condición preliminar en su nuevo terreno, con hombres fatigados, sino con hombres interiormente salvajes que se destrozaban recíprocamente: el hombre fuerte, pero mal constituido. El descontento de sí propio, el sufrimiento de si mismo, no es ya aquí como entre los budistas una excesiva excitabilidad y capacidad de dolor, sino, en cambio, más bien un deseo preponderante de desfogar la tensión interna en acciones e ideas hostiles. El cristianismo tuvo necesidad de conceptos y valores bárbaros para hacerse dueño de los bárbaros: tales son el sacrificio del primogénito, el beber sangre en la sagrada comunión, el desprecio del espíritu y de la cultura; el tormento en todas sus formas, corporal y espiritual; la gran pompa del culto. El budismo es una religión para hombres tardíos, para razas bonachonas, suaves, ultraespirituales, que sienten fácilmente el dolor (Europa no está todavía, ni mucho menos, madura para el budismo): es una reconducción de aquellas razas a la paz y a la serenidad, a la dieta en las cosas del espíritu, a un cierto endurecimiento en las cosas corporales. El cristianismo quiere dominar sobre animales de presa: su procedimiento es convertirlos en enfermos; el debilitamiento es la receta cristiana para la domesticación, para la civilización. El budismo es una religión encaminada al fin y estancamiento de la civilización, el cristianismo no encuentra aún la civilización ante si: en circunstancias la crea.

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