Presentación de Omar CortésCapítulo terceroCapítulo quintoBiblioteca Virtual Antorcha

ARTHUR SCHOPENHAUER

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ENSAYO SOBRE EL LIBRE ALBEDRÍO
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CAPÍTULO CUARTO
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SOBRE MIS ANTECESORES

Con el objeto de apoyar algunos juicios emitidos respecto de la opinión vertida por algunos filósofos concerniente a las cuestiones que nos ocupan, traeré a la memoria del lector algunas citas extraídas de los escritos de aquellos grandes pensadores, que coinciden con mis puntos de vista.

Comenzaré tranquilizando a quienes suponen que me animan motivos religiosos que se oponen a la verdad que sostengo, citando al mismo Jeremías cuando decía:

Señor, sé muy bien que el camino del hombre no le pertenece, y que no le corresponde a éste guiar sus pasos.

También he de citar a Lutero, quien en un libro dedicado especialmente a estos asuntos (De Servo Arbitrio), se opone encarnizadamente a la doctrina del libre albedrío. Algunos cuantos pasajes de ese libro bastan para ilustrar sus puntos de vista, a cuyo auxilio recurre, naturalmente, por razones de naturaleza teológica, antes que filosófica. Dice Lutero:

Por esa misma razón está escrito en todos los corazones que el libre albedrío no existe, aunque esta verdad sea oscurecida y opacada por tantos argumentos contradictorios, y que con ella coincida la opinión de algunos grandes hombres.

Y también, en otro pasaje:

A aquellos que sostienen el libre albedrío, les advertiré que tal afirmación implica al mismo tiempo negar la existencia de Cristo. Contra el libre albedrío se alinean todos los testimonios de las Sagradas Escrituras que predican el advenimiento de Cristo. Y tales testimonios son innumerables, dado que todas las Sagradas Escrituras, en su conjunto, pueden ser tomadas como un testimonio contra tal afirmación. Y si éstas han de ser el juez, mi victoria sobre aquel pensamiento será tan completa, que ya no le quedará a mis oponentes ni una letra que no condene la creencia en el libre albedrío.

Pasemos ahora a los filósofos. Las conclusiones de los pensadores antiguos, en verdad, no deben ser seriamente consideradas, dado que su filosofía, por entonces, se hallaba aún en la infancia, o bien en un estado de ignorancia, o no se había formado todavía una idea correcta de los verdaderos y graves problemas de la filosofía contemporánea.

En efecto, cuestiones tales como la del libre albedrío, la realidad del mundo exterior, o la relación entre lo real y lo ideal, no han recibido sino un tratamiento vago y superficial. Y en lo que respecta al grado y nivel de comprensión que habían alcanzado sobre el libre albedrío, podemos obtener una idea aproximada y satisfactoria de sus planteos gracias a la Ética a Nicómaco de Aristóteles (Libro III, caps. 1-8). Se podrá descubrir allí que su juicio al respecto no concierne sino a la cuestión de la libertad física e intelectual, y por lo mismo, el problema es planteado en términos de lo voluntario y lo involuntario. Por lo demás, se confunde el carácter voluntario de los actos con los actos libres. Ahora bien, el problema, aún más complejo, que plantea la libertad moral, siquiera había sido esbozado como tal, aunque en algunos pasajes de su pensamiento pareciera aproximarse a él; particularmente en el Libro II, cap. 2 y Libro III, cap. 7, pero incurre en el error de inferir de las acciones el carácter moral, en vez de aplicar el procedimiento inverso. También critica erróneamente la opinión de Sócrates al respecto, la cual he citado oportunamente, pero que en ocasiones suele hacerla suya cuando expresa en el Libro X, cap. 9:

Ahora bien, en lo que concierne a la naturaleza, no está en nuestro gobierno el poseerla, sino que está presente en aquellos que son verdaderamente afortunados por alguna causa divina.

Luego dice:

En general, la pasión parece ceder con más facilidad a la fuerza que a los argumentos; y así el carácter debe estar de alguna manera predispuesto para la virtud amando lo que es noble y repudiando lo que es vergonzoso.

Y esto último puede conciliarse con lo expresado en la Etica Magna (Libro I, 10):

Para ser el más virtuoso de los hombres no basta con desearlo, si acaso la naturaleza no viene en nuestro auxilio: sin embargo, esta noble disposición contribuirá a ser mejor.

Aristóteles le confiere el mismo tratamiento a la cuestión del libre albedrío en su Etica Magna (Libro I, 9-18) y asimismo en la Ética a Endemia (Libro XI, 6-10), donde parece aproximarse al verdadero núcleo del problema; sin emibargo, se muestra allí algo impreciso, y el tratamiento de la cuestión resulta un poco superficial. En efecto, el método aristotélico consiste en proceder sintéticamente y extraer luego algunas conclusiones basándose en signos exteriores; y en ocasiones se detiene en cuestiones puramente lexicológicas. Sin duda, este procedimiento termina extraviando el verdadero núcleo del problema, eludiendo de esta forma la vía analítica. Así, una vez iniciado el camino hacia la cuestión, se detiene frente a las meras antinomias entre lo necesario y lo voluntario, como quien se topa contra una pared sin poder avanzar. Sin embargo, es necesario progresar más allá de las contradicciones para alcanzar una mira más elevada y poder comprender que lo voluntario es necesario en tanto voluntario, en el sentido que los motivos determinan a la voluntad, sin la cual, la volición carecería de un sujeto. En efecto, aquel motivo actúa como una causa, del mismo modo que una causa mecánica, de la que no se diferencia sino por sus caracteres secundarios. El mismo Aristóteles así lo expresa en su Ética a Endemia (Libro II, 10) o cuius gratiae, causa final, como si fuera por sí mismo una especie de causa. De ahí que la antinomia promovida entre lo necesario y lo voluntario resulte insostenible en tanto tal, a pesar de que muchos fdósofos que se presentan como tales comparten con Aristóteles el mismo punto de vista.

Cicerón, en su obra De Fato (Sobre los hechos), en los capítulos X y XVII, expone el problema del libre albedrío con notable claridad. Por lo demás, la naturaleza misma del tema que trata en su obra parece conducirlo naturalmente a plantear la cuestión del libre albedrío. Cicerón se muestra favorable al postulado del libre albedrío, y al igual que Crisipo y Diodoro, poseía nociones bastante claras al respecto. También debemos citar al diálogo XIII de Luciano acerca de los muertos, cuyos interlocutores. Minos y Sostrato, niegan de un modo explícito el libre albedrío y la responsabilidad.

En el Libro IV de los Macabeos en la Biblia (libro ausente en la Biblia de Lutero) puede ser considerada una disquisición acerca del libre albedrío. ya que en él se prueba que la razón posee suficiente fuerza para doblegar todas las pasiones y todos los afectos derivados de ella, y esto parece verse confirmado en el Libro II, mediante la mención a los mártires judíos.

Sin embargo, la sentencia antigua más precisa y justa respecto del problema del libre albedrío, la encontramos en Clemente de Alejandría (Stromata, I, 17), cuando declara:

Ni los honores ni los elogios, y tampoco los sacrificios tendrían fundamento alguno, si el alma careciera de fuerza para desear y abstenerse, y si el vicio fuera involuntario (Sin embargo, Aristóteles en la Ética a Nicómaco afirma algo muy similar cuando declara en el Libro VII, cap. 2, respecto de la incontinencia: Si acaso las pasiones fueran débiles y no bajas, no habría entonces nada extraordinario en resistirías, y nada grande o digno habría, entonces, si acaso las pasiones fueran bajas, pero remisas y débiles).

Y luego añade:

A fin que no sea Dios la causa posible de los vicios humanos.

Una semejante conclusión, por demás digna de ser mencionada, sirve para mostrar claramente cuáles han sido los propósitos que inspiraron a la iglesia para monopolizar la definición misma del problema en favor de sus propios intereses, y qué tipo de solución adoptaba al respecto.

Casi doscientos años más tarde encontramos la doctrina del libre albedrío expuesta en sus detalles más minuciosos por Nemesio, en su obra, De Natura homimis (Sobre la Naturaleza del hombre, cap. XXXV y cap. XXXIX). Aquí, el libre albedrío se identifica sin más con el acto voluntario y con la elección, y como tal se lo expone, aunque no sin cierta vehemencia. No obstante, encontramos en esta obra una lúcida anticipación del verdadero problema. Pero en verdad, quien demostró poseer un acabado y perfecto conocimiento de la cuestión ha sido el célebre padre de la iglesia, San Agustín, que por esta sola razón es merecedor de la mayor consideración, aunque le corresponda mucho más el oficio de teólogo que el de filósofo.

De todos modos, en su planteo del libre albedrío, desplegado a lo largo de sus tres libros De libero arbitrio, lo vemos sumirse en profundas contradicciones que lo conducen luego a formular afirmaciones inconsistentes. En efecto, San Agustín, al igual que Pelagio, no quiere otorgarle al hombre el libre albedrío, porque teme que el pecado original, la necesidad de la redención y la libre elección queden así suprimidos. Y que gracias a ello, sea entonces el hombre quien valiéndose del recurso del libre albedrío pudiera por sí mismo merecer la salvación y accediera por sus propios medios a ser justo. Y da a entender luego en su obra Argumentum in libros de libero arbitrio, I-IX Rectractationum Desumtum, que respecto de este punto de doctrina (por el cual Lutero había combatido con tanta vehemencia), se hubiera extendido mucho más si su obra no hubiera sido escrita con anterioridad a la herejía de Pelagio, y contra la cual compusiera De natura et de gratiae (De la Naturaleza y de la Gracia). Dice en otra sección de su obra (De libero arbitrio, III, 18):

Si acaso el hombre, siendo de otro modo al que es hoy, fuera bueno: y no siendo como debiera, lo advierte, pero no logra serlo, no hay duda de que semejante estado debe ser considerado como un castigo.

Y yendo aún más lejos en esta misma dirección:

No debe extrañarnos que su ignorancia le impida poseer una voluntad libre para elegir lo bueno, y que la habitual resistencia a la carne, cuyo vigor y rebeliones se han incrementado naturalmente con el transcurso del tiempo, y de los hombres sujetos a la muerte, advierta lo que es necesario hacer, pero que no pueda realizarlo.

Y continuando con este argumento:

Si la misma voluntad del hombre no es liberada por medio del auxilio divino de la servidumbre que la vuelve esclava del pecado, y si no cuenta con una valiosa ayuda para superar los vicios; los mortales, entonces, no podrán vivir con justicia ni piedad.

Por otro lado, existían tres poderosos motivos por los cuales se mostraba proclive a defender el libre albedrío:

1.- Su clara oposición a las tesis formuladas por los maniqueos, contra quienes redactó expresamente sus tres libros sobre el libre albedrío, ya que aquéllos negaban su existencia y postulaban un origen distinto del mal moral y del mal físico (El principio del Mal, Hylé). Y a ellos se refiere en el último capítulo del libro De animae quantitate:

El alma humana ha recibido el don del libre albedrío, y los que quieren oponer o discutir con razones frivolas están completamente ciegos.

2.- La ilusión natural, cuya fuente ya hemos establecido, que se afirma en la conocida máxima, como testimonio de la conciencia, Puedo hacer lo que quiera, se puede considerar como la más clara expresión del libre albedrío, donde se confunde lo voluntario con lo libre.

3.- La necesidad de conciliar y vincular la responsabilidad moral del hombre con la justicia divina. En efecto, la penetración filosófica de San Agustín ha advertido claramente la profundidad de un problema semejante, hasta tal punto que el resto de los filósofos posteriores, excepto tres de ellos, de los cuales hablaremos luego, han decidido girar en torno suyo sin pronunciar mayores juicios al respecto.

San Agustín, en cambio, con una notable honestidad, plantea el problema desde el principio sin rodeos. Al comienzo mismo de su obra De libero arbitrio, declara al respecto:

Dime, ¿no es acaso Dios el autor del mal?.

Y en el segundo capítulo, aún de un modo más explícito:

Puesto que vemos a Dios como el principio de todos los seres, y no siendo el autor del pecado, nos cuesta comprender que las almas, al incurrir en el pecado, habiendo sido creadas por Dios, no le atribuyan a El el principio de dichos pecados.

Y el interlocutor Evodio le responde:

Acabas de mencionar lo que es motivo de honda confusión cuando me aplico a profundizar sobre una cuestión semejante.

Esta dificultad ha sido abordada por el mismo Lutero y evocada a la ocasión con toda la agudeza de su elocuencia en su obra De Servo Arbitrio:

Que Dios, por obra de su propia libertad, deba imponernos la necesidad, es algo que la misma razón natural nos obliga a reconocer. Y una vez otorgadas a Dios la presciencia y la omnipotencia, se sigue como consecuencia incontestable que no somos creados por nosotros mismos y que no vivimos ni obramos, sino por su omnipotencia ... Así, la presciencia y la omnipotencia divinas están en la antípoda de nuestro libre albedrío ... Todos los hombres se ven obligados a admitir, como una consecuencia inevitable, que no existimos por obra de nuestra propia voluntad, sino por necesidad, del mismo modo que nada hacemos por nuestro propio gusto ni por efecto directo de nuestro libre albedrío, sino que Dios lo ha previsto todo, y nos guía El, por un consejo y una virtud omniscientes e inefables.

A principios del siglo XVII nos sale al encuentro Vanini, quien asume el punto de vista contrario al teísmo, y que en el orden del espíritu reinante de su época, ha debido encubrir velar sus opiniones con la mayor cautela. Cada vez que le es posible, vuelve sobre ella y no cesa de exponerla en las más diversas formas. Por ejemplo, en su obra Anfiteatro de la eterna Providencia (ejercicio 16), dice:

Sí Dios quiere el mal, así lo hace porque está escrito: ha hecho cuanto ha querido. Y si no lo desea, siendo que el mal se constata de todos modos, hay que decir entonces que Dios es imprevisor, o impotente, o cruel, porque no sabe o no puede realizar su voluntad, o bien no le presta mayor cuidado a ello. Sin embargo, los filósofos rechazan de plano semejante doctrina, ya que si en verdad Dios quisiera erradicar el mal, le bastaría apenas menear la cabeza, y el mal se extirparía de raíz en todos los confines de la tierra. Acaso, ¿quién podría resistir a su voluntad? Entonces, ¿cómo es posible que el mal se perpetre a pesar de El, cuando le confiere a los culpables la fuerza necesaria para su propagación? Y si acaso el hombre peca contra la voluntad divina, ¿será acaso el Dios inferior al hombre, que así combate contra El, y así se le resiste? Y de todo ello se infiere que el mundo es tal como Dios lo ha deseado, y que si lo deseara mejor de lo que es, entonces sería mucho mejor aún.

Y en el ejercicio 44, dice:

El instrumento obra siempre conforme a la dirección que le imprime su principal agente; puesto que nuestra voluntad en sus actos no es sino un instrumento, y si Dios es allí el agente principal, entonces se infiere claramente que Dios es el responsable de los errores de nuestra voluntad ... Nuestra voluntad depende por entero de Dios, de la sustancia; todo debe ser referido a Dios, que así hizo a la voluntad y la pone en movimiento.

Y más adelante declara:

Puesto que la esencia, el movimiento de la voluntad, proceden únicamente de Dios, a Dios mismo hay que remitir e imputar todas las operaciones de la voluntad, ya sean éstas buenas o malas, porque no es otra cosa que un instrumento en sus manos.

Vanini se valía de un artificio, por lo demás muy ingenioso, que consistía en poner en boca de un objetador las afirmaciones más radicales y extremas. La virulencia atea de esas opiniones se amortiguaba, en parte, porque dicho personaje, en los diálogos, cargaba sobre sí todos los repudios, el horror y el rechazo, pero en verdad, expresaba de modo indirecto las propias opiniones de Vanini. El efecto de gracia que remataba este artificio consistía precisamente en hacer hablar a dicho objetador del modo más convincente y fundado. Luego, su interlocutor le presentaba objeciones triviales y argumentos inconsistentes, y fingía extraer de ellos sabias enseñanzas de cuya profundidad se jactaba como prenda de victoria tanquam rebene gesta, tratando de suscitar la complicidad y agudeza del lector a quien involucraba. Con semejante astucia, logró engañar a la docta y sabia Sorbona. quien tomando sus osadías como moneda corriente, autorizó con demasiada ingenuidad la publicación de obras ateas. También fue grande y dulcísima la alegría de aquellos doctores, cuando tres años más tarde vieron arder vivo al autor de aquellas herejías encubiertas, después de haberse cortado la lengua quien así había blasfemado e injuriado el nombre de Dios. Es sabido que éste es el único argumento que pueden esgrimir los teólogos, y tan pronto como se los ha privado de él, bastante mal les ha ido.

Y entre aquellos que merecen ser considerados filósofos, en el más estricto sentido de este término. Hume, si no me equivoco, ha sido el primero que no ha eludido el grave y complejo problema planteado por San Agustín. Sin evocar a Vanini, Lutero o San Agustín, el propio Hume expone abiertamente en su obra Ensayo sobre la Libertad y la Necesidad:

El último autor de todas nuestras voliciones es el Creador del mundo, y fue el primero en mover aquella máquina y colocó a todos los seres en la posición que hoy ocupan, de la cual, todos los sucesos que siguieron debían resultar por obra de una inevitable necesidad. Por lo mismo, las acciones humanas, no pueden contener en sí mismas nada indigno ni censurable al provenir de tan perfecta causa y origen; y en su defecto, si contienen algo malo, entonces, involucran a nuestro creador en la censura que merece, porque a El se lo reconoce como su causa final y verdadero autor de ellas. Ya que del mismo modo que quien haya detonado una bomba es responsable de todas las consecuencias de ese acto, aunque la mecha sea larga o corta; del mismo modo donde se encuentre una serie continua de modificaciones necesarias, el ser finito o infinito que haya desencadenado la primera, debe ser considerado autor de todas las demás.

Y aunque el mismo Hume se propone resolver esta dificultad, termina asumiendo que se trata de un problema insuperable.

Kant mismo, sin perjuicio de sus antecesores, tropieza con una dificultad semejante, que se expresa en Crítica de la razón pura:

Cuando se admite que Dios es la primera causa universal, debe asumirse forzosamente que también es la causa de la existencia de la misma sustancia. Por lo mismo, las acciones del hombre tienen su causa determinante en todo objeto que caiga bajo el poder del ser supremo, es decir, que el hombre se encuentra sujeto a la causalidad de un ser superior, distinto de aquél, y de quien depende toda su existencia, y también todas las determinaciones de su causalidad ...

Así, el hombre sería como un muñeco o un autómata, diseñado, construido y animado por el obrero supremo, cuya propia conciencia lo convertiría en un autómata pensante. Sin embargo, sería víctima de una ilusión si tomara por libertad propia la espontaneidad de la que tuviera conciencia, ya que aquélla no merecería tal nombre sino relativamente. Dado que si las causas más inmediatas que le permiten moverse, y aun la serie de causas determinantes, fueran todas ellas interiores, la causa última y suprema, sin embargo, debería residir en una mano extraña a él.

Como vemos, Kant se esfuerza en superar tan grave dificultad apelando a la diferenciación entre fenómeno y cosa en sí; sin embargo, tal apelación apenas hace avanzar el problema más allá; y por ello, el mismo Kant no lo ha considerado como una verdadera solución y confiesa:

Me pregunto si cualquier otra explicación que se proponga más adelante, resulte más fácil de comprender. Antes bien, a los doctores dogmáticos en metafísica los ha inspirado más el exhibir sutilezas que contribuir a la solución de este problema, y por este expediente han intentado desviar la atención del asunto en la creencia de que su silencio causaría el olvido de un cuestión tan compleja.

Una vez expuestos los testimonios de pensadores tan diversos, que a pesar de ello, dicen lo mismo, regresamos ahora a nuestro Padre de la Iglesia.

Las razones que esgrime San Agustín para la solución de este problema no son filosóficas, sino que poseen un carácter estrictamente teológico y. por lo mismo, carecen de todo valor. El fundamento de estas razones, como ya lo he dicho, reside en el tercer motivo que inspiró a San Agustín la defensa del libre albedrío como un don concedido por Dios al hombre. La hipótesis de una semejante libertad, así interpuesta entre Dios y los pecados de su criatura, serían suficientes para resolver la cuestión. Pero esto es posible a condición de que un concepto semejante, fácil de sostener por medio de palabras, y tal vez muy satisfactorio para quienes se contentan sólo con argumentos, pueda asimismo, seguir sosteniéndose y ser inteligible, una vez que haya sido sometido a una prueba contundente.

Sin embargo ¿cómo es posible que un ser, cuya existencia y esencia son obra de otro, pueda determinarse por sí mismo desde el origen y al mismo tiempo ser responsable de sus actos?

El principio operan sequitur esse (obrar conforme al ser), por medio del cual se afirma que las acciones de cada ser son un resultado necesario de su esencia, destruye por sí mismo aquel supuesto y resulta irrefutable. Entonces, si un hombre actúa perversamente, resulta ello de su esencia pervertida. Y a este principio se refiere también aquella máxima ergo ande esse, inde operari (de donde procede la esencia, procede la acción). ¿Qué podría decirse de un relojero que se irritase porque su reloj no funciona bien? Y por mucho que se pretenda hacer de la voluntad una tabula rasa, tal supuesto plantea no pocos problemas. En efecto, si entre dos hombres, uno de ellos sigue una marcha completamente diferente al otro, desde el punto de vista moral, tal diferencia debe proceder de algo y poseer su propio fundamento. Y ya sea que provenga de circunstancias extemas (y en este caso no se le puede imputar al hombre tal responsabilidad) o bien se origine en una diferencia esencial entre ambas voluntades, el mérito y la censura que corresponda en cada caso no podrán serles atribuidos, dado que su ser y existencia son el resultado de obra ajena.

Una vez que hemos analizado el testimonio de los grandes hombres del pensamiento, cuyas opiniones hemos invocado, pudimos ver cuánto vigor y empeño les ha exigido salir de este laberinto, y cómo han procurado en vano algún resquicio para salirse de él. Por lo mismo, me corresponde a mí declarar, entonces, que la responsabilidad moral de la voluntad humana resulta inadmisible y, a la vez, insostenible, sin recurrir al principio de la aseidad (Aseidad, en principio, se trata del atributo de Dios que le permite existir por sí mismo. En este caso, la aseidad es referida como aquel atributo que le permite al hombre existir por sí mismo y ser su propia obra). Sin duda, la conciencia de tal imposibilidad fue lo que inspiró a Spinoza las definiciones 7 y 8 con las cuales comienza la Ética:

Una cosa es libre cuando existe por la sola necesidad de su naturaleza, y no se dispone ni determina a obrar sino por sí misma; una cosa es necesaria, o mejor dicho, obligada, cuando otra cosa la determina en su existencia, y a obrar conforme a cierta ley determinada.

En efecto, si una mala acción procede de la naturaleza, es decir, de la condición innata del hombre, la culpa debe serle imputada al autor de la naturaleza.

Para poder huir de estas consecuencias, se ha inventado la doctrina del libre albedrío. Pero una vez admitido este principio como tal, no es posible establecer de dónde proceden las malas acciones, porque en definitiva, no es sino una cualidad negativa e implica, entonces, que nada le impide al hombre o lo obliga a obrar como le plazca.

Por lo tanto, en el orden de tales argumentos se hace necesario renunciar a explicar el origen de los actos y a investigar el lugar de donde proceden originariamente, dado que no se admite ahora que éstos se deriven de su naturaleza innata o adquirida. Ya que, en el primer caso, la culpa debe ser imputada al creador, y si acaso se le asigna la responsabilidad a las meras circunstancias, entonces el azar será el responsable. Lo cierto es que en cualquiera de las hipótesis que prevalezca, el hombre aparecería como inocente en uno y en otro caso, a pesar de lo cual se lo considera siempre responsable. Así, la imagen de una voluntad libre es como una balanza sin peso, que permanece inmóvil, sin inclinarse hacia un lado u otro, excepto que se le coloque un peso en alguno de los platillos. Pero ya que la balanza no puede operar por sí misma, del mismo modo, la voluntad no puede extraer de sí misma la más insignificante acción, en virtud del principio que afirma: De la nada no surge nada.

Entonces, ¿debe acaso la balanza inclinarse hacia algún lado? Será necesario colocar un cuerpo extraño en el platillo para que ésta se incline y, entonces, dicho cuerpo será causa de movimiento. Del mismo modo, todo acto humano debe ser producido por alguna fuerza que actúe de un modo positivo y que sea algo más que aquella cualidad negativa que llamamos libertad.

Esto último no admite sino dos explicaciones posibles. Que los motivos, es decir, las circunstancias exteriores, desencadenan la acción por sí mismos, surgiendo así que el hombre ya no es responsable de sus actos; hipótesis que al admitir como válida implica asumir también que todos los hombres obrarían del mismo modo ante circunstancias análogas. O bien, que la acción procede de la especial recepción (accesibilidad) de cada uno para tales o cuales motivos, es decir, del carácter innato, de las tendencias previamente existentes, que pueden diferir en cada caso y según las cuales los motivos ejercen su influencia.

Entonces, la hipótesis del libre albedrío desaparece al instante, dado que aquellas tendencias representan el peso que se ha colocado en uno de los platillos de la balanza. Así, la responsabilidad de nuestras faltas debe recaer sobre quien ha colocado en nosotros tales inclinaciones, es decir, sobre quien ha creado al hombre y ha depositado en él los instintos de la naturaleza. Por lo tanto, la condición fundamental sobre la cual descansa la responsabilidad moral del hombre es, entonces, la aseidad; es decir, que él mismo sea su propia obra.

Por otro lado, todas estas consideraciones relativas a tan intrincado asunto colocan a la doctrina del libre albedrío en una posición compleja, ya que este principio abre un inmenso abismo entre los pecados del hombre y su creador. Por eso mismo, nos sorprende vivamente que los teólogos muestren hacia ese principio una adhesión tan encendida y que sus humildes servidores, los profesores de filosofía, atendiendo al cumplimiento de los deberes que sienten hacia ellos, los apoyen con tanto ardor. ¡Qué ceguera muestran al combatir tan encarnizadamente la doctrina del libre albedrío, incluso ante las concluyentes afirmaciones que al respecto han vertido los grandes pensadores!

Para concluir mi análisis de la opinión emitida por San Agustín, diré de ella que, según este autor, el hombre disponía del libre albedrío antes de su caída en el pecado, y una vez que se hizo esclavo de éste, ya no podía confiar su salvación sino a la predestinación y a la redención divinas. Y no podía esperarse otra conclusión de un Padre de la Iglesia.

Pero debemos decir que, gracias a la disputa suscitada por San Agustín, a partir de las diferencias entre maniqueos y pelagianos, la filosofía pudo formarse una idea muy exacta del problema. Desde entonces, los trabajos de los escolásticos y comentaristas le fueron otorgando cada vez una mayor precisión, y así lo atestiguan el sofisma de Buridán y el pasaje ya citado de Dante.

Sin embargo, el primero que dio en el centro mismo del problema fue Tomas Hobbes, quien en 1656 publicó una obra consagrada a este asunto, llamada Quaestiones de libértate et Necessitate contra Doctorem Branhallum. Y aunque se trata de un libro extremadamente raro, se lo puede hallar traducido al inglés en las Morals and Politics works, 1750 (Obras Morales y Políticas), del cual extraigo el siguiente pasaje:

Ninguna cosa tiene origen en sí misma, sino en la acción que sobre ella libra algún otro agente inmediato. De modo que cuando alguien se inclina hacia algo frente a lo cual no mostraba deseo ni apetito, no debe buscarse ello en algún movimiento de su voluntad, sino en la acción de algún agente que ha obrado por fuera del gobierno de aquél. Por tanto, si se admite como cierto que la voluntad es causa necesaria de todos los actos voluntarios y que, de acuerdo con lo que ya hemos expresado, la voluntad es causada necesariamente por cosas que se sitúan fuera de ella y que son independientes, entonces, todos los actos voluntarios tienen causas necesarias y, por lo mismo, se encuentran necesitados.

Considero que una causa es suficiente cuando a ésta no le falta nada para producir su efecto específico. Y semejante causa es también necesaria, porque si fuera posible que una causa suficiente no produjese el efecto esperado, entonces le faltaría algo de aquello que es necesario para producirlo, y en tal caso, no sería una causa suficiente.

Pero si es imposible que una causa suficiente no produjese su efecto específico, es también entonces una causa necesaria. De lo cuál se infiere que cuanto se produce, se produce entonces necesariamente. Ya que todo cuanto ha sido producido, ha tenido una causa suficiente, de otro modo, no se hubiera producido y, por lo mismo, las acciones voluntarias son también acciones necesitadas.

La definición común del agente libre implica una contradicción y carece de sentido, porque equivale a decir que una causa puede ser suficiente, es decir, necesaria; y que sin embargo, no produciría su efecto. Así, todo acontecimiento, por contingente que éste pueda parecer o por voluntario que pueda ser se produce, entonces, necesariamente.

Debemos decir que el punto de vista donde Hobbes se sitúa no resulta ser muy elevado, pero sería injusto afirmar que haya confundido la libertad moral con la libertad física. Y el pasaje que acabamos de transcribir confirma la exactitud de las palabras de Jeoffy emitidas al respecto de Hobbes:

Una de las formas de negar la libertad humana es retirarla de su lugar y colocarla en otro, y es lo que el mismo Hobbes ha hecho. Sin duda, éste se ha basado en el concepto vulgar de libertad que se aplica cuando decimos que un hombre encadenado, una vez liberado, recupera su libertad.

En su conocida obra De Cive, cap. I, párrafo 1, dice Hobbes:

Todo hombre se muestra proclive a procurarse lo útil y a huir de lo que es nocivo y, sobre todo, del mal mayor que es la muerte; y eso por una necesidad natural y no menos rigurosa a la que lo arrastra como a una piedra en su caída.

Y después de Hobbes, aparece Spinoza, quien comparte la misma convicción, la cual puede advertirse en los siguientes pasajes de la Ética:

Ética, Pars. 1, propos. 32: La voluntad no puede ser llamada causa libre, sino causa necesaria. Corolario II: Porque la voluntad, como todas las cosas, requiere de una causa que la haga existir y obrar de un modo determinado.

Ibíd. Pars. II, último escolio: En cuanto a la cuarta objeción (sofisma de Buridan), diré al respecto que admito que un hombre en pleno equilibrio, es decir, sin otro deseo que el hambre y la sed, no perciba sino dos objetos, alimento y bebida, igualmente lejanos de él, repito, ese hombre se morirá de hambre y de sed.

Ibíd. Pars. III. propos. II, escolio: ... las decisiones del alma, del apetito y de la determinación del cuerpo son cosas naturalmente simultáneas, o mejor dicho, son una sola y única cosa, que llamamos decisión desde el punto de vista del pensamiento y las explicamos por medio de este atributo. Y en cambio, la llamamos consideración desde el punto de vista de las leyes del movimiento y del reposo.

Carta 62: Toda cosa existe necesariamente por una causa exterior y obra conforme a una ley determinada. Por ejemplo: una piedra sometida al impulso de una causa externa recibe de ésta una cierta cantidad de movimiento en virtud de la cual continúa moviéndose, hasta que haya dejado de actuar como causa motriz. Ahora bien, supóngase que la piedra, mientras se mueve, sea capaz de pensar y de reconocer que se esfuerza cuanto le es posible para mantenerse en movimiento. Y teniendo conciencia del movimiento, y no siendo para ella indiferente el movimiento y el reposo, se creerá perfectamente libre en virtud de ello y estará plenamente convencida de que su propia voluntad es la única causa por la cual se mantiene en movimiento.

Y ésa es entonces la libertad humana de la que tanto se jactan los hombres. Esta libertad consiste en reconocer sus apetitos gracias a la conciencia, pero desconocen las causas externas que los determinan ... Y así he explicado suficientemente mi parecer respecto a la libre necesidad y a la necesidad de coacción, y la pretendida libertad de los hombres.

Digno de destacar es que Spinoza llega a esta conclusión hacia el final de su vida, después de haber cumplido cuarenta años, y antes del año 1685; y como era cartesiano, había sostenido con decisión la doctrina contraria en sus Cogitata Metaphysica (Pensamientos metafísicos), cap. XII, y hasta había afirmado respecto del sofisma de Buridán, en clara contradicción respecto del último escolio citado, lo siguiente:

Si suponemos al hombre en lugar de un asno, en aquella posición de equilibrio, entonces ese hombre deberá ser considerado no ya como un ser pensante, sino como el más vil de todos los asnos, si acaso muere de hambre y de sed.

Más adelante, haré notar igualmente el drástico cambio de opinión que he constatado en dos grandes pensadores, y esto como un claro indicio de que el problema del libre albedrío exige notables esfuerzos y una gran penetración para plantearse correctamente.

Hume, en su Ensayo sobre la libertad y la necesidad, del que ya he citado algunos fragmentos, expresa los aspectos más importantes de la necesidad de las voliciones individuales, una vez dados los motivos, y ofrece lúcidas precisiones con aquella amplitud de miras que le es tan característica; y dice allí:

Parece que la vinculación entre los motivos y los actos voluntarios es tan regular y uniforme como la vinculación entre el motivo y el efecto en cualquier ámbito de la naturaleza.

Y luego agrega:

Y hasta parece imposible aplicarse a ninguna ciencia ni llevar a cabo actos de ningún género sin reconocer expresamente la doctrina de la necesidad, y al mismo tiempo esta conexión íntima entre los motivos y los actos voluntarios, entre el carácter y la conducta de cada uno.

Sin embargo, ningún pensador ha expuesto tan claramente la necesidad de las voliciones, y de un modo tan acabado y convincente como lo ha hecho Priestley, en La doctrina de la necesidad filosófica, obra que ha consagrado especialmente a exponer dicho problema.

A quien no convenzan los juicios allí vertidos, es por que su entendimiento se halla paralizado por un aluvión de prejuicios. Para exponer brevemente sus conclusiones, citaré algunos pasajes correspondiente a la segunda edición (Birmingham, 1782).

No hay absurdo más manifiesto para mi inteligencia que la noción de la libertad filosófica. Prólogo.

A no ser por obra de un milagro o por la intervención de alguna causa extraña, ninguna volición o acción del hombre podría haber sido diferente de la que ha sido.

Aunque un efecto o inclinación del espíritu constituya una fuerza diferente de la gravedad, ejerce sobre mí un influjo tan grande como si se tratara de la misma fuerza que mueve una piedra.

Decir que la voluntad se determina a sí misma, no representa idea alguna y, además, constituye un absurdo, ya que en una determinación, que en última instancia es un efecto, no puede éste producirse sin algún género de causa. Porque, además de las cosas que caen bajo la denominación de motivos, nada queda que pueda ser producido por la determinación. Y aun cuando un hombre pudiera servirse de todas las palabras, no le será posible concebir cómo en ocasiones nuestros actos se deteiminan por los motivos y, a veces, con total prescindencia de ellos.

Del mismo modo, no será posible imaginar una balanza en la que unas veces sus platillos se inclinaran por el efecto de un peso colocado en ellos; y otras, por el efecto de una substancia que no tenga peso alguno y que, por lo tanto, sea lo que sea por sí misma, no tendrá efecto sobre la balanza.

En el verdadero lenguaje filosófico, el motivo debería llamarse causa propia de la acción.

Nunca estará en nuestro gobierno elegir entre dos resoluciones, cuando todas las circunstancias anteriores son idénticas.

Es cierto que un hombre cuando se reprocha a sí mismo de su conducta pasada por haber cometido alguna acción particular puede suponer que, hallándose en iguales circunstancias, obraría de un modo diferente. Sin embargo, esto es una pura ilusión. Si acaso pudiera examinarse a sí mismo de un modo estricto, teniendo en cuenta todas las circunstancias, terminará convenciéndose de que ante una idéntica disposición de espíritu y mirando las cosas del mismo modo que entonces (haciendo ahora abstracción de aquello que la reflexión le ha proporcionado), no habría podido obrar sino como antes lo había hecho.

No cabe otra posibilidad que elegir entre la doctrina de la necesidad o el absurdo más completo.

Es necesario destacar que a Priestley le ocurrió lo mismo que a Spinoza, al igual que a otro gran pensador a quien me referiré luego. Priestley dice en el proemio de la primera edición:

Sin embargo, no me convierto tan fácilmente a la doctrina de la necesidad. Y al igual que el doctor Hartley, renuncié a mi libertad con mucho esfuerzo; y en una extensa correspondencia que en otro tiempo mantuve respecto de este asunto, he defendido obstinadamente la doctrina de la libertad, sin ceder a los argumentos con los cuales se me objetaba entonces.

El tercer gran pensador que ha transitado los mismos caminos y se vio expuesto a idénticas disyuntivas ha sido Voltaire; y él mismo nos lo confiesa haciendo uso de su peculiar y graciosa ironía. En su Tratado de la Metafísica, cap. VII, había defendido vivamente y con notable lucidez la antigua doctrina del libre albedrío; sin embargo, en una obra posterior, El Filósofo Ignorante, escrita cuarenta años más tarde, postula la imperiosa necesidad de las voliciones.

Y allí dice:

Sea lo que fuere la noción del libre albedrío desde el punto de vista metafísico, está fuera de toda duda que las manifestaciones de ese poder, o sea, las acciones humanas, se determinan todas ellas del mismo modo que los otros fenómenos de la naturaleza, es decir, por leyes naturales de orden general.

Más adelante:

El ignorante que piensa de ese modo no siempre ha pensado del mismo modo, pero al final tuvo que retractarse.

Y en el libro siguiente, El principio de la Acción, dice en el capítulo XIII:

Una bola que desplaza a otra, un perro de caza que corre tras un venado, el venado que franquea una zanja inmensa con la misma necesidad y voluntad, se ven tan inexorablemente determinados a ello como nosotros a todo lo que hacemos.

En la triple conversión a la que hemos asistido de aquellos genios tan elevados hay algo que asombrará a todo aquel que quiera combatir verdades tan sólidamente establecidas y en nombre de aquel testimonio del sentido íntimo que dice: Puedo hacer lo que quiera; por ende, nada más alejado de los problemas que aquí hemos considerado.

Después de semejantes ejemplos, no debe asombrarnos que el mismo Kant haya admitido la necesidad de las manifestaciones del carácter empírico bajo la directa influencia de los motivos; y como algo que así debiera entenderse, no sólo para él mismo, sino para todo el mundo por esta misma razón, no se ha preocupado mayormente por ofrecer una nueva demostración. En su obra Ideas para una historia universal, ya desde el inicio, afirma:

Algo imposible es hacer uso alguno de la razón en el orden empírico.

Además, en la Crítica de la Razón Práctica, agrega:

Debemos admitir que si nos fuera posible penetrar en el alma de un hombre hasta lo más profundo de ella, tal como se nos revela por sus actos internos como por los externos, y con suficiente profundidad como para conocer todos sus móviles, hasta los más leves, que pueden determinarla, y al mismo tiempo considerar todas las circunstancias externas que pudieran actuar sobre ella; nos sería posible calcular su conducta futura con la misma precisión con que anticipamos un eclipse.

Y en la Crítica de la Razón Pura, afirma lo siguiente:

El carácter empírico, como efecto, debe derivarse de los fenómenos y de la ley que lo rige, dada por la experiencia, y todas las acciones del hombre que se determinan según el orden físico por su carácter empírico, y también por otras causas concomitantes. Y si nos fuera posible penetrar hasta el fondo mismo de todos los fenómenos de su libre albedrío, no habría acción humana que no pudiera predecirse y entenderse como necesaria, partiendo de sus condiciones anteriores.

Así, desde el aspecto empírico no hay, por lo tanto, libertad alguna, y sólo siguiendo este carácter podemos considerar al hombre cuando queremos únicamente examinar y escudriñar fisiológicamente las causas que determinan sus actos, según lo que se verifica en la antropología. Y en la misma obra, dice:

La voluntad también puede ser libre, pero sólo en lo que concierne a la causa inteligible del desear; en cuanto concierne a los fenómenos y a las expresiones de esa voluntad, es decir, a los actos, sólo podemos explicarnos como los demás fenómenos de la naturaleza. Es decir, conforme a sus leyes inmutables y siguiendo en esto una máxima inquebrantable que se expresa así: Arquímedes se ve tan forzado a permanecer en su habitación cuando lo encierran como cuando está aplicado con la mayor concentración a la resolución de un problema, que no se le ocurre salir ni por un instante.

Dacunt volentem fata, nolentem trahunt. Séneca.

Y así deja establecido Kant la coexistencia de la libertad y de la necesidad, gracias a la diferenciación que anteriormente había practicado entre el carácter inteligible y el carácter empírico. Doctrina que habré de examinar luego con mayor detalle, ya que adhiero a ella sin reservas. Kant la ha expuesto en dos oportunidades. La primera, en la Crítica de la Razón Pura, y la segunda, con mayor claridad y precisión, en la Crítica de la Razón Práctica. Todo hombre debiera leer esas páginas concebidas y pensadas con tanta profundidad, si es que desea acceder a una idea exacta de la conciliación entre la libertad humana y de la necesidad fenoménica de las acciones.

Mi propia investigación se diferencia de los trabajos de aquellos venerables genios que me precedieron en dos puntos fundamentales. En primer lugar, al indicar el enunciado, he tenido el cuidado de separar la percepción interna de la voluntad, por parte de la conciencia, de la percepción externa de sus manifestaciones (voliciones). Luego, he examinado cada una de ellas por separado, lo cual me ha permitido señalar por primera vez la fuente de aquella ilusión que ejerce un efecto inequívoco en cada uno de los hombres. En segundo lugar, he considerado la voluntad en sus múltiples relaciones, pero desde el punto de vista de la naturaleza. Esto mismo no había sido abordado hasta el presente, y me he servido de los esclarecimientos que me han proporcionado aquellas disquisiciones y, así, he podido tratar el asunto con toda la solidez, claridad y rigor metodológico del cual es susceptible.

A continuación, haré algunas breves referencias a cierto número de pensadores posteriores a Kant, pero a quienes no considero como mis antecesores. Schelling, por ejemplo, ha publicado una paráfrasis explicativa de esta importante doctrina kantiana y al que prodigó dignos elogios en su Examen del problema del libre albedrío. Esta paráfrasis, muy colorida, puede servir, además, como precisa introducción al pensamúento kantiano y contribuye, sin duda, a volver más explícitos e inteligibles algunos de sus conceptos. Sin embargo, es necesario advertir, por respeto a la verdad y al mismo Kant, que la exposición hecha por Schelling de una de las doctrinas más importantes y de mayor elaboración de aquel pensador no declara en ningún pasaje que las ideas presentadas y analizadas pertenecen en verdad al propio Kant. Tal es así, que el lector no advertido o que apenas se encuentra al corriente de aquel pensamiento, muy bien podría atribuirle equivocadamente a Schelling lo que no son sino las propias ideas de Kant. De modo que la omisión de la fuente que inspira su comentario muy bien deja entrever que se tiene ante sí las ideas de Schelling.

Un ejemplo, extraído entre otros tantos, demostrará qué bien ha logrado el autor el objetivo que se había propuesto. En nuestros días, un joven catedrático de Filosofía en Halle, Erdmann, dice en su obra Alma y Cuerpo:

Aunque Leíbnltz, al igual que Schelling en su disertación sobre la libertad, admite que el alma se determina antes de tiempo (extemporáneamente) ... etc.

Y esto prueba que la confusión entre las ideas propias y ajenas, favorecida por la omisión de la fuente o por la ausencia de la cita oportuna, ha sido entonces exitosa. Y a Schelling le ocurre con Kant lo mismo que a Américo Vespucio con Cristóbal Colón, es decir, firma con su nombre el descubrimiento de otro. Debe decirse que tal confusión es fruto de la astucia y no del azar, porque así comienza un capítulo:

Al idealismo le corresponde el mérito de haber desplazado el problema de la libertad al terreno de la elección extemporal, etc..

Inmediatamente a ello sigue la exposición de las teorías kantianas, y en lugar de citar a Kant, tal como hubiera correspondido a una actitud leal, Schelling, en cambio, inicia astutamente una larga disquisición sobre el idealismo, y gracias a esta expresión equívoca, que muy bien podría aplicarse a Fichte, o bien al período fichteano del mismo Schelling, Kant aparece incluido en aquella categoría. Además, es conocida la oposición del mismo Kant, quien rechazaba el calificativo de idealismo para caracterizar su pensamiento. Por ejemplo, en los Prolegómenos, como así también en la segunda edición de la Crítica de la Razón Pura, el mismo Kant incluye una refutación al idealismo.

En la página siguiente, Schelling introduce astutamente en una frase meramente incidental la noción kantiana de libertad, al parecer para desviar la atención de aquellos que hubieran notado que el autor despachaba como mercancía propia el tesoro de las ideas de Kant.

Dice más adelante, con un claro desprecio por la verdad y la justicia, que Kant no se ha elevado, en teoría, hasta ese nuevo punto de vista, etc., cuando le será posible a cualquiera que lea aquellos dos célebres e inmortales pasajes de Kant, que precisamente, no sólo ha alcanzado la elevada mira que el mismo Schelling le niega, sino que le pertenece enteramente.

Por lo demás, si no hubiera sido por el mismo Kant, ni mil inteligencias como las de Fichte o las de Schelling reunidas para la ocasión, hubieran sido capaces de divisar siquiera dicho punto, desde el cual ahora se posa, precisamente, para imputarle no haberlo alcanzado. Y viéndome obligado a transitar algunos pasajes de la obra de Schelling, no podía guardar silencio respecto de esta cuestión. Y al haber reivindicado para Kant lo que a éste le pertenece legítimamente, he cumplido así mi deber con aquel gran pensador de la humanidad, ya que Kant y Goethe constituyen los únicos motivos de orgullo para la nación alemana; sobre todo en una época en la cual muy bien puede aplicarse aquella frase del Fausto de Goethe:

Los granujas son los dueños de la calle.

Hay que agregar, por lo demás, que en el mismo trabajo, Schelling ha pretendido, con la misma falta de pudor, apropiarse de los pensamientos y excursiones de Jacobo Boheme, sin indicar al lector la fuente de donde procedían.

Y aparte de estas paráfrasis de las ideas kantianas, las consideraciones sobre el libre albedrío no contienen nada de instructivo ni esclarecedor que puedan arrojar nuevos esclarecimientos a nuestro problema. El contenido de esta obra, por demás previsible, ya se advierte desde el principio en la siguiente afirmación:

La libertad consiste en el poder de hacer el bien o el mal.

Tal definición puede convenir a un catecismo, pero en el terreno filosófico, carece de sentido y no conduce a nada. Porque el bien y el mal están muy lejos de ser nociones sencillas o evidentes por sí mismas, y no pueden ser presentadas sin introducir comentarios o apelar a sólidas fundamentaciones.

En resumen, sólo unos escasos fragmentos se refieren a la cuestión del libre albedrío; y todo lo que se encuentra en aquella obra no es sino una minuciosa y exhaustiva descripción de un dios, a quien el autor debió conocer íntimamente, dado que nos describe hasta su mismo origen. Mucho lamentamos que el mismo Schelling no aporte mayores detalles sobre los medios que ha empleado para conocer tan exhaustivamente al dios que nos presenta en su obra.

El principio del libro constituye un verdadero tejido de sofismas cuya trivialidad es manifiesta para cualquier lector, a condición de no dejarse seducir por el descaro con el cual son presentados. Y a partir de la obra de Schelling, hemos visto introducirse en la filosofía alemana todo un linaje de pensamientos engañosos, en lugar de investigaciones sistemáticas, serias y nociones claras. Así, muchos autores abundan más en estrategias, juegos discursivos y otros artificios, los cuales se despliegan con el propósito de engañar, aturdir, o seducir al lector y confundirlo.

De mismo modo en que estas falacias han llegado a transformarse en un método, así la atención con la cual deben examinarse las cosas ha sido sustituida por la intención que la prejuzga.

Gracias a este conjunto de maniobras, la filosofía, si es que aún se le puede dar ese nombre, ha ido cayendo gradualmente hasta postrarse en el último grado de envilecimiento en la persona de aquel pensador ministerial llamado Hegel. Ese hombre, quien ha aniquilado la libertad de pensamiento conquistada por Kant, se atrevió a transformar la filosofía, digna hija de la razón y del discernimiento, y madre futura de la verdad, en un instrumento de las intrigas de gobierno, del oscurantismo, del jesuitismo protestante. Pero con el objeto de velar el oprobio de una operación tan indigna, y para consolidar aún más el embrutecimiento de las inteligencias, arrojó sobre ellas el velo de la verborragia más hueca y del galimatías más absurdo que jamás se haya podido oír fuera de los manicomios.

Al concederle a Fichte el título de hombre de talento, aunque no de un summus philosophus (filósofo mayor), lo he colocado muy por encima de Hegel. Y contra éste he pronunciado una condena no calificada. Porque, de Fichte, no sólo estoy persuadido de su total y absoluta falta de talento, sino de que carece de todo mérito filosófico, siquiera el más pequeño.

Por lo demás, su influencia en la filosofía y en la literatura alemanas ha sido soberanamente nefasta, embrutecedora y hasta pestilente. Todo hombre capaz de pensar y juzgar por sí mismo debe combatir del modo más enérgico cualquier manifestación del pensamiento de Fichte, allí donde se presente. Y si nos callamos en este punto, ¿quién hablará entonces? Si acaso una liga de periodistas conjurados para propagar el mal, profesores a sueldo pagados por el hegelianismo, graduados sin cátedra y seres hambrientos que pretenden ser profesores, proclaman por la faz de la tierra que Hegel, ese vulgar cerebro, máximo exponente del más hueco charlatanismo, es entonces el mayor filósofo del mundo, no debemos hacerles caso. Y tanto más aún cuando aquellos ruines manejos y viles manipulaciones terminan por ser evidentes en sus propósitos, incluso por los espíritus menos ejercitados.

Pero cuando autoridades de rigor y prestigio de la academia danesa quieren proteger a ese filosofastro, elogiando su gloria falsa, producida, comprada y conseguida a expensas de un tejido de falsedades urdido en torno suyo, y gracias a los serviles oficios de quienes difunden la moneda falsa de su pensamiento; entonces debemos cuidarnos de ello. Ya que un juicio de esta naturaleza puede inducir y propagar el error e inspirar a gentes mal enteradas a incurrir aún en otros más graves y funestos, de modo que debemos neutralizarlo.

Debo decir, por lo tanto, que la supuesta filosofía de Hegel no es sino una colosal estafa y que ofrecerá a la posteridad una sentina inagotable de burlas a costa de nuestra época que erróneamente lo ha ensalzado, promovido y elogiado.

El pensamiento de Hegel no es sino una seudofilosofía que paraliza todas las fuerzas del ingenio, que ahoga todo pensamiento verdadero y que, valiéndose de audaces y astutos excesos del lenguaje, arroja la verbosidad más vana, carente de toda idea o sentido, y por demás embrutecedora, como lo demuestran sus insustanciales resultados, sin principios ni consecuencias. El pensamiento de Hegel, que nada ha demostrado ni explicado, y donde rige la más flagrante ausencia de originalidad, no pasa de ser una vulgar parodia de realismo y espinozismo.

Diré también con razón que ese summus philosophus ha arrojado sandeces como nadie, y hasta el extremo tal que si alguien leyera su obra más estimada, la Fenomenología del Espíritu, concluirá que el manicomio es el mejor sitio que se le puede confinar a su autor.

En Inglaterra y en Francia, la filosofía en su conjunto apenas ha avanzado más allá de los aportes de Locke, Condillac, Maine de Biran y otros, a quien su editor, Cousin, llamaba el primer metafísico de mi tiempo. Se muestra aquél, en su obra Nuevas consideraciones sobre las relaciones entre lo físico y lo moral, publicada en 1834, un entusiasta y fanático partidario de la libertad de indiferencia (libertad indiscriminada) y la asume como una voluntad que surge de sí misma. De tal modo proceden muchos de los pensadores de la Alemania actual; la libertad de indeferencia, disfrazada con el nombre de libertad moral, les parece la cosa más segura, y pretenden con ello hacer caso omiso de los grandes pensadores a los cuales me he referido. Declaran así, que el libre albedrío se nos presenta a la conciencia de una forma inmediata y que el testimonio que ella aporta al respecto es por sí mismo tan evidente, que los argumentos que la combaten no pueden ser considerados sino como unos meros sofismas.

Y una confianza tan apacible y serena en los testimonios de la conciencia no procede de otra cosa que de la más completa ignorancia respecto de la cuestión del libre albedrío y de los problemas que éste plantea. Es así que entienden el libre albedrío sólo a partir de la soberanía que ejerce la voluntad sobre los miembros del cuerpo; soberanía ésta que ningún hombre razonable ha puesto en duda jamás, y cuya sentencia y precisa afirmación la encontramos en aquella conocida máxima Puedo hacer lo que quiera, y de la cual resulta ser su más manifiesta e ingenua expresión. De muy buena fe suponen que en esto mismo consiste el libre albedrío y se jactan de considerarlo superior a toda controversia. Tal es el estado de ingenuidad e ignorancia al que ha llegado el pensamiento en Alemania, después de un pasado tan glorioso, obtenido gracias a la filosofía hegeliana. Y a la gente de esa clase podría decírsele:

Son ustedes como las mujeres, que luego de pretender convencerlas durante horas apelando a las más diversas razones, vuelven a sus primitivas afirmaciones.

De todos modos, los motivos teológicos que antes habíamos señalado muy bien pueden ejercer en ellos alguna influencia oculta. Y también consideremos la avidez de ciertos autores de medicina, biología, zoología, historia y literatura, quienes aprovechan todas las ocasiones para recortar sobre el fondo de sus saberes respectivos la figura elogiosa de la libertad del hombre, la libertad moral. Con eso sólo les basta para creerse alguien. Y si bien no pueden ofrecer al respecto mayores explicaciones, si nos fuera posible indagar el fondo de sus ideas, podríamos descubrir que por libertad moral entienden un no sé qué sin mayor sentido ni concierto; que en verdad se refieren a la antigua libertad de indiferencia, envuelta a su vez en una sublime fraseología con la cual se proponen disfrazarla, pero que nunca lograrán persuadir al vulgo de su necesidad.

Sin embargo, sería necesario que los sabios no la afirmaran tan rotundamente y con tanta ingenuidad. Entre ellos podemos encontrar a unos muy temerosos que, en lugar de referirse al libre albedrío, evitan ese término, y por el rodeo de una cierta libertad de espíritu, como prefieren llamarla, pretenden así eludir tan compleja cuestión.

Sin duda, el lector me preguntará con notable curiosidad: ¿Qué significa eso? Y afortunadamente puedo contestar: Nada en absoluto; y si las palabras en nuestro idioma significan algo, esto no es más que una expresión vaga y sin sentido, y tras de ella aquellos autores pretenden ocultar su cobardía y su bajeza.

El término espíritu, expresión tropológica (lenguaje figurado. N. del T.), viene a designar, para la mayoría, un conjunto de facultades intelectuales por oposición a la voluntad. Tales facultades no deben ser libres en su ejercicio, sino que deben estar siempre conformes a las leyes de la lógica y, además, deben estar siempre sujetas a su objeto particular y en conformidad con él, de modo tal que su concepto sea puro, es decir, objetivo, y que nunca pueda decirse stat pro ratione voluntas. En síntesis, ese espíritu que hoy se exhibe libremente por todas partes en la literatura alemana es, en verdad, el más sospechoso de los hombres, y a quien hay que pedirle el pasaporte en cada lugar que se lo encuentre. Su oficio más habitual es el de servir de máscara a la pobreza intelectual, que comúnmente se asocia a la cobardía.

Por otra parte, espíritu (geist, en alemán. N. del T.) es una pariente muy cercana de la palabra gas, que proviene del árabe, y que introducida en nuestro vocabulario gracias a las prácticas de la alquimia, significa vapor de agua; así como espíritu, en griego, significa viento.

Tal es, en el mundo filosófico y en el mundo sabio, el estado actual de la comprensión del problema que nos ocupa. Y después de las enseñanzas de aquellos grandes hombres, cuyos nombres hemos evocado, esto mismo nos permite constatar que la naturaleza, en todas las épocas, no sólo ha producido un escasísimo número de pensadores, sino que éstos han sido comprendidos por un reducido número de personas. Y por esta razón, en el mundo, gobiernan el error y la locura.

En lo que concierne a los problemas morales, el testimonio de los poetas tiene también su importancia. Y aunque sus opiniones no se han forjado en un estudio sistemático, la naturaleza humana suele ser captada por su mirada penetrante, y sus ojos suelen captar inmediatamente la verdad.

En Measure for Measure (Medida por medida) de William Shakespeare, Isabel pide el perdón de su hermano al tirano Angelo, quien lo había condenado a muerte:

ANGELO.— No quiero perdonarlo.

ISABEL.— ¿Pero podrías hacerlo, si quisieras?

ANGELO.— Comprende que lo que no quiero hacer, no puedo hacerlo.

En Twelfth Night (Duodécima noche), se lee:

Destino: demuestra ahora tu fuerza; no nos es posible disponer de nosotros mismos; lo decretado ha de ser, y me abandono a los acontecimientos.

También Walter Scott, profundo conocedor y gran retratista del alma humana, de sus impulsos más recónditos, pudo mostrarnos una profunda verdad en el Manantial de San Román, Tomo 3. Allí nos presenta a una pecadora que muere arrepentida y quiere aliviar su conciencia agobiada, confesándose en la última hora; y entre otras cosas le hace decir lo siguiente:

Abandónenme a mi destino. Soy la criatura más abominable que ha nacido, y abominable para mí misma, que es lo peor, porque hasta en mi penitencia hay un secreto murmullo que no deja de decirme que en caso de volver a encontrarme en las mismas circunstancias, volvería a cometer las mismas y horrendas acciones que he cometido, y si fuera posible, peores aún. ¡Por favor, ayúdame Dios, para acabar con tales pensamientos!

Y como un complemento a esta descripción poética, citaré un hecho, paralelo al otro, que alcanza para probar la invariabilidad de los caracteres humanos. Este hecho ocurrió en 1845 y apareció publicado en el Times del 2 de julio con el siguiente título: Una ejecución militar en Orán, el cual he traducido expresamente. He aquí el artículo:

El 24 de marzo, un español llamado Aguilera Gómez había sido sentenciado a muerte. El día anterior a su ejecución, le decía a su carcelero: No soy tan culpable como parece, se me acusa de haber perpetrado treinta asesinatos y no han sido más que veintiséis. Desde mi infancia he estado sediento y ávido de sangre; cuando tenía siete años y medio, apuñalé a un niño. Asesiné también a una mujer embarazada, y algo más tarde a un oficial español, por lo cual tuve que huir de España. Me he refiigiado en Francia, donde cometí dos crímenes antes de ingresar a la legión extranjera. De todos mis delitos, el que más he lamentado es aquél que cometí en 1841, cuando hice prisioneros a un comisario general, escoltado por un sargento, un cabo y siete soldados; y a todos mandé a decapitar. La muerte de todos ellos pesa aún sobre mí, y los veo en mis sueños, y mañana mismo me lo representarán los soldados que irán a fusilarme. Sin embargo, si pudiera recobrar la libertad, seguiría asesinando.

El siguiente pasaje ha sido extraído de la Ifigenia de Goethe, y muy bien puede ser evocado a este propósito.

ARCAS.— No has hecho caso de mis leales consejos.

IFIGENIA.— He hecho con gusto aquello que he podido hacer.

ARCAS.— Aún estás a tiempo para cambiar de idea.

IFIGENIA.— Ya no me es posible.

Y para terminar, citaré otro pasaje célebre de Wallenstein, de Schiller, donde podemos encontrar una brillante expresión de nuestra verdad fundamental:

Sepan que las acciones y pensamientos humanos no son como las olas del mar, que se arrebatan en ciegos movimientos. Lo más íntimo del hombre es la imagen abreviada del mundo exterior, es como el manantial profundo del cual brotan eternamente. Y se producen necesariamente como los frutos que prodiga el árbol, y los juegos del destino no pueden transformarlos. Y al estudiar las partes más íntimas del hombre, conozco también su voluntad y sus actos.
Presentación de Omar CortésCapítulo terceroCapítulo quintoBiblioteca Virtual Antorcha